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LOS MIÉRCOLES, LEJÍA

Magdalena Ríos, Magda para sus amigas españolas, Maggi para sus conocidas alemanas, había muerto en uno de esos días en que parece imposible que pueda morir alguien, de tan hermosos que son. Era el primer día sin lluvia y el sol parecía pedir la revancha. El aire estaba limpio y el verde incipiente de los árboles brillaba movido sólo por una brisa suave.

Un cielo de un azul casi inverosímil había lanzado a la gente a la calle. Los bares y cafés habían sacado por primera vez en el año las sillas y las mesas de los almacenes para montar las terrazas, que se llenaron con el primer rayo de sol. Sólo los más desconfiados llevaban una chaqueta consigo, que les molestó durante todo el día y que tuvieron que transportar colgada del brazo. Con el sol Francfort se había convertido por unas horas en una ciudad del sur.

No era, pues, un día para morirse, y aun así Magdalena Ríos se había matado. Y lo había hecho llevando puesta una camiseta algo vieja, que en realidad era de una de sus hijas, con una imagen del gato Garfield devorando una lasaña. Debajo de la imagen de Garfield había alguna frase seguramente graciosa, pero no se podía leer, el vómito con que el estómago de Magdalena Ríos había reaccionado al trago de lejía se extendía desde los pies del gato hasta el principio de los pantalones de la muerta y cubría las letras. Ese vómito con que el estómago intentó deshacerse de la sosa abrasadora había sido en vano, no había conseguido salvarla y se había secado sobre la ropa formando una costra lechosa. Ese había sido el primer vómito. El segundo, un vómito hemorrágico, había dejado un charco de sangre y mucosas destruidas por la sosa empapando la alfombrilla del baño, resbalando por la cortina de la ducha y las paredes de la bañera.-Por lo menos este pastel será fácil de lavar -comentó uno de los agentes forenses mientras fotografiaba la escena.

Otro de los presentes soltó una risotada seca, algo desganada. La mirada censuradora de Cornelia Weber les quitó a ambos las ganas de seguir con la broma.

El olor de la lejía se había extendido por toda la casa. Cornelia lo respiraba con aprensión, sentía el efecto irritante en la nariz, pero se decía que por lo menos así no se percibía apenas el hedor de los vómitos.

Winfried Pfisterer examinaba el cadáver de Magdalena Ríos. Con las manos enguantadas, le levantó la cabeza. Los labios estaban abrasados por el álcali.

– No lo puedo asegurar al cien por cien, pero esta mujer ha muerto del colapso que le han producido los dolores. Cuando se ingiere álcali, se producen gases por la reacción con la grasa y estos gases producen eructos dolorosísimos. Junto con los vómitos, le habrán provocado un colapso cardiorrespiratorio.

Con un hilo de voz, Cornelia le preguntó:

– ¿Fue rápido entonces?

– Bastante. Pero doloroso en extremo. Es difícil imaginarse una forma de suicidio peor. Es extraño, hemos encontrado cajas de tranquilizantes en el dormitorio de la muerta y en los armarios del baño. Cantidades más que suficientes para tener una muerte dulce. La verdad es que esta manera de quitarse la vida es propia de gente con trastornos psíquicos.

Pfisterer se levantó y se inspeccionó con discreción los zapatos para comprobar que no se hubieran manchado. Cornelia lo observaba apoyada en el marco de la puerta del cuarto de baño. Empezaba a notar que le costaba tragar, sentía como si la garganta se le hubiera estrechado y su propia saliva sólo pudiera descender por un conducto angosto. Pfisterer seguía hablándole.

– De todos modos, si hubiera sobrevivido, habría llevado una vida bastante penosa. Las secuelas de la ingestión de hipoclorito sódico son devastadoras. Si llega al estómago, se suele producir una infección del peritoneo que, en el caso de que el paciente sobreviva, da lugar a cicatrices que con frecuencia degeneran en cáncer. Pero teniendo en cuenta la cantidad que esta mujer se administró, las posibilidades de supervivencia eran casi nulas.

Magdalena Ríos se había matado con lejía española, lejía Conejo, que en Francfort se puede comprar en varios pequeños supermercados españoles que en la ciudad satisfacen las necesidades de la colonia de embutidos y quesos patrios y también de flan Royal, galletas María, gel Magno, jabón Heno de Pravia. Y lejía Conejo. Cornelia sintió de nuevo en la nariz el olor penetrante, hiriente de la lejía que su madre usaba a litros en la casa. También lejía española.

