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Llevaban menos de una semana ocupándose del caso y ya empezaban los signos de impaciencia. El martes por la mañana a primera hora recibió una llamada desde el consulado de España. La cónsul en persona llamaba para saber sobre los avances del caso. Cornelia se preguntó por qué no se había dirigido a Ockenfeld. Al notar que la cónsul dominaba poco el alemán comprendió que prefiriera hablar con ella, con quien podía hacerlo en español. Seguramente con Ockenfeld había hablado en inglés. A pesar de la presión discreta pero patente que la llamada de la cónsul ejercía sobre ella, Cornelia no pudo evitar sonreír malignamente al pensar que con seguridad otra de las razones por las que había preferido ponerse en contacto con ella era el pésimo inglés de su jefe.
– Comisaria, si no fuera mucha molestia, me gustaría conocerla en persona. ¿Tendría tiempo de acercarse al consulado en el día de hoy?
No. No tenía tiempo, pero ya que no había aparecido por allí a pesar de que en el fondo consideraba que debería haberlo hecho y también temía que el encontronazo de Müller y Fischer hubiera podido causar una mala impresión. Aceptó ir de inmediato.
Reiner aún no había llegado. Le dejó una nota sobre la mesa y se puso en camino hacía Nibelungeplatz. Estaba bastante cerca, pero sacó el auto del aparcamiento. «La vida sedentaria, la falta de movimiento, las horas excesivas en posición sentada aumentan el riesgo de padecer dolencias en la espalda, como por ejemplo hernias discales. La hernia discal es una lesión o anomalía originada por la degeneración del disco intervertebral, que está compuesto por un anillo fibroso periférico y un núcleo pulposo central. La hernia se produce cuando el anillo se rompe o se perfora por una sobrecarga y se facilita la salida al exterior del núcleo. El dolor de espalda afecta casi al 90 por ciento de la población en Alemania.»Más de dos horas después regresó de una visita en la que sobre todo había obtenido una especie de voto de confianza por parte de la cónsul. Tenía que admitir que a veces esa forma de hacer de los españoles la ponía nerviosa. Los largos preámbulos, la necesidad de crear un entorno cordial antes de entrar en el tema la impacientaban. Incluso en el caso de la cónsul. Le creaba cierta desazón que no estuvieran claras las jerarquías y era consciente de que no sabía moverse con soltura en situaciones como ésa. Hubiera sido más fácil si la cónsul hubiera hecho valer su autoridad para indicarle sus deseos; ella entonces, si no hubiera estado de acuerdo, habría dado sus argumentos. Y así, hasta tenerlo todo hablado. Plis, pías. Y ya está.
En cambio, habían estado un rato hablando de la hermosa vista desde el piso veintiuno de la torre, habían charlado sobre la ciudad, sobre multiculturalismo, sobre esto y aquello, mientras tomaban un café, eso sí, excelente. Dos horas había durado la conversación.
– Es más fácil seguir en contacto cuando se conoce la cara de los interlocutores -había dicho la cónsul española en un momento de la charla.
¡Dos horas! Dos horas para verse las caras. Y después esperaban rapidez por su parte.
Al entrar en la Jefatura, una de las personas de la recepción le pasó una nota. Era de su antigua compañera Ursula Obersdörfer, que le pedía que la llamara. Cornelia y Ursula habían entrado casi a la vez en la policía y durante varios años habían trabajado juntas en el departamento de delincuencia juvenil, después Cornelia pasó a homicidios.
Se dirigió al despacho con la nota en la mano. Tenía mucho que hacer; ya llamaría en otro momento a Obersdörfer.
Reiner no se encontraba allí, pero su ordenador estaba encendido. El protector de pantalla mostraba una sucesión de fotos de detectives televisivos norteamericanos, los preferidos de Fischer: Colombo; Keller y Stone, de Las calles de San Francisco-, Kojak; McGarett, el de Hawai 5-0; Cagney y Lacey, y, cómo no, Starsky y Hutch. El protector de pantalla lo había programado él mismo, en horas de trabajo.
