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Había anunciado su visita a los Klein, así que encomendó a Fischer y Müller que empezaran a trabajar con las cartas. Mandó a este último a hablar con los peritos y a Fischer lo puso a investigar sobre grupos de extorsionistas. Los tenía de este modo ocupados y separados hasta que regresara. No pensaba dedicar al asunto de la muchacha desaparecida más tiempo del necesario.
Salió pocos minutos después de que Julia Soto abandonara la Jefatura. Sacó el coche del aparcamiento y enfiló la Eschersheimer Landstraße para bajar hacia el sur de la ciudad. El semáforo en rojo la obligó a detenerse en el primer cruce, el de la Miquel Allee. Un coche se detuvo a su izquierda. De reojo vislumbró una mancha verde que le hizo volver la cabeza. Era la chaqueta de Julia Soto. Seguramente ésta percibió que la miraban, porque giró la cabeza en dirección al auto de la comisaria. Necesitó una segundos para reconocerla en la conductora del coche vecino y esa pequeña fracción de tiempo fue suficiente para que Cornelia viera que había desaparecido por completo la máscara de serenidad que les había mostrado hasta entonces, que tenía los ojos arrasados de lágrimas y el gesto descompuesto por un llanto que sólo acallaban las ventanillas cerradas. Julia Soto parpadeó un par de veces hasta que supo quién era la mujer que la estaba mirando y cambió en ese momento la expresión con una sonrisa que los ojos desmentían.
Un bocinazo impaciente las obligó a separar las miradas. Aunque en realidad ambas debían seguir el mismo camino, Julia Soto se desvió a la izquierda tomando la Adickes Allee. Cornelia siguió recto convencida de que ese giro únicamente pretendía evitar otro encuentro. Se preguntó si Julia Soto era consciente de que ese cambio de ruta la conduciría con gran seguridad al Alte Brücke, el puente donde había sido encontrado el cadáver de su padre.
El resto del trayecto le pareció vislumbrar varias veces un Golf blanco conducido por una mujer con chaqueta verde, pero no pudo acercarse lo suficiente a ese coche huidizo. Quizá ni siquiera fuera el de Julia Soto.
El matrimonio Klein no vivía muy lejos de la zona donde tenían su casa los Soto, pero todo en esa villa mostraba la diferencia de clase del dinero viejo. No era sólo el jardín, que hablaba del trabajo de más de un jardinero para conseguir una fusión entre minimalismo japonés y exuberancia inglesa. Era la casa de tres pisos a la que se accedía por una ancha pasarela de madera que salvaba el lago artificial que rodeaba la construcción. Era la señora Klein, que le abrió la puerta personalmente, como si no hubiera habido en la casa otras personas a las que pagaban por hacerlo. Era la decoración aparentemente simple, donde cada objeto, sin embargo, ocupaba el lugar exacto.
Caroline Klein tenía unos cuarenta y cinco años y un aspecto pulcro. Desde el pañuelito anudado al cuello hasta sus zapatos, todo en ella era un conjunto de tonos discretos, acordados con el castaño claro del pelo. Al pasar a su lado, Cornelia percibió un suave olor del que simplemente se podía decir que era limpio, como algunos jabones antiguos que recordaba de su niñez.
– Por fin ha llegado.
Hablaba en un tono infantil que no encajaba con las arrugas que rodeaban sus ojos y las comisuras de sus labios
La condujo a un amplio salón que daba a la parte posterior del jardín. Allí esperaba su marido, Edmund Klein, miembro de una vieja familia de banqueros. Klein tendría la misma edad que su mujer, pero carecía de su finura de rasgos. Sus facciones eran más bien las de un campesino. La nariz burda, los ojos pequeños, algo hundidos y la cara que parecía hecha de pegotones de arcilla rojiza unidos entre sí de manera algo torpe. Pero tenía una mirada brillante, inteligente, capaz de borrar de la vista la tosquedad del conjunto. La recibió en traje y corbata.
