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UNA PROPOSICIÓN INMORAL

Durmió mal. La cara hinchada del cadáver de Marcelino Soto fue la imagen con la que se adormeció y con la que se despertó. Mientras el agua le caía cara abajo en la ducha, sintió un ahogo aprensivo y, a pesar de que era consciente de que le estaba entrando aire en los pulmones, por unos segundos experimentó una sensación de asfixia que la obligó a apartarse del chorro de agua con el corazón acelerado.

No tenía hambre. Preparó sólo un cafetera. Sentada a la mesa de la cocina, tomó dos tazas mientras escuchaba las noticias de las seis y media.

Mientras metía la taza del café en el lavavajillas, en el informe del tráfico anunciaron que se habían encontrado dos tubos de escape en sendas carreteras de Hesse. Siempre le había llamado la atención que se perdieran tantos objetos por la carretera. Muchas veces el locutor se limitaba a hablar de objetos, pero en otras ocasiones los precisaba: una bicicleta, un neumático o trozos de neumático, una caja de cervezas, un tubo de escape, un guardabarros, un perro… Uno de los mejores fue el anuncio de tres jabalíes muertos. En ese momento circulaban dos autos sin tubo de escape, presumiblemente dos cacharros prehistóricos, dos herejías en un país que profesa gran veneración a los automóviles. Era una mañana peligrosa en la autopista porque la voz de la radio advirtió también de la presencia de caballos en la A 66 a la altura de Wallau. Eso no era extraño, había docenas de cuadras en las afueras de las pequeñas ciudades de la zona. Una vez había visto el resultado del encontronazo entre un caballo y un coche. Tenía que ir a Wiesbaden y el accidente se produjo a pocos metros de donde se encontraba el coche patrulla en el que viajaba. Dejaron el vehículo en la cuneta y se acercaron. Después se limitaron a presenciar el espectáculo tristísimo del caballo agonizando en la calzada hasta la llegada del veterinario. Ninguno de los policías presentes, ella tampoco, se atrevió a hacer lo que realmente hubiera deseado: sacar la pistola, como todos habían visto hacer alguna vez en las películas del Oeste, y acabar de un disparo con el sufrimiento del animal. Apartó de su mente esa imagen desafortunada a la que la había conducido la casualidad del momento equivocado en el lugar equivocado y pensó de nuevo en los dos coches sin tubo de escape que corrían ignorantes y despreocupados por la autopista. Se puso en camino a la Jefatura de Policía.

Al entrar en el edificio notó de pronto un hambre feroz. Se dirigió a la cafetería; una vez allí, llamó al despacho para que Fischer supiera que ya estaba en la Jefatura. Todavía estaba dolido.

– ¿Llamas para controlar si he sido puntual?

– Llamo para que sepas que me estoy comiendo un donut.

En realidad, ya iba por el segundo. El primero sólo tenía una cobertura de azúcar, el segundo ya era de chocolate. En el tercer donut, otra vez con azúcar, decidió que ya estaba bien. «Un consumo excesivo de azúcar puede producir acumulación de grasa, lo que puede llevar al bloqueo de las arterias y los capilares, con el consiguiente riesgo de infartos cardiacos y cerebrales…» Fue al baño para asearse, no quería aparecer por el despacho con restos de azúcar en la cara. Cuando salía se topó con el cráneo rapado del comisario Sven Juncker, que se dirigía al lavabo de hombres contiguo y que la saludó con un gesto pretendidamente caballeroso, como si levantara un sombrero imaginario, que aprovechó para acercar su rostro al de Cornelia. Los labios gruesos y pálidos esbozaron una sonrisa despectiva.

– Buenos días, señora comisaria Weber-Tejedor. He oído que ya saben quién es el muerto que apareció en el río.

Cornelia respondió al saludo con un gesto seco.

– Así es.

– Sólo quería decir cuánto me alegro de que la discriminación positiva esté dando sus frutos, aunque sea a costa de colegas sobradamente cualificados.

– ¿Ah, sí? -Cornelia fingió buscar por los alrededores-. ¿Dónde están? Por aquí no veo a ninguno.

Juncker apretó la mandíbula.

