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No cabía la menor duda, Marcelino Soto había sido una bellísima persona. Todos los que lo conocieron lo afirmaban sin vacilar un segundo. Como su familia había podido darle algunos estudios, tuvo menos dificultades en aprender unos rudimentos del alemán con relativa rapidez y los puso al servicio de otros compatriotas más desvalidos, actuando como intérprete ocasional. Varias veces acompañó a la joven Celsa Tejedor a hacer las compras. Eso fue cuando Soto todavía vivía en Offenbach, como muchos españoles que trabajaban en las empresas de la zona. Allí seguían viviendo los padres de Cornelia Weber-Tejedor.
Comprar comida no era tan fácil en aquel tiempo. Apenas había supermercados y el género fresco no estaba a la vista porque las neveras solían estar en las trastiendas. Pero eso no era problema para Marcelino Soto.
– ¿Qué quieres comprar hoy, Celsa?
– Algo de lomo.
Entonces Marcelino se dirigía a la vendedora y, sin perder la compostura, empezaba a gruñir como un cerdo mientras se levantaba con un dedo la punta de la nariz para imitar la forma del hocico. Con la otra mano golpeaba la zona de la que querían la carne. La carnicera, que ya lo conocía, dejaba que Marcelino lo repitiera un par de veces. En alguna ocasión, si los niños ya habían regresado de la escuela, los había hecho venir de la casa, que ocupaba los dos pisos superiores, para que vieran a ese señor español tan gracioso. Los niños lo contemplaban más asombrados que divertidos. El más pequeño de los dos incluso con cierto miedo. Le asustaba ver a ese hombre de tez oscura y cejas pobladas haciendo ruidos extraños y dándose golpes a veces en la espalda, a veces en el abdomen, a veces en los muslos. Y las risas de los adultos le parecían estridentes y chillonas, pero su madre había dicho que mirara, y él miraba, aunque por las noches tuviera miedo de que viniera el hombre español con voz de animal.
Cuando ya tenía bastante, la carnicera entraba en la trastienda y volvía con un pedazo de carne que dejaba caer con un sonido húmedo sobre la superficie de mármol del mostrador. En este punto la labor de Marcelino Soto había terminado. Celsa Tejedor se adelantaba y señalaba con el dedo el grosor de las piezas y después, al principio también con los dedos, más tarde aprendió rápidamente los números, cuántas quería.
Finalizada la compra con éxito, salían de la carnicería. Marcelino, muy digno, estirado como un torero después de cortar una oreja y no como alguien que acababa de balar como una oveja mientras se golpeaba frenético las costillas o de mugir señalando de qué parte tenía que ser el bistec. Ninguno de los compatriotas a los que ayudó de esa manera llegó a sospechar jamás que Marcelino sabía perfectamente cómo pedir estas cosas en alemán.