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El domingo se presentó a las doce en la casa de sus padres. Tocó el timbre aunque tenía llaves. Ya no era su casa y estaba de visita. Abrió su madre. Llevaba puesto un delantal de lino de un color azul indefinido, el delantal de toda la vida.
– Tu padre viene enseguida, ha ido a dar un paseo con la perra.
Un intenso olor a comida llenaba la estancia. ¡Calamares en chanfaina! Sin decir nada, ambas se dirigieron a la cocina. Cornelia calculó que su padre volvería en media hora.
– Mamá, no quiero ponerme pesada, pero me gustaría que me contaras qué pasó ayer en el entierro de Marcelino Soto.
Celsa Tejedor removió la cazuela con el guiso y contestó distraídamente.
– Nada particular. No veo por qué le das tanta importancia a eso. Algunos perdieron los nervios.
– Tú también. No te había visto tan furiosa desde que Manuel dijo que colgaba el bachillerato.
Celsa Tejedor fingió concentrar toda la atención en el guiso que borboteaba feliz también sin su ayuda. Cornelia esperó. En algún momento levantaría la vista y tendría que decir algo. Después de que su madre mantuviera los ojos fijos hipnóticamente en una pata de calamar durante unos segundos más, se volvió hacia ella.
– ¿No me estarás interrogando, hija? Son historias de los viejos tiempos. Recuerdos. Cosas sin importancia.
¿Desde cuándo eran cosas sin importancia los recuerdos de su madre? Los viejos tiempos, las hazañas cotidianas de los primeros años en Alemania eran el sustrato de la mitología familiar. Eso y el pueblo que Celsa Tejedor había abandonado hacía tantos años. Un pueblo que también se había convertido en una leyenda, de un país remoto que ya no existía.
Era tan diferente el caso de su padre. Tampoco era de la región de Francfort. Había venido del este con su familia después de la guerra y se habían establecido primero en Bochum, en la cuenca del Ruhr, y después en Offenbach. Horst Weber, al contrario que Celsa Tejedor, no tenía un lugar de origen sobre el cual fabular. La vida de los Weber a partir de 1945 empezaba en Bochum.
– No es un interrogatorio, para eso te habría hecho ir a la Jefatura -dijo procurando que quedara claro que era una broma-. Pero podrías ayudarme un poquito.
Con un borboteo pastoso el calamar reclamó de nuevo la atención de Celsa y por un momento pareció que ésta dudaba sobre a quién concedérsela, a su hija, que la miraba con los brazos cruzados sobre el pecho apoyada en el refrigerador, o a la patita de calamar que desaparecía dramáticamente en la salsa como en un río de lava. Celsa Tejedor la hundió con una cuchara de madera.
– ¿Qué quieres saber?
– Háblame de Regino Martínez.
Aunque intentó disimularlo, su madre dio un respingo. Removió una vez más la cazuela.
– Regino es muy buena persona aunque sea un descreído y de los rojos. Era uno de los mejores amigos de Marcelino. Se conocían desde que llegaron a Alemania. Eran unos gamberros de mucho cuidado, le tomaban el pelo a todo el mundo. Además, Regino de joven era muy buen mozo y bailaba muy bien. Daba gusto verlo. Regino y Marcelino.
Celsa Tejedor suspiró con melancolía y Cornelia aprovechó la ocasión para interrumpir la dirección evocadora que estaba tomando.
– ¿Y ese par de gamberros fundaron la ACHA?
– Es que tenían muchas ideas y querían hacerlo todo a su aire.
– ¿Fuiste alguna vez a sus actos?
– Si no eran políticos, sí. Porque también hacían cosas muy bonitas, recitales de poesía y eso. Pero cuando venían con cosas de protestas, a mí me daba hasta miedo. Qué sabía una si eso era legal o no y si después vendrían los alemanes y nos echarían fuera a todos. Aunque una vez sí que fui a una manifestación.
– ¿De verdad?
Cornelia no pudo contener su asombro.
– Sí, aquí donde me ves… Era por las malas condiciones de las viviendas de muchos emigrantes, que tenían que vivir en barracones. Salimos todos a la calle, también los de la Asociación de Padres de Familia Católicos. A mí me dieron una pancarta en alemán y, ¡hala!, a la calle. Pasé muchísimo miedo.
– ¿Por qué? Era tu derecho.
