173020.fb2 Entre Dos Aguas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 30

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LOS VISTANTES

Subió un breve tramo de escaleras hasta llegar al largo pasillo en el que se encontraba su despacho. Al oír sus pasos, dos cabezas curiosas asomaron desde el interior de sendos despachos. Una era la del subcomisario Steinmetz, ocupante de una de la habitaciones contiguas a la suya; la otra, de Grommet, el más veterano del departamento. Ambas desaparecieron al verse descubiertas. Oyó unas voces que intentaban hablar en susurros. De otros dos despachos salieron tres cabezas más y desaparecieron al verla, como las de los niños que, jugando al escondite, se asoman para saber si viene el perseguidor y se lo encuentran de bruces.

Ralentizó el paso extrañada ante ese aire de conjura que llenaba el pasillo. Por un momento se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que fuera su cumpleaños. ¡Qué estupidez! Si existía una fecha que no olvidaba era la de su propio cumpleaños. Por un momento esperó que esa expectación se debiera a que Jan hubiera regresado por sorpresa y la estuviera esperando en su despacho. Imposible. Imposible, se repitió, todavía especulando con la posibilidad de encontrarlo allí. De un despacho le llegaron unas voces ahogadas y notó a su espalda la inconfundible sensación de ser observada. Se volvió y tuvo tiempo de vislumbrar el cráneo rapado de Juncker. No quería demorar más en averiguar quién era el misterioso visitante que tanta expectación había causado entre sus compañeros.

– ¡Mamá!

Celsa Tejedor estaba sentada a la mesa de Cornelia. Le habían servido un café y un botellín de agua. Incluso un vaso de cristal le habían puesto. Alguien tenía que haber buscado en el fondo de algún armario para dar con él. Ya no recordaba la última vez en que había visto un vaso que no fuera de plástico o de cartón en las oficinas.

– Hola, hija.

– ¿Qué haces aquí?

En los casi dieciséis años que llevaba de servicio no había recibido nunca una visita de su madre. En realidad, ningún policía había recibido nunca una visita de sus padres. Quizás eso explicara que ahora sus compañeros se estuvieran comportando como colegiales.

– Hija, ¿no te alegras de verme? -Celsa Tejedor sonó ligeramente ofendida.

– Pues claro.

Cornelia no sabía dónde sentarse: ocupar su posición al otro lado de la mesa sería demasiado formal, así que se decidió por tomar otra silla y sentarse frente a su madre, aunque esto supusiera perder la distancia profesional que una voz interior le decía que iba a necesitar.

– ¿Qué te trae por aquí?

Intentaba sonar distendida, aunque le costaba no pensar en sus compañeros pululando muertos de curiosidad por los pasillos. Tenía, además, hambre y en una media hora se quería reunir con sus dos colegas para hacer un balance de los casos. Pero su madre estaba allí; era algo tan excepcional que merecía toda su atención.

– Ya te lo puedes imaginar. Lo del pobre Marcelino.

Miró a su madre sin acabar de comprender.

– Es que no me lo puedo quitar de la cabeza. Y como hoy tenía que venir a Francfort para que me viera el doctor, pensé que quizás podría pasar a verte.

Cornelia intentó desviar la conversación en dirección al tema de la salud de su madre, algo normalmente fácil dado que era uno de sus temas preferidos.

– ¿Qué te ha dicho el médico?

Esta vez la apelación a la salud fracasó.

– Lo de siempre -dijo Celsa Tejedor con desgana-, la tensión, que controle la sal en las comidas. Ya sabes. Pero creo que lo que me está poniendo enferma es que me paso el día pensando cómo es posible que haya gente tan mala.

Cornelia se levantó para cerrar la puerta del despacho, que había quedado entreabierta. Como imaginaba, en las cercanías rondaban un par de colegas al acecho de alguna palabra. No habían oído sus pasos y quedaron paralizados al encontrarse con su mirada admonitoria, como liebres ante los faros del automóvil que las va a atropellar.

– ¡Estos chafarderos! -dijo dirigiéndose a su madre.