– Es que la lejía alemana es más floja y no desinfecta bien. Seguro que no mata todos los microbios.

Pero una lejía alemana habría causado una muerte tan dolorosa como la que había padecido la viuda de Marcelino Soto. ¿Por qué no había recurrido a los sedantes? Pfisterer había dicho que en la casa habían encontrado suficientes pastillas. ¿Por qué escoger una muerte tan espantosa pudiendo adormecerse suavemente?

Cuando una media hora más tarde levantaron el cadáver, el movimiento del cuerpo estiró la camiseta y una parte de la costra de vómito se desprendió. El texto bajo los pies de Garfield quedó al descubierto. «Cada día una lasaña, por lo menos.»

– Y los miércoles, lejía -dijo el agente forense tras cerciorarse de que la comisaria Weber no estuviera cerca.

Cornelia se encontraba de nuevo en la sala de estar donde la había recibido la abatida Magdalena Ríos ante una extraña repetición de la escena. Julia Soto ocupaba el sillón donde había yacido su madre. Carlos Veiga, sentado a su lado, le pasaba un brazo sobre los hombros y la mecía. La habitación estaba en penumbra, habían corrido a medias las cortinas del salón. El sol espléndido se estrellaba contra la pared del fondo, detrás del sofá, perfilando con fuerza los contornos de las dos personas y ocultando sus rostros. El cabello le caía a Julia Soto sobre la cara, que se apoyaba en el hombro de Veiga. Quizá tenía los ojos cerrados, eso no podía verlo. No levantó la cabeza cuando entró la comisaria. Veiga le apartó el pelo de la mejilla.

– Julia, está aquí la comisaria Weber.

Un gemido tenue fue todo lo que le llegó. Cornelia se sentó en el mismo lugar que en la otra ocasión y esperó a que sus ojos se acostumbraran a los claroscuros de la habitación.

– Créame que lamento tener que molestarla y siento en el alma lo sucedido con su madre. Pero no me queda más remedio que hacerle unas preguntas.

Julia Soto necesitó todavía un momento, después se incorporó trabajosamente. La miró entre mechones de pelo enredado y húmedo. A Cornelia le pareció apreciar el esfuerzo por esbozar una mínima sonrisa, pero quizá sólo lo había imaginado.

– Claro, comisaria.

Sin tener tiempo de pronunciar una sílaba, Cornelia se vio interrumpida por las voces que provenían de la entrada del piso. Una voz femenina gritaba al agente que controlaba la puerta.

– ¿Dónde está mi hermana?

Después unos pasos veloces en su dirección.

Julia Soto se levantó de un salto y se dirigió hacia la puerta gritando el nombre de su hermana mayor.

– ¡Irene! ¡Estoy aquí!

Irene Weinhold apareció en el umbral de la puerta. Julia Soto se lanzó hacia ella y se abrazaron. En cuanto los cuerpos entraron en contacto, ambas fueron presas de un acceso de llanto incontenible. Aunque Irene Weinhold era por lo menos diez centímetros más pequeña que su hermana, la recogió en un abrazo que envolvía todo su cuerpo. Julia repetía entre sollozos:

– Está muerta, Irene. Se ha matado. No he podido hacer nada. No he podido hacer nada. Y no me dejan que la vea.

Cornelia dirigió la mirada a Veiga, sentado inmóvil donde lo había dejado Julia Soto.

Irene Weinhold fue la primera en ganar de nuevo la contención. Sin soltar a su hermana, indicó a la comisaria con un gesto que se la llevaba a otra habitación. Cornelia lo aprobó con un leve movimiento de la cabeza. Carlos Veiga hizo un amago de levantarse, pero Irene Weinhold lo detuvo.

– Ya me ocupo yo, Carlos.

Abandonaron con lentitud el salón. Cornelia y Veiga se quedaron solos. Se dirigió a él en español.

– ¿Le importaría levantar las persianas?