– A ver si te van a expedientar por perder el tiempo en horario laboral. Ya sabes que estas cosas ahora las controlan, sobre todo en los funcionarios públicos.
Le había dicho el comisario Grommet al verlo ensimismado buscando fotos en internet.
– Lo hago mientras pienso en los casos. Además, se puede considerar una medida para la mejora de la atmósfera en el trabajo -había argumentado Fischer mostrándole una de las muchas circulares con las que el Ministerio del Interior les llenaba los casilleros-. Mira, «seguridad e higiene laboral», «sillas y teclados ergonómicos», «posición de las pantallas de los ordenadores», «condiciones lumínicas». ¿Y dónde queda la inspiración en el trabajo? ¿La motivación? Estos son mis inspiradores.
El comisario Grommet le tuvo que dar la razón, y no sólo eso, también le pidió que le hiciera un salvapantallas con imágenes de las series Derrick y Tatort.
– Yo prefiero comisarios alemanes.
Ahora, en el ordenador de Fischer el coche rojo de Starsky y Hutch había dado paso a una serie de imágenes que mostraban a Peter Falk envejeciendo dentro de la misma gabardina.
El sonido del teléfono la arrastró definitivamente hasta su escritorio. La voz de Ursula Obersdörfer al otro lado de la línea sonó, como siempre, grave y lenta. El secreto del éxito de Obersdörfer: un timbre profundo y una articulación algo pastosa, que la hacían parecer inocua, incluso ausente, que conseguía que sus interlocutores bajaran la guardia. Nunca levantaba la voz, pero tampoco la bajaba nunca.
– Cornelia, ¿no has recibido mi mensaje?
Su forma de hacer vibrar todas las erres delataba su origen bávaro.
– Sí. Acabo de llegar, Uschi.
– Necesitaría que me echaras una mano, si tienes un momento.
– Depende, ¿de qué se trata?
– De un antiguo conocido tuyo que hemos detenido esta mañana.
Ursula Obersdörfer hizo una pausa, pero no era para despertar la curiosidad de su colega, sino porque estaba comiendo cuando la había llamado. Cornelia escuchó el crujido del pan al ser mordido, el ruido de la mandíbula de Ursula Obersdörfer al masticar deprisa y cómo tragaba precipitadamente.
– Perdona, chica, pensé que me ibas a preguntar de quién se trataba y que tendría tiempo de pegar un bocado. Estoy muerta de hambre.
Con la boca medio llena, la dicción de Obersdörfer era todavía más espesa. Cornelia le lanzó un cable.
– ¿Y quién es?
– Ullusoy.
Obersdörfer aprovechó el silencio sorprendido de Cornelia para tragar el resto del bocado.
– ¿Otra vez?
– Sí, y esta vez le puede caer una gorda si el herido en la pelea muere.
Ursula Obersdörfer le refirió el asunto. Hacía dos días, en una pelea callejera entre bandas juveniles en la Zeil, cerca de la entrada de metro de la Konstabler Wache, uno de los involucrados había resultado herido, una cuchillada en el abdomen. Los clientes de un McDonald's próximo habían sido testigos de la trifulca, y gracias a sus informaciones habían detenido a Ullusoy.
