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UNA DE GUERRA

La Asociación Cultural Hispano-Alemana, la ACHA, estaba situada en unos bajos de la Wórsdorferstraße. En este barrio habían vivido muchos emigrantes españoles. Ahora un gran número de ellos ya había regresado a España después de unos años de trabajo en Alemania; otros se habían jubilado y habían resuelto también volver a sus lugares de origen. Otros se habían quedado. Por los hijos. Por los nietos. Por el cónyuge alemán. O porque en España ya no tenían un lugar propio, se habían acostumbrado a vivir en Alemania y ahora qué iban a hacer en pueblos y ciudades donde apenas conocían a nadie.

Esto le había contado Regino Martínez y a la vez se había lamentado de la falta de nuevos socios que amenazaba la propia existencia de ésa y otras asociaciones. El local, en el que no había nadie, confirmaba estas palabras.

La sede de la ACHA había conocido mejores tiempos. Las protuberancias del estucado habían ennegrecido con los años y el blanco había mutado en amarillento hacía tiempo. También los carteles con anuncios de actos o recortes de periódicos que colgaban enmarcados de las paredes habían perdido el contraste, y los rojos, verdes o negros originales derivaban en un azulado uniforme.

Al lado de la puerta de entrada, un alto expositor con folletos de actividades de extranjeros en la ciudad. Un rápido vistazo al pasar le mostró quiénes llevaban ahora la voz cantante. Cursos de salsa y merengue, charlas sobre el islam, tai-chi en el Grüneburgpark, café y tango en un local en el barrio de Bockenheim, capoeira brasileña en la universidad popular y angoleña en el club africano ubicado en la antigua Jefatura de Policía cerca de la estación.

Detrás del expositor, una puerta daba a una amplia sala con mesas cuadradas para cuatro personas. En muchas de ellas, el tablero de fórmica de color marrón oscuro estaba desgastado hasta volverse blanco en el centro. Cornelia identificó la causa enseguida. Era el producto de varias décadas de largas partidas de dominó.

Regino Martínez la guió a través de esa sala y la condujo a la habitación contigua.

– Nuestra biblioteca.

Un olor ácido a papel viejo les salió al encuentro. El aire en el cuarto llevaba muchos días estancado allí. Los libros también. Alineados en estanterías que cubrían por completo las paredes esperaban en vano la llegada de compañeros más nuevos y más frescos. Regino Martínez seguía con mucha atención la dirección de la mirada de Cornelia. Interpretó con acierto que ella arrugara la nariz de forma involuntaria al percibir esa mezcla agria y polvorienta.

– Nuestro presupuesto es más que exiguo. Como los socios ya apenas hacen uso de la biblioteca, los únicos libros nuevos que entran son los que algunos nos regalan. Muchos son de gente que se vuelve a España y nos dejan aquí sus libros. Nos quedamos los que nos pueden interesar. Los volúmenes repetidos se los pasamos al consulado para que los distribuya entre los presos españoles. Tampoco nos sobra el espacio para tener cinco ejemplares de Los cipreses creen en Dios o las obras completas de Martín Vigil.

A Cornelia esos nombres no le decían nada. De las lecturas de su madre, recordaba sólo las novelitas de amor de Corín Tellado que pasaban de mano en mano en la colonia española y algunos autores gallegos.

Regino Martínez le mostró todavía un par más de habitaciones, cuya función no le quedó del todo clara; no hubiera sabido decir si eran salas de actos o trasteros. Y finalmente la condujo a un pequeño despacho, cuya única luz provenía de una ventanita alargada que daba a un patio interior bastante desolado a pesar de los esfuerzos florales de algunos vecinos. Justo cuando entraban, sonó un teléfono en otra habitación y Martínez la dejó sola un momento. Cornelia aprovechó para mirar las fotografías que colgaban de las paredes.

Había rechazado muy a su pesar el café que Martínez le había ofrecido al llegar. Desde la mañana notaba también ligeros pinchazos en el pecho a la altura del esternón y los atribuía al exceso de cafeína de los últimos días. Mientras observaba las fotos, Cornelia se frotaba la zona con la mano. Todas las imágenes reflejaban actos de la asociación. Por el aspecto de las personas, la mayoría habían sido tomadas en las décadas de 1960 y 1970. No tardó mucho en encontrar a Soto y Martínez. Ambos aparecían en numerosas ocasiones. Pronunciando discursos o escuchándolos, entregando trofeos o recibiéndolos, aplaudiendo o siendo aplaudidos. También había fotos de actos culturales, representaciones teatrales, chicos y chicas sentados en taburetes con jersey de cuello alto o camisas claras, según la estación del año, siempre guitarra en ristre.

