173020.fb2 Entre Dos Aguas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 39

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CUENTAS PENDIENTES

Un cuarto de hora más tarde Cornelia estaba en la casa de los Soto. Le abrió la puerta Carlos Veiga. Le dio la mano cariacontecido y antes de darle paso le advirtió:

– No se extrañe del estado en que se encuentra la casa. Julia lo está pasando muy mal. Se comporta de un modo extraño, pero el doctor dice que es una reacción natural.

Al entrar en la casa entendió la prevención de Veiga. En el vestíbulo la recibieron varias cajas de cartón que mostraban en su interior un desorden de figuritas de porcelana, cojines, mantelitos de ganchillo que deberían de haber ocupado las estanterías y los muebles de la estancia. Veiga se sintió impelido a dar una explicación.

– Julia ha decidido cambiar el aspecto de la casa para que no se convierta en un mausoleo.

Como si hubiera estado esperando que se mencionara su nombre, Julia Soto apareció de improviso de la cocina. Cornelia reconoció la chaqueta de color verde claro, pero apenas a la persona que la llevaba. El moño atildado con que solía recogerse el pelo había dejado paso a una maraña peinada a duras penas con los dedos que enmarcaba el rostro amarillento. Olía mal, a sudor viejo. Saludó con una jovialidad fingida. Acto seguido sus ojos se posaron en una de las estatuillas de porcelana que aún reposaba sobre una estantería. Los huecos hablaban de un orden que se iba desintegrando en los cartones que ocupaban el suelo. Tomó la figura, observó todas las cajas y tras reflexionar brevemente la colocó en una de ellas sin que se pudiera dilucidar qué motivo la había empujado a hacerlo.

– Carlos, ¿podrías prepararle un café a la comisaria?

Veiga entendió el mensaje y las dejó solas.

Cornelia ya conocía la habitación, la habían inspeccionado en su primera visita tras la muerte de Marcelino Soto. Ahora los cajones del escritorio y de la cómoda estaban medio abiertos, en las estanterías había huecos aleatorios, en una faltaban un par de libros, en la otra se notaba la ausencia de algún archivador, en el suelo se apilaban carpetas y papeles. La habitación olía intensamente a productos de limpieza.

Julia Soto la precedió tambaleante. La comisaria se preguntó si habría comido algo en los últimos días. La mano le temblaba y Cornelia observó que se había comido las uñas. Julia también apreció la dirección de la mirada de la comisaria.

– Mamá siempre me reñía porque me mordía las uñas.

Escondió las manos en los bolsillos de la chaqueta llena de lamparones.

– Espero que encuentre algo útil. Aunque no sé. Ya he empezado a arreglar el despacho de papá y algunas cosas están en cajas. Los cuadernos estaban en este cajón.

Julia Soto le señaló el escritorio de su padre.

– ¿Los leyó?

– No. Les eché un vistazo por encima. Pensé que sólo eran libros de cuentas. Quizá debería haberlo hecho. Quizás estaba escrita allí la historia que mató a mi padre. A mis padres.

– ¿Qué quiere decir con «la historia»?¿Se refiere a lo que se decía sobre su abuelo en la guerra civil?

– ¿A qué si no?

– Ha pasado mucho tiempo, varias generaciones…

– El asesinato no prescribe, ¿no es cierto?

– Sí, pero…

– Si mi abuelo delató a sus compañeros, los entregó a la muerte segura. Eso es también un asesinato. Él no disparó, pero los mató igualmente. Por eso lo mataron a él también.

Las palabras de Julia brotaron en el mismo tono algo ensimismado en que estaba hablando todo el tiempo. Cada palabra parecía ser la última en un fluir lento y monocorde.

– ¿Su abuelo ha dicho?

– Sí, mi abuelo Antonio, el traidor.

– Su abuelo no fue asesinado.

Eso es lo que le comunicaba el mensaje de la Guardia Civil que había recibido justo antes de salir. Se había investigado esa muerte y era a todas luces un accidente.

– Eso es lo que se dice porque sus asesinos fueron muy sutiles. ¿Sabe cómo murió mi abuelo?

Aunque lo sabía perfectamente, Cornelia negó con la cabeza. Quería oír su versión.

– Se cayó del tejado de su casa. Dicen que subió para arreglar una gotera y resbaló. Mi abuelo tenía setenta años cuando murió. ¿Usted cree que un hombre de setenta años se sube solo a un tejado?

La comisaria le habría dicho que sí, que había conocido imprudencias aún mayores, pero la dejó hablar.

– Cuando fuimos al entierro todos, incluso los parientes, nos hicieron el vacío. Cuando años después me contaron la historia del abuelo, pensé que nos repudiaban, lo que también es verdad. Pero estos días he recordado conversaciones que cacé al vuelo durante esos días en la aldea y que entonces no entendí. Le pregunté a Irene. Como ella es mayor, recuerda más cosas. Y primero no me quería dar la razón, pero al fin ella también lo recordaba.

– ¿Qué recordaba?