– Son buenos chicos. El grandullón con el que te vi en el entierro, Fischer, incluso ha venido a recogerme a la recepción. Me ha acompañado, me ha presentado a otros colegas tuyos, muy amables también. Y después ha venido uno más jovencito, rubio, que me ha puesto un café y todo. Se ven buenos mozos los dos, la verdad.

Celsa lo decía mientras esperaba que su hija volviera a sentarse. Cornelia notaba su tensión, la voz temblorosa y unas ojeras profundas que atestiguaban lo que decía. Parecía a punto de echarse a llorar. Pensó que con seguridad se arrepentiría, que no era correcto lo que iba a hacer, pero era su madre, que le suplicaba, aunque indirectamente, que le dijera algo, que le diera alguna información y con ella la promesa de devolver un poco de orden en su vida con la perspectiva de la detención del asesino de Marcelino Soto. Cornelia empezaba a sentir la euforia de tener por fin una dirección clara que seguir con los anónimos. Quizá fuera esa ligera embriaguez de éxito ya visible, o la sensación de poder que proporciona mitigar la angustia ajena, el caso es que, ya con la seguridad de la puerta cerrada entre ella y la curiosidad de los colegas, le contó a su madre la aparición de los anónimos.

– ¡Qué horror, hija! ¡Qué tiempos!

Cornelia le explicó que sus pesquisas habían sido infructuosas hasta el momento. Su madre acompañó la explicación con algunas palabras de aliento, como si quisiera además animarla a seguir contando. Expectante, pendiente del final de la historia.

La comisaria culminó su relato con el reciente interrogatorio de Mehmet Ullusoy y la información sobre la banda de yugoslavos. La reacción de su madre en ese punto no fue la felicitación que había esperado. Celsa Tejedor pareció súbitamente aliviada de una enorme carga. Se llevó la mano al pecho y exhaló un suspiro profundo, como si hubiera tenido miedo de lo que pudiera escuchar en boca de su hija. El alivio dejó de inmediato paso a la alegría y a la euforia.

– ¡Ya sabía yo que no podía haber sido ningún español!

Cornelia quedó tan sorprendida del tono de triunfo con que su madre pronunció estas palabras que no pudo reaccionar más que con un balbuceo que pretendía ser una pregunta. Pero Celsa Tejedor no podía ni ver ni oír a su hija, estaba demasiado enfrascada en su satisfacción y las palabras brotaban de ella como un torrente.

– Así nos tenemos que ver los emigrantes de verdad, los que vinimos como gente honrada a ganarnos la vida y no como toda esta gente que viene ahora que no se sabe qué busca aquí. Porque ahora ya no existe verdadera emigración. Nosotros sí éramos emigrantes de verdad, pero ahora a saber qué quiere toda esta gente. Yo no soy racista, pero con toda esa gente que viene no sé adonde vamos a ir a parar. Aquí ya no caben más, y toda esa delincuencia que se traen, que vas por la calle y sólo oyes lenguas raras y ves esos grupos de turcos y moros. O los polacos, que ya no hay casa segura desde que vinieron. Pero lo peor son los yugoslavos…

Cornelia, atónita, no atinaba a encontrar palabras para interrumpirla. El teléfono la sacó de esa parálisis. Se levantó de un salto, temiendo que dejara de sonar y la dejase de nuevo a solas con su madre. Celsa Tejedor, privada de su interlocutora, tomaba complacida un sorbo de café.

Cornelia se alegró al escuchar la voz de Müller.

– Comisaria, disculpe, se me olvidó preguntarle si venía con nosotros a comer.

– No se preocupe, Müller, la desmemoria puede adoptar formas peores. Le agradezco la llamada, pero no será posible.

Celsa Tejedor seguía concentrada en su café y no parecía sentirse aludida por la pulla indirecta que había aliviado tanto a su hija.

Aunque Müller ya había colgado, Cornelia siguió al aparato, dio la espalda a su madre porque le inquietaba que pudiera notar el engaño y empezó a asentir a un interlocutor fantasma.

– Sí… Muy bien… En cinco minutos… Hasta ahora…

Colgó el auricular y se volvió.

– Mamá, tengo una reunión.

Celsa Tejedor se levantó con presteza y le indicó con un gesto que se hacía cargo. Abandonaron el despacho haciendo suficiente ruido como para que sus compañeros pudieran esta vez disimular la curiosidad. Cornelia acompañó a su madre hasta la salida del edificio.