– l'm watching you. No crea que el jefe va a seguir estos jueguecitos políticamente correctos por los siglos de los siglos. Está esperando un error para ponerla en su sitio. Y si no me equivoco, su equipo tiene un punto débil, muy débil. Lo sabemos todos.

Cornelia le volvió la espalda.

– Buenos días.

Mientras se alejaba tenía la incómoda sensación de que si se girara de golpe lo encontraría dedicándole algún movimiento obsceno.

Reiner Fischer estaba colgando el teléfono cuando ella entró.

– ¿Qué? ¿Has comido bien?

– Regio.

– Acaba de llamar el jefe. Quiere que subas a su despacho.

– ¿Cuándo?

– Ya.

Salió sin contarle a Fischer su encuentro con Juncker. Las alusiones al punto débil en su equipo las habría silenciado de todos modos.

La señora Marx le dio a entender que Matthias Ockenfeld la estaba esperando. Con todo, Cornelia se tomó el tiempo de corresponder a las carantoñas del perrito antes de tocar a la puerta.

– Pase, comisaria, siéntese.

Ockenfeld esperó a que Cornelia se acomodara ante su escritorio.

– Me alegro de que haya venido, comisaria.

– Usted me hizo llamar.

– Cierto, cierto.

El despiste de Ockenfeld le sonaba fingido, quizá quería aparentar que esta conversación no era demasiado importante. Ockenfeld depositó su estilográfica, una Montblanc, en una bandejita de ébano tallado, apoyó después los codos sobre la mesa y entrelazó las manos. Tenía los dedos cortos y gordos. Unidos en ese gesto, le recordaron los paquetes de salchichas de Núremberg. Cornelia pensó que tenía que ir al supermercado.

– Sólo quería saber cómo va el caso del señor Soto. -Esta vez sí que sabía el nombre de la víctima-. Ya sabe que es un caso que se sigue con suma atención. Hoy ha llegado también a la prensa.

Cornelia se acordó de los periodistas en el puente tomando fotos bajo la lluvia. Aún no había podido leer los periódicos. Le habría gustado que la crecida del río hubiera desviado la atención de los medios de comunicación, pero el hecho de que el muerto hubiera aparecido en el río le dejaba pocas esperanzas.

– Es demasiado pronto para decir nada.

– En realidad, lo que me interesa en concreto es la composición de su equipo de investigación. Obviaré, porque estoy convencido de que no hubo por su parte intención alguna de saltarse las ordenanzas, el error de procedimiento que supone que haya solicitado a mi apreciado colega Kachelmann que cediera a uno de sus hombres, Leopold Müller, antes de que yo autorizara su entrada.

Había sido un error, no lo podía negar, pero entre su llamada a Kachelmann y la presentación de la lista habían pasado apenas unas horas. De una cosa estaba segura: de que su jefe no había recibido esa información de Kachelmann; era de sobra conocido que no se soportaban, así que no se podía imaginar que Kachelmann hubiera telefoneado a Ockenfeld para contárselo. Quizá le había llamado la atención que ella no hubiera mencionado la necesidad de pedir a Müller. Después habría empezado a hacer averiguaciones. Pero ¿para qué? Mejor dejarlo hablar.

– Mucho más me sorprende, mejor dicho, me preocupa, la inclusión del subcomisario Reiner Fischer en su equipo.

– ¿Por qué? Es mi compañero habitual.

– Lo sé. Pero mi trabajo como jefe de este departamento es procurar que los equipos de trabajo funcionen de una forma óptima y tengo que decir que el subcomisario no está en su mejor momento. Tengo constancia de frecuentes retrasos e incomparecencias en las últimas semanas.

– No me parece nada especialmente grave, teniendo en cuenta que el subcomisario Fischer ha sido siempre un compañero extremadamente fiable.

– Lo sé también. Un jefe no sólo está pendiente de los errores, sino también de los aciertos. Pero aparte de estos problemas menores, lo sucedido hace diez días en la fiscalía pudo tener consecuencias funestas. El error del subcomisario Fischer casi echó por tierra la labor de sus compañeros.

– Creo que la comisión interna ya aclaró el asunto. Y, a fin de cuentas, no pasó nada.