– Eso, hija, yo entonces no lo sabía. Además, alguien había dicho que había agentes de la policía secreta de Franco que sacaban fotos y anotaban los nombres de los que iban a las manifestaciones y después no te dejaban entrar en España. Yo, por si acaso, me colgué una cadenita con un crucifijo de plata que tengo de tu abuela y lo puse bien a la vista para que no pudieran tomarme por comunista. Me quedé también más bien atrás y no grité ninguna consigna. Yo fui a hacer bulto por solidaridad, porque había pasado varios meses en una de esas barracas y sabía lo que era eso. En cambio, Regino y Marcelino iban en la primera línea y hacían que los participantes gritaran cosas en alemán y en español. Al día siguiente salieron en los periódicos alemanes.
– Regino tiene mucho predicamento entre los españoles, ¿no?
– Hija, hablas de los españoles como si fueran bichos raros.
– No te me salgas por la tangente.
Celsa Tejedor se acordó de pronto de su guiso. Volvió a removerlo mientras buscaba palabras.
– Regino es una persona muy respetada, que ha hecho mucho por nosotros, los emigrantes.
– ¿Y por qué os peleasteis ayer en el entierro?
– No me pareció correcto que los de la ACHA estuvieran allí. Marcelino sufrió mucho por su culpa. Magdalena también.
– Pero tú misma has dicho que Regino ha hecho mucho por los emigrantes. No podéis juzgarlo por cosas que no os atañen.
Celsa Tejedor se volvió hacia su hija como si un rayo le hubiera cruzado por la mente. Con voz cortante y la cuchara de madera en alto, le dijo:
– ¿Y tú? ¿Quién te crees que eres para juzgarme a mí? ¿Qué haces tú por nosotros? ¿Tienes ya una idea de quién mató a Marcelino?
Se oyó el chasquido de la cerradura de la puerta de entrada, el golpe contenido con la que se cerró de nuevo y un trotecito apresurado que se acercaba repiqueteando sobre el suelo de madera. Estrella, la perra de los Weber-Tejedor se abalanzó sobre Cornelia. Su padre apareció dos segundos después.
– Parece mentira, con lo fondona que está cómo se ha acelerado cuando se ha dado cuenta de que estabas aquí.
Estrella, el resultado del cruce de una setter irlandés con algún perro vagabundo que pasaba por ahí, se retorcía a los pies de Cornelia con agudos gritos de alegría. Ella, aún bajo el efecto del ataque agresivo de su madre, se agachó para acariciar a la perra. Celsa Tejedor aprovechó para escabullirse y poner la mesa. Horst Weber no había percibido el rostro agrio con que su mujer había pasado a su lado cargando platos y vasos. Se agachó también un poco para hablar con su hija y le susurró:
– Le he prohibido a tu madre hablar de lo de Marcelino durante la comida.
Se quedó esperando una reacción. Cornelia seguía dando golpecitos en el lomo a la perra. No levantó la vista para que su padre no viera que luchaba por contener las lágrimas. Le dio las gracias.
– Va a venir también Manuel. Espero que no se retrase.
Manuel Weber-Tejedor llegó puntual. Por lo visto había recibido también instrucciones de su padre, puesto que no mencionó el caso, del que seguro estaba informado aunque no viviera en Francfort. Cornelia agradeció su presencia, porque buena parte de la conversación se concentró en su trabajo. Su hermano era dibujante técnico, pero siempre andaba metido en proyectos cuya factibilidad se discutía a fondo en la casa familiar. Ahora había empezado a trabajar como decorador de escaparates y ni Celsa Tejedor ni Horst Weber se mostraron especialmente satisfechos de esta decisión. Ninguno de los dos lo dijo explícitamente, pero Cornelia sabía que a ambos les parecía algo poco masculino. Gozó durante casi toda la comida de la tranquilidad que da que un hermano cargue con la atención familiar, pero a los postres llegó su turno. Con el flan, que Celsa había hecho para ella, llegó la pregunta que no quería oír.
– ¿Qué sabes dejan?
Preguntó su madre en el mismo momento en el que ponía el platito delante de ella. Era como si el dulce quisiera desviar por un momento su atención de la pregunta envenenada.
– No mucho. Espero que esté bien-; porque esta semana no hemos conseguido hablar ni una sola vez.
– Qué pena.
La conmiseración de su familia era auténtica, también la de su madre, pero Cornelia sabía que también era consciente de hasta qué punto éste era un tema difícil para ella. Y que abordarlo era hurgar en una herida dolorosa. Aguantó el tipo hasta el café y después decidió marcharse. Se despidió de Estrella dándole una galleta. Estaba realmente muy viejita ya. Tenía la respiración entrecortada y cojeaba un poco. La última vez que la vio no era así.
Las ganas de llorar contenidas se le escaparon en cuanto tomó la autopista. Se le mezclaban la rabia, la frustración y la tristeza.
