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La última vez que vi a Frank Beachum fue ese diciembre. Hacía frío, un frío que pelaba, me acuerdo de ello. Incluso el recuerdo del calor de verano se había desvanecido. Había estado nevando intermitentemente durante una semana, y las calles eran un caos, con los bordillos llenos de montículos de nieve y las esquinas inundadas de barro.
Yo no estaba de buen humor, de hecho estaba de muy, muy mal humor. Acababa de disputar tropecientos mil asaltos con el abogado de Barbara y no conseguía que ella me explicara cómo iba yo a pagar por los pecados de toda la humanidad y llegar a final de mes al mismo tiempo. Al abogado parecía importarle un comino, y Barbara, que se había mostrado bastante razonable al principio, parecía estar flotando en la avaricia y la amargura del abogado y seguir al pie de la letra todas sus propuestas. Empezaba a quedar claro que el nuestro no iba a ser un divorcio amistoso.
No faltaba mucho para Navidades, creo, porque recuerdo que fui al centro comercial de Union Station a comprar un regalo para Davy. Volvía a nevar, con intensidad, y mi pobre Tempo reconstruido estaba prácticamente ahogándose en el fango que le llegaba hasta el motor.
El centro comercial estaba atestado de gente. Tuve que aparcar en el último extremo del aparcamiento, lo que no mejoró mi estado de ánimo. Me subí el cuello del impermeable para protegerme las orejas y me encorvé en él mientras andaba por el frío insidioso y la nieve incesante. La estación, con su fachada amplia rematada por un tejado de dos aguas y un alto y esbelto campanario de dos torres debía parecer alegre, supongo. Las luces, las guirnaldas y los oropeles multicolores pendían de ella. Y los niños se divertían dando vueltas en un tiovivo con caballos de color pastel que giraban en el extremo del aparcamiento, y canciones alegres sacadas de un órgano zumbaban sobre el susurro húmedo del tráfico.
Con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha para protegerme las gafas de la nieve, crucé el amplio aparcamiento hasta la entrada. Ahí también había niños, un coro de niñas pequeñas cantando villancicos, las bocas en forma de «o» y las mejillas sonrosadas. Y un poco más allá, un Santa Claus algo desmelenado, un tipo negro vestido con un gabán de color indefinido y un gorro de duende caído a un lado.
Al acercarme le oí importunar a los transeúntes, poniéndoles una lata delante de las narices y girando con ellos cuando aquellos seguían su camino, haciendo caso omiso de él.
– Por caridad -farfullaba-. Dame un poco de caridad con pan. Es para los niños o algo parecido. Caridad oficial. Dame un poco de esa caridad. Tienes dinero. Tienes dinero con pan. Da un poco de ese dinero a la caridad.
– Eh, espera un momento -espeté.
Al acercarme a él por la nieve me llegó la vaharada de meado y alcohol en el aire glacial. Sentí que el lento hervor de la rabia contenida empezaba a desbordarse. Avancé hacia el tipo y le di un empujón en el hombro con la palma de la mano.
– ¡Eh! -exclamé-. Pero ¿qué es esto? Tú no eres Santa Claus, tú eres el hombre chocho. ¿Qué coño te crees que haces?
Asustado, tambaleándose, se dio la vuelta hacia mí. Su rostro marchito y sin afeitar se iluminó.
– ¡Steve! -gritó-. Viejo periodista, tu tienes dinero. Tú tienes dinero con pan. ¡Dame algo de ese dinero, Steve!
– Pero ¿qué coño te pasa? -solté, señalando al coro-. Esto está lleno de niños y es Navidad. ¿Cuál es tu problema? Una colecta para la caridad, ¿eh? ¡Y una mierda! Y encima pretendes ser Santa Claus, ¡Dios!
– Venga, Steve -repuso en tono más lastimero-. Dame un poco de dinero. Tú tienes dinero con pan. Dame algo de ese dinero.
Apunté con un dedo directamente a ese apestoso y mugriento abrigo suyo.
– Escúchame, so capullo -advertí-, ahora voy a entrar a comprar. Si cuando salgo todavía estás aquí, llamo a la policía, ¿entendido?
– Pero Steve…
– Llamo a la poli, capullo de mierda, estoy hablando en serio. Y encima pretendes ser Santa Claus… Pero ¿de qué coño vas? ¡Dios!
Lo aparté de un empujón y entré en el centro comercial.
– ¡Dios! No hay nada sagrado en este lugar de mierda -mascullé.
