– ¿Qué tal con los Klein?
– Acércate al despacho de Müller y dile que venga. Ahora os lo cuento.
Reiner Fischer salió a buscarlo. Cornelia suspiró aliviada. Había esperado resistencia por su parte.
Müller y Fischer aparecieron enseguida, y ella les contó su visita a los Klein.
– El tema está claro: el jefe le hace un favorcillo a un amiguete y punto. En un dos por tres lo tenemos resuelto -sentenció Reiner Fischer después de escuchar el relato de la comisaria.
– Ahí no estoy tan segura, Reiner. Hay algo extraño en toda esta historia.
Fischer la miró interrogante.
– El marido tenía un interés demasiado acuciante en minimizar la situación, pero por otra parte ha conseguido que Ockenfeld nos ponga a buscar a esa chica. ¿No huele mal? Su mujer, que o bien es boba o lo simula a la perfección, es quien denunció la desaparición de Esmeralda. Según ha dicho, la buena señora no tenía ni la más remota idea de que estaba empleando a una trabajadora ilegal.
– Entonces, ¿quién contrató a la chica? -quiso saber Fischer.
– Por lo visto, no la contrató nadie. La empleaban por horas por recomendación de unos amigos de los que no tengo más datos. El caso es que a Klein lo pone nervioso que la policía ande detrás de esa muchacha.
– Quizás -apuntó Müller- el señor Klein teme realmente el escándalo de tener trabajando en su casa a una empleada ilegal.
– Por cosas más triviales hemos tenido campañas brutales de la prensa -añadió Fischer-. Una historia así es carnaza para el Bild Zeitung.
Cornelia no dijo nada. Los miró asintiendo. No por sus ideas, sino porque era la primera vez que Reiner apoyaba un comentario de Müller. Revisó sus notas.
– Según la señora Klein, Esmeralda Valero empezaba a trabajar a las ocho y media. Llegaba siempre en autobús. En el sesenta y uno.
– El autobús de las chachas.
Ambos miraron fijamente a Müller.
– Lo llaman así porque es el que toman las mujeres que limpian en las villas del sur de la ciudad.
Tanto Cornelia como Fischer hicieron el mismo gesto de asentimiento después de escuchar esta explicación. Müller añadió:
– Quizá no sería mala idea que tomásemos un par de veces el sesenta y uno e intentásemos encontrar a otras latinoamericanas que tal vez conozcan a Esmeralda Valero.
Cornelia asintió. Müller intervino de nuevo:
– Pero si vamos a tratar de averiguar algo en el autobús, es mejor que no subamos los tres juntos.
– ¿Y eso?
Era Fischer.
– A esa hora en los autobuses siempre viajan las mismas personas. Si aparecemos los tres a la vez, van a pensar que somos controladores de la compañía de transportes públicos. Últimamente ya no llevan uniformes ni marcas que los identifiquen. Siempre se camuflan como viajeros normales y a la que se cierran las puertas, meten la mano en el bolsillo, sacan un carné y empiezan la redada.
Cornelia Weber y Reiner Fischer miraban a Müller como si se tratara de un explorador que estuviera relatando sus observaciones en una civilización lejana y extraña. ¿Cuánto tiempo hacía que no tomaba el bus o el tranvía?, se preguntó Cornelia. Para ella se habían difuminado, eran parte del paisaje urbano, como los rascacielos de los bancos, las casitas de fachada de entramado a la vista o los monstruos de hormigón con que la especulación de la década de 1970 había castigado a la ciudad.
Fischer, que vivía fuera de la ciudad, al norte, en Bad Vilbel, llegaba cada mañana con un BMW que le había costado buena parte de sus ahorros y las bromas envidiosas de sus colegas. «Reiner, ¿trabajas para la Deutsche Bank en tus horas libres? ¡Vaya cochazo de banquero!» Por la noche volvía en el BMW a casa, durante el trabajo solía conducir él el auto que usaba con Cornelia y los sábados, si no estaba de servicio, iba con su mujer en coche al gigantesco centro comercial de Nordweststadt, donde compraban los que vivían al norte de Francfort.
Así que tanto él como Cornelia escuchaban a Leopold Müller admirados por sus conocimientos sobre el microcosmos del transporte público.