Veiga lo hizo al instante, poniendo una concentración en los movimientos que Cornelia juzgó excesiva. Estaba nervioso. Se sentía observado. Del mismo modo en que los borrachos que quieren disimular se esfuerzan en pronunciar con absoluta precisión, daba a cada gesto un énfasis exagerado. Se volvió hacia ella indefenso como si la luz lo hubiera desnudado.

– Siéntese, por favor.

Veiga ocupó su lugar inicial. Se encogió curvando la espalda y le dirigió una mirada que de no ser tan triste le hubiera parecido torva. En ese gesto que ya le había llamado la atención en su primer encuentro, Veiga bajó la cabeza y la miró alzando los ojos. Cornelia hojeó las notas que los agentes que habían llegado en primer lugar a la casa le habían proporcionado.

– Usted es quien encontró a la señora Ríos. ¿Cuándo fue?

– Julia, la señorita Soto -se corrigió-, había salido a comprar y yo me quedé en casa con la tía Magda -se corrigió de nuevo-, la señora Ríos. Bueno, yo estaba en la cocina leyendo el diario.

– ¿Notó algo raro?

– ¡Claro que no! Si hubiera notado algo raro, no le habría quitado ojo de encima a mi tía.

Esta vez no se corrigió. Cornelia no respondió y dejó que, ante su silencio, siguiera hablando.

– La tía Magda estaba como siempre desde la muerte del tío. Tenía momentos más tranquilos y momentos más difíciles. Esta mañana Julia le subió, como hacía cada día, un café con leche y unas galletas y se quedó con ella en la habitación hasta que se lo acabó todo y se aseguró de que había tomado también sus pastillas.

– ¿Qué tomaba?

– Antidepresivos y ansiolíticos. Recetados por el médico, por supuesto.

No dijo tampoco nada al respecto. Esperó a que Veiga siguiera.

– Julia la obligaba cada mañana a levantarse, a vestirse y después se ponían a limpiar.

– ¿ A limpiar?

– Era la única cosa que quería hacer. Limpiaba durante horas. A veces tomaba una figurita de esas de porcelana y la frotaba con un paño una y otra vez, sin parar, hasta que Julia se la quitaba de las manos y le daba otra cosa. O le decía: «Ahora vamos a hacer la cocina», «Ahora vamos a planchar». Aunque lo de la plancha fue mejor dejarlo, porque se quedó un par de veces ida y se le quemó la ropa.

– ¿Hoy el día también fue así?

– Como siempre. Empezaron por la cocina y Julia la fue guiando por la casa. La dejó justamente en el baño cuando salió a comprar. Era como con los niños, las cosas con agua parecía que le daban un poquito de alegría. Por eso la dejó en el baño.

Veiga se interrumpió; buscaba las palabras con que seguir.

– Me pidió que le echara un vistazo de vez en cuando para que no inundara la casa. Y lo hice. Me acerqué sin hacer ruido y ella estaba sacando brillo a los grifos. No le dije nada. Me volví a la cocina y seguí leyendo el periódico con el diccionario.

De nuevo una pausa, se acercaban al punto que Veiga no sabía cómo contar.

– En un momento, escuché un ruido que provenía del baño, unos golpes, pero pensé que estaría vaciando los armaritos. Lo hacía con frecuencia. Lo sacaba todo y después lo volvía a colocar tras pasar un paño. Así se entretenía horas. Hacía lo mismo con los armarios, sacaba todas las piezas y las volvía a meter. Julia no le dejaba hacerlo con la ropa de su padre porque entonces la tía se ponía malísima y le daban ataques de ansiedad. Pero en el baño o en la cocina podía entretenerse horas y horas. El doctor dijo que era bueno que la tuviéramos ocupada…

– Estaba usted contando que escuchó golpes.

– Eran golpes cortos y al principio no les di importancia, después escuché unos golpes diferentes, más sordos pero más fuertes. Pensé que quizá tenía una crisis y se estaba golpeando la cabeza contra la pared, o algo por el estilo.

– ¿Lo hacía?

– A veces. Fui rápidamente al baño. La tía había cerrado la puerta. La llamé, pero no me contestó. Acerqué el oído a la puerta; no se oía nada. Temí que le hubiera dado algo. Reventé la puerta de una patada. La encontré como ustedes la vieron.

– ¿Qué hizo entonces?