Mehmet Ullusoy tenía diecisiete años y un extenso expediente policial. Cornelia lo había detenido tres veces en dos años. Cuando era todavía una novata en delincuencia juvenil y se dejó impresionar por un chavalín esmirriado de enormes ojos oscuros, que juró y perjuró que no había querido hacer daño a nadie, que lo único que quería era ir a la escuela como los otros chicos y que lo había hecho porque la maestra lo había puesto en evidencia delante de los demás. Por eso había salido de noche y había destrozado todas las ventanas del edificio a pedradas. Lo creyó, intercedió por él, a pesar de que otros compañeros intentaron convencerla de que no se implicara tan personalmente en esos asuntos. Mehmet fue su «proyecto». También después de la segunda detención por abrir varios autos para robar los equipos de música. Dejó de serio a la tercera, cuando los tatuajes que le cubrían unos brazos que empezaban a ganar volumen en un gimnasio contradijeron su mirada de cervatillo. También su forma de hablar había cambiado y ya se expresaba en el alemán que muchos jóvenes extranjeros han elegido como signo de identidad, una pronunciación gutural y una sintaxis simple interrumpida constantemente por los «¿sabes?» y con la palabra «mierda» adjetivando cualquier nombre, sobre todo en este caso el de los miembros del grupo rival.
Chicos como Mehmet Ullusoy habían sido la causa por la que Cornelia prefirió trabajar en homicidios. En los casos de asesinatos no hay decepciones; se espera lo peor y eso es lo que se encuentra.
– ¿Por qué crees que te puedo ayudar en este asunto?
– Ha preguntado por ti. Para cualquier otro se ha cerrado en banda.
– ¿No le habéis dicho que ya no trabajo en ese departamento? ¿No lo sabía? Eso es que hace tiempo que no lo pillabais.
– Se habrá vuelto más hábil escurriendo el bulto. De todos modos, este chaval tiene todos los números para pasar a ser cliente vuestro dentro de poco. ¿Nos echas una mano?
– Tengo poco tiempo. Después de la comida me reúno con mi gente y después tengo que pasar el informe al jefe.
– ¿Sigue Ockenfeld? -Sí.
– ¿Y eso no te mueve a volver al lugar de tus inicios?
– ¡No digas burradas! En diez minutos estoy ahí. ¿Dónde lo tenéis?
– Donde siempre. También está su madre y el intérprete. Te esperan.
– ¿Tan segura estabas de que lo haría?
– No del todo, pero tenía la esperanza de que no me dejarías en la estacada. Te envío por correo electrónico los informes para que tengas todos los datos.
Cornelia colgó. El correo llegó al momento, leyó rápidamente los informes y se dirigió al ala del edificio donde se encontraban los de delincuencia juvenil. Mientras recorría los largos pasillos de la
Jefatura, pensó que iba a verse de nuevo frente a frente con quien consideraba un fracaso en su carrera profesional.
Delante de la puerta de la sala de interrogatorios la esperaba Ursula Obersdörfer. Hacía mucho que no la veía. Había engordado, le pareció. Se abrazaron.
– ¿Qué? ¿No me dices nada?
– ¿Qué quieres que te diga?
– Podrías felicitarme, estoy de cinco meses.
Cornelia se separó de ella como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
– Felicidades -tartamudeó mientras fijaba la vista en el vientre abombado de su colega, que la observaba visiblemente divertida por el efecto que había causado-. ¿Cómo te sientes?
– De maravilla. Hacía tiempo que lo buscábamos, y por fin pasó. Más vale tarde que nunca.
– Pero, Uschi, ¿un primer niño pasados los cuarenta no es peligroso?
– Peligroso es el personajillo que tenemos ahí dentro -le abrió la puerta procurando que los que estaban en el interior no pudieran verla-. Suerte.
Cuando entró en la habitación, se alegró al ver a Alphan Yilmaz, el intérprete turco, que se levantó para saludarla. Había trabajado con él en varias ocasiones y conocía bien las reglas del juego. El intérprete era para la madre. Solía ser así con menores hijos de emigrantes. La madre se había puesto también en pie en cuanto la vio entrar. De la cara, enmarcada por un pañuelo oscuro, sobresalían dos ojos asustados. La saludó y ella respondió al saludo en alemán, sin perder de vista al intérprete. Les indicó que podían sentarse y se situó al otro lado de la mesa. Mehmet Ullusoy no se había movido, ni siquiera había alzado la vista. Cornelia ocupó una silla frente a los otros tres. Mehmet a la izquierda, su madre a la derecha, el traductor entre ambos.