– Me sorprende que hable así, comisaria. No pasó nada, pero pudo haber pasado y quién sabe si en una situación de peligro no podría suceder algo grave.

Ella quiso decir algo, pero Ockenfeld le indicó con un gesto seco de la mano que no estaba dispuesto a escuchar ninguna replica.

– Por eso, no puedo aprobar el equipo tal como usted lo propone. El resto de las fuerzas que pide, inclusive el señor Leopold Müller, las puedo autorizar sin problemas, pero creo que para resolver este caso del modo en que tanto yo como el consulado español y la ciudadanía esperan necesitará refuerzos. He pensado que el comisario Juncker y el subcomisario Gerstenkorn podrían ser una ayuda eficaz.

– Señor Ockenfeld, con todo el respeto, creo que el equipo que le presenté es perfectamente adecuado para el asunto que nos ocupa. Dos comisarios no son necesarios, además, pueden suponer un conflicto de competencias.

Aunque la cara de su jefe mostraba atención, Cornelia tenía la sensación de que la estaba dejando hablar.

– Y dado que la víctima era un miembro de la colonia española, considero que puedo ocuparme a la perfección del asunto sin necesidad de refuerzos.

El silencio que siguió a sus palabras no presagiaba nada bueno. Como si acabara de percatarse de que la comisaria había dejado de hablar, Ockenfeld compuso una expresión benevolente.

– Comisaria, digamos que por esta vez pasaré por alto el error de procedimiento, pero albergo serias dudas respecto al subcomisario Fischer. -Matthias Ockenfeld hizo un pequeña pausa y adoptó un tono confidencial-. Usted sabe, comisaria, que la tengo por una de mis mejores colaboradoras.

Las alarmas en la cabeza de Cornelia empezaron a sonar como si se avecinara un bombardeo.

– Por su biografía, la considero una persona especialmente adecuada para tratar casos con los que otros colegas tienen dificultades.

– ¿Qué quiere usted decir con mi biografía?

– Déjeme continuar, comisaria Weber.

Las argumentaciones de Ockenfeld eran como aludes: una vez se ponían en movimiento, no era posible detenerlas y había que dejar que llegaran a su fin, con todos sus preámbulos, digresiones y paréntesis. Intentar interrumpirlas con preguntas o réplicas era como querer parar una avalancha con una palita de playa. Así que Cornelia tuvo que resignarse y escuchar.

– Como iba diciendo, hay cuestiones que requieren una determinada sensibilidad, lo que se llama mano izquierda o sentido del tacto, un sentido que en muchos de sus colegas se encuentra manifiestamente subdesarrollado y en otros es inexistente. Pero se trata de colegas de demostrada eficiencia en otros ámbitos.

Cornelia entendió al momento que se refería a energúmenos como Juncker y que él sabía que ella entendería la alusión. Convencida de que Ockenfeld conocía la aversión mutua que ella y Juncker se profesaban, entendió que le estaba recordando su amenaza de hacerlos trabajar juntos.

– Uno de los momentos en los que es necesario operar con tiento es cuando en un caso se encuentran implicados conciudadanos extranjeros. No se trata sólo de evitar la más mínima sospecha de trato discriminatorio…

Lo escuchaba expectante, pendiente del momento en que, por fin, se dignaría a mostrar sus cartas.

– La policía de Francfort es la policía de todos los francforteses y francfortés es todo el que vive en Francfort, sin distinción de…

Cornelia pensó que si estuvieran saliendo en una serie policíaca norteamericana, ahora estaría sonando una fanfarria militar de fondo. Una fanfarria lenta y con sordina. Solemne. Dejó la música y prestó de nuevo atención. El jefe volvía a hablar con ella.

– Por esa razón considero que usted, comisaria Weber-Tejedor, es la persona apropiada para intervenir en un caso delicado que no puedo confiar a nadie más. Me hago cargo de que puede suponer una sobrecarga de trabajo.

La había llamado por los dos apellidos. Eso no presagiaba nada bueno.

– ¿De qué se trata?

– De una mujer desaparecida. Más concretamente de una muchacha ecuatoriana que trabajaba de asistenta doméstica para una respetable familia de la ciudad.

– ¿Legal?

– Lamentablemente, no.