En algún momento desapareció la figura de Marcelino Soto. También en algún momento dejaron de colgar fotos, hacia mediados de la década de 1980, a juzgar por la ropa de los fotografiados en las últimas.

Entre todas las fotos se distinguía un recorte amarillento de un periódico alemán. Era la noticia de la llegada del trabajador un millón. «La Asociación de Empresarios, la Administración Laboral y un enorme despliegue de televisión, radio y prensa estaban ayer por la mañana en la estación de Colonia-Deutz para recibir al trabajador extranjero un millón en la República Federal Alemana. Los responsables de la Asociación de Empresarios Alemanes sufrieron la incertidumbre entre las ocho y las diez y diez de la mañana. El nombre del trabajador un millón había sido escogido al azar entre los de la lista de los que llegaban con el tren de las diez y diez. El dedo había caído sobre el nombre del portugués Rodrigues y ahora llegaba la noticia de que veinticuatro portugueses habían sido rechazados en la frontera. ¿Estaría entre ellos nuestro favorito? Por si acaso, ya se había buscado un sustituto, un carpintero llamado Varela. Llegó el primer tren. Por fin, a las 10, llegó el segundo tren. Un traductor fue recorriendo las filas mientras gritaba el nombre de Armando Rodrigues. Finalmente, desde una de las filas se presentó el "millonario", Armando Rodrigues. Armando, aproximadamente 1,75 metros de estatura, enjuto y reservado, no entendía lo que le estaba sucediendo.»

– Ésta no la colgué yo. Lo hizo Marcelino, para eso era entonces presidente, pero fue sin mi aprobación.

Regino Martínez acababa de entrar en el despacho. Se sentó en su silla y la invitó a ocupar otra enfrente del escritorio desvencijado.

– Después uno se acostumbra a que esté aquí y ya no la ve.

Cornelia se volvió de nuevo hacia la foto. Rodrigues ponía tímidamente la mano sobre la moto que le acababan de regalar, con cara de circunstancias, el cansancio del viaje marcado en el rostro sin afeitar amagaba una sonrisa que todavía no le había alcanzado los ojos hundidos.

– ¿Por qué no le gusta?

– Con todo respeto, comisaria, se nota que es usted bien alemana. ¿Qué le regalan a este hombre? Una moto. ¡Una moto! ¡Una moto en un país donde a partir de octubre y hasta marzo te pelas de frío! ¿Por qué no le regalaron ya directamente un burro? Si en realidad es así como se imaginaban que nos desplazábamos en nuestros países. Y ellos comprándose coches y más coches. Nosotros montando autos y yendo a trabajar en metro, mientras el carnicero tenía aparcado un Senator en la puerta. Eso era el milagro alemán, que un vendedor de salchichas tuviera un Opel Senator negro delante de la tienda, para mirarlo a través del escaparate mientras desguazaba un cerdo. Mire cómo termina el artículo.

Regino Martínez se levantó y le leyó el último párrafo, aunque daba la sensación de estar citándolo de memoria:

– «Preferiríamos no tener que vernos obligados a emplear a tantos extranjeros lejos de su patria. Pero ahora están aquí, necesitamos su ayuda y usted tiene que sentirse tan a gusto como puede esperarlo un invitado. No olvide, sin embargo, que los alemanes piensan diferente a los portugueses y los portugueses sienten de un modo diferente a los alemanes. Eso no se puede cambiar. Así que, ahora, a la lucha, senhor Rodrigues. ¡Al ruedo, torero!»

Una punzante sensación de vergüenza ajena la hizo enrojecer y agradeció la pésima iluminación del despacho de Martínez. Ante él se sintió como representante de sus compatriotas y lamentó la prepotencia y pomposidad de esas líneas. No podía evitar comparar el cuerpo enjuto del trabajador portugués con el del carnicero del barrio en el que se había criado, de brazos sonrosados y dedos rechonchos como las salchichas que apilaba con placer en el mostrador. Aunque nunca vio un Opel Senator aparcado delante de la tienda, las palabras de Martínez contaminaron su memoria con esa imagen. A partir de ahora habría un coche negro frente a las paredes embaldosadas de la carnicería Hácker, cubriendo en parte la pizarra con la silueta de un cerdo en la que se anunciaban las ofertas.

– Señor Martínez, como ya sabe, fui testigo de la escena en el cementerio y le agradecería que me explicara qué pasó realmente. ¿A qué venían las acusaciones de traición contra Marcelino Soto en el cementerio? Y no me venga con lo de las historias viejas y los nervios. Fue tachado de ladrón.