– Señora Ullusoy, la hemos hecho venir porque su hijo está acusado de haber participado en la pelea de bandas el viernes por la noche cerca de la estación de metro de la Konstablerwache.
La cara de la mujer no cambió al escuchar estas palabras. No era la primera vez que pasaba por esto. Para todos los que trabajaban en el departamento de delincuencia juvenil, ésta era una historia que se repetía; en otras ocasiones se representaba con otros elencos, pero con los mismos personajes: el policía, el intérprete, el padre o la madre del menor de edad detenido. Cambiaba el idioma, aunque con mayor frecuencia la agencia de intérpretes les tenía que enviar a alguien que hablara turco o alguna de las lenguas de la desintegrada Yugoslavia, también francés, para los africanos, pero en estos últimos casos, solían ser adultos, exiliados económicos, que habían cruzado dos continentes para acabar en un refugio o en una celda en Francfort.
Pero ahora se trataba de un joven turco, cuya historia en poco se diferenciaba de tantas otras. La familia vivía al norte de la ciudad, en el barrio de Bonames, en el infame Ben-Gurion Ring, en un barrio de «canacos». Los hijos, educados en un medio herméticamente turco, tuvieron su primer contacto con el alemán en la escuela, donde ya a los seis años quedaron clasificados como marginales. A duras penas comprendían lo que pasaba en la clase y el sistema escolar inflexible los relegó a la categoría de «retrasados». Una vez terminada la enseñanza obligatoria, más por edad que por haber aprendido algo, volvían a la calle, se cerraban las puertas a sus espaldas y empezaban las escaramuzas en el metro. Se convertían en las sombras siniestras con cazadoras de cuero negro que rondan día y noche por las zonas peatonales. Cuando entró en la policía, a Cornelia la conmovieron estas historias; por su condición de medio extranjera se sintió llamada a implicarse en ellas y sufrió la impotencia de no poder hacer nada por esos muchachos. Tras la primera detención, había devuelto en persona a Mehmet a casa. Durante el trayecto, él se había comportado como lo que era, un niño, así que, antes de que hubieran llegado a recorrer quinientos metros, ya le estaba pidiendo que pusiera la luz azul. Cornelia querría haberse negado, como si, a pesar de la ingenuidad de principiante, ya intuyera que esa entrada triunfal en el barrio, con las cabezas volviéndose a su paso y gente asomándose a los balcones en el bloque en que vivían los Ullusoy, no era un juego inocente, sino el bautismo de su carrera delincuente. El alivio al ver a la madre abrazando al niño le impidió ver los signos que lo anunciaban. Mehmet no regresaba achicado o compungido, sino que volvía victorioso, en coche policial, con sirena, servicio puerta a puerta. El chófer, una joven policía rubia.
Cornelia aprendió rápidamente que sus códigos de lengua y de conducta no eran válidos en ese mundo. Que sus palabras y sus acciones se interpretaban de otro modo, y que era ella quien tenía que aprender a leerlos para no cometer más errores. Y también tuvo que reconocer que el ser medio extranjera no le garantizaba, como había supuesto, poder entender a estos muchachos. Eran otros extranjeros. Aunque no le gustara admitirlo, eran más extranjeros que ella. Pronto, muy pronto, había pasado de la compasión a la rutina y de la rutina al hastío que sólo podía esconder tras su profesionalidad.
Conocía a la señora Ullusoy de los mismos interrogatorios que a su hijo. Esta vez le costó disimular la irritación que le produjo escuchar las palabras de la mujer, entre lágrimas, en un precario alemán. Unas palabras que ya había escuchado hacía años, también acompañadas de fotografías que lo mostraban de niño posando inocente con un juguete o vistiendo ropas tradicionales.
– Mehmet, bueno. Mehmet es buen hijo, pero malos amigos.