– ¿Te pido un taxi?

– No hace falta. Voy a pasar por casa de la Reme, que vive cerquita, y después vuelvo a casa en metro.

– Mamá, sólo una cosa te pido. De lo que te he contado, ni una palabra a nadie. Estamos en plena investigación y una indiscreción podría costarme cara.

Celsa Tejedor compuso un gesto ofendido ante la petición de su hija. ¿Cómo podía poner en duda su silencio?, venía a decir. Aún repitió algún comentario sobre la alegría que le había dado, después le dio dos rápidos besos y se marchó.

Desde detrás de las puertas de cristal, la vio alejarse por la rampa de salida. La mujer que ahora abandonaba la Jefatura de Policía era otra. No era la Celsa compungida que había encontrado en su despacho; era una mujer aliviada, eufórica. Cornelia la seguía con la vista. Su madre se acercaba ya al semáforo. Como si hubiera sentido la mirada de su hija, se volvió mientras oprimía con fuerza el botón para peatones. Agitó la otra mano en un gesto vivaz de despedida. Automáticamente, Cornelia lo imitó. El semáforo cambio de color y Celsa Tejedor cruzó a toda prisa los cuatro carriles. La fase verde dura muy poco en esas calles concebidas para coches. Celsa lo sabía; Cornelia, también, pero aun así esa premura despertaba en ella una vaga sensación de desasosiego.

Regresó a su despacho. Tenía que prepararse para la reunión con Fischer y Müller y no le quedaba mucho tiempo. Al día siguiente iría a ver a Ockenfeld, pero antes quería estudiar bien la estrategia con sus colegas.

Los minutos pasaban mientras ella hojeaba los informes, los apuntes, los gráficos. No llevaban ni una semana con el caso Soto y ya habían producido cantidades ingentes de papel. Se obligó a pasar a limpio sus notas del interrogatorio de Ullusoy. No conseguía deshacerse del malestar ocasionado por la visita de su madre. Le había dejado una desazón que oscilaba entre la indignación ante su desmemoria selectiva, como si hubiera olvidado lo que significaba tener que abandonar el propio país para buscarse la vida, y la rabia de no haber podido decirle nada al respecto. Pero la certeza de saberse cerca de una solución le ayudó a recuperar el ánimo y amortiguó su enfado. En pocos minutos pudo añadir su informe al resto de los documentos. Con todos ellos bajo el brazo se dirigió a la sala de reuniones. Suponía que Reiner y Müller ya la esperaban allí.

Abrió la puerta de la pequeña sala de reuniones y se encontró con los ojos alarmados de Reiner Fischer. En cuanto entró en la habitación y pudo observar el grupo al completo, entendió por qué. Había uno de más. Matthias Ockenfeld. Estaba de pie en el lugar que debía ocupar ella. No lo esperaba. Habían concertado el martes para que ella le entregara el balance de su trabajo y había contado con prepararlo y estructurarlo después de la reunión.

– ¡Ah! ¡Comisaria Weber! Por fin estamos todos. Disculpe que me haya tomado la libertad de introducirme en su grupo, pero dado que sus llamadas escasean y que un encuentro fortuito con el subcomisario Fischer me permitió saber de su reunión, he pensado que sería una buena forma de obtener información actualizada sobre los progresos en el caso sin esperar a mañana.

Cornelia no miró a Fischer para que su jefe no creyera que le hacía ningún reproche. Si Ockenfeld quería hacer quedar mal a Reiner tendría que esforzarse más.

– Además -Ockenfeld siguió con voz meliflua mientras dirigía una mirada a Müller, que se esforzaba por disimular su incomodidad-, de este modo he tenido la ocasión de conocer al nuevo colega que usted ha incorporado al departamento de homicidios.

Ockenfeld se sentó en la misma mesa en que ya estaban Fischer y Müller, pero manteniendo una estudiada distancia.

– Traten el tema como si yo no estuviera presente. No quiero estorbarles en su forma de trabajo habitual. Sólo si lo considero oportuno aportaré mi granito de arena.