– Hijo de ladrón -corrigió Martínez.

– ¿Qué quisieron decir con eso? Si no me lo cuenta usted, tendré que pedirle los nombres de las personas que lo dijeron.

Martínez tardó un poco en responder.

– Es que es realmente una historia vieja.

– Cuéntemela de todos modos.

– Se trata de la familia de Marcelino, en concreto de su padre, Antonio Soto, que era un hombre de izquierdas. Antes de la guerra… Me refiero por supuesto a la nuestra, la guerra civil…

– Eso estaba claro.

– No quería que pensara que hablaba de su guerra y se confundiera.

– Está bien. Siga.

– Antes de la guerra, durante la república, el padre de Marcelino fue concejal del ayuntamiento. En ese tiempo, liderados por un alcalde del Partido Comunista, intentaron introducir algunas reformas y con ello se ganaron la enemistad acérrima de la Iglesia y de otros poderes oscuros que atenazaban y siguen atenazando a Galicia. Una de sus acciones, la que les salió más cara, fue la incautación de los bienes del convento de San Agustín, una pequeña fortuna. Fue un escándalo público, pero muchos lo aprobaban en secreto porque se trataba de una gran suma de dinero que el ayuntamiento quería invertir en el pueblo. Los concejales y el alcalde llegaron a organizar un acto oficial en el que expusieron el dinero y los planes de lo que pensaban hacer con él.

– ¿Quiere decir que enseñaron el dinero? ¿Enseñaron billetes a la gente?

– Exactamente. Ni más, ni menos. Como si expusieran un tesoro encontrado en el fondo del mar. Fajos de billetes, pilas de monedas, joyas expuestas en unas vitrinas, que por lo visto, sacaron de alguna sacristía. Los seis concejales, con sus mejores trajes, las escoltaban. Hay incluso una foto que lo documenta y que apareció en algún periódico regional. Y la gente del pueblo fue desfilando en silencio, como si se tratara de una reliquia, que es en lo que al final se convirtió, en un mito, porque el tesoro desapareció.

– ¿Qué sucedió?

– Lo único que se sabe seguro es que la guerra estalló antes de que pudieran invertir una sola peseta en el pueblo. Las tornas cambiaron muy rápidamente. Todos los miembros del ayuntamiento tuvieron que huir a la desbandada y esconderse antes de que los franquistas empezaran la caza al rojo. Pero unas semanas más tarde los capturaron. Los encerraron en lo que había sido la escuela y los torturaron para que dijeran dónde habían escondido el dinero. Cada dos días sacaban a uno, algunos estaban tan deformados por las palizas que costaba reconocerlos, lo llevaban a la plaza y lo fusilaban delante de su familia. Así, uno tras otro, hasta seis. El último fue el alcalde, que se apellidaba Castro y que iba ya más muerto que vivo,

– Pero faltaba uno.

– Eso es.

– El padre de Marcelino Soto.

– Así fue.

– ¿Dónde estaba?

– No se sabe. Apareció cinco años después de que terminara la guerra, cuando su familia ya lo daba por muerto. Contó que había conseguido escapar de los franquistas y que durantes varias semanas había vagado por los montes hasta que lo cazaron cerca de la frontera portuguesa. Dijo que lo habían metido en la cárcel y que después de todos estos años lo habían soltado.

– ¿Era verdad esa historia?

– Eso nunca se supo. Pero empezaron a correr los rumores.

– ¿De qué tipo?

– Se decía que él había denunciado a sus compañeros a cambio de su vida, que había cambiado de bando y que había luchado con los franquistas.

– ¿Y el dinero?

– Nada se supo. Y ahí empezó la leyenda. Con los años las montañas de billetes crecieron en la imaginación de la gente y con ellas las especulaciones sobre la suerte corrida por esa fortuna, que devenía cada vez más fabulosa. En el pueblo todos estaban convencidos de que el padre de Marcelino tenía el dinero escondido y que sólo estaba esperando el momento en que se olvidara la historia para empezar a gastarlo a espuertas. Alrededor de la familia se hizo un vacío. Marcelino decía que si los toleraban era por consideración a su madre, que era muy querida en el pueblo, y porque a su padre le suponían contactos estrechos con los caciques locales. Eso los salvaba de que la gente manifestara abiertamente esas sospechas.

– ¿Por qué el padre no se llevó a la familia del pueblo?