– La compañía de transportes públicos ha contratado a gente de apariencia inofensiva. Ya no son esos gorilas que se veían hace unos años, ahora son chicos que parecen aprendices de mecánico y hombres de los que se diría que son controladores porque así pueden viajar sin billete o señoras de mediana edad, que incluso llevan bolsas de la compra.
– ¿Cree que sería mejor que subiera al autobús con una bolsa del supermercado? -preguntó Cornelia.
Müller tartamudeó:
– No tiene usted el aspecto de un ama de casa de mediana edad, comisaria.
Reiner Fischer no pudo reprimir una risita socarrona, pero no llegó a pronunciar el comentario que iba a acompañarla porque la mirada de Cornelia le cerró la boca. Leopold Müller no pudo notarlo porque, enrojecido hasta la raíz del pelo, había bajado la mirada al hablar.
– Es usted muy amable.
Müller recuperó el habla:
– Lo que propongo es que hagamos varias veces el recorrido de la línea, pero sólo hasta el hipódromo, no es necesario que lleguemos hasta el aeropuerto, porque las señoras de la limpieza van bajando en las paradas entre la Mörfelder Landstraße y Oberforsthaus.
– Bien. Entonces el lunes nos dedicaremos un par de horas a viajar en autobús.
Hizo una pequeña pausa.
Los dos hombres asintieron.
– ¿Qué cree que hay detrás de todo esto, comisaria? -preguntó Müller.
– No lo sé todavía. Ojalá me equivoque y este asunto sea tan trivial como parece a primera vista. Respecto a las cartas anónimas que recibió Soto, ¿qué han dicho los peritos?
– De momento lo único que pueden afirmar es que se trata del mismo autor en todos los textos, los errores son siempre los mismos.
– ¿Extranjero?
– O lo imita.
– ¿Y la lengua materna?
– Sin que sea definitivo, uno de los peritos ha apuntado a una lengua eslava, pero lo quiere analizar con más detenimiento.
Los rostros de Fischer y Müller mostraban cansancio. Era hora de irse a casa y dejar que ellos también lo hicieran.
– Ya está bien por hoy. Mañana tenemos otro día muy largo por delante.
Sus dos compañeros se retiraron. Ella se quedó un poco más. Había pedido otros tres agentes que se estaban encargando de tomar declaración a otros familiares y amigos. Habló con ellos antes de abandonar definitivamente el edificio. No había encontrado nada digno de llamar la atención. Miró el reloj y salió como una exhalación de la Jefatura. Si se daba prisa llegaría a tiempo a casa.
Aparcó el coche sólo a tres calles de su casa. Estaba tan ansiosa por llegar que con dos golpes de volante lo había encajado en un hueco imposible. Pasó por delante del supermercado, pero no se dignó a dirigirle una mirada. Ya compraría otro día. Ojalá no encontrara a nadie conocido por el camino. Ya sería mala suerte ir a toparse con alguien en las dos calles que ahora la separaban de casa. Pero Francfort no es lo bastante grande para ser una ciudad anónima, una siempre corre el riesgo de toparse en la calle con amigos, colegas o también con relictos de antiguos casos, sospechosos, amigos de sospechosos, parientes de sospechosos, que miran hoscos y vuelven la cara sin disimulo; o con víctimas, amigos de víctimas o sus parientes, que saludan con un rictus doloroso al verse de pronto confrontados con el recuerdo de un crimen justo cuando quizás habían salido a comprar unos zapatos y se sienten culpables de tal trivialidad.
Aceleró el paso para que quien la viera notara enseguida que tenía prisa. Encontrara a quien encontrara en su camino, un saludo rápido sin aflojar el ritmo. Cortés. Pero breve. Lo peor que le podía pasar, y al pensarlo sintió un aguijonazo de mala conciencia, era que de pronto, en la próxima y última esquina, se le apareciera su vecina Iris Fröhlich, la única de la casa con quien había llegado a establecer una amistad. Una redactora del Frankfurter Rundschau más o menos de su edad. El resto eran jubilados, oyentes de la emisora HR4, como comprobaba a veces cuando subía a su piso, en la tercera planta del edificio, y le llegaban a través de algunas puertas esas melodías bávaras, dulzonas, con el indefectible chumpachum y una pretendida ingenuidad popular. Un mundo limpio, blanco, de pantalones cortos de cuero, mangas fruncidas y delantalitos almidonados. La otra parte eran treintañeros que vivían sólo temporalmente en la ciudad, porque trabajaban uno o dos años en algún banco o una multinacional en Francfort y después desaparecían. Ocupaban los pisos más altos, los más pequeños. Cada año, llevaba ya cinco en esa casa, había una mudanza, se iba un treintañero y entraba otro. En los dos primeros pisos, los jubilados, arriba los treintañeros y en medio Iris Fröhlich, Cornelia Weber-Tejedor y Jan Schumann, su marido, tres lonchas de cuarenta y pocos en una especie de bocadillo de la pirámide social.