– Entonces no será una familia tan respetable.

Un destello de ira cruzó por los ojos de Ockenfeld. Cornelia lo ignoró sólo a medias.

– ¿Conocidos suyos?

Ockenfeld titubeó al responder.

– Buenos amigos. La familia Klein.

– ¿De la banca privada Klein & Schumann?

A veces tenía que dar la razón a muchos colegas que no veían a Matthias Ockenfeld como uno de los suyos, sobre todo cuando lo comparaban con el anterior jefe, Werner Krause, que se había jubilado hacía dos años escasos. Krause había sido un policía de la vieja escuela que había ido ascendiendo por méritos en el escalafón, no tenía amigos como los Klein y asistía más bien a regañadientes a las fiestas de la alcaldesa en el ayuntamiento de Francfort. Ockenfeld era allí un invitado habitual.

– ¿Qué se supone que tendría que hacer? ¿Y por qué yo?

– Ya lo apunté antes, comisaria Weber-Tejedor, usted tiene el perfil ideal para estos asuntos. Su origen familiar hace que pueda entender mejor a nuestros conciudadanos extranjeros, y además, algo que puede ser de gran ayuda, habla usted español.

Usaba sus propios argumentos para acorralarla. Y otra vez había empleado su apellido completo.

– Con todo el respeto, lo de que puedo entender mejor a los conciudadanos extranjeros -no pudo evitar pronunciar esa fórmula tan querida por Ockenfeld con algo de sorna- no lo veo tan claro como usted.

– Pero el español es su lengua materna.

– Junto con el alemán. He nacido aquí.

– Claro, claro -condescendió Ockenfeld-. Sería muy útil que usted y su gente (por supuesto, puede usted contar con un par de colaboradores más si los necesita) tomaran contacto con algunos miembros de la comunidad latinoamericana de la ciudad y averiguaran todo lo posible sobre la muchacha desaparecida. Se trata de una cuestión delicada, que afecta a un ciudadano importante de la ciudad y creo que es mejor que quede en nuestras manos. ¿Todo claro?

Como Cornelia negó con la cabeza, Ockenfeld resopló con impaciencia.

– Según usted, se trata de un asunto delicado, aunque no veo todavía por qué, pero tal como lo está planteando me temo que moralmente no puedo aceptarlo.

– Si se refiere al hecho de que nos estemos adentrando en el terreno del departamento de emigración, es decir en el trabajo de otros colegas, deje sus reparos de lado, estará usted cumpliendo órdenes.

– Pero es un caso que no es de mi competencia.

– Mire, comisaria, sé tan bien como usted que no se lo puedo ordenar, pero es un asunto importante ya que afecta a un ciudadano eminente de la ciudad. Me gustaría que fuera usted quien se encargara del caso porque me merece toda la confianza, hasta el punto de que estoy dispuesto a aceptar el equipo de investigación que usted propone a pesar de que el subcomisario Fischer no me parece una garantía de éxito. Pero ya que usted lo reclama, dejaré de lado mis, creo que más que fundados, recelos y autorizaré su inclusión en el equipo en lugar de mandarlo de vacaciones forzosas. ¿Cómo lo ve?

Cornelia bajó la vista.

– Muy claro, señor Ockenfeld.

– Pues, venga, a trabajar.

Cornelia se levantó de un salto.

– Buenos días, señor Ockenfeld.

– Buenos días. Las informaciones sobre la muchacha desaparecida ya se encuentran sobre su escritorio.

Salió del despacho. La señora Marx la miró sorprendida al verla aparecer con expresión de enojo. No dijo nada, no habría sido correcto. En su lugar, sólo hubo un rápido intercambio mudo de miradas. Con el pie izquierdo contuvo a Lukas, aunque no era necesario. El perro llevaba suficiente tiempo en esa recepción para saber perfectamente cuándo sus torpes carantoñas eran bien recibidas y cuándo no. Desde debajo de la mesa le lanzó a Cornelia la misma mirada compungida que su dueña.

Cuando regresó al despacho, encontró, como había dicho Ockenfeld, una carpeta sobre su mesa.

– ¿Y esto? -preguntó a Fischer.

– No sé. Lo acaban de traer.