– Porque eso habría supuesto reconocer la culpa y él siempre intentó demostrar su inocencia. Marcelino sufrió mucho por eso. Siempre fue el hijo de un proscrito. Y en cuanto pudo se largó. A los dieciséis años se buscó trabajo en otro pueblo y después se vino a Alemania.

– Pero usted viene de Andalucía, ¿cómo es que conoce tan al detalle estas viejas historias?

– Por Marcelino. La historia de su padre lo torturaba como un estigma. Me la contó varias veces, y no sólo a mí, a otros compañeros también, como si quisiera limpiarse a fuerza de hacerla pública. Y después, tras la muerte de su padre, también me explicó los extraños rumores que empezaron a circular.

– ¿Qué rumores?

– Que la muerte de su padre no había sido natural.

– ¿Quiere decir que lo asesinaron?

– Eso se contaba, pero no sé mucho al respecto.

– ¿Estaban ustedes muy unidos?

– Al principio, después la vida nos fue llevando a cada uno por su lado.

– Pero seguían en contacto.

– Nos veíamos en las reuniones y las fiestas de la ACHA, pero desde que dejó la asociación, muy espaciadamente.

– ¿Se distanciaron quizá después de que él abandonara la asociación?

– Marcelino no aceptó que no lo reeligieran presidente. El entendía esa posición como una muestra de la gratitud de los socios. Las votaciones tenían, en su opinión, la única función de confirmársela, y cuando a principios de los ochenta, en el ochenta y dos concretamente, fue elegida otra persona, Pedro Serrano, Marcelino no lo pudo aceptar.

– ¿Fue entonces cuando dejó la ACHA?

– No de inmediato. Quiso contraatacar desde dentro. Presionó a algunos socios y también hizo algunas cosas no muy honrosas…

Martínez se detuvo, como si no quisiera hablar más, pero Cornelia tuvo la certeza de que sólo esperaba que ella le diera un ligero empujón para continuar.

– ¿Por ejemplo?

– Empezó a hacer correr la voz de que su oponente había recibido muchos votos consiguiendo entradas para el Mundial de Fútbol en España.

Como Regino Martínez había bajado la vista mientras exponía unos hechos que no arrojaban buena luz sobre su viejo amigo, no pudo ver una sonrisa que cruzó como una ráfaga por el rostro de la comisaria. Recordó unas camisetas con la mascota del Mundial. El nombre le vino a la memoria al instante. Naranjito. Su hermano Manuel se compró dos camisetas, de quita y pon, con esa figura espantosa y se paseó durante un par de meses muy ufano con ellas por el instituto.

– Es verdad que Serrano, el que fue elegido presidente en lugar de Marcelino, había conseguido por medio de un pariente un paquete de entradas para el Mundial, pero ése no fue el motivo para no votar a Marcelino.

– ¿Cuál fue entonces?

– Marcelino llevaba tantos años en el cargo que ya se había identificado con él. Lo ejercía de un manera autocràtica. Tomaba decisiones como si la asociación fuera suya. Muchos socios le reconocían sus méritos, pero estaban hartos de su forma de llevar las cosas y, en cuanto se dio la ocasión, lo echaron.

– ¿Y usted? ¿Cuál era su posición?

– Yo tengo la conciencia tranquila. Se lo advertí tantas veces… Pero no quería escuchar. Es increíble cómo cambian las personas a la que obtienen una pequeña parcela de poder. Pero voté por él, si es eso lo que quiere saber. Y el Mundial lo vi en mi casa, en la tele. No formé parte del grupo que se fue a España. Mire -Martínez se levantó y le mostró una foto en la que se veía un grupo de unos diez hombres trajeados posando como futbolistas en dos líneas, los de la primera agachados y los de la segunda de pie-, éstos son los que se fueron a Sevilla.

Cornelia se levantó para poder ver los rostros. Alguno se le hacía familiar, pero no sabía si se debía a que sus facciones le parecían tan hispánicas. Martínez señaló a un hombre de unos cuarenta años que sonreía en cuclillas sostenido por los brazos de los dos que lo flanqueaban.

– Éste es Pedro Serrano.

– ¿Sigue en la asociación actualmente?

– Murió. Hace cinco años. Cáncer de pulmón, por el amianto. Trabajaba en la construcción.

El tono de Martínez encerraba cierto reproche. ¿Hacia quién? ¿Hacia los alemanes, por permitir esas condiciones de trabajo?¿Hacia ella, por ser alemana? Cornelia volvió a mirar la fotografía. Detrás del grupo asomaba un montón de maletas, la foto estaba tomada en el aeropuerto de Francfort. El dedo de Martínez señaló otra cabeza, la de un hombre que estaba a la derecha de pie.