Su hijo torcía el gesto despectivamente, mientras la madre, agotados sus recursos lingüísticos en alemán, pasaba al turco secundada por el intérprete, que se enderezó en la silla en cuanto tuvo que empezar a traducir. Si Cornelia hubiera podido expresar abiertamente lo que pensaba, le hubiera dicho a Alphan Yilmaz que lo dejara, que no era necesario que tradujera, que ya se imaginaba lo que decía la señora Ullusoy.
El canto plañidero de la madre fue interrumpido de golpe por la voz gutural de Mehmet, que se dirigió a Cornelia desde detrás de la mesa que los separaba.
– ¿Por qué ya no trabajas aquí?
El tuteo no la sorprendió, era lo habitual en la jerga de las bandas. Siempre tutear a los policías, a los jueces de menores, a los funcionarios de los correccionales. No se molestó en contestar a la pregunta de Mehmet.
– ¿Sabe usted porque se encuentra aquí, señor Ullusoy?
– ¿Por qué ya no trabajas aquí?
Mehmet repitió la pregunta, pero al tono de reproche de la primera vez se había sumado una agresividad que puso a Cornelia en guardia. Si acaso los ojitos húmedos de bambi hubieran podido enternecerla, esa voz forzadamente grave la ponía de nuevo en su lugar. Repitió también su pregunta, sin concesiones. Mehmet la miró como si esperara todavía algo de ella, un gesto amistoso, un movimiento de aproximación, pero ella permanecía con las manos sobre la mesa, la espalda apoyada contra el respaldo de la silla mirándolo inexpresiva. Mehmet pareció dudar. Cornelia temió que ya no quisiera hablar con ella. El joven turco suspiró con manifiesto fastidio y le dijo cansinamente:
– Dicen que me vieron en la Zeil en una pelea y que le pegué una puñalada a un yugo de mierda.
– ¿Lo dicen? ¿Quiénes?
– Tu colega, la preñada.
– ¿Y usted qué dice?
– Que es todo mentira. Lo que pasa es que les jode que haga tanto tiempo que no me pueden cargar nada. Así que algún imbécil dice que vio a un turco y parece que me tocaba a mí esta vez.
– Si es así, seguro que no será un problema decirme dónde estaba el viernes por la noche.
– En casa. Pregunta a mi madre.
Mehmet la señaló y la madre reaccionó como si le hubieran dado la entrada. Empezó a hablar en turco, pero sin mirar al intérprete, dirigiéndose a Cornelia. La comisaria se preguntó si no se había vuelto demasiado cínica con los años, porque su primer pensamiento fue que también las madres de los delincuentes aprenden de su experiencia con la policía. Antes la señora Ullusoy le habría contado todo al intérprete, lo habría buscado como interlocutor para que él fuera quien hablara con la policía. Ahora se dirigía a ella y hacía pausas de vez en cuando para que Alphan Yilmaz tradujera sus palabras.
Nada de lo que le dijo Yilmaz sorprendió a la comisaria. La madre aseguraba que Mehmet había pasado todo el viernes en casa y lo confirmó ante la observación escéptica de Cornelia de si le parecía normal que un chaval de diecisiete años pasara la noche del viernes en casa con su mamá. Constató que el tono burlón que había dado a sus palabras, molestaba a Mehmet, que le lanzó una mirada huraña, así que se dirigió de nuevo a él.
– Es realmente una vergüenza que la policía se haya atrevido a sospechar de esta criatura angelical, un hijo modélico que prefiere pasar los fines de semana acompañando a su madre en lugar de salir con sus amigos, ir a la discoteca, quedar con chicas. Un verdadero ejemplo para toda la juventud.
Se detuvo fijando la mirada en la sonrisa que forzaba Mehmet estirando los músculos faciales mientras los ojos expresaban un desconcierto creciente. Prosiguió sin cambiar de tono.