Recordó que Iris estaba de vacaciones y que volvía esa misma semana. También que habían quedado para ir a correr, pero no sabía con certeza qué día. Bueno, ya daría señales de vida. Entonces saldrían como siempre, un ave del paraíso corriendo junto a un cuervo.
– Esa poca afición al color la tienes de tu parte española.
Era la opinión de Iris. Y quizá tenía razón, se dijo al verse reflejada en un escaparate vestida de oscuro. También a sus genes hispanos debía el no haber superado el metro sesenta y cinco. Por suerte la talla mínima para entrar en la policía alemana era de un metro sesenta; para hombres y mujeres.
Sonrió, pero la sonrisa se le congeló al avistar la puerta de la casa. Ahí estaba, recortando el seto del jardín delantero, el señor Schneider, el portero, para quien Iris, con sus novios variables, sus horarios irregulares y su música, era una espinita clavada en la piel perfecta de esa casa. A pesar de la frialdad con que la comisaria lo trataba, Schneider sentía una admiración servil por ella. Sólo el señor Rink, un profesor de derecho jubilado que vivía en el primer piso quedaba un punto por encima de ella.
¡Schneider! El último obstáculo. En tres semanas no había conseguido ni una sola vez llegar a tiempo. Y Schneider parecía cortar el seto con exagerada meticulosidad, más bien al acecho de la entrada o salida de algún vecino con quien pegar la hebra.
No podía dejar que justamente ese sesentón prejubilado, algo ventrudo y metomentodo se interpusiera en su camino. No. No iba a permitirlo. Metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó el móvil. Empezó a hablar al aparato mudo. Schneider la vio venir, pero su alegría inicial se tornó en decepción al darse cuenta de que estaba hablando por teléfono. Liberada de tener que intercambiar una sola palabra con él, Cornelia le dirigió su mejor sonrisa y pasó veloz a su lado. El portero había dejado la puerta de la casa abierta. Perfecto. Siguió con la farsa de la conversación únicamente un piso más y después buscó con premura las llaves. Abrió la puerta y mientras la cerraba con la espalda, se quitó los zapatos con dos patadas al aire. Cada uno cayó por su lado. Colgó la chaqueta del perchero que tenía en el recibidor. ¡Las siete menos cinco! ¡Sensacional! Lo había conseguido. Corrió a la sala de estar. Rastreó de derecha a izquierda la habitación. El mando estaba donde debía estar, sobre el brazo derecho del sofá. Mientras se dejaba caer en el asiento, apuntó hacia el aparato. Cuando llegó a tocar la superficie del sofá, ya escuchaba la sintonía de los Simpsons.
Y sólo cinco minutos más tarde, ni siquiera le habían dejado tiempo para llegar a la pausa de la publicidad, sonó el teléfono. Fue un gesto mecánico, hacía tantas semanas que no conseguía llegar a casa a tiempo que ya había olvidado que no respondía al teléfono durante el programa y apretó el botón verde para contestar.
Era su madre que con la excusa de confirmarle la hora del entierro de Marcelino, como si ella no lo supiera, reclamaba más información. Hacerle entender que eso no era posible le costó hasta la pausa de la publicidad; durante los anuncios hablaron de otras cosas, sobre todo de su hermano Manuel; cuando el episodio continuó, se habían despedido, pero Cornelia ya no tenía ganas de ver el resto. Apagó el televisor, tomó una carpeta con informes sobre el caso y leyó sin demasiada concentración hasta la hora de acostarse. Tuvo todo el tiempo el teléfono consigo, incluso al ir al baño o la cocina, pero Jan no llamó.