– Después tengo que marcharme. Me esperan en una reunión y esta tarde tengo que estar en Berlín. Pero no quiero dejar a mi esposa sola con estas diligencias que suponen una perturbación para todos.
En la última frase Cornelia creyó percibir un dejo de malhumor dirigido a su mujer, pero ella no pareció haberlo notado o, en el caso contrario, lo disimuló con maestría. Sin abandonar la entonación aniñada, se dirigió hacia Cornelia, le ofreció un café, que ella aceptó gustosa. Ya que no esperaba gran cosa de esa conversación, confiaba en que los Klein tuvieran una buena cafetera, una de esas máquinas que sólo se encuentran en los bares y en las casas de aquellos que ya no saben qué comprarse.
Edmund Klein esperó que su mujer hubiera abandonado el salón.
– Comisaria, sé por Matthias Ockenfeld, su jefe, que está usted bien informada sobre las peculiaridades de este asunto y que puedo contar con su discreción. También me ha asegurado que se nos dispensará una especial consideración y que bajo ningún concepto las conversaciones con usted o sus colaboradores serán por contenido o forma interrogatorios.
– Sí, claro.
Concedió sin problemas. En realidad el asunto le parecía una nimiedad, pero ya que había sido la moneda de cambio para salvar a Reiner, fingió prestar su atención incondicional al banquero.
– Mire, seré sincero, creo que mi mujer exagera la gravedad de este asunto. Por desgracia, a veces emprende acciones alocadamente sin consultármelas.
La mirada de Klein iba de Cornelia a la puerta del salón, que espiaba por si su mujer aparecía trayendo los cafés.
– Por eso me enojó muchísimo que pusiera una denuncia por desaparición cuando la señorita Valero faltó varios días seguidos. En realidad, no creo que haya para tanto y me temo que mi esposa ha creado una alarma innecesaria.
Klein se inclinó hacia adelante en el sillón para acercarse más a ella. Bajó la voz.
– Fui yo quien contactó con el señor Ockenfeld. Cuando mi mujer me contó que había ido a la policía para averiguar el paradero de la muchacha, me inquieté.
– ¿Por qué motivo? ¿No le parece correcto lo que hizo su esposa? Si una empleada de su casa desaparece, es natural que se preocupe.
– Ése es el problema, comisaria, que la señorita Valero no era una empleada de la casa. Por lo menos no en el sentido en que lo son las otras personas que trabajan para nosotros.
– ¿Cuántas son?
– Una cocinera, Petra, un chófer, Andrej, y una señora que se hace cargo de la casa, Iwona.
– ¿Y Esmeralda Valero qué hacía?
Klein contestó con impaciencia a su pregunta. Por lo visto quería decirle otras cosas antes de qué volviera su mujer.
– Ayudaba a Iwona. De qué modo la señorita Esmeralda Valero llegó a trabajar en nuestra casa hay que atribuirlo a un cúmulo de pequeños errores y malentendidos que tuvieron como consecuencia que estuviera empleada de forma, digamos, ilegal a nuestro servicio.
Lo dijo con tal monotonía que parecía que lo hubiera aprendido de memoria. La vaguedad de estas palabras irritó a Cornelia.
– ¿Cuánto tiempo trabajó la señora Valero para ustedes?
– Llevaba casi dos meses cuando desapareció.
– ¿Cómo llegaron a entrar en contacto con ella?
– Por medio de unos conocidos para los que también trabajaba dos días a la semana.
– ¿Podría decirnos de quiénes se trata?
– Preferiría no hacerlo.
Hablaba en el tono de quien se sabe en posición de negociar.
– Por esta vez lo dejaremos así, pero si no conseguimos avanzar en la investigación le tendré que pedir que nos dé esta información.
– Está bien -aceptó de mala gana.
– ¿Se ha puesto en contacto con estos conocidos para saber si Esmeralda Valero también ha dejado de trabajar para ellos?
– Por supuesto. Y así ha sido. No saben nada de ella.
La puerta del salón se abrió y la señora Klein entró con una bandeja con tazas y una gran cafetera plateada. Su marido se levantó.