«¡Pedante! -lo insultó mentalmente-. ¿Qué creerá que es esto, una representación teatral?» Venciendo la incomodidad de tenerlo como espectador, empezó la reunión saludando a sus colegas como si justo acabara de llegar. Intentó ignorar a su jefe. Olvidar su traje de marca, la cara pálida, las gafas con montura de pasta, que le daban un aire de intelectual tan impropio del lugar.

– Bien. En el caso Marcelino Soto, el forense ya nos ha confirmado que la muerte se produjo el martes por la noche y que el cadáver fue arrojado al agua el mismo día.

– ¿Tiene ya el informe? Pensaba que estaban en huelga de celo -se extrañó Ockenfeld.

– Lo están, pero son profesionales y éste es un caso de asesinato.

Ockenfeld masculló algo, pero ella lo ignoró.

– Probablemente Soto fue sorprendido por su asesino, que lo atacó por la espalda desde una posición superior, esto permite suponer que la víctima se encontraba sentada.

Mientras hablaba, fue pegando en un panel varios dibujos que mostraban figuras humanas esquemáticas que reproducían el modo en que había sido asesinado Soto.

– Por lo tanto -intervino Fischer-, es posible que conociera a quien lo mató y que el asesino lo atacara en una situación en la que la víctima se encontraba completamente confiada dándole la espalda. También cabe la posibilidad de que el asesino lo sorprendiera por completo y actuara con enorme rapidez, sin darle tiempo a reaccionar, a levantarse.

A Cornelia le complacía que el jefe viera el buen funcionamiento de su equipo. Confiaba en que Müller también venciera la cohibición que le producía la presencia de Ockenfeld y su comentario sobre su pertenencia al grupo y mostrara la iniciativa que había ido desarrollando desde que empezó a trabajar con ellos. Retomó la palabra:

– Por el momento tenemos dos líneas de investigación. La escena que presenciamos en el cementerio apunta a algún problema entre las asociaciones de emigrantes quizá lo suficientemente grave como para que se produjera un altercado durante el entierro de Soto.

– ¿Qué tipo de conflicto suponen?-preguntó Ockenfeld.

– Se podría tratar de una cuestión política, Soto fue muy activo en la lucha obrera.

– No podemos descartar que detrás se esconda un móvil económico si tenemos en cuenta la más que boyante situación económica de Soto.

Era Müller. Por fin.

– Exactamente. Una situación que resulta cuando menos llamativa teniendo en cuenta que Soto entró en Alemania con un visado turístico expedido para territorio francés, es decir sin permiso de trabajo y que empezó como trabajador en la Opel. De ahí a ser propietario de varios inmuebles hay un salto que deberíamos explicar.

– El milagro alemán también alcanzó a los emigrantes -arrojó Ockenfeld.

– Por lo que yo sé, y, créame, que sé de lo que hablo, rara vez -atajó Cornelia-. Pero aunque así fuera, vale la pena aclarar cómo Soto llegó a tener tanto dinero. Pasemos a la segunda línea, la más prometedora, las cartas de amenaza que encontró Julia Soto. Subcomisario Fischer.

– Las cartas de amenaza son claros intentos de extorsión. Escritos por un extranjero.

– Según nuestras últimas informaciones, los autores son un grupo de jóvenes originarios de la antigua Yugoslavia -apuntó Cornelia, y refirió el interrogatorio a Ullusoy-. El motivo de la extorsión es claro. Dinero, como siempre. Lo más probable es que a cambio de protección. Hasta ahora no se tenía constancia de que hubiera ninguna banda operando en esa zona, en el Westend. Sólo quejas a causa de molestias puntuales a clientes por parte de jóvenes, pero no se puede decir que se tratara de la acción de una banda.

– ¿Los anónimos no podrían referirse al otro restaurante, el Alhambra, el que se encuentra cerca de la Bolsa? Por allí pululan varios grupos mafiosos -apuntó Fischer.

– La hija de Soto los encontró junto con los papeles del Alhambra. Marcelino Soto era muy ordenado y escrupuloso -dijo Cornelia.

– Así que podría tratarse de una nueva banda.

– O de una de las ya existentes que ha elegido un nuevo territorio. Con la llegada de nuevos grupos del Este ha cambiado de una forma radical la fauna local.