– Lástima que este dechado de amor filial tenga un doble empeñado en hacerse filmar por todas las cámaras de vídeo de la Konstabler Wache. Y aún más lamentable es que ese doble tuviera la mala idea de aparecer como protagonista de la película del viernes por la noche.
Estaba mintiendo. Según la información que Obersdörfer le había enviado, la identificación era incierta ya que la cara quedaba semioculta por la capucha del jersey. Pero eso Mehmet no podía saberlo. De hecho, no lo sabía, y picó.
– ¿Y qué? ¿Está prohibido pasear por la zona peatonal?
– No, pero sí mentir a la policía. Eso va también por usted, señora Ullusoy.
Madre e hijo empezaron a discutir vivamente. Hablaban en turco como si no fueran conscientes de que el intérprete estaba justo a su lado. Alphan Yilmaz hizo un gesto a Cornelia preguntándole si quería traducción. Ella negó con la cabeza. No esperó a que terminara la disputa familiar.
– ¿Preparando una nueva versión?
Ambos se volvieron hacia ella.
– Eso lo pueden hacer después, cuando me haya ido. Ahora, señor Ullusoy, tenemos que seguir nuestra amena conversación. Pongamos que usted estaba inocentemente paseando por la Zeil el viernes por la noche en compañía de un grupo de amigos, todos honrados ciudadanos como usted. ¿Por qué, entonces, varios testigos aseguran haberlos visto envueltos en una pelea violenta con otro grupo de jóvenes, kosovares para más señas, que acabó con varios heridos, uno de ellos muy grave? ¿Y por qué se empeñan en identificarlo a usted como la persona que empuñó el cuchillo y atacó a Miroslav Rimag?
– Hay gente que me la tiene jurada.
– ¿También la gente que estaba casualmente comiendo una hamburguesa en el McDonald's?
– ¿Los que dicen que me han visto no serán casualmente yugos? Porque si es así, no me extraña. Siempre le echan la culpa a algún turco, y ahora me tocaba a mí. ¿Sabes cuál es el problema, comisaria? Que esos yugos no respetan nada. Llegan aquí y creen que pueden ocupar lo que les pertenece a otros. La Zeil es nuestra, llevamos años ahí, pero esos chulos no quieren acatar las reglas.
Cornelia sabía bien que tenía que dejarlo hablar y no hacer ningún comentario a pesar de que de buena gana se hubiera echado a reír del discurso de Mehmet, que sonaba casi como el de muchos alemanes cuando llegaron los emigrantes. Alentado por su silencio, él continuó.
– Llegan aquí y se creen qué sé yo porque en su país eran los reyes del mambo, y no quieren entender que aquí no valen ni media mierda. Aquí estamos nosotros, que nos lo hemos currado durante años. Y esos yugos catetos, que apenas hablan alemán…
Mehmet empezó a reír como si acabara de acordarse de un chiste.
– ¿Qué es tan gracioso?
– ¡Es que son tan burros! -El chico podía continuar a duras penas, la risa cortaba sus palabras-. Se creen tan listos, y sin embargo sólo son una panda de analfabetos. Ahora quieren entrar en el negocio de la protección de locales, ya sabes, anónimos, amenazas a los dueños de los restaurantes.
Cornelia tuvo que fingir que cambiaba de posición en la silla para disimular el salto que había dado en su interior. Procuró que su expresión no delatara un interés que pusiera en guardia a Mehmet, pero éste se encontraba por completo enfrascado en su relato.
– ¡Son tan inútiles! No saben escribir tres palabras seguidas y quieren dedicarse a asustar al personal con cartitas. Seguro que alguno hasta las habrá firmado. Aunque son tan cortos que no creo que sepan escribir sus nombres…
– ¿Son esos a los que se refiere los mismos con quienes tuvo lugar la pelea del viernes por la noche?