Leyó los documentos. No decían gran cosa. La muchacha ecuatoriana desaparecida se llamaba Esmeralda Valero, procedía de una ciudad llamada Machala de la provincia de El Oro. Esmeralda Valero tenía veinte años y llevaba tres meses trabajando en casa de la familia Klein. Había entrado con un visado turístico en Alemania, por lo tanto, no tenía permiso de trabajo. Su desaparición la había denunciado la señora Klein.

Cornelia llamó a Müller y les presentó a él y Fischer la nueva situación. La pregunta de Fischer repetía la de la propia Cornelia, pero recibía otra respuesta.

– ¿Qué tiene que ver homicidios con esto?

– Nada, pero el jefe considera que somos el equipo ideal para este asunto.

La mirada de Fischer al escuchar esto reflejaba una mezcla de escepticismo y desconfianza, como si creyera que Cornelia bromeaba.

– Nadie debe saber que trabajamos en este caso y menos aún el comisario Juncker y el subcomisario Gerstenkorn. No tenemos todavía demasiada información. Los Klein han proporcionado el horario de trabajo de la muchacha y poco más. La señora Klein presentó la denuncia por desaparición cuando Esmeralda Valero llevaba tres días sin ir al trabajo.

– ¡Que tontería de asunto! -musitó Fischer.

– Órdenes, Reiner.

– Pero es que me parece muy raro que nos hagan perder el tiempo por un asunto así.

– Lo sé. No hace falta que insistas. Toda la historia es rara. Sólo espero que no nos pillemos los dedos con ella. El caso es más bien trivial, y creo que Ockenfeld lo usa como una plataforma para hacer puntos. Por eso esta tarde me acercaré sola a casa de los Klein. No creo que lo que nos puedan contar requiera un despliegue policial. Así que mientras hablo con ellos, vosotros os encargaréis de seguir con el caso Soto. Ayer os envié las preguntas que habrá que hacer. ¿Alguna idea más?

Ambos presentaron ideas, pero cada uno las había preparado por su cuenta.

– Müller, usted se va a encargar de organizar las entrevistas. Tenemos tres agentes de apoyo, localicen a las personas de la lista y concierten citas con ellas. Procure que los agentes tengan tiempo de hablar con cada persona sin agobios de horario y compruebe que les quede claro qué tipo de información nos puede ser útil. 1

Aunque pensaba que en realidad lo más correcto protocolariamente sería que fuera ella, ya que era la superior, quien pasara por el consulado, algo en su interior se resistía. Cuando al cumplir los dieciocho optó por la nacionalidad alemana, devolvió el pasaporte español y desde entonces ya no había tenido nada que ver con el consulado.

– Tú, Reiner, tendrás que acercarte después al consulado español. La cónsul general llamó para ofrecernos toda su ayuda. Hacia la una es una buena hora. Tienen menos público y la presencia de la policía pasará más desapercibida. ¿Todo claro?

Fischer insistió:

– Pero hay una cosa que no entiendo: ¿cómo es que has aceptado el otro caso?

– ¿Te lo tengo que volver a decir? Órdenes.

– Es que no me cuadra. ¿Qué pintamos nosotros en ese asunto?

– Pintamos lo que el jefe quiere que pintemos y basta.

– Normalmente no dejarías que te endosaran una bobada de este calibre.

– Normalmente no estaríamos discutiendo esto y ya habrías empezado a buscar información sobre Marcelino Soto, así que deja de calentarme la cabeza y ponte a trabajar.

Fischer la miró con fijeza. Cornelia notó que luchaba consigo mismo por controlarse y que perdía la batalla contra su enfado cuando entrechocó los tacones y le dijo:

– A sus órdenes, señora comisaria.

No quiso decirle nada más porque Müller seguía de reojo la escena mientras fingía leer el informe sobre la muchacha desaparecida. Repitió sin darse cuenta la expresión que había usado Ockenfeld.

– A trabajar. En una hora estará aquí la otra hija de Soto, Irene. Tú te encargas de hablar con ella, Reiner. Yo he pedido a ese pariente del pueblo, Carlos Veiga, que venga también. Quiero hablar con él, esta vez en español. Usted me acompañará, Müller.