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EL MUNDO DIPLOMÁTICO

Desde la recepción le anunciaron que Irene Weinhold y Carlos Veiga estaban allí. Había sido la hija mayor de Marcelino Soto quien había pedido que el encuentro fuera en la Jefatura para evitarle a su madre la presencia de la policía.

– El doctor Martínez Vidal considera que es mejor así.

Irene Weinhold, de soltera Soto, era seis años mayor que Julia. El parecido era innegable, la diferencia era que Irene, al contrario de Julia, hablaba español sin acento alemán.

Acomodaron a Irene Weinhold y a Carlos Veiga en sendos despachos. Cornelia notó que se sentían aliviados al ver que se trataba de habitaciones con muebles de oficina comunes y ventanas sin rejas y no de cuartos sórdidos y oscuros. En una pared, una foto enmarcada mostraba una vista del skyline de la ciudad desde el río, con el sol del atardecer reflejándose en las superficies de cristal de los rascacielos. Al lado de este romanticismo urbano, otra fotografía reproducía las fachadas reconstruidas de los edificios del Römer, una de las tomas predilectas de las decenas de turistas japoneses que cada día llenaban sus cámaras con esos motivos.

Reiner Fischer se encargó de entrevistar a la hija de Soto mientras Cornelia comprobaba los buenos conocimientos de español de Müller dejando que fuera él quien más hablara con Veiga.

Nada nuevo sacaron de esas entrevistas. Solamente la impresión de que, al revés que su hermana, Irene Soto no intentaba hacerse la fuerte. Reiner tuvo que enfrentarse solo a un dolor que obligó a interrumpir en un par de ocasiones la conversación, como después comunicó con un mal disimulado resentimiento a Cornelia.

Era ya mediodía, hora de la pausa del almuerzo. Cornelia lanzó la pregunta al aire, sin dirigirla a ninguno de los dos compañeros en concreto.-¿Comemos algo?

Müller asintió. Fischer no.

– Tengo que salir para resolver un par de asuntos. Comeré algo por ahí.

– Está bien. Como quieras.

Cornelia y Müller comieron en la cantina de la Jefatura con un par de compañeros.

Durante los almuerzos, después del ritual de las quejas por la mala calidad de la comida, que los entretenía durante los primeros minutos, se hablaba, por supuesto, de trabajo. Cornelia no tenía muchas ganas de hablar, pero era agradable escuchar lo que contaban los otros. Un joven subcomisario, al que ahora entendía mejor cuando hablaba, pues ya se había acostumbrado a su fortísimo acento sajón, se lamentaba del aburrimiento que le producía el trabajo en los archivos.

– Bueno -intentó alentarlo otro de sus compañeros en tono jocoso-, por lo menos tienes un caso con todo lo que tiene que tener. No como nuestros amados compañeros Juncker y Gerstenkorn.

Al oír estos nombres, Cornelia aguzó los oídos. No soportaba a ninguno de los dos hombres, pero hacia el comisario Juncker sentía en especial una repulsión visceral. Gersternkorn era sólo su segundo, su mascota. Corto de entendederas, el fiel perro de presa.

– ¿Qué han hecho ahora estos dos inútiles?

Cornelia hubiera abrazado al compañero sajón por este comentario tan poco correcto, pero se contuvo.

– Están ocupados en un caso bastante singular. El sábado, durante un control técnico en la Estación Central de Francfort apareció un pie humano enganchado debajo de un vagón. El pie llevaba un día allí y ahora a Juncker y Gerstenkorn les ha tocado averiguar si se ha producido algún crimen o suicidio en el trayecto que cubre este tren.

Cornelia se echó a reír. La imagen de Juncker y Gerstenkorn recorriendo kilómetros de vías y buscando un cadáver al que le faltaba un pie era de una comicidad irresistible, sobre todo si pensaba en la elegancia de la que siempre hacía gala Juncker, con trajes más propios de un abogado que de un policía. Miró por la ventana y se alegró de la lluvia que seguía cayendo sin interrupción. Les deseó toda la lluvia y el barro de este mundo.

Regresaron al despacho. Aunque la hora de la pausa ya había terminado, Fischer no estaba de vuelta. Lo llamó al móvil, pero no recibió respuesta.

Una hora más tarde, seguía sin aparecer y Cornelia, impaciente, interrumpió a Müller para pedirle que fuera al consulado español y se ocupara de hablar con la cónsul general.

– El subcomisario ya continuará, cuando aparezca, con lo que usted está haciendo.