Entró en su piso. Encontró una notita que le habían lanzado por debajo de la puerta. Era de Iris, la vecina. «Estoy de vuelta. Si te apetece, te invito a tomar algo y miramos las fotos de las vacaciones. Gracias por cuidar las plantas.» Miró un momento por la ventana. Una capa de nubes plomizas cubría la ciudad. Ya no iba a salir el sol. Era domingo por la tarde, el peor día para estar sola en casa. Iris le agradecía que se hubiera encargado de sus plantas, a pesar del estado lastimoso en que había quedado una de las palmeras. En otras circunstancias le hubiera horrorizado la perspectiva de tener que escuchar el relato de las vacaciones de Iris. Ya se imaginaba lo que le esperaba: la descripción de las «maravillosas playas de Tenerife», las historias sobre varios «hombres interesantes y atractivos» que había conocido allí.
Así fue:
– ¡Qué playas, Cornelia!
Abrieron la primera botella de vino español. ¿Por qué compra la gente Rioja en las Canarias y lo carga en la maleta si ya se encuentra en cualquier supermercado de Alemania? Qué más daba. Era bueno y entraba como la seda.
– Conocí a varios hombres muy interesantes. ¡Todos alemanes! Pero, desgraciadamente, de Düsseldorf, Hamburgo o Dresde,
– ¿De Dresde?
– Sí, incluso uno del Este.
Iris tenía los teléfonos de todos ellos y habían quedado en llamarse. Por delante de los ojos de Cornelia pasaron fotos y más fotos de gente en bañadores de colores chillones, bajo un cielo de un azul irreal, inimaginable en Francfort. Cuando abrieron la segunda botella, ya estaban haciendo planes para un fin de semana juntas en Mallorca. Iris tuvo el tacto de no mencionar en ningún momento al marido de Cornelia. No se escapaban porque ambas estuvieran solas, sino porque aún faltaba mucho para que llegara el verano. Así se lo repitieron mutuamente hasta que casi empezaron a creérselo.
EN EL AUTOBÚS DE LAS CHACHAS
A la mañana siguiente se despertó con un dolor intenso en las sienes, que rápidamente se extendió, transportado por dos agujas agudísimas a los ojos. «La migraña, también llamada jaqueca, se caracteriza por dolores fuertes y palpitantes que normalmente afectan a un solo lado de la cabeza. Otros síntomas de la migraña a menudo incluyen náuseas y vómitos, distorsión de la visión, vértigo e hipersensibilidad a la luz.» Pero no era migraña, aunque se sentía como si le hubieran puesto una máscara demasiado estrecha sobre la cara. Entornó los párpados y experimentó un cierto alivio que la convenció de quedarse en la cama un ratito más, quizás todo el día, fantaseó, escuchando sólo los rumores que subían de la calle, muy lejanos y atenuados por una doble barrera de cristal.
Cerró por completo los ojos. Intentaría dormir unos minutos. Sólo tenía que procurar no moverse para evitar sentir el dolor, mantener la cabeza inmóvil, como una estatua. «La mayoría de los dolores de cabeza no son serios y se curan solos. Sin embargo, frecuentes migrañas pueden reducir la calidad de vida. Aunque se desconoce el motivo, estudios recientes indican que quienes las sufren tienen más riesgo de infarto.»
Una hora más tarde la despertó el teléfono. Instintivamente intentó incorporarse, pero un pinchazo de dolor la dejó clavada a mitad del movimiento, con el cuerpo medio erguido. Se quedó unos segundos formando un ángulo agudo con el colchón. El teléfono seguía sonando. Salió de la cama intentando sostener la cabeza en la misma posición en la que había quedado. A pasos lentos se dirigió hasta el aparato, con la esperanza y el miedo a la vez de que dejara de pronto de sonar. Su voz se oyó quejumbrosa cuando respondió. Era Reiner Fischer.
– ¿Cornelia? ¿Qué haces todavía en casa?
No acertó a decir nada.
– Habíamos quedado a las siete y media.
– Ya voy.
– Müller está al llegar. Tenemos que tomar el bus de las chachas.
No se le escapaba el tono recriminatorio ni la sorna que contenían las palabras de su compañero. Debía de estar gozando de su pequeña venganza, y a ella le dolía demasiado la cabeza como para poder articular algo más que lo que ya había dicho. Colgó. Entre la ducha y el café se decidió por el segundo. Se vistió velozmente y agradeció su costumbre de dejar siempre preparada sobre una silla la ropa del día siguiente.
Cuando salía del edificio se topó de bruces con Schneider, que arrastraba el contenedor del papel del patio interior de la casa a la calle.