– Me acerqué a ella y vi que estaba muerta. Cerré la puerta y llamé a la policía, que llegó, por suerte, antes de que Julia regresara. De esta forma, entre todos, hemos podido evitar que viera así a su madre. Después llamé también a la prima Irene y al médico.

– ¿Al médico?

– Para Julia, para que le diera algo que la tranquilizara.

Carlos Veiga se inclinó hacia delante aproximándose a la comisaria, se cercioró de que nadie más lo escuchaba y la miró por primera vez directamente a los ojos. Más que hablar susurró:

– Una cosa le digo, comisaria, a pesar de que la imagen de la tía muerta en el baño me perseguirá el resto de mi vida, me alegro de haber sido yo quien la encontrara y no una de las niñas.

Cornelia, que instintivamente se había acercado a Veiga, se echó de nuevo hacia atrás. ¿Por qué esas palabras, seguramente generosas, le habían desagradado tanto? Veiga la observaba expectante. ¿Esperando qué? ¿Una recompensa? ¿Compasión? ¿Que lo absolviera diciéndole que no había sido su culpa?

Ante su silencio, él mismo le dio la solución.

– Aunque la hubiésemos vigilado más estrictamente, no hubiéramos podido evitarlo. Lo que hizo la tía Magda sucede en cuestión de segundos.

Cornelia no lo dejó seguir por ese camino.

– No se haga reproches, señor Veiga. Cuando alguien tiene la intención de suicidarse, no hay fuerza que se lo impida. Sólo puede retrasarse el momento.

– Pero quizá mientras eso sucede, mientras se frena ese impulso, se gana tiempo y la persona vuelve a encontrar motivos para vivir.

Era la voz de Julia Soto. Había entrado en el salón sin que la oyeran. Parpadeaba por la intensa luz que inundaba la habitación. Carlos Veiga se levantó. Dio primero un paso hacia su prima y de inmediato otro atrás, hacia las ventanas, con intención de bajar de nuevo las persianas.

– Déjalo, Carlos. Es igual.

Cornelia se levantó y se acercó a ella. Si no hubiera sido la comisaria de policía encargada de investigar la muerte de su padre, la hubiera abrazado para mostrarle su duelo y la hubiera tomado después del brazo para acompañarla al sofá. Pero ella era la comisaria y Julia Soto, que avanzaba también en su dirección, la hija de la víctima. Carlos Veiga consiguió por fin vencer su parálisis y tras abrazarla la llevó del brazo hasta el sofá. La comisaria se limitó a darle la mano.

– Supongo que tendrá usted algunas preguntas, comisaria.

Julia Soto se esforzaba por mostrarse serena y fuerte, como había hecho tras el asesinato de su padre.

– ¿Se siente usted en condiciones?

– Por supuesto.

Nunca había escuchado estas palabras pronunciadas con una voz tan frágil. Veiga intentó pasarle un brazo sobre los hombros, pero ella lo rechazó con un gesto brusco. Quería demostrar que estaba a punto para las preguntas de la comisaria. Cornelia no estaba tan segura de eso, empezó con un largo preámbulo disculpándose por tener que someterla a esa situación hasta que llegó a la pregunta:

– ¿Lo he entendido bien antes? ¿Había indicios de que su madre pudiera tener la intención de suicidarse?

Julia respiró hondo antes de responder.

– Indicios claros, no. Pero estaba muy deprimida. Y muy asustada. Sin mi padre se había quedado sola en Alemania, en un país extraño.

– Pero están usted y su hermana, los nietos…

– Para mi madre, todo esto era secundario. Todo su mundo giraba en torno a él. Pero, a pesar de saberlo bien, creí que lo conseguiría, que podría, por el simple hecho de existir, de ser su hija, darle un motivo para seguir viviendo. Pero la vida de mi madre era mi padre. -Julia Soto movió la cabeza como si estuviera negando algo; cuando volvió a hablar, su tono se había endurecido-. Las hijas éramos accesorias.

La puerta del salón se abrió. Irene Weinhold entró en la habitación. Dio la mano a Cornelia y se acercó a su hermana. Julia la miró y se dirigió de nuevo a la comisaria.

– Mi hermana siempre ha sido más lista que yo y lo entendió en algún momento. Por eso vive lejos. Pero yo realmente creí que lo conseguiría. Y más con el apoyo de Carlos.

Irene Weinhold se había quedado de pie a su lado.