Sabía que a Fischer le iba a fastidiar el cambio de tareas. Odiaba ese tipo de trabajo de escritorio, pasar horas revolviendo actas y buscando en los archivos, anotando datos y escribiendo informes para los colegas. Pero él se lo había buscado.

Después escribió su informe para cerrar también por su parte el caso Merckele. La redacción le resultó muy penosa, no encontraba las palabras a pesar de que recurría a los términos habituales en este tipo1 de textos. Pero en esta ocasión la rutina le fallaba. Cuando por fin pasó a ordenar y archivar todos los protocolos y los encerró finalmente en una gruesa carpeta, sintió tal alivio que decidió llevar en persona los papeles a la oficina interna de correo, que los haría llegar a la fiscalía, como si quisiera asegurarse de que no iban a reaparecer por su oficina.

Confiaba en que la información que trajera Müller del consulado les ayudara a perfilar las actividades de Marcelino Soto. Necesitaban algo, un mínimo éxito que acallara las voces que auguraban un fiasco para su equipo. Un éxito que aniquilara también las dudas que ella misma empezaba a albergar. O por lo menos que las amortiguara. ¿Y si los recelos de Ockenfeld no iban tan desencaminados? Rechazó ese conato de inseguridad. Tenía un equipo y quería creer en ese equipo.

Era, bien pensado, el primer caso de asesinato en la colonia que recordaba. No es que no hubiera españoles en los ficheros policiales, pero esos casos atañían siempre a otros departamentos, sobre todo a estupefacientes. Muchos ni siquiera eran de la colonia, sino correos de drogas que cazaban en el aeropuerto, en vuelos de Colombia o Tailandia especialmente. Visto así, podía entender mejor el interés del consulado.

Fischer seguía sin aparecer. Empezó a escribir en el ordenador algunos apuntes sobre el caso Esmeralda Valero. ¡Qué silencioso era ese cuarto sin Fischer! Reiner Fischer era una de esas personas que producen ruido a su alrededor incluso cuando parecen en reposo. Donde ellas están siempre cruje, zumba o chasquea algo, siempre las acompaña un runrún indefinido y constante. Su ausencia producía el mismo efecto que el cese súbito del tránsito en una calle principal. Se agradece al principio, pero luego inquieta.

Echaba de menos a Reiner. A su Reiner Fischer, fanfarrón, gritón, impulsivo. Bruto, a veces, para disimular. Que pateaba una farola después de hablar con los allegados de una víctima, al que vio una vez comerse una hamburguesa de dos pisos escondiendo detrás del panecillo los ojos arrasados de lágrimas después de ver en el Instituto de Medicina Forense el cadáver de un niño de cuatro años maltratado por sus padres. Cuanto más le afectaba un caso, más grosero podía parecer. Ella lo sabía y le seguía el juego. Tenía que fingir que creía la representación del tipo duro e insensible que quería ofrecer Fischer. También sabía cómo evitar que se perdiera en su propio rol.

– ¿Cómo puedes comer esa mierda grasienta? -lo había increpado en la hamburguesería, mientras él intentaba ahogar la pena en grasa.

– A mí me gusta.

– ¿Qué va a decir tu mujer si se entera?

Cuando Fischer estaba a punto de naufragar, lo llevaba al puerto de su mujer.

Se había casado hacía siete años, sin que nada hubiera advertido de sus planes. Fue una gran sorpresa entre los colegas. Recibieron la invitación que les anunciaba que Reiner Fischer y Sandra Kunze se casaban en el ayuntamiento de Francfort. La boda tuvo lugar un viernes por la mañana. Por supuesto acudieron todos. No quedó claro si Fischer tomó de buen grado los comentarios, repetidos hasta el hastío, sobre la juventud de la novia, y nadie sabe cuánto esfuerzo tuvo que hacer para sonreír cada vez que alguno de los compañeros, con o sin codazo cómplice en las costillas, le preguntaba algo así como:

– ¿Cómo un gorila como tú ha podido ligarse un bombón así?

El caso es que fue la primera y la última vez que vieron a la mujer de Fischer. Lo que no significa que no estuviera presente. Los «mi mujer dice», «mi mujer piensa que», «mi mujer ha leído en un libro que» pasaron a ser parte inseparable de las conversaciones con Fischer. Esta omnipresencia invisible le había dado el sobrenombre de «la señora Colombo» entre los compañeros.