– Buenos días, señora comisaria
Schneider había sido capataz en una fábrica de piezas de automóviles y tuvo que jubilarse anticipadamente por problemas de salud. En su función de portero del edificio intentaba controlar y dirigir la casa como antes lo había hecho con el grupo de operarios a sus órdenes. Para cederle el paso apartó uno de los contenedores.
– ¿Cómo va el trabajo?
Sólo le faltaba eso. Estaba claro que el portero se moría de curiosidad por obtener información sobre su trabajo, con ello podría darse un poco de importancia en el barrio.
– Bien, bien.
Respondió Cornelia con laconismo. No quería darle conversación. Cuando ya estaba a punto de salir, oyó cómo la llamaba.
– Disculpe, comisaria. Quería avisarle de que el sábado por la noche habrá algo de ruido. Daremos una fiesta.
– ¿Qué se celebra?
– Mi señora y yo celebramos nuestras bodas de oro.
– Felicidades. ¿Son cincuenta años, no?
– Sí, más de media vida. Para lo bueno y para la malo, aunque a veces no sea fácil. Hoy en día los matrimonios no tienen esta capacidad de aguante, se separan a la más mínima, ya no hay espíritu de sacrificio. Cinco añitos y adiós. Claro que así los hay que nunca llegarán a las bodas de oro.
El portero levantó los ojos y señaló con mirada significativa a la parte del techo sobre la cual se encontraba el piso de Iris Fröhlich, que se había separado de su pareja hacía un mes.
– Así, a duras penas a las de plata.
Sumergido en su perorata sobre las ventajas de un largo matrimonio, el portero no se percataba de cómo sus divagaciones en realidad también podían referirse a la situación de la comisaria, que golpeaba el suelo con el pie izquierdo.
– La verdad es que me tranquilizó que la señorita Fröhlich se marchara unos días de vacaciones después de separarse de su novio. Nunca se sabe cómo puede reaccionar una mujer al quedarse sola, sin un hombre en casa. Yo, después de la separación, por si acaso, cuando ella estaba en casa pero no se oían pasos, me acercaba de vez en cuando a su puerta para comprobar que no oliera a gas. Es mi deber velar por la seguridad de esta casa, y debo decir que las personas que llevan una vida irregular como ella son un peligro potencial para los demás inquilinos.
– Señor Schneider, debería tener más cuidado con lo que dice de los vecinos.
– Es que es verdad, señora comisaria. Seguro que en países como España tienen una moral más férrea y estas cosas no pasan. Pero en la Alemania actual ya se han perdido las buenas costumbres y ahora la gente vive sólo para divertirse y ganar dinero. Y todos estos extranjeros… No me refiero a los extranjeros como su señora madre, gente honrada que vino a trabajar y nos ayudó a levantar el país, sino a los extranjeros de ahora, esos rusos, yugoslavos y toda esa gente que viene de países que antes no existían y no se sabe ni dónde están.
– Señor Schneider, su labor como portero no le convierte en juez de los vecinos de esta casa. Además, debería usted controlar sus afirmaciones, lo que está usted mostrando es puro racismo. Creía que ya habíamos aprendido esta lección.
Las palabras le salieron en un tono seco, y, aunque Cornelia se había propuesto ignorar las parrafadas xenófobas del portero y no alterarse, esta vez dejó traslucir su enfado. Sin más comentarios abandonó el edificio dejando al portero paralizado y confuso, apoyado, como si de pronto le hubieran fallado las fuerzas, en uno de los contenedores de basura. Antes de que la puerta se cerrara a su espalda llegó a escuchar la voz de Schneider.
– Si desea venir, está, por supuesto, invitada.
Ya en la calle, no podía quitarse de la cabeza la discusión con el portero. Le había dejado un regusto amargo. Quizá no debería haberle hablado así, a fin de cuentas el hombre, con todas sus manías, hacía bien su trabajo y siempre era cortés y deferente. Y lo más preocupante es que esto le preocupara. La cabeza le dolía aún más que cuando se despertó. Se apretó suavemente las sienes mientras se dirigía al lugar donde había dejado el coche. Compraría unas flores, se dijo. Pero para la señora Schneider.
Fischer y Müller la esperaban en la Jefatura. Olía a café. Vio dos vasos de cartón sobre la mesa del subcomisario. Los dos hombres se habían vestido para la ocasión, intentando disimular en lo posible su condición de policías. Fischer llevaba una camiseta debajo de su chupa de cuero de Starsky y Hutch. A decir verdad, le daba un aire proletario muy apropiado para su objetivo. Müller se había decidido por parecer un estudiante de los últimos semestres. Debajo de la capucha de una chaqueta deportiva gris con un pequeño logo del Borussia Dortmund asomaba una mochila de tela que debía datar de los años de Müller en la academia de la policía.