– Julia, no sobrepases tus límites. ¿Quieres que te traiga algo calentito? ¿Un té?

– Ya se lo hago yo, prima.

– ¿Para qué le he preguntado yo, Carlos? -El tono de Irene Weinhold era glacial; se suavizó al dirigirse a la comisaria-. ¿Desea tomar algo?

– Un café, si no es mucha molestia. Después querría hablar un momento con usted.

– Su colega ya me tomó declaración.

– Lo sé.

Irene Weinhold abandonó de nuevo la sala. Julia dirigió a Cornelia una mirada algo ausente.

– Creí que lo lograría, comisaria, de verdad estaba convencida. Y he fallado. He fracasado estrepitosamente…

– Venga, Julita -quiso intervenir Carlos Veiga.

– Carlos, así sólo nos llamaban nuestros padres -cortó Irene Weinhold, que justo en ese momento regresaba a la habitación con un termo de café y una taza para la comisaria.

Con un gesto abrupto, Veiga apartó la mano que había acercado al brazo de Julia Soto. Cornelia observó la escena. Ante Irene Weinhold, Veiga parecía más intimidado que ante ella, había más gestos amagados, más sonrisas cortadas, como si se encontrara en permanente dilema entre sus esfuerzos por agradar y la conciencia de la gravedad de la situación.

Pero una cosa era cierta, esa constelación era problemática. Los tres callaban. Julia sumergida en su pena, Irene en un silencio hosco, Veiga encogido e incómodo. Cornelia decidió dejar que Julia Soto se retirara.

– ¿Puedo irme yo también?

El tono de la pregunta de Veiga era el de un escolar que pide permiso para salir al servicio durante un examen, pero le pareció impostado. ¿Era timidez o teatro? Cornelia lo dejó marchar para quedarse a solas con Irene Weinhold, pero sus declaraciones no aportaron nada nuevo al relato de la desesperación de Magdalena Ríos, a los esfuerzos ímprobos de su hermana por sacar a la madre del agujero negro en el que había caído. Irene Weinhold tampoco dejó traslucir los motivos de su abierta antipatía hacia Veiga.

Un agente llamó a la puerta:

– Comisaria, estamos terminando.

– Yo también, voy enseguida.

Se despidió de Irene Weinhold.

– ¿Quieren que les envíe a un psicólogo?

Irene Weinhold la miró con desconcierto.

– No, gracias. El médico de cabecera está avisado y vendrá en cuanto cierre la consulta.

– Pero quizás usted o su hermana desearían hablar con un especialista.

– ¿Para qué? El doctor Martínez Vidal nos conoce de toda la vida y sabe lo que hay que hacer.

Cornelia se mordió la lengua para no referirse al arsenal de pastillas que, según Pfisterer, habían encontrado en el baño y en el dormitorio de Magdalena Ríos. Podía imaginar que no sería muy diferente en el de Julia Soto. Pero ese asunto quedaba fuera de su competencia. Le tendió, sin embargo, la tarjeta del servicio de atención psicológica a las víctimas.

– Por si cambian de idea. Una llamada basta.

Entró en el baño donde habían encontrado a la muerta para despedirse de Pfisterer y de los otros colegas. Habían tardado más de lo habitual en realizar su trabajo. La huelga de celo aún no había terminado.

En ese momento oyeron sonar el timbre. Cornelia salió y vio a Irene Weinhold dando paso a un hombre de unos sesenta años con un traje azul marino cruzado y un pesado maletín de médico que entró con toda confianza en la casa. Esperó a que diera el pésame a Irene Weinhold. Ante ese hombre, sin duda el anunciado doctor Martínez Vidal, Irene, que se había mostrado más entera que su hermana, parecía tan indefensa y frágil como ella.

Cornelia se presentó. El médico le tendió un brazo muy estirado y desde esa distancia, que mantuvo todo el tiempo, la observó con un rictus de desagrado mal disimulado. Hablaba un alemán muy fluido, pero con un marcado acento español. Pfisterer apareció justo en ese momento. Saludó también al médico español, que apenas se dignó a darle fríamente la mano. Martínez Vidal se volvió a Irene Weinhold.

– ¿Dónde está Julia?

– Arriba, doctor Martínez. Quizá puede usted darle algo para que duerma un poco.