– Caroline, ¿cómo lo cargas tú sola? ¿No te puede ayudar Iwona?
Se acercó a ella, pero no hizo ademán de tomarle la bandeja. Quizá sólo quería cambiar de tema. La señora Klein ignoró las palabras de su marido, depositó la bandeja en una mesita baja. Cornelia se dirigió al banquero.
– ¿Podría hablar con otras personas de su servicio?
La miró algo sorprendido, como si no pudiera entender qué podrían decirle otros que él no le hubiera contado ya. Caroline Klein, que no percibió la reacción de su marido, tomó la iniciativa.
– Con quien Esmeralda tenía más trato era con Iwona. Si quiere, la llamo.
– Se lo agradecería.
La señora Klein abandonó de nuevo la estancia. Su marido recuperó el tono confidencial anterior.
– Como le decía, comisaria, mi mujer ha reaccionado exageradamente en este caso y, sin darse cuenta, me ha puesto en un aprieto porque ha hecho intervenir a la policía para que busque a una trabajadora ilegal. ¿Entiende a dónde quiero ir?
Cornelia entendía a la perfección que el prestigio de un banquero podría verse perjudicado si se sabía que empleaba a gente sin papeles. Pero por lo que respectaba a ese asunto concreto, una empleada del hogar, no era sino un leve rasguño en la perfecta superficie de la banca Klein & Schumann. Hurgó un poco más.
– Todo el mundo ha recurrido alguna vez a servicios en negro. Y llamando a la policía se han puesto ustedes mismos en el punto de mira.
Al escuchar estas palabras el banquero hizo un gesto que daba a entender que por fin la comisaria había comprendido su problema.
– ¿Por qué no usó sus buenas conexiones con Ockenfeld, disculpe que lo formule así, para que no se cursara la denuncia? ¿Les ha robado algo?
El banquero sólo tuvo tiempo de responder con una negativa corta.
La señora Klein entró de nuevo acompañada de una mujer de unos treinta años, de complexión robusta, embutida en una bata de color azul cobalto con cuello y puños blancos. El servicio en casa de los Klein llevaba uniforme. Debajo del pelo rubio ceniza recogido en un moño, los ojos de la que tenía que ser Iwona los miraban algo inquietos sin saber en quién posarse. Cornelia se levantó, le tendió la mano y la invitó a sentarse con ellos.
– Es que tengo mucho que hacer en la cocina -replicó Iwona.
– Será sólo un momento, ¿verdad, comisaria?
El tono de Caroline Klein era inocente e imperativo a la vez. Iwona se sentó en el lugar que había ocupado Cornelia. Los dos sillones eran tabú, eran de los señores de la casa.
Cornelia se sentó a su lado y se dirigió a la mujer:
– Iwona, soy la comisaria Cornelia Weber y desearía hablar un momento con usted sobre Esmeralda Valero. Tengo entendido que se llevaban bien.
La mujer miró primero a Caroline Klein, que se había acomodado en un sillón, esforzándose por mostrar una pose relajada. Edmund Klein, en cambio, seguía de pie observando todo el conjunto. Finalmente, Iwona asintió.
– Usted ya sabe que Esmeralda falta desde hace unos días y que los señores Klein han denunciado su desaparición…
Iwona vaciló de nuevo. Antes de dar una respuesta miró a la señora Klein. No quedaba claro si pedía permiso o buscaba apoyo.
– No me mire a mí, Iwona, seguro que no hay nada que ocultar.
La reserva de la criada más bien contradecía sus palabras, pero Cornelia dudaba de que Caroline Klein lo notara. La mujer se limitó a asentir con la cabeza.
– ¿No le contó que tuviera planes de dejar la casa, de buscarse otro trabajo?
– No dijo nunca nada, pero las dos últimas semanas la noté rara.
– ¿En qué sentido?
– No sé. Estaba más callada. Se la veía cansada, sin ganas. Cuando no apareció, pensé que se habría puesto enferma.
– ¿Sabía usted que Esmeralda trabajaba sin papeles?
