173020.fb2 Entre Dos Aguas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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CABEZA DE FAMILIA

Unos minutos más tarde apareció Julia Soto.

– Le he dado un calmante. Se ha quedado adormecida.

Como los policías no dijeron nada, precisó:

– Lo ha recetado el médico.

Cornelia hizo un gesto de aprobación, aunque en realidad le daba lo mismo saber de dónde venían los tranquilizantes mientras aliviaran un poco a la viuda. Pasaron a la cocina.

Sentado en un extremo del banco de madera los miraba un hombre de pelo oscuro. Con el cuello de la camisa asomando pulcramente del jersey de cuello en pico, Cornelia lo identificó al instante como español. Y no se equivocó. Julia Soto lo presentó.

– Éste es Carlos Veiga, un pariente del pueblo de mis padres.

El hombre se levantó, les tendió la mano y formuló up saludo en un alemán precario. Tenía una extraña forma de mirar, bajaba la cabeza hasta casi tocarse el pecho con la barbilla y levantaba los ojos como si atisbara desde encima de unas gafas inexistentes. Julia Soto intervino:

– Carlos está viviendo desde hace sólo un par de meses con nosotros.

Él asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa tímida. Era más joven de lo que le había parecido a Cornelia en un principio. No llegaba a la treintena, pero tenía ese aspecto intemporal que les otorga a muchos españoles el vestirse con los colores llamados sufridos.

– ¿Está aquí por trabajo o es una visita privada?

– Carlos ha venido a aprender el idioma y a trabajar, si encuentra algo.

– ¿Cuál es su profesión?-Carlos es perito agrícola. Y ha venido a Alemania para conocer las técnicas de agricultura biológica, que aquí están más desarrolladas que en España.

Cornelia lo miró. Carlos Veiga seguía de pie a su lado, sonriendo con las manos en los bolsillos del pantalón. Al verlo siguiendo atento su conversación, Cornelia se dio cuenta de la descortesía que acababa de cometer y recordó la desazón que ella misma había experimentado muchos años antes en situaciones parecidas, cuando su madre hablaba de ella en su presencia con los maestros en la escuela o con parientes y conocidos como si ella no estuviera allí, escuchando y entendiendo. Su madre contaba cosas de ella, los maestros contaban cosas de ella, los conocidos preguntaban y ella escuchaba esas informaciones sobre Cornelia o la niña como si estuvieran hablando de otra persona, pendiente a la vez de cada palabra positiva o negativa, de cada comentario sobre sus notas, su crecimiento, su carácter. Aceptándolas o rechazándolas mentalmente, pero siempre en silencio.

Tenía que decirle algo a Carlos Veiga y en la urgencia sólo se le ocurrió un:

– ¡Qué interesante!

Bastante estúpido, así que decidió volver a moverse en un terreno más profesional y seguro.

– Con su madre hablaremos otro día, pero a ustedes querría tomarles declaración.

Julia Soto y Carlos Veiga se sentaron juntos en el banco de la cocina con las manos sobre la mesa como dos colegiales aplicados. Fischer ocupó el ángulo al lado de Veiga, Cornelia tomó una silla para poder quedar enfrente de Julia Soto.

Ella les contó que el martes por la noche habían recibido una llamada del cocinero del Santiago, diciéndoles que Marcelino Soto no había aparecido por el local.

– Mi madre se puso muy nerviosa. Se asusta enseguida. Siempre ha tenido miedo de que nos pasase algo. Si volvíamos tarde de la escuela, temía que nos hubieran atropellado o nos hubiéramos caído de la bicicleta. Cuando empezamos a salir, no se acostaba hasta que estábamos de vuelta. Con papá también. Cuando iba a trabajar, ella tenía miedo del tráfico, de que pudiera tener un accidente con el coche o de que por la noche entrara un atracador cuando hacía caja en el restaurante.

Hizo una pausa y dirigió una mirada cargada de tristeza en dirección al salón donde había dejado a su madre adormecida por los sedantes.