– Bastará con que tomemos un auto para llegar hasta Südbahnhof -propuso Fischer, que al momento se ofreció a conducir. Cornelia aceptó la oferta agradecida de que con ello evitara la situación más bien embarazosa de que Müller hubiera hecho lo mismo porque en ese caso habría sido un poco extraño decidir quién se sentaba a su lado. De este modo, estaba claro que ella ocupaba el asiento delantero y que Müller viajaría detrás. Echó la cabeza hacia atrás y confió en que Fischer condujera con suavidad.
Se pusieron en camino hacia la estación Südbanhof. Allí tomarían el autobús de las chachas, en dirección a la terminal número uno del aeropuerto. Habían previsto subir en diferentes combinaciones, unas veces los tres, otras hacerlo por separado y abordar a las mujeres hispanohablantes siempre fuera de los vehículos.
El viejo adoquinado de algunas calles fue una tortura para Cornelia. Cuando, además, Fischer cruzó demasiado rápido por encima de las vías del tranvía, se le escapó un gemido. Su cerebro parecía golpear dentro de las paredes del cráneo como una gelatina. Fischer la miró extrañado. Müller le puso una mano sobre el hombro.
– ¿Se siente mal, comisaria?
– Un dolor de cabeza. Bastante fuerte.
– ¿Dolor de cabeza o resaca? -quiso saber Fischer.
Por supuesto era resaca. Fischer no iba tan desencaminado. Si hubieran estado solos, lo habría admitido. Pero no con la mano de Müller rozándole el hombro.
– Migraña.
Müller se echó para atrás y ella vio por el retrovisor que buscaba algo en la mochila. Sacó unas tabletas enormes y se las ofreció.
– Lo mejor que hay contra la migraña. Si quiere se las preparo.
Cornelia asintió. Si eran buenas para la migraña, también ayudarían contra su dolor de cabeza resacoso. Müller saco una botella de agua de plástico de la mochila.
– Es nueva. No he bebido de ella.
La abrió de modo que Cornelia pudiera escuchar el chasquido del precinto al romperse.
– Tome un trago para que no se salga el agua con la efervescencia.
El agua cayó como un mazazo en su estómago vacío, pero no dijo nada. Müller metió con cuidado las tabletas en la botella y se la pasó en cuanto se hubieron disuelto. Cornelia se bebió el contenido completo, conteniendo la náusea que le subía al notar el sabor de la medicina. Fischer se volvió hacia Müller apartando peligrosamente la vista de la calle.
– ¿No tendrás casualmente un bocadillo en la mochila?
– Pues sí.
– ¡Joder! Si parece que vayamos de excursión.
– Reiner, conduce -terció Cornelia.
Fischer miró hacia delante, pero en su rostro se mantuvo la expresión socarrona. Se estaba divirtiendo. Y Müller también. El primer impulso de Cornelia al escuchar el comentario del subcomisario había sido intentar defender al agente, pero éste no parecía necesitar su ayuda. Sacó una barrita de pan envuelta en papel de aluminio y, para su sorpresa, empezó a sopesarla en un tono de exagerada ostentación.
– Escalope rebozado, diría yo. De rodillas me vas a pedir que te dé un trozo.
Cornelia se volvió hacia sus compañeros. ¿De dónde había salido esa súbita camaradería? ¿Y ese tuteo? ¿Tan efectivas habían sido sus arengas recordándoles que eran un equipo? ¿O bastaba una chaqueta del Borussia Dortmund para pasar de la mera tolerancia a regañadientes del otro a ese tono amistoso?
Aparcaron el coche cerca de la estación y se dirigieron a la parada del 61. En la plazoleta, delante de Südbahnhof, se apelotonaban las mujeres del servicio que habían llegado hasta allí en el tranvía de Gallus o de Offenbach, o en el metro desde Bonames, Nied o Griesheim, los barrios de extranjeros a los que habían llegado desde Polonia, Croacia, Lituania, Ecuador o las Filipinas. Desde allí saldrían hacia las afueras de la ciudad, donde se encontraban diseminadas las villas ajardinadas.
Mientras esperaban, se mantuvieron a distancia el uno del otro, como si no se conocieran. Cornelia se observaba de reojo en el cristal que protegía la parada. Sonrió para sus adentros al pensar en el comentario que había hecho Müller en la reunión; era cierto, no tenía aspecto de ama de casa de mediana edad. Bueno, tampoco lo era. Poco a poco la parada se fue animando aún más. De los tranvías y del metro iban llegando aún más mujeres de todas las edades, algunas permanecían solas, en silencio; otras se saludaban y empezaban a charlar. Cuando llegó el autobús, uno largo, articulado, se apiñaron delante de las puertas y subieron junto a los tres policías. Cornelia se sentó en la parte de atrás, Fischer se situó en la plataforma central, y Müller, delante, en un grupo de cuatro asientos. Cornelia observó que Müller había escogido el asiento al lado de la ventana de espaldas a la dirección de marcha del autobús, uno de los lugares que menos gustan a los viajeros, para permitir que otras personas ocuparan los otros tres asientos.