– El hermano de Pedro, José Miguel. Era también muy amigo de Marcelino hasta que éste empezó a propagar infundios sobre su hermano. Un par de veces casi llegan a las manos. José Miguel es muy temperamental. -Hizo una pausa-. Ya se volvió a España.

Parecía que Martínez se dedicara a servirle en bandeja posibles sospechosos para anularlos al momento. Cornelia se preguntó si estaba intentando jugar con ella o si era algo inconsciente. Lo que sí le quedaba claro era que había muchas historias viejas, muchos viejos rencores, rencillas antiguas, problemas no resueltos. Pero ¿justificaban esas desavenencias los anónimos? ¿No habrían caducado ya?

Martínez no pudo seguir mostrándole la foto. En ese momento se oyó que se abría la puerta de la asociación. Unos pasos se aproximaron al despacho. Por el marco de la puerta asomó la cabeza de un hombre de unos sesenta años, que los miró con curiosidad.

– ¡Hombre, Chuán! ¡Catalanufo! ¿Qué te trae por acá?

– Nada de especial -contestó sin apartar la vista de Cornelia-. Vengo a echar la partidilla.

Saludó a Regino Martínez sin cruzar el umbral. En la mirada se leía un «¿quién es ésta?». Regino Martínez se levantó para presentarla.

– Ésta es la comisaria Weber, que se encarga del caso de Marcelino.

Tras un momento de estupor, quizá porque ella no llevaba uniforme, el hombre acertó a dar un par de pasos al frente para saludarla, pero acto seguido regresó a la posición inicial, como si hubiera una línea invisible que le impidiera el acceso a ese despacho. La expresión interrogativa se había tornado en un gesto de tristeza al oír el nombre del muerto, pero seguía observándola con atención, como si esperara que fuera a suceder algo. Al verlo así, manteniendo la distancia, Cornelia entendió que Martínez había resuelto que ella no era la hija de la Celsa, medio española, sino una comisaria alemana.

Quizá por eso, porque él se había tomado esa prerrogativa, la hija de la Celsa se abrió paso en su conciencia y susurró al oído de la comisaria alemana: «Éste es Joan Font, el catalán que durante muchos años se dedicó a organizar el concurso de poesía y narrativa para emigrantes en Francfort». Y recordó que su hermano Manuel había ganado una vez un primer premio en un concurso infantil con una poesía para el día de la Madre. La familia al completo asistió a la entrega de premios y Manuel recitó el poema ganador con una dicción ampulosa, inverosímil en un niño de diez años. Arrastrando las erres, columpiándose en las numerosas rimas agudas que cerraban buena parte de los versos. Sentada entre sus padres, veía sus rostros emocionados.

– Parece Manuel Dicenta, ¿verdad? -musitó su madre arrobada.

No sabía quién era ese Dicenta. Su padre con toda seguridad tampoco. Pero ambos asintieron mudos con la cabeza. El, para evitarse la explicación. Ella, también. Y para no tener que hablar, pues tenía miedo de que se le escapara la risa. Habrían pensado que sentía envidia, lo que en parte podría ser verdad, pero es que, además, su hermano con corbatín recitando esos versos tan torpes era extremadamente cómico.

Antes de que los hombres se retiraran a jugar a las cartas, se levantó de la silla y se dirigió a Joan Font.

– Usted quizás no se acuerda de mí, pero mi hermano Manuel, Manuel Weber-Tejedor, ganó una vez el concurso de poesía infantil.

Joan Font entornó los ojos. Parecía rebuscar en los archivos de su memoria todos los premios de poesía que habían pasado por sus manos. Lo encontró. Levantó las cejas en una expresión de asombro.

– ¿Es usted la nena mayor de la Celsa? ¿Cómo no la he reconocido? ¡Pues claro que me acuerdo! No sé cómo no he caído en que era usted, porque oí que se comentaba en el entierro que era quien llevaba el caso. No sabe cuánto me alegra volver a verla y que sea precisamente usted quien se encargue de este asunto.

Joan Font se dirigió a Regino Martínez en un tono de reproche

– ¿Cómo no me has dicho que era ella? -Se volvió hacía Cornelia-. A veces este hombre es más formal que los propios alemanes.

Cornelia hizo un gesto para quitar importancia a la omisión de Martínez.

– ¿Por qué no se viene a la sala y toma un cafetito mientras espero a los compañeros de partida?

– Pues claro.

Se despidió de Martínez y lo dejó en su despacho fingiendo leer algunos papeles, aunque ella sabía que estaría pendiente de lo que hablara con el recién llegado