– Que por el pueblo corrían rumores de que no había sido un accidente. Que alguien aprovechó la oportunidad. Alguien a quien el abuelo incluso le pidió ayuda para reparar el tejado, y que desde allí lo tiró al suelo. Llámela, pregúntele a Irene. Ella se lo confirmará.

Julia la miraba desafiante, como si esperara que en ese momento la comisaria fuera a llamar a su hermana para comprobar lo que le estaba diciendo. Al ver que Cornelia sólo la miraba, siguió hablando:

– Creían que no me enteraba de nada. Siempre han pensado que Julita, la pequeña, no se enteraba de nada, y fíjese si me entero. Soy la única que ve las cosas como son. Es una cadena. Que empezó el abuelo Antonio, el traidor. Por su culpa, además, ahora hablo español con acento alemán. Y después decía papá que las culpas de los padres no caen sobre los hijos. Hasta en eso nos ha jodido el abuelo.

Cornelia no sabía que le chocaba más, si las risitas malvadas con que acompañó sus palabras o el hecho de escuchar por primera vez un taco en boca de Julia Soto.

De pronto la joven esbozó una sonrisa ingenua.

– Bueno comisaria, como sabe, tengo mucho que hacer.

Se dirigió a la puerta. Justo en ese momento apareció Veiga con una taza de café. Julia se despidió con prisas y se dirigió a la planta baja, dejando tras de sí un penetrante olor a abandono.

– Señor Veiga, Julia me preocupa mucho.

– A mí también, comisaria. Pero Irene y el doctor dicen que hay que darle tiempo.

– ¿Tiempo para qué? ¿Para que siga perdiéndose en elucubraciones paranoicas?

– Yo la vigilo todo el rato. Apenas me separo de su lado. Esta vez no bajaré la guardia, como me pasó con la tía Magda.

Veiga la miraba apesadumbrado. Sonaba sincero, pero Cornelia no podía acabar de dar crédito a sus palabras.

Empezó a inspeccionar el despacho de Soto. Tomó sin ganas, por pura cortesía, el café que le ofrecía Veiga. Ante la mirada de éste recorrió las estanterías. A pesar del efecto devastador de la acción de su hija, aún se podía apreciar que Marcelino Soto había sido una persona en extremo ordenada, todavía quedaban rastros de un sistema en la colocación de los libros, en la alineación de los archivadores, en el apilamiento de las carpetas. En las paredes también se notaba el paso trastornador de la hija. De un grupo de cinco fotografías con paisajes en blanco y negro, faltaba la cuarta. Cornelia se acercó: eran vistas de un pueblecito, una aldea casi. Quizá fuera el pueblo natal de Marcelino Soto. Al lado, colgada de modo que se pudiera leer desde el escritorio, una frase bordada rodeada por un ostentoso marco dorado que contradecía el estilo austero del resto de la habitación. Se acercó y leyó la frase: «Los pecados de los padres no caerán sobre los hijos». De eso se había burlado Julia. ¿Dónde lo había leído hacía poco? Lo recordó enseguida. En uno de los cuadernos de Soto. En el que tenía tapas negras, en el que Marcelino anotaba citas religiosas además de números. Allí estaba escrita: «La culpa de los padres no cae sobre los hijos». El «no» estaba rodeado por un círculo grueso trazado en rojo, y encima, también en rojo un signo de interrogación. Debajo de la negación, una flecha dibujada con tanta fuerza que se había marcado en varias de las páginas siguientes. La flecha señalaba una estampa pegada en el papel. Mostraba con trazos toscos la destrucción de Sodoma y Gomorra. Rayos tremebundos trazados con más pasión que pericia caían de nubes oscuras y envolvían la ciudad en llamas. Al lado de la imagen, Marcelino Soto había escrito: «Hubiera bastado con una señal de arrepentimiento».

– Señor Veiga, ¿podría pedirle a Julia que venga, por favor?

Julia Soto entró poco después con un paño en una mano y un aerosol limpiacristales en la otra.

– Comisaria, ya le he dicho que tengo mucho que hacer.

– No la entretendré demasiado. Lo único que querría saber es por qué tenía su padre esta frase siempre a la vista, en una posición tan preeminente. Usted la ha citado hace un momento. ¿Qué significado tenía para él?

– ¡Y yo qué sé! La colgaría ahí porque le gustaría.

– Julia, no seas desagradable con la comisaria.

– Es que tengo mucho trabajo.

– Un par de preguntas nada más. ¿Recuerda desde cuándo tenía su padre colgada esta frase?

– No tanto como los cuadritos con fotos, que siempre han estado ahí. Quizás un año, quizás algo más.

– ¿Diría usted que desde que su padre se volvió tan religioso?

Julia sostenía el paño entre el índice y el pulgar y lo balanceaba mientras dirigía la mirada hacia una esquina del techo.

– Sí, puede que sí -dijo en tono ausente sin bajar los ojos de la esquina-. Es muy feo, es feísimo. Voy a descolgarlo.

– ¿Me permite que me lo lleve?

– ¿Para qué?

– Podría darnos una clave.