El autobús estaba pintado por fuera de amarillo y en letras rojas anunciaba una cadena local de panaderías. Unos panecillos sobredimensionados cubrían parte de las ventanas. Eran de una especie de plástico semitransparente. Se podía ver a través de ellos, pero aun así absorbían buena parte de la luz del exterior. Las barras que cruzaban el vehículo y de las que pendían agarradores de cuero hacían el espacio aún más bajo. El autobús parecía un túnel en el que se agolpaban las mujeres de la limpieza; a medida que iban entrando subía el volumen de las voces. Mientras se ponían en movimiento, empezó a escucharlas con más atención. Delante de ella, dos mujeres de unos cincuenta años hablaban en una lengua que identificó como eslava. Al fondo, unas voces muy agudas parloteaban a una velocidad que le pareció endiablada. Se preguntó por qué las lenguas extrañas siempre parecen más rápidas que la propia, intentó reconocer alguna unidad, pero sólo captaba una masa informe de sonidos desconocidos. Detrás de ella, dos mujeres hablaban algo que en un primer momento no identificó como alemán, porque ninguna de ellas era hablante nativa. Uno de los acentos le pareció eslavo, quizá polaco, el otro no lo pudo identificar. ¿De qué estaban hablando? Miró por la ventanilla para poder concentrarse mejor. Le llegaban fragmentos que podía reconocer, pero la sintaxis era tan precaria que no conseguía hilvanar la conversación. ¿Cómo conseguían entenderse dos personas en una lengua ajena que hablaban tan penosamente? Tuvo que pensar en su madre, en su alemán con un fortísimo acento entre gallego y español, en esa lengua más bien primitiva con la que había conseguido salir adelante durante cuarenta años, con la que había ido a comprar, había preguntado direcciones, había resuelto gestiones y papeleos, había ido a que el zapatero le cambiara unos tacones y había protestado cuando le habían cobrado de más en una tienda. Las mujeres detrás de ella no usaban artículos o los usaban mal, no declinaban y la conjugación verbal era más bien azarosa y, sin embargo, la conversación fluía sin tropiezos. Aguzó el oído y por fin captó algunas frases completas y entendió que una le contaba a la otra que la dueña de la casa en la que trabajaba se quejaba porque usaba demasiado suavizante al lavar la ropa y que de una manera indirecta la acusaba de estar robándolo para su uso personal, porque no le parecía que la ropa estuviera más suave que antes, y la otra le decía que así era siempre con esta gente, que cuanto más ricos más míseros, y empezó a contarle la historia de una colega a la que obligaban a abrir el bolso cuando terminaba el trabajo y se iba a casa. Cuando el relato llegó al punto en que le explicó cómo, harta de ser acusada sin motivo, la colega empezó a sisar, Cornelia decidió dejar de prestar atención para no encontrarse ante un conflicto moral.
En ese trayecto no escucharon a ninguna hispanohablante. Bajaron en Oberforsthaus y tomaron el autobús de vuelta. Se sentaron en un grupo de cuatro asientos. Müller, al lado de Cornelia; Fischer, enfrente. Durante el viaje intercambiaron algunas impresiones de lo que habían escuchado. Era la primera vez que Cornelia se sentaba tan cerca de Müller. Observó su perfil y quedó admirada de su nariz tan recta. No podía evitarlo. Cuando miraba a una persona, fijaba primero la vista en los ojos, como, por lo visto, hace todo el mundo. Pero de inmediato se concentraba en la nariz, casi siempre para constatar que todas eran más rectas que la suya. Sin embargo, tenía que reconocer que la de Müller era la más perfecta con la que se había encontrado hacía tiempo. El tamaño, el largo, el ancho, el ángulo respecto a la frente, todo encajaba. Palpó con disimulo la base de su nariz, allí donde empezaba la catástrofe, allí donde el tabique, después de un hueco causado por la falta de un trocito, comenzaba su recorrido irregular pero decidido hacia la derecha.