Ockenfeld seguía la reunión con atención, pero se movía algo inquieto en su asiento.

– ¿Y qué hay del otro caso? -quiso saber.

– Enseguida -cortó Cornelia-, todo a su tiempo.

Con la cabeza hizo un gesto a Fischer y Müller para que continuaran. Concertaron cómo proceder en los próximos días; ante la impaciencia de Ockenfeld, repasaron los últimos datos sobre las finanzas de Soto y los resultados de todas las entrevistas que habían llevado a cabo esos días, especialmente con miembros de la colonia española. El resultado era casi siempre el mismo: manifestaciones de consternación, la repetida constatación de la bonhomía del muerto y el deseo de venganza sublimado en la detención del asesino.

– Y bien, respecto al caso Esmeralda Valero, tenemos ya algunas informaciones relevantes.

Ya había decidido qué es lo que no iba a saber de momento el jefe. No pensaba presentarle sus reservas respecto a la extraña actitud de Klein, preocupado en exceso por quitar importancia al asunto. No le iba a decir tampoco que el caso empezaba a interesarle precisamente por el comportamiento ambiguo del banquero. El hecho de que Esmeralda Valero trabajara en un prostíbulo podría ser mucho más delicado que el haberla tenido trabajando sin papeles. Su jefe lo apreciaría sin necesidad de que ella lo dijera de un modo explícito.

Resumió su entrevista con los Klein. Mientras hablaba, Müller la miraba de hito en hito. Se estaba dando cuenta de que la versión que recibía Ockenfeld no era la misma que habían escuchado ellos. Pero, no podía ser de otro modo, no dijo nada. Cornelia pasó después a su acción en el autobús 61, que contó pormenorizadamente. Cuando llegó al punto en que la conocida de Esmeralda les contó lo del prostíbulo, el jefe se movió inquietó. Ella lo ignoró, quería presentar su plan y, dado que temía que Ockenfeld quisiera detener toda investigación hasta haber valorado las consecuencias para Klein, no quiso dejar margen para la interrupción.

– El paso siguiente es, con toda lógica, rastrear los prostíbulos de la ciudad hasta que demos con ella.

Cornelia le dio a su jefe una copia de la foto de la muchacha.

– Está cortada -dijo Ockenfeld-. Parece que entre el pelo de la muchacha se ve asomar una mano.

– ¿De quién será esta manita? -preguntó Fischer en un tono que dejaba más que claro que sabía la respuesta.

En él siempre se podía confiar cuando se trataba de decir algo incómodo y, a ser posible, inapropiado. Le importaba bien poco la presencia de Ockenfeld y aún le importaba menos que éste se pudiera enojar por ese comentario, como fue el caso, aunque se contuvo. En Fischer no sólo el pelo era robusto e hirsuto, también lo era el ánimo. Aunque con seguridad no se le escapó la cara agria del jefe, siguió hablando.

– Por lo visto el señor Klein añora algo más que una mujer de la limpieza diligente.

Era lo que habían pensado todos, incluso Ockenfeld, pero sólo Fischer lo había formulado y esta vez el jefe ya no se frenó. Se levantó y se encaró con Fischer haciendo valer su posición.

– Subcomisario, en cinco minutos lo quiero ver en mi despacho.

Se dirigió hacia la puerta y después se despidió con un seco «Buenos días». Los tres permanecieron un par de segundos completamente inmóviles mirando hacia la puerta como si Ockenfeld estuviera espiándolos con la oreja detrás y pudiera volver a aparecer en cualquier momento. Fue Cornelia quien rompió el silencio.

– Bien, señores, el jefe está informado y, gracias a los sutiles comentarios del subcomisario, tan convencido de nuestro plan de acción que lo podemos dar por aprobado.

– Yo, la verdad…-No es necesario que te disculpes por nada. En realidad, no lo podrías haber hecho mejor. Así que ahora ve subiendo, cuando el jefe dice cinco minutos, son cinco minutos. Y después desaparecemos antes de que cambie de opinión.

Fischer se puso en movimiento con la morosidad de una locomotora vieja. Antes de abandonar la sala le dirigió una mirada suplicante.