El efecto de esta pregunta fue devastador. Las lágrimas asomaron al instante en los ojos de Iwona, que con un hilo de voz sólo consiguió balbucear:
– Yo estoy legal. Con papeles, todo legal, con papeles. Mi marido también.
Ante la pasividad de los Klein, Cornelia sacó un paquete de pañuelos de papel de su chaqueta y se lo tendió. Iwona tomó uno y lo sostuvo agarrándolo con las dos manos, como si fuera su único punto de apoyo. Respiró un par de veces entrecortadamente.
– Tranquilícese, Iwona. Nadie lo pone en duda. Lo que en realidad me interesa es si tiene alguna información sobre Esmeralda Valero. Nada más.
Todos guardaban silencio esperando que se repusiera. Aferrada al pañuelo de papel, les contó que no sabía nada de ella desde su desaparición de hacía tres días, que era una muchacha muy reservada pero muy agradable, y aunque apenas hablaba alemán, de algún modo se entendían.
– ¿Y de qué hablaban?
– De nuestros hijos. Ella tiene dos niños y yo un niño y una niña. Nos enseñábamos fotos. También de los maridos. El mío es más guapo. Es rubio.
Por primera vez sonrió.
Caroline Klein, que había seguido la conversación expectante, se llevó las manos a las mejillas y exclamó.
– ¡Ay! Pobre muchacha. Sola, sin hablar el idioma y quizás enferma…
El tono cándido de la señora Klein empezaba a producir a Cornelia un hastío aún mayor que la arrogancia de su marido. Tuvo que hacer un esfuerzo para no recordarle el seguro de enfermedad que no le habían pagado a Esmeralda y decirle dónde podía meterse su conmiseración tardía. Recordar a Ockenfeld la ayudó a controlarse.
Caroline Klein había bajado la mirada componiendo un gesto compungido que deshizo de súbito. Algo acababa de cruzarle por la cabeza.
– Casi lo olvidaba, usted quería una foto de Esmeralda Valero. Edmund, ¿no sacamos fotos del servicio en la fiestecita del cumpleaños de Iwona? ¿Dónde estarán?
El cuerpo de Klein se tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica, sus ojos se abrieron desmesuradamente en dirección a su mujer. Necesitó unos instantes para controlarse, pero no fue lo bastante rápido como para que Cornelia no lo viera. Klein se levantó de un salto.
– Ya las busco yo. Creo que sé dónde las dejé.
Abrió un cajón en una cómoda que quedaba a espaldas de la comisaria. Cornelia escuchó cómo revolvía entre un montón de papeles.
Observó que la foto tenía un formato poco habitual, muy cuadrado. Le faltaba un trozo, que alguien había cortado. Klein, lanzó también una mirada fugaz y después levantó la vista hacia su esposa, que seguía sonriendo tontamente. A Cornelia no le pareció procedente preguntar qué faltaba en la fotografía. Lo que había pedido era una imagen de la muchacha y eso es lo que le habían proporcionado. En la foto se la veía de pie en un jardín de césped cuidado rodeado por un seto alto bien podado. A su izquierda se distinguían unas sillas metálicas dispuestas alrededor de una mesa de madera cara y oscura. Era un jardín europeo. La sonrisa abierta de Esmeralda Valero abría un arco claro en su rostro moreno enmarcado por una larga cabellera negra. Bajo la bata azul marino se perfilaba un cuerpo esbelto de extremidades largas. Sobre el hombro izquierdo, entre los cabellos lacios, asomaban unos dedos, una mano masculina; el resto faltaba. Era el fragmento que había cortado Edmund Klein.
En su mente, la cara deformada de Marcelino Soto, se sobrepuso a esa imagen y, de repente, tuvo prisa por salir de ese lugar. Ya había dedicado bastante tiempo al caso de la muchacha desaparecida, le aguardaban otras tareas en su opinión más interesantes. Para disimular la premura, les hizo un par de preguntas más y prometiendo mantenerlos informados abandonó la casa.