La risa de Mehmet se cortó en seco. En la habitación sólo se oía el bisbiseo del intérprete que durante todo ese tiempo había traducido al turco para la señora Ullusoy. También éste llegó a su fin. Mehmet miró a la comisaria aviesamente.
– ¡Qué sé yo!
Mentía y no se molestaba en esconderlo.
– Mira, comisaria, para mí todos los yugos son iguales. Y ahora, si hay uno, un Miroslav, que la palma, pues mejor. Por mí podría palmarla cada día uno. ¿Sabes que te digo? Que yo no fui, pero bien pensado, ojalá lo hubiera sido…
Mehmet no pudo terminar su bravata, la madre se movió bruscamente, dando un salto de gran violencia, el brazo derecho de la señora Ullusoy pasó por delante de la cara del traductor para darle una tremenda bofetada a su hijo.
– ¡Calla, desgraciado!
La madre dio otra bofetada a su hijo sin que éste hiciera nada por esquivarla. Por lo visto la señora Ullusoy entendía más alemán de lo que les hacía creer. Alphan Yilmaz interpuso su cuerpo para separarlos. Cornelia se levantó también para sujetar a la madre, que se había levantado para seguir golpeando a Mehmet.
– Señor Yilmaz, es mejor que abandone la sala. También usted, señora Ullusoy.
Yilmaz se lo repitió a la madre en turco mientras Cornelia tomaba a la madre de los hombros y se dirigía con ella también a la salida. La mujer no opuso resistencia, se dejaba llevar con mansedumbre.
El interrogatorio había terminado. Ursula Obersdörfer había observado toda la escena desde la habitación contigua. Entró justo cuando Yilmaz abría la puerta. Un agente en uniforme la acompañaba.
– Siéntese, Ullusoy -ordenó Obersdörfer al ver que Mehmet también se había levantado. Éste obedeció.
Cornelia se volvió. Mehmet le dirigía una mirada suplicante.
– Comisaria Weber, no me deje así. Usted me conoce hace muchos años.
Un último intento desesperado. Cornelia no cayó, aunque durante un segundo la conmovió la imagen del pequeño Mehmet que había conocido, flaquito, un poco cabezón. Pero no. Ese chico quizás había asestado una puñalada a otro sólo porque era un «yugo de mierda» y con ella había matado definitivamente al otro Mehmet. Borraría de su mente las dudas, si las hubiera, si las pudiera haber.
Las tres mujeres salieron de la sala de interrogatorios y dejaron a Mehmet sentado a la mesa vigilado desde la puerta por el agente. La señora Ullusoy se sentó en un banquito delante de la sala de interrogatorios donde ya se encontraba el intérprete.
Cornelia se acercó al oído de Ursula Obersdörfer.
– Como ves, el racismo no es racista. No hace distinciones.
– ¿Por qué iban a ser los extranjeros mejores que nosotros?
– ¿Dónde está ingresado Rimas?
– En la Clínica Universitaria. Pero no te molestes en ir allí, está en un coma inducido y lo tendrán así por lo menos una semana si no se les muere antes. Tengo a tres compañeros trabajando en el asunto, están detrás de los compinches de Ullusoy y los de Rima«;.
– ¿Podrías pasarnos la información? Si lo que ha dicho Ullusoy es cierto, podría ser la clave del caso que estoy llevando.
– Pues claro. ¿Con quién lo llevas?
– Como siempre, con Fischer y un par de compañeros más.
– ¿Fischer? ¿Cómo está? Oí que tuvo un patinazo fuerte.
– Los de asuntos internos ya lo aclararon y lo exculparon. Fue un bloqueo temporal.
– ¿Qué le pasa?
– No lo sé, está muy reservado, pero sospecho que tiene problemas con su mujer. Me temo que se estén separando.
– ¿Reiner Fischer se separa de su mujer? ¡No puedo creerlo! Lo siento de veras.