– Sí, te esperaremos en el despacho.

La puerta iba a cerrarse detrás de él.

– ¿Reiner?

La cabeza asomó precedida por las puntas erizadas del pelo.

– Procura controlarte y mantener la boca cerradita.

El subcomisario hizo un gesto afirmativo con la cabeza mientras apretaba ostentativamente los labios.

Aunque en muchas ocasiones Fischer hiciera comentarios impertinentes o pareciera descortés, Cornelia admiraba en cierto modo esa capacidad de su compañero. Cuando se le ocurría algo, lo decía; cuando algo no le gustaba, lo decía también. Ella conjeturaba que eso se debía a que procedía de la región del Ruhr, de Bochum. El padre de Cornelia se había criado en la misma zona y era, como Fischer, a veces demasiado directo. Breve y directo. Su madre, en cambio, era prolija y a veces indescifrable. Cornelia se decía que en ella se había producido una mezcla. Era concisa como su padre, pero había heredado de la rama materna la manera indirecta de decir las cosas desagradables.

Ella y Müller aguardaron el regreso de Fischer en el despacho. Repasaron las direcciones de los burdeles y las rutas que iban a seguir en cada zona. Sólo quince minutos más tarde apareció Fischer. Había sido un breve rapapolvo. -¿Y?

– Nada particular. Respeto por un ciudadano notable de la ciudad, bla, bla, bla y etcétera. Pero ese perro feísimo de la Marx me tiene manía. Se ha puesto a ladrar como un loco nada más verme.

– ¿Qué le habrás hecho a Lukas?

– ¿Así se llama ese engendro?

– Infravaloras el poder de ese animal.

Fischer le dirigió una mirada de incredulidad, que Cornelia no llegó a ver porque estaba reordenando todos los papeles del caso Soto. Abrió después otra carpeta y les tendió unas hojas fotocopiadas con una lista de direcciones.

– Esto es lo que nos han pasado los compañeros. Hay veinticinco burdeles registrados en Francfort y somos tres. Cada uno de nosotros cubrirá los de una zona. Usted, Müller, el este. Fischer, el Westend y después a la zona de la Estación Central.

– Vaya, primero los de lujo y después el cutrerío de la estación -se lamentó Fischer.

– Yo iré a Sachsenhausen y seguiré después también en la zona de la estación. Dejaremos para el final la zona norte. Si no la encontramos en ninguno de éstos, tendremos que dedicarnos a los clandestinos, lo que puede ser problemático sin la ayuda del departamento antivicio.

– ¿Cuándo empezamos?

– Mañana. Nos vemos aquí a las ocho.

– ¿Y los yugos? -preguntó Fisher.

– Vamos a esperar lo que nos pasan los de delincuencia juvenil.

– ¿No deberíamos tener prioridad nosotros ya que investigamos un asesinato?

– Sobre el papel sí, Müller, pero es mejor no pisarles el terreno a los compañeros. Si no tienen pronto algo que nos sirva, ya tomaremos la iniciativa. Y, Reiner, no los llames los yugos. No es correcto.

Se despidieron. Cornelia pensó en quedarse unas horas más, pero estaba cansada. Tampoco podía hacer mucho más que esperar que Obersdörfer le pasara nueva información o que Rimag despertara del coma. Ojalá no muriera.

Una hora más tarde, iba de camino a su casa con una compra más compulsiva que meditada, cuando se encontró con Schneider, que había puesto bien alineados los contenedores de basura de la casa y se disponía a entrar en el piso que ocupaba en la planta baja con su mujer.

– Comisaria, va usted muy cargada, déjeme que la ayude.

La conversación de la mañana parecía borrada de su memoria. Sin esperar respuesta, le tomó todas las bolsas y, dejando la puerta de su casa abierta de par en par, inició un penoso ascenso hacia el piso de Cornelia, que se fue ralentizando de planta a planta. Ella, que sólo cargaba en el brazo un paquete de rollos de papel higiénico, que Schneider había ignorado pudorosamente, seguía siempre a dos escalones de distancia el paso del portero, bastante ágil hasta el primer piso, más pesado en el segundo y definitivamente lento en el tercero, donde las piernas ya empezaban a curvársele en forma de «o» y la respiración era más ruidosa. Se hizo a un lado sin soltar las bolsas para que ella pudiera abrir la puerta y, aunque Cornelia hizo el gesto de tomarlas para evitar que se le metiera en casa, Schneider lo ignoró y se dirigió sin vacilaciones, con la seguridad que le otorgaba conocer cada una de las viviendas, hacia la derecha, donde se encontraba la cocina. Dejó las bolsas sobre una mesita y se volvió hacia la ventana, luchando todavía por recobrar el ritmo de la respiración.

