Había nacido en 1945 en un pueblo cántabro, en el valle del Pas, y era el hijo menor de una familia sin dinero pero de rancia hidalguía, que, tal como dictaba la tradición, cuando el niño cumplió los ocho años, lo envió al seminario. De allí salió muchos años más tarde Recaredo Pueyo convertido en cura. Sin vocación, pero con un pronunciado sentido del deber, así que ejerció en varios pueblos de la zona. Además, se decía a sí mismo, no tenía otro oficio. De este modo, Recaredo Pueyo se dedicó a lo único que había aprendido en su vida, además de varias lenguas muertas y algunas vivas. Y lo hizo con una dedicación ejemplar. La falta de convencimiento le había deparado excelentes notas a lo largo de los años de estudio, ya que era un alumno poco dado a las polémicas y en absoluto conflictivo. Esa misma falta de convencimiento fue el freno a una carrera eclesiástica, puesto que impidió que desarrollara grandes ambiciones profesionales. Sólo buscaba un lugar donde trabajar sin excesivas complicaciones y poder dedicarse a sus dos aficiones: el estudio de las lenguas y la papiroflexia.
Por eso, cuando en 1960 se enteró de que necesitaban curas para que se encargaran de los españoles emigrantes en muchas ciudades de Francia, los Países Bajos, Alemania y Suiza, no dudó un segundo en presentarse. Era su oportunidad de abandonar la atmósfera opresiva de una pequeña ciudad en la provincia castellana durante un franquismo cuyo final no se veía aún. Era también la ocasión de mejorar el alemán, su lengua preferida.
Lo enviaron a Francfort.
Ahora que la colonia española había menguado, sólo le preocupaba que pudieran reenviarlo a España. Por nada del mundo abandonaría Alemania y sus estudios del alemán. Incluso había publicado varios ensayos sobre aspectos gramaticales. Al principio tenía la intención de hacerlo bajo seudónimo; después pensó que era más que improbable que los miembros de la comunidad de emigrantes llegaran a leer sus textos. Ni por casualidad. Tampoco los dos libritos que había escrito sobre el arte de la papiroflexia corrían peligro de ser descubiertos.
Su único objetivo era aguantar dos añitos más y solicitar después la jubilación anticipada. Se prometía así una vejez feliz, sin misas ni sotanas. Recorriendo el país para escuchar todos los dialectos, desde el bajo alemán al bávaro. Y más adelante quería cumplir su sueño: viajar al Japón y participar en el campeonato mundial de papiroflexia. Si la artrosis no se lo impedía. Y confiaba para ello en la genética, en su sana y robusta ascendencia cántabra. También confiaba en la medicina preventiva. En quien no confiaba era en Dios. Porque una cosa tenía muy clara, que lo que se dice existir, no existía.