Ahora que pensaba, se dijo Cornelia, en las últimas semanas, si no recordaba mal, Fischer no había mencionado a su mujer. Hizo un repaso mental de esos días. Su compañero había caído en un extraño mutismo. No contaba nada. Y mucho menos hablaba de su mujer. Esa constatación cayó sobre ella como una revelación. ¡Se habían separado! De pronto entendía los silencios huraños, los olvidos, los despistes, la desgana de su colega. Sintió un golpe de mala conciencia. Se le presentaban en la memoria todas y cada una de las discusiones de los últimos días, pero ella ya no era la parte ofendida, que reclamaba justamente; ahora era la colega insensible y ciega que maltrataba a un amigo sumido en una crisis matrimonial.

En un arranque de masoquismo, siguió castigándose con una repetición de todo lo que le había dicho o, qué cruel, gritado en los últimos días, incluso esa misma mañana. Recomida por los remordimientos, dirigió una mirada llena de cariño al escritorio de Reiner Fischer. Allí estaban sus montones de papeles, que tanto la exasperaban, la lámpara medio oxidada que había salvado del antiguo despacho, el caos de bolígrafos, lápices, papelitos amarillos con anotaciones, clips. Barrió con la mirada el escritorio y cada nuevo objeto vislumbrado -la mascota horrorosa, el cactus que cuidaba con devoción, la pila de vasos de cartón de los cafetitos delante del ordenador-, cada cosa que veía la hacía sentir peor.

Aún embargada por ese sentimiento de mala conciencia, escuchó voces airadas en el pasillo. Dos hombres discutían acaloradamente. No tuvo tiempo ni de levantarse. Fischer entró, abriendo la puerta de un golpe y cerrándola con otro delante de las narices de Müller que lo seguía. Como éste no lo vio a tiempo, chocó contra la puerta cerrada y se le cayeron al suelo las carpetas y los archivadores que transportaba.

Fischer se plantó delante de Cornelia desafiante.

– ¿Cómo es que has mandado a Müller al consulado español? Esa era mi tarea. Vaya ridículo he hecho cuando he entrado, me he anunciado y me han dicho que la cónsul ya estaba hablando con la policía. Me he esperado en el vestíbulo y al cabo de un rato va y me sale ese pardillo que te has agenciado.

La mala conciencia se convirtió en vergüenza por el arrebato sentimental, el melodrama en el que la visión de la mesa de su compañero la había sumergido. Y el bochorno se transformó aún más rápidamente en furia, una furia que no podía contener contra la persona que la había hecho pasar en cuestión de minutos por todo ese abanico de emociones y que ahora se atrevía a entrar en el despacho dando portazos y gritándole. Cornelia se levantó de su silla como si hubieran accionado un resorte. Con la mano derecha hizo un gesto imperioso a Müller, que ya se disponía a entrar en la habitación mordiéndose los labios de ira. El joven policía se quedó plantado delante de la puerta cerrada. Con el índice de la mano izquierda Cornelia apuntó al pecho de Fischer.

– Y tú, ¿se puede saber dónde andabas?

– Tenía un asunto que resolver.

– ¿En horas de trabajo? ¿Desde cuándo las cuestiones privadas justifican la ausencia? ¿O es que para ti valen otras reglas? Si es así, ¿no deberías habérmelo comunicado, ya que soy tu superior inmediata?

Cada pregunta de Cornelia iba acompañada de un golpe de índice sobre la camisa del subcomisario. Fischer resistió los primeros tres golpes inmóvil, pero al cuarto tuvo que dar un paso atrás.

– ¿Crees que resulta agradable tener un colaborador con quien no se puede contar? ¿Por qué no te has dignado a responder al móvil? Hace dos horas que deberías haber regresado para que habláramos de la visita al consulado y ahora te atreves a entrar como un energúmeno reclamando el trabajo que he tenido que encomendar a otro porque el señor tenía un asunto que resolver.

Fischer retrocedió un paso más.

– Y ahora vienes montando el numerito del ofendido cuando lo que deberías hacer es disculparte.

El subcomisario iba a responder, pero Cornelia abrió la puerta y dejó entrar a Müller, que cargaba de nuevo todas las carpetas en un equilibrio inestable.

– Póngalo todo sobre la mesa.

Se asomó al pasillo y encontró lo que ya esperaba, la mirada de júbilo malévolo del comisario Juncker, que, como otros ocupantes de los despachos próximos, había acudido a la llamada del griterío. Vio en sus ojos el mismo desprecio que seguramente él veía en los suyos. Cerró la puerta y bajó las persianas que cubrían la parte acristalada. No quería más mirones. Se volvió rápidamente hacia los dos hombres notando que sólo su presencia impedía que llegaran a las manos.

– Esta situación no puede continuar así.