– Aquí debe tener usted mucha luz natural. No se imagina qué diferencia entre la planta baja y los pisos altos. En invierno, en algunas habitaciones siempre tenemos luz eléctrica.

Cornelia no sabría explicar qué fue, si la imagen del señor y la señora Schneider en su piso de la planta baja, oscuro y frío, o un golpe de mala conciencia por sus repetidos desplantes que muy a su pesar se escuchó pronunciar.

– Acabo de comprar unos dulces, ¿no les apetecería tomar un cafetito?

– Hemos cenado ya. ¡Cómo se nota que tiene usted raíces del sur! A las ocho el café y la cena a las once.

No le quedaba claro si lo decía en tono admirativo o se trataba de un reproche, aunque, viniendo de Schneider, lo segundo era más probable. Alguien para quien el orden y la vida reglamentada eran más que artículos de fe con toda seguridad no toleraría un retraso o adelanto de los horarios de sus comidas de más de diez minutos; pero, por otro lado, una invitación como ésa no se podía dejar pasar sin más. Schneider pasó a la ofensiva:

– Nosotros a esta hora siempre tomamos una infusión de hierbas y miramos ¿Quieres ser millonario? Estoy seguro de que a mi esposa le hará mucha ilusión que nos acompañe un ratito.

Unos diez minutos más tarde, Cornelia bajaba al piso de los Schneider preguntándose incrédula cómo se había metido en esto. Había aprovechado el tiempo que el portero le había pedido para avisar a su esposa para buscar algo que llevar y decidió sacrificar una de las cajas de galletas Reglero que había comprado hacía unos días en un supermercado español, Comestibles López en la Münchener Straße, aun sabiendo que no les iban a gustar, que este tipo de dulces nunca gusta a los alemanes. Pero ya que hoy parecía que el mundo se empeñaba en verla como española, se iba a dar el gusto de observar cómo luchaban por engullir esa masa seca y dulce, cuyo consumo debería ser una prueba obligatoria para obtener el pasaporte español. Había dudado unos segundos sobre si llevar las galletas o los nevaditos, pero estos últimos estaban tan asociados a los inviernos de su infancia que no podía soportar ver cómo se les mudaba la cara a muchas personas cuando los probaban. Desde hacía muchos años, desde que en tiempos de la escuela había visto la reacción de sus compañeros, no había vuelto a ofrecerlos a nadie. Por lo visto, los sabores de algunos dulces se aprenden a apreciar en la infancia, después queda uno marcado culturalmente para siempre. A su madre, después de más de cuarenta años en Alemania, seguían sin gustarle los mismos dulces que a su padre. En Navidad los polvorones compartían la mesa con el pan de especias alemán, los turrones con los dados de chocolate y mazapán. Los padres, un año más, probaban de nuevo los dulces navideños del otro, era una especie de ceremonia que alguno de los dos dijera:

– Pues ya le voy cogiendo el gusto.

Para lanzarse acto seguido a lo suyo. Cornelia y su hermano Manuel ya sabían que les tocaría comerse la otra mitad del polvorón que su padre había mordisqueado o el resto del pedacito de Stollen que su madre había dejado en el plato.

Antes de tocar al timbre se despidió con la mirada de las galletas y se preparó para una sesión de televisión compartida, imaginando que, como todo el mundo, competirían y discutirían sobre las respuestas y la dificultad de las preguntas.