Bajaron de nuevo en Südbahnhof y repitieron el viaje. El autobús iba esta vez más lleno. Müller y Fischer se sentaron como lo habían hecho antes. Cornelia se quedó esta vez de pie. Y tuvo suerte, justo a su lado, agarradas a la barra, tres mujeres empezaron a hablar en español. Dos bajaron juntas. Cornelia hizo una seña a Müller para que siguiera a la tercera. Ella y Fischer descendieron cuando las mujeres se apearon y las abordaron después de que el autobús se hubiera puesto de nuevo en movimiento. No conocían a Esmeralda Valero. Esperaron al siguiente autobús para volver a Südbahnhof. Dentro venía Müller, que al verlos movió la cabeza para indicarles que no había tenido éxito.
– Hablé con una colombiana. La mujer se ha asustado mucho cuando le he dicho que era policía. Me temo que era ilegal.
– ¿Le ha tomado los datos?
– He pensado que era mejor no hacerlo. Si pillamos a alguna ilegal y la llevamos a los de emigración, se preguntaran qué andamos haciendo. Creo que eso puede perjudicar la confidencialidad del asunto.
Listo, listo este Müller.
– Bien hecho. Bueno. Otra ronda de autobús.
Repitieron todo de nuevo. Esta vez se habían separado porque dos autobuses habían llegado a la vez. Müller subió en el primero, que iba más vacío; los otros dos en el segundo. Fischer delante, Cornelia en la mitad. El autobús aún se llenó más que en el viaje anterior. Los cuerpos se apretujaban y se notaba la presión a cada curva. Sólo podía escuchar las voces de las personas más cercanas. A su lado, una mujer joven empezó a gritar en español por encima de la algarabía general.
– ¡Marta! ¡Marta, aquí, aquí!
La interpelada consiguió, a pesar de la estrechez e ignorando algunas voces airadas, acercarse a la joven.
Tenía entre unos cincuenta y unos sesenta años y un cuerpo voluminoso que hacía aún más sorprendente la velocidad con que había conseguido llegar donde se encontraba la otra. Durante el camino charlaron de trivialidades. Las dos bajaron juntas y Cornelia miró a Reiner interrogativamente. Por lo visto él no había escuchado a ninguna hispanohablante. Cornelia le hizo un gesto para que saliera del autobús con ella. Unos metros más tarde se dirigieron a las mujeres. Cornelia les habló directamente en español:
– Señoras, ¿tienen unos minutos?
Las dos se volvieron a la vez, sorprendidas, y la más joven algo asustada. Tanto Cornelia como Fischer les mostraron de inmediato sus identificaciones. Ellas se detuvieron y esperaron a que ellos se les acercaran.
– Disculpen la molestia, pero estamos buscando a una muchacha desaparecida, Esmeralda Valero, y quizás ustedes puedan ayudarnos. ¿La conocen?
Ambas dijeron que sí. La mujer mayor tomó enseguida la palabra. Los miraba con desconfianza.
– Tenemos que ir a trabajar. Vamos a llegar tarde.
– Lo entiendo, pero es un asunto importante. Podemos ir caminando mientras hablamos.
– Mejor que no -replicó la mujer-. Nosotras no hemos hecho nada malo, pero si los dueños de las casas en las que trabajamos nos ven llegar con policías, desconfiarán de nosotras, pensarán que andamos metidas en líos. Así que mejor platicamos aquí.
– En realidad, no hay mucho de que hablar. Sólo querríamos que nos dijeran si saben cuál es el paradero de Esmeralda Valero.
– Pues, si quieren que les diga la verdad, no lo sé. Tú, Lucía, tenías más trato con la Esme, ¿no?
La mujer joven dio un respingo al oír su nombre. Miró a los policías y después a la otra mujer. Finalmente, se decidió a hablar.
– Marta, ¿por qué no vas acercándote para que la señora Scherer no se extrañe? Te sigo en unos minutos. Dile que vengo en el siguiente bus, ¿vale?
– Hija, no hay nada que les vayas a contar a estos señores de la policía que no haya oído ya alguna vez. Que llevo ya muchos años en este país, viéndoos ir y venir. Pero si quieres que me vaya, me iré.
La mujer mayor se fue algo enfurruñada.
La joven, la llamada Lucía, esperó a que la otra se hubiera alejado lo suficiente.
– No es que sepa mucho, pero Esme, Esmeralda, decidió dejar la casa de los Klein por motivos que no me contó y se ha buscado otra cosa.
– ¿Sabe usted dónde?
Lucía vaciló. Viendo los apuros de la muchacha, Cornelia creyó intuir lo que venía a continuación. Intentó lanzar un cable a la joven.
– Ya no trabaja en el servicio doméstico, ¿verdad?