– La pobre tiene tanto miedo de quedarse sola en este país.

– ¿Fue ella quien decidió notificar la desaparición a la policía?

– Fue idea mía -era Carlos Veiga quien hablaba, mirando de esa forma extraña como desde abajo-; la tía Magdalena estaba aterrorizada porque el tío seguía sin aparecer por la mañana y no respondía al móvil.

– Carlos -dijo Julia Soto lanzándole una mirada de agradecimiento- nos está ayudando mucho en estos momentos. Hace mucha compañía a mamá, la obliga a que coma un poquito. Yo tengo que hacerme cargo de muchas cosas. Ella no está en condiciones y mi hermana Irene tiene que ocuparse de sus hijos también.

– ¿Su hermana está aquí?

– Ha venido esta mañana, pero se ha ido hace poco a Gießen para organizar las cosas de los niños. Su marido se ha tomado el día libre para ocuparse de ellos, pero Irene quiere pasar por casa para ver si todo está bien.

– Yo creo que necesitaba ver a sus hijos. En estas circunstancias los niños dan energía -intervino Carlos Veiga.

– Fuerza -lo corrigió Julia Soto, y le sonrió-. Es verdad. Mi hermana volverá a media tarde. Si desean hablar con ella…

– Seguramente. Ya les avisaremos cuándo. Ahora tenemos algunas preguntas para ustedes.

Fischer había sacado un bloc de notas. El subcomisario buscó un bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta y abrió la libreta. Con la precisión de un protocolo, Fischer fue desgranando las preguntas de rigor y anotando las respuestas. Tenía algo tranquilizador verlo como siempre, haciendo gala del aplomo que dan los años de experiencia. Eso acallaba un poco el temor de que algunos de los errores que su compañero había cometido últimamente no fueran, como ella quería creer, hechos puntuales sino indicios de algo grave. A nadie le había comentado los retrasos y las desapariciones de Fischer, pero la gente observaba. Algunos lo estaban observando, los estaban observando y no con ojos benevolentes. Juncker espiaba las inquietas idas y venidas de Fischer y no vacilaría ni un segundo, de eso estaba Cornelia segura, en hacer correr cualquier rumor que pudiera perjudicarlos.

Julia Soto respondía con resolución, concentrada. Cornelia los observaba y tenía la impresión de estar presenciando una escenificación: las preguntas formuladas con impecable neutralidad; las respuestas proporcionadas con la manifiesta voluntad de hacerlo bien, de ser la perfecta fuente de información. Cuando Fischer se dirigió a Carlos Veiga, Julia Soto siguió atentamente los esfuerzos de su huésped y sólo intervino cuando éste se encontró en dificultades con el idioma. Como el subcomisario estaba llevando la voz cantante, toda la conversación se desarrollaba en alemán. A Cornelia le pareció que Veiga no tenía mucho que contar o que su poco alemán hacía que lo pareciera, así que intervino para seguir con Julia Soto:

– ¿Había notado usted algo raro en su padre estos últimos días antes de su muerte? ¿Estaba quizá nervioso? ¿Mostraba algún tipo de inquietud, algún comportamiento extraño?

– Papá estaba cambiado, pero de eso hacía ya algún tiempo. No se puede decir que sucediera poco antes de su muerte.

– ¿En qué sentido estaba cambiado?

– Se había vuelto más reservado, más callado. Él, que no podía dejar pasar una oportunidad para hacer un comentario gracioso o un chiste, se quedaba a veces ensimismado, como ausente. En ocasiones, incluso durante las comidas, que normalmente se las pasaba contando cosas que había visto en la calle o había oído en el restaurante.

El alemán entrecortado de Veiga sonó a la izquierda de Cornelia:

– El tío Marcelino sabía contar muy bien.

Cornelia lo ignoró. Había interrumpido las palabras de Julia Soto con ese comentario trivial con el riesgo que esto podría suponer de perder el hilo de lo que ésta quería contar, así que la instó con la mirada para que continuara.

– A mamá también le llamó la atención, pero no quiso darle importancia