– Bueno. Si es así, es suyo.

Julia Soto sonaba indiferente. Se acercó al cuadro, roció el cristal con limpiacristales y le pasó el paño. Después lo descolgó.

– Mire, así se lo lleva bien limpito. Y ahora me voy, tengo trabajo.

Abandonó rápidamente la habitación. Oyeron sus pasos bajando la escalera.

– Discúlpela, comisaria, ya ha visto usted misma que está muy nerviosa. Y algo confusa, pero es comprensible después de dos pérdidas tan brutales. Intento ayudarla en lo que puedo, pero creo que esto me supera. Procuro que coma, pero me engaña, o eso piensa ella; no consigo convencerla de que se lave y en cambio se pasa el día limpiando por la casa.

– Señor Veiga, yo sólo puedo reiterarle mi oferta de enviarles a uno de nuestros psicólogos.

– Si por mí fuera, la aceptaría, pero Irene ha dicho que no, y ella es ahora la cabeza de familia.

– Usted es también de la familia.

– Como lo somos todos los del pueblo. Allí todos somos primos o primas, pero Irene es la hermana mayor.

– Entiendo.

Le devolvió la taza.

Al llegar al recibidor vio a Julia Soto frotando los cristales de una ventana, percibió su canturreo. No era un tararear despreocupado, sino que repetía la melodía con la misma persistencia con que restregaba una y otra vez la misma zona.

Se marchó con el cuadro, sintiendo que la estaba abandonando e intentó tranquilizarse a sí misma diciéndose que todo eso pasaría en cuanto resolvieran el caso.

Entró en el despacho y tras esbozar un saludo lanzó una palabra a sus compañeros:

– Restitución.

La miraron sin comprender.

– De eso se trataba. Marcelino estaba intentando limpiar la culpa paterna haciendo donativos. Seguramente había heredado el dinero tras la muerte del padre. Lo había invertido, había alcanzado una posición acomodada, pero en algún momento el origen de ese dinero se le hizo insoportable.

– Tiene sentido -dijo Fischer-, pero ¿por qué esas cifras tan extrañas?

– Eso es lo que tenemos que averiguar ahora. Y hay algo más.

Les contó lo que Julia Soto le había dicho sobre la muerte de su abuelo.

– Voy a insistir a los colegas españoles para que intenten averiguar algo al respecto.

– Si se trata de una venganza por lo sucedido en la guerra o es alguien que va detrás del dinero que Soto heredó, ¿no deberíamos proteger a Julia Soto y a su hermana? Puede que se encuentren en peligro.

Recordó las palabras de Recaredo Pueyo respecto a la barbarie como algo pasado. Así lo creía ella también. Si alguien quería vengarse de los Soto por algo sucedido hacía más de sesenta años, ¿por qué ahora?, ¿qué fin podía perseguir alguien una o dos generaciones después?

– No. Lo que afirma Julia Soto sólo se basa en rumores y habladurías.

– Pero ella tiene miedo.

– Lo sé. Y eso me preocupa más.

– Además… -Fischer se interrumpió.

– ¿Además qué?

– Está ese pariente que vive con ella, Carlos Veiga. Es del mismo pueblo que los padres y desde que nos ocupamos del caso tú tienes la impresión de que nos oculta algo.

– Creo que lo que nos oculta es otra cosa. Estoy convencida de que tiene una relación con su prima.

Fischer levantó en un gesto de incredulidad sus espesas cejas.

– ¿Te acuerdas de la primera vez que estuvimos allí? Cuando nos marchábamos me pareció que se abrazaban, pero no como lo harían dos parientes lejanos, era un abrazo mucho más íntimo. Después he estado preguntándome a qué se debía la evidente hostilidad que Irene mostraba hacia él. Creo que la hermana conoce esa relación y no la aprueba. En varias ocasiones él ha intentado tocar a Julia, pero ante nuestra presencia ella lo ha rechazado.

Fischer sólo parecía convencido a medias.

– Tú misma sospechaste de él cuando pensaste que quizás alguien había forzado a Magdalena Ríos a ingerir la lejía.

– Pero ya se ha demostrado que era una idea más bien absurda. Además, tiene una coartada.

– Dada por Julia, con quien ahora sabemos que tiene una relación.

– Nos lo confirmó también la madre.

– ¿Estás lo bastante convencida de ello como para dejar a Julia Soto sola en su compañía?

– Pediré a nuestros colegas en España que nos manden toda la información posible sobre él, pero, te repito, creo que tenemos que movernos por otra vía. Pero me parece que sería más peligroso para ella, dada su inestabilidad emocional, dejarla sola en casa porque retenemos aquí a Veiga basándonos en elementos que no se sostienen.

– La idea de la restitución del dinero robado parece plausible, comisaria -terció Müller

– Lo sé, pero algo estamos pasando por alto.

– ¿A qué le estás dando vueltas, Cornelia?

– No sé, pero algo no encaja en este puzzle.

– O sea, que volvemos a los papeles -dijo Fischer mientras ya ocupaba su lugar detrás del escritorio.

– Así es.