Cornelia no pudo evitar echar un vistazo al voluminoso maletín.

– Doctor Martínez, disculpe que me meta en sus competencia, pero en mi opinión sería muy recomendable que uno de nuestros psicólogos atendiera a los miembros de la familia.

– ¿Por qué? Ya me tienen a mí. No soy sólo su médico, soy un amigo, un consejero.

– Pero nuestros psicólogos están especializados en la atención a las víctimas de delitos, saben cómo ayudarles a enfrentarse a estas situaciones…

– Comisaria, ¿le explico yo acaso cómo tiene que hacer su trabajo?

– Yo ya le dije que no queremos un psicólogo, doctor Martínez.

– Señora Weinhold… -intentó intervenir Pfisterer.

El médico dio una patada en el suelo.

– Apreciado colega, ocúpese usted de sus muertos, que yo me encargaré de los vivos. Y usted, comisaria, busque a los culpables de esto. Las víctimas, como usted las llama, son cosa mía.

Desapareció escaleras arriba seguido dócilmente por Irene Weinhold.

Cornelia y Winfried Pfisterer quedaron abandonados y atónitos en el recibidor de la casa. Oyeron cómo una puerta se abría y cerraba en el piso de arriba.

– ¿Entiendes ahora que escriba poemas?

– Claro, Goethe.

Pfisterer le dirigió una sonrisa tímida.

– ¿Nos vamos?

– Tengo que despedirme de la familia.

Lo hizo de Carlos Veiga y se dirigió a la puerta de la casa. Los técnicos y Pfisterer ya estaban en la calle. Cornelia no llegó a salir. De pronto oyó cómo una puerta se abría bruscamente en el piso de arriba y después pasos precipitados que bajaban la escalera.

– ¡Comisaria!

Era la voz de Julia Soto.

– ¡No se marche!

Se plantó ante ella con expresión asustada.

– Comisaria, van a por nosotros.

Cornelia la miró sin comprender.

– Ahora lo entiendo. Van a por toda la familia.

– ¿Quién? ¿Quiénes?

– No lo sé, pero estoy segura de que van detrás de la familia.

– ¿Qué motivos puede tener alguien para eso?

– No sé, no sé. Algo del pasado, del pueblo, del abuelo.

No tuvo tiempo de preguntar qué quería decir en concreto, qué podía amenazarla; súbitamente Julia Soto se abalanzó sobre ella abrazándola y apoyando la cabeza en su hombro.

– Tengo miedo, comisaria -dijo en español.

Cornelia trató de tranquilizarla pasándole la mano por el pelo. Irene Weinhold había bajado la escalera con sigilo y observaba la escena sin que se pudiera decir si se avergonzaba o estaba conmovida. Se acercó a su hermana y la apartó con suavidad de la comisaria.

– Julia, por favor, no digas esas cosas.

– Van a por nosotros, comisaria. Tienen que protegernos.

– ¿Quiénes, Julia?

– ¡Ya le he dicho que no lo sé! Pero lo noto, es un castigo por lo que hizo el abuelo.

– Discúlpela, comisaria. Está muy alterada.

Irene Weinhold sostenía a su hermana de los hombros. Julia Soto dejó caer la cabeza hacia delante. El cabello impedía ver la expresión de su cara. El doctor Martínez Vidal apareció en el rellano superior de la escalera. Esperaba. Julia repetía cada vez más débilmente «van a por nosotros» mientras Irene Weinhold la empujaba lentamente escaleras arriba. Dirigió una última mirada a Cornelia.

– No sabe lo que dice.

– ¿Está segura?

Por toda respuesta Irene Weinhold dejó escapar un bufido impaciente. Cornelia abandonó la casa. Le extrañó que Carlos Veiga no hubiera acudido a los gritos de Julia.

Aunque estaba convencida de que sus palabras se debían al shock, le hubiera gustado poder dejar a un agente apostado en la casa. Quizá no hubiera razones para esos temores, pero el miedo era real. Sin embargo, no podía justificar el destinar a un agente a esa labor. La familia tampoco lo habría aceptado.

Era tarde. A Fischer seguramente ya lo esperaba su mujer. A Mü11er, no sabía quién. A ella, una buena ducha, un contestador automático y tal vez una película en la tele. Sabía que, a pesar de que se sentía agotada, no iba a dormir bien.