La señora Schneider, una mujer menuda, de unos sesenta años con el pelo teñido de rubio oscuro, le indicó dónde podía sentarse. Un breve cruce de miradas con su marido le dio a entender a Cornelia que le acababa de ofrecer el sillón donde se solía sentar el señor Schneider, pero los ojos de la mujer habían reflejado por unos segundos una fiereza admonitoria a la que su marido se tuvo que doblegar. Sobre una mesita baja humeaba una tetera. El señor Schneider se sentó al lado de su esposa en un sofá. El programa ya había empezado. El presentador coqueteaba con una concursante nerviosa. El señor Schneider dio a su esposa el paquete de galletas y ésta las depositó en la mesita al lado de la tetera, pero, precavida, no quitó el celofán que lo envolvía. Le llenaron una taza de infusión de hinojo. El concurso seguía adelante: «¿De qué flor se extrae la vainilla? a) Una orquídea; b) Una rosa; c) La flor del aloe; d) Un lirio». No bien el presentador hubo terminado de leer la pregunta, los ojos de los Schneider se dirigieron a la vez hacia Cornelia. No llevaba ni cinco minutos en la casa y ya se arrepentía de todo corazón de haber aceptado la invitación. Y no era la primera vez que esto le sucedía, se dijo con resentimiento; siempre le pasaba lo mismo, cuando trataba a Schneider, ese chafardero, servil y racista, como en su opinión se merecía, sentía después mala conciencia y hacía alguna concesión de la que después tenía que lamentarse. Y mientras una parte de su fantasía se regocijaba con Schneider atragantándose con el paquete entero de galletas Reglero y otra parte iba acumulando denominaciones peyorativas acerca del portero, que la controlaba con mirada expectante a la espera de una respuesta, acertada, sobre el origen de la vainilla, el resto de su cerebro buscaba esa respuesta. De pronto, una imagen se abrió paso como una iluminación, un tarrito de vainilla en polvo que tenía en casa; enfocó mejor la imagen y ésta ganó en nitidez, ahora podía ver una flor blanca que no era ni una rosa, ni un lirio, ni la flor del aloe.

– ¡Una orquídea! -dijo con firmeza.

– ¿Una orquídea? -dijo dubitativa la concursante sólo dos segundos después.

Como accionadas por un resorte, las cabezas de los Schneider cambiaron de dirección y se dirigieron hacia el aparato de televisión.

Para la concursante había 16.000 euros en juego. Para Cornelia, su estatus en la casa y el pundonor.

Günther Jauch, el presentador, las tuvo a ambas en vilo todavía unos minutos, pero la concursante se mantuvo firme y no se retractó. Tampoco Cornelia.

– ¡Exacto! Una orquídea.

Los Schneider aplaudieron al unísono y obsequiaron a Cornelia con otra taza de infusión de hinojo, mientras ella quitaba importancia a su acierto.

– Si algún día participo en el concurso, usted, comisaria, será uno de mis comodines al teléfono -dijo la señora Schneider.

– Puedes escoger tres. ¿A quién más erigirías? -quiso saber el señor Schneider.

– Otro sería el profesor Rink, del primer piso.

– ¿Y el tercero?

– Por supuesto, tú, Arnold. ¡Con todo lo que lees y sabes de historia!

La señora Schneider era, como siempre había pensado Cornelia, muy lista a pesar del marido que tenía.

El portero tuvo también su oportunidad de lucimiento con la siguiente pregunta. Un candidato más tarde Cornelia decidió que ya podía marcharse.

Miró el contestador automático. No tenía llamadas. Mejor. Habría sido realmente una ironía cruel que Jan hubiera llamado justamente mientras estaba en casa de los porteros viendo la tele. No se lo habría creído. Jan encontraba a Schneider incluso gracioso y no entendía por qué sus comentarios sacaban a Cornelia de quicio. Por eso podía imaginarse cómo se hubiera sorprendido de saber lo que había hecho. Quizás hubiera entendido hasta qué punto llegaba en ese momento su soledad y su frustración.

Buscó entonces el número de móvil que Jan había dejado sólo para un caso de extrema gravedad. De pie, apoyada en el quicio de la puerta del dormitorio, escribió a dos manos un SMS. «Déjate de tonterías. Si no estás de vuelta en una semana, no es necesario que regreses.» Lo envió. Se puso el pijama como una autómata, se cepilló los dientes con sus últimas fuerzas y cayó en la cama en un sueño profundo.