– Cornelia…

– Comisaria, yo…

– ¡Silencio! No quiero escuchar explicaciones ni excusas. Por si alguno lo ha olvidado, somos un equipo de investigación, tenemos dos casos por resolver: un muerto y una mujer desaparecida. Son palabras mayores, y no estoy dispuesta a perder el tiempo en discusiones fútiles mientras el asesino del señor Soto anda suelto y la señora Valero quizás está en peligro. Así que a partir de ahora mismo y mientras estemos trabajando se van a comportar como compañeros; si después en la calle se quieren partir la cara como colegiales, no es mi asunto. Pero aquí no quiero saber nada de eso. ¿Queda claro?

Los dos hombres callaban. Fischer miraba al suelo contrito. Sabía que la cosa iba sobre todo con él. Müller no podía aceptar unos reproches que recibía injustamente, abría y cerraba los puños en un gesto de impotencia.

– He preguntado que si queda claro.

Fischer la miró y dijo que sí. Müller apretó los labios y asintió con la cabeza.

Quedaron todos en silencio, sin mirarse. Cornelia tomó de nuevo la palabra.

– ¿Has comido, Reiner?

El subcomisario negó con la cabeza.

– Será mejor que comas algo antes de que sigamos. Usted, Müller, concédase también una pausa, tome un café o algo así. En media hora, ni antes ni después, los dos aquí de nuevo.

Los acompañó a la puerta. Ambos se encaminaron en silencio pero juntos a la cafetería. Cornelia los siguió con la mirada. En cuanto los vio desaparecer en el ascensor, se volvió hacia donde sabía que se encontraba Juncker espiando la escena.

– ¿Qué? ¿Descansando la vista entre solitario y solitario?

No escuchó la respuesta de Juncker, pero sí llegó a oír la carcajada que había salido del despacho del comisario Grommet.

El viejo policía compartía su aversión por Juncker y celebraba lo que había oído, seguramente también el portazo con que Juncker se acababa de encerrar en su despacho.

A la media hora aparecieron sus dos compañeros. Concentrada en el trabajo, no pudo ver si habían llegado juntos a la puerta.

– ¿Qué nos ha traído, Müller?

Leopold Müller abrió uno de los archivadores que había dejado sobre la mesa de Cornelia. Ella no había tocado ese material, quería que él lo presentara.

– En el consulado han buscado en los archivos y nos han preparado material sobre las actividades de las asociaciones de españoles: clubes de cultura y deportivos, coros, asociaciones de padres, grupos de la Iglesia, etc. Soto fue durante años presidente de la Asociación Cultural Hispano-Alemana. – Sacó unas hojas y las tendió a Cornelia-. Aquí tenemos un listado de actos de estas asociaciones.

– ¿Cómo es que el consulado tiene un registro tan completo de estas actividades?

– Las financiaba el gobierno español a través del consulado. La cónsul me ha dicho que nos puede hacer llegar el resto de la documentación: solicitudes, presupuestos, informes, etcétera. Lo que no sabe es si dispone de la documentación completa, porque algunos de estos actos tuvieron lugar hace más de treinta años, y antes del traslado de la embajada al nuevo edificio se destruyeron los documentos que ya no eran de interés. De todos modos, he pedido que los busquen en los archivos más antiguos.

Cornelia empezó a leer la larga lista. Contenía desde representaciones teatrales de clásicos españoles u obras navideñas hasta recitales y conciertos, fiestas y desfiles de la comunidad española. Tuvo que recordarse vestida de fallera como la había evocado su madre el día anterior. Y esta vez sí le vino a la memoria la escena en la que un chaval, debía de ser el hijo de ese tal Quico Sánchez que ella le había mencionado, le tiraba del pelo y le deshacía el moño. La imagen ganó en nitidez y vio que sucedía en alguna calle de Francfort que se le hacía vagamente conocida. ¡Mainzer Landstraße! Era la Mainzer Landstraße, pero no la parte de los bancos y las entidades financieras, sino la otra, la de los concesionarios de automóviles, la que se adentraba en el barrio de Gallus, donde vivían muchos emigrantes, la Mainzer Landstraße flanqueada de viviendas sociales. Y ella desfilaba con otros niños, todos hijos de españoles, todos vestidos con trajecitos regionales. Recordó una música estridente. Eran gaitas y tambores. Y recordó que la gente los miraba al pasar. Ellos caminaban por la calzada y los alemanes los miraban subidos a las aceras. Llevaba el moño descompuesto y tenía la sensación de que la atención de todas esas personas se concentraba precisamente en los mechones que le colgaban a la derecha. Sabía que detrás se encontraba ese chaval odiándola hoscamente porque el bofetón que le había pegado lo había hecho llorar delante de otros niños. Había dirigido de nuevo la mirada a la gente que los veía desfilar, pero no a sus caras, por si alguien se reía porque estaba despeinada y ella tenía que echarse a llorar también, sino a sus pies y se dedicó a contar cuántos de ellos pisaban la calzada rompiendo la línea imaginaria que separaba el público del espectáculo. Por cada uno que descubría infringiendo ese orden ganaba puntos y sentía menos la vergüenza.