Alphan Yilmaz se levantó del banquito y se acercó a ellas. En el pasillo iluminado por la luz de los fluorescentes se veía envejecido, el pelo entrecano, las arrugas profundas en las comisuras de los labios y alrededor de los ojos, las cejas grises. Se le notaban en las manos las ganas de fumarse un cigarrillo.
– Cada día me cuesta más.
– Puedo entenderlo, señor Yilmaz.
– A veces a mí también me dan ganas de darles un par de bofetadas.
– Le costaría el trabajo.
– Me costaría mucho más. Significaría que tiro la toalla, que no creo que sea posible hacer nada.
Cornelia le puso una mano compasiva sobre el hombro y con un gesto dio a entender a su colega que tenía prisa. Dejó al agotado Yilmaz hablando con Obersdörfer. En cuanto estuvo lo bastante lejos, llamó a Fischer.
– Reiner, creo que tenemos por fin una pista sobre los autores de los anónimos que recibió Soto.
Le refirió el interrogatorio de Mehmet Ullusoy, también el deprimente incidente final.
– ¡Vaya golpe de suerte!
– Cierto. A veces me pregunto si llegaríamos a resolver algún caso sin la intervención de la casualidad.
– Bueno, algo hacemos también -matizó Fischer.
– Tienes razón, no es sólo cuestión de suerte, sino de tesón. La ubicuidad se consigue moviéndose. -¿Qué?
– Nada. Que hay que trabajar. ¿Qué os han dicho en el Westend sobre ese grupo de jóvenes que amenazaron a clientes de restaurantes?
– Más bien poco. Parece que durante un tiempo hubo algunos incidentes, pero se cortaron de golpe sin que hubiera una causa evidente. Terminaron tan súbitamente como habían empezado
– Averigua lo que puedas del entorno del herido, Miroslav Rimaç. No sé si es el cabecilla o uno más de una banda de extorsionistas. Si es cierto lo que dice Ullusoy, son principiantes. Los de delincuencia juvenil nos van a pasar lo que tienen. Ursula Obersdörfer nos pondrá en contacto con los compañeros que llevan el caso. Por cierto, está embarazada de cinco meses.
El «qué bien, me alegro» de Fischer sonó tan amargo que Cornelia se hubiera dado de bofetadas por su falta de tacto al mencionar algo que ponía en evidencia la triste situación familiar de su compañero. Cambió de tema:
– Localiza a Müller y dile que se ponga de nuevo en contacto con los dueños de los restaurantes de la zona por si ahora que sabemos quiénes pueden ser los autores de los anónimos están más dispuestos a hablar.
– Está bien. Como voy a comer con él, ya se lo digo.
– ¿Comemos los tres juntos?
– No creo. Tienes visita en el despacho.
– ¿Quién?
– Ya verás.
Reiner colgó. Cornelia aún llegó a escuchar cómo se dirigía a la persona que la estaba esperando para decirle que estaba en camino.
El interrogatorio la había dejado sedienta. Paró un momento al lado de uno de los expendedores de bebidas que jalonaban los pasillos, sacó un botellín de agua mineral y se sentó en un banquito al lado de la máquina. Necesitaba dos minutos. Tenían por fin una pista prometedora sobre los anónimos. A pesar del sabor amargo que le había dejado el interrogatorio, a pesar de un pinchazo de celos causado por el tono en que Fischer le había dicho que iban a comer sin ella, a pesar incluso de su mala conciencia, notaba que una sensación de euforia empezaba a crecer en su interior. Por fin parecía que algo se movía en el caso Soto.
Terminó la botella casi de un solo trago, se dio unos golpecitos en los muslos con las palmas de las manos felicitándose por la feliz circunstancia de haberse prestado a ayudar a Obersdörfer. Se levantó, lanzó con un gancho la botella a una papelera cercana y, después de cerciorarse de que nadie la veía, se dirigió a su despacho haciendo gestos de baloncestista de la NBA después de meter tres puntos en pos de la visita misteriosa que la esperaba en el despacho.