La mujer asintió. Miraba constantemente por encima del hombro de Cornelia en dirección a la parada del autobús. Cornelia podía imaginar que tampoco querría que otras compañeras la vieran hablando con policías. No llevaban uniforme, pero quien observara la situación podía fácilmente llegar a esa conclusión. Sobre todo viendo ahora a Fischer, con esa forma de plantarse con los pies algo separados y las manos a la espalda.
– ¿Prefiere que hablemos en otro sitio?
– Por favor.
Se alejaron de la parada del autobús. A un lado se abría un parquecito y se acomodaron en uno de los bancos. Lucía comprobó con la mirada que no fueran visibles desde la calle. Cornelia ya se había cerciorado de ello al escoger ese banco. La joven empezó a hablar enseguida, los autobuses pasaban cada diez minutos.
– No sé exactamente dónde está, pero sé lo qué está haciendo. Lo que pasa es que no quería contárselo delante de Marta. Es buena persona, pero es también muy chismosa.
– Me hago cargo.
– No sé si a Esmeralda le gustaría que se lo contara. Ella es una buena muchacha, y todo lo que hace lo hace por su familia, por sus hijos -se detuvo-. Tiene dos y una madre muy mayor ya. El marido perdió el trabajo, y por eso ella se tuvo que venir a Alemania. -Otra pausa-. Para ganar dinero, para la familia. No por otra cosa. Y extraña mucho a los suyos. Quiere volver cuanto antes a casa, pero con la plata suficiente.
– Por eso buscó algo más lucrativo, ¿no?
Lucía asintió. Se sentía visiblemente incómoda. Cornelia presumía el resto y no veía la razón de torturar a la muchacha esperando que fuera ella quien lo dijera.
– ¿Me equivoco si digo que trabaja en un prostíbulo?
Lucía volvió a asentir.
– Sólo una última pregunta. ¿Tiene una idea de dónde la puedo localizar?
– No. No la he vuelto a ver desde que me dijo que iba a trabajar de señorita de compañía. Esmeralda no hablaba mucho. Era muy suya, muy reservada. Pero sí que sé que sigue viviendo en Francfort. El otro día me la encontré.
– ¿Cuándo fue el otro día?
– El viernes de la semana pasada. Y me dijo que seguía en la ciudad, pero no me dio más detalles.
– ¿Dónde la vio?
Lucía la miró suplicándole con los ojos que no se lo hiciera decir.
– Es importante que lo sepa.
La muchacha bajó la vista.
– En la GutleutstraBe.
– Es una calle muy larga. ¿Por encima o por debajo de la Baseler Platz?
Si era por debajo, cabían dos posibilidades, que Esmeralda viviera en la zona, de viviendas más bien deterioradas, o que trabajara en algún prostíbulo cerca de la estación. Si era por encima, quizás estaba casualmente de paso, porque se trataba de oficinas y despachos de lujo.
– Por encima.
– ¿Sabe qué hacía por allí?
Lucía bajó los ojos avergonzada.
– Nos encontramos haciendo cola para el reparto de alimentos en la Frankfurter Tafel.
Cornelia entendió los reparos de Lucía por tener que reconocer que recurría a los paquetes de esa institución benéfica que recogía alimentos caducados pero todavía comestibles en supermercados y restaurantes y los repartía entre los sin techo y las familias necesitadas.
Antes de despedirla, Cornelia le tomó los datos y comprobó con alivio que los papeles estaban en orden. Le entregó una tarjeta con su teléfono por si volvía a tener alguna información y la dejó marcharse antes de que llegara el siguiente autobús.
Repitieron aún el viaje varias veces más en distintas combinaciones, pero sin éxito. No escucharon a otras hispanohablantes, a pesar de que por su aspecto Cornelia hubiera jurado que varias de las pasajeras lo eran. Pero algunas viajaban solas y otras hablaban en alemán con otras extranjeras. De todos modos, si Lucía les había contado la verdad, ya tenían por donde empezar, aunque esto supusiera la poco grata tarea de recorrerse los prostíbulos de la ciudad.
Regresaron a Südbahnhof.
– Ahora tendremos que dedicarnos a los burdeles y controlar en la Frankfurter Tafel. Espero que Esmeralda Valero trabaje en uno de los prostíbulos registrados, de lo contrario la búsqueda será ardua.
– Con un poco de suerte no se habrá cambiado el nombre; me puedo imaginar que Esmeralda es un nombre atractivo cuando se trabaja en un burdel.
Podría haber sido un comentario de Fischer, pero salió de la boca de Müller. Cornelia lo miró buscando algún signo de ambigüedad en lo que había dicho, un tono lúbrico disimulado o un centelleo obsceno en los ojos. En vano. Había sido una constatación objetiva. Nada más. Fischer ya había abierto el coche y ocupaba de nuevo el asiento del conductor.