El listado de actividades pasó por delante de sus ojos como una retahila interminable. Después de hojearlo se lo dio a Fischer.

– No entiendo nada. Está todo en español -gruñó.

– Perdón.

Le quitó las hojas de las manos y se las devolvió a Müller.

– Habrá que analizar estos listados para ver cuál fue exactamente la participación de Marcelino Soto y si en algún caso hubo conflictos. Me temo que le tocará a usted hacerse cargo de esto, Müller.

Fischer, que había rechazado esos documentos en español como una diva contrariada, los tomó de nuevo para sopesar con complacencia la tarea de la que su ignorancia de idiomas lo había eximido.

– ¿Cree que podemos encontrar algo útil, comisaria? Estos papeles se refieren a eventos de hace más de veinte años -dijo Müller.

– No me hago tampoco grandes ilusiones al respecto, pero antes de descartar cualquier opción tenemos que estar seguros de que no pasamos nada por alto.

– Por supuesto.

El tono seguro en que hablaba Müller no era el mismo que el del Leopold Müller que se había dirigido a Cornelia en el puente donde encontraron el cadáver. Y algo le decía que lo que le había mostrado hasta el momento no era todo. Como si en su cabeza estuviera escuchando un redoble de tambores, extrajo con parsimonia unos documentos de una carpeta y los puso sobre la mesa. Eran fotocopias del registro de la propiedad en las que se podía leer que Marcelino Soto era dueño de varios inmuebles en Francfort. No sólo la casa de la familia era de su propiedad, sino que los dos locales que albergaban sus restaurantes le pertenecían, así como varios pisos en la ciudad que tenía alquilados.

Tanto Cornelia como Fischer lanzaron exclamaciones de asombro. Teniendo en cuenta el valor estimado de esas propiedades, Marcelino Soto había sido más que una persona acomodada, había sido rico. Sin embargo, ese hombre había llegado a Alemania con lo puesto. Como emigrante ilegal, sus principios habrían sido aún más difíciles que en el caso de la familia de Cornelia. Sus padres, después de trabajar y ahorrar durante toda la vida, habían conseguido pagar la casita en la que vivían a las afueras de Offenbach y asegurarse una jubilación digna. Por más que Soto hubiera sido, como afirmaban todos, un hombre emprendedor, ¿cómo había llegado a ganar tanto dinero para vivir con su familia en una villa lujosa, tener dos locales en propiedad y algunos pisos para alquilar?

El sonido del teléfono truncó el silencio en el que estaban leyendo la información del consulado. Cornelia lo cogió.

– ¿Comisaria Weber? Le habla Julia Soto. ¿Podría pasar a verla a la Jefatura de Policía?

– Por supuesto. ¿De qué se trata?

– Arreglando papeles en el despacho de mi padre he encontrado algo que usted debería ver. Voy para allá.

Julia Soto interrumpió la conversación tan abruptamente como la había empezado. Cornelia Weber la imaginó saliendo a toda prisa de la casa en Sachsenhausen después de encomendar a Carlos Veiga que se ocupara de su madre.

Carlos Veiga. En la conversación que habían mantenido con él por la mañana se había confirmado la impresión negativa que se había llevado tras conocerlo en casa de los Soto. Hablar con él en su propia lengua no lo había favorecido. Se había mostrado tan servicial, tan deseoso de agradar, tan dúctil, que ella se había preguntado si no le habría contestado también de haberle preguntado de qué color llevaba la ropa interior. Cornelia había aprovechado su condición más bien de espectadora mientras Müller hablaba con él. Intervino poco. Leopold Müller había conducido muy bien la conversación, dejando que Veiga hablara, sin interrumpirlo incluso cuando se iba del tema. A veces las digresiones aportan más información que las respuestas directas. Veiga le había dejado la impresión de que hablaba mucho, pero aún callaba más.

Ahora Carlos Veiga le habría dicho a Julia Soto que no se preocupara, que él se encargaría de todo. Julia Soto estaría subiendo a su auto para ponerse de camino hacia la Jefatura de Policía. Llamó a la recepción para avisar de su visita.