Al entrar en el centro oí más música dándome la bienvenida. Avancé mosqueado por el pasillo de ladrillo, bajo las tiras de oropeles que colgaban de la pasarela y de los soportes metálicos. Intenté abrirme paso entre la marabunta de gente que estaba de vacaciones, compradores con abrigos abiertos, con las manos repletas de bolsas y cajas apiladas contra el pecho. Me abrí camino pasando por delante de los tenderetes de bisutería y me dirigí a la tienda que vendía toda la parafernalia de Walt Disney. Empujé la puerta y entré agobiado.
La chica estaba allí de pie, una mocosa ridícula vestida con un uniforme Walt Disney de color azul celeste. ¿Recuerdan aquello de que los viejos héroes griegos eran los hijos de las mujeres que copulaban con los dioses? Pues bien, esa muchacha era la hija de alguna dama que había pasado la noche con Mickey Mouse. En el mismo instante en que me vio cruzar el umbral, toda su persona granujienta se iluminó como una bombilla. Los dientes de conejo destellaron y los ojos se le abrieron como platillos volantes.
– Buenas tardes tenga usted. ¿Cómo está usted hoy? -gritó.
– ¿Qué? -proferí.
– ¿Tiene usted un buen día?
– Un día fantástico -repuse-. El mejor día de toda mi vida. Y ahora déme un dálmata de peluche, por favor.
– ¡Oh! ¿Desea usted uno de nuestros dálmatas? Tenemos a Pongo y a Perdita y a Lucky y…
– El grande. Déme el más grande. ¿Qué vale? ¿Mil quinientos dólares?
– Oh, no señor. Ni mucho menos -respondió, riéndose alegremente.
Dio un par de brincos alborozados para llegar a unas cajas amarillas al fondo de la sala. Allí había un televisor enorme, o mejor dicho, nueve televisores juntos que formaban una sola imagen. Los siete enanitos andaban por las pantallas montadas cantando a-hiboo, a-hi-boo. Una pelota resaltaba rebotando las palabras en la parte inferior.
La muchacha atolondrada pasó su dedo jaranero por la brillante papelera y por la caja de Pinocho hasta llegar a la de los dálmatas. Cogió uno de los grandes y se lo llevó alegremente al alegre mostrador.
– ¿Cómo desea usted pagar, señor? -canturreó.
– Con sangre me parece apropiado -contesté-. Pero una tarjeta de crédito tendrá que bastar.
Cogió la tarjeta y la introdujo en la máquina. Iba tarareando la canción de los enanitos para sí misma.
– Alguien se va a poner pero que muy contento la mañana de Navidad -observó.
– La tarde de Navidad -sonreí rechinando los dientes-. Mi ex no me dejará ir a casa hasta la hora de comer.
Su pelo rizado se meneó durante un instante y vi cómo sus ojos se apagaban.
– Me echó de casa porque me follé a otro bombón y todavía está mosqueada por ello -expliqué.
Minnie respiró profundamente por la nariz y se quedó cabizbaja, escribiendo rápidamente en el recibo de la tarjeta de crédito.
– Habría podido ser peor -aclaré-. Podría haber perdido mi empleo porque a la que me estaba tirando era la mujer de mi jefe. Afortunadamente, di en el blanco justo antes de que pudieran hundirme, así que me salvé. De hecho, incluso conseguí un jugoso contrato para escribir un libro, y con un poco de suerte incluso gane un Pulitzer y un billete de ida para salir de este agujero inmundo y volver a los buenos tiempos. ¿Qué le parece? ¿Quiere acostarse conmigo?
Me entregó alegremente el dálmata en una bolsa con un empujoncito decididamente coqueto.
– No creo que a nadie le apetezca acostarse con usted, señor -enjaretó.
– Puede pensar lo que quiera, hermana, pero se equivocaría de medio a medio -respondí riendo-. Felices Navidades.
Salí de la tienda sintiéndome algo más aliviado. Encendí un cigarrillo mientras avanzaba por el suelo de ladrillo y di una calada profunda, sonriendo. Todavía esbozaba la misma sonrisa cuando salí del centro comercial y me adentré en el frío.
Y seguía allí. El hombre chocho. El coro de chiquillas seguía cantando sus canciones, con los rostros rosados entornados hacia la nieve que caía incesante y desviando incómodamente la mirada de vez en cuando hacia donde el mendigo pedía dinero con pan. Me encolericé de nuevo.
Arremetí contra él mientras perseguía con la lata a uno de los transeúntes. Le di un empujón en el hombro.
– Bien, bien -indiqué-. Eso es todo. Estoy harto. Voy a llamar a la policía. Te he dicho, estúpido ca…
Entonces oí una voz detrás de mí que gritaba:
– ¡Papi! ¡Venga, vamos!
Me giré instintivamente y, mirando al otro lado del aparcamiento, vi a Frank Beachum.
Hacía más o menos un mes que no le había visto, desde que terminamos las entrevistas para el libro que estaba escribiendo. Las habíamos empezado cuando todavía estaba en la cárcel, y continuamos unas cuantas semanas después de que le soltaran. En realidad no tenía muchas cosas que contarme puesto que yo había entrado a formar parte de la historia muy tarde y sólo pretendía contar esa parte de la misma. Le costaba expresarse y, lógicamente, sus sentimientos sobre ese último momento en la camilla eran un embrollo. Me comentó que no recordaba gran cosa de lo que había ocurrido. «Sólo vi lo que estaba pasando, eso es todo. Todo aquello ponía los pelos de punta, créame», me había dicho. Así que esa fue una de las cosas que tuve que intuir.
Al cabo de un tiempo me di cuenta de que no podía sacarle nada más. Aun así volví unas cuantas veces. Para mantener la relación, supongo. Íbamos a algún bar y nos tomábamos una cerveza juntos. Le preguntaba por Bonnie y me respondía que había dejado la medicación, que se encontraba mejor y yo le decía que eso era fantástico mientras asentíamos estúpidamente el uno frente al otro allí sentados. Lo cierto es que no teníamos mucho de qué hablar, él y yo. No teníamos casi nada en común. Él arreglaba coches y yo los conducía. En un momento dado fue un buen chiste, pero no nos llevó muy lejos.
Sabía que planeaba irse de St. Louis pronto. Cuando la historia salió a la luz le llovieron ofertas de trabajo y aceptó una en un garaje del estado de Washington, en algún lugar a las afueras de Seattle. Quería esperar a que Bonnie terminara la terapia con el psiquiatra y esperaba que el Estado le indemnizara con algo de dinero antes de irse. Pensé que pasaría algún tiempo antes de que el Estado tomara una decisión al respecto, pero estaba bastante convencido de que al final sería una buena indemnización. El juez del caso era Evan Walters, un cristiano muy recto y honrado casado con una cristiana muy recta y honrada y con tres hijos cristianos muy rectos y honrados. Durante los últimos dos meses yo había ido a la misma casa de putas que él, y yo lo sabía, y él sabía que yo lo sabía, y sería una buena indemnización, estaba seguro de ello.
Así que Frank debió de abandonar la ciudad poco después de aquel día en la Union Station porque, como digo, no le he visto desde entonces. Y, de hecho, esa última vez no nos acercamos ni hablamos ni nada de nada. Simplemente, me lo quedé mirando desde la entrada del centro comercial. Él estaba en la acera junto al aparcamiento. Su hija Gail le tenía cogido por los dedos e intentaba tirar de él, pero al verme él se quedó ahí, inmóvil. Bonnie estaba junto a él, con la cabeza envuelta en un pañuelo. Por lo que vi, parecía cansada, pero reía y sonreía abiertamente, y al parecer gozaba de buena salud.
– ¡Vamos, papi, vamos! -gritó de nuevo Gail.
Tiró de él con fuerza, pero Frank se quedó donde estaba unos instantes más. Poco a poco, mientras le miraba, levantó la mano. Se llevó el dedo hasta el mechón de cabello que le pendía sobre la frente y luego bajó la mano para apuntarme. Un saludo, podría llamarse, o tal vez una despedida.
Levanté el cigarrillo y le devolví con él el saludo. Se echó a reír. Gail seguía tirando de él por la acera. Pasó el brazo por el hombro de su mujer, la abrazó y los tres siguieron su camino hacia el tiovivo.
Les observé avanzar por la nieve hasta que los perdí de vista cuando doblaron la esquina del edificio. Entonces miré a mi alrededor.
Los ojos inyectados en sangre del hombre chocho me miraban desde debajo del flequillo peludo que salía de la gorra Elf.
– Mierda -espeté.
Me llevé la mano al bolsillo y saqué la cartera. Agarré un billete de diez y lo embutí bruscamente en la lata.
– Al fin y al cabo, para que se lo lleve mi mujer, también te lo puedes llevar tú -proferí-. Y ahora lárgate de aquí y emborráchate hasta reventar.
– ¡Eh! -respondió el hombre chocho-. ¿Uno de diez? Tú tienes más dinero, tienes dinero con…
Le lancé una mirada feroz.
– De acuerdo, de acuerdo -consintió. Sacó el billete de la lata, lo apretujó en su puño y se llevó la mano al bolsillo del abrigo-. Gracias, periodista. Llevo dos horas aquí y me estaba quedando con el culo helado.
Asentí con la cabeza.
– ¡Qué diablos! A lo mejor sí que eres Santa Claus.
Eché el cigarrillo a la cuneta y me dispuse a cruzar el aparcamiento en dirección a mi coche.
Qué diablos, pensé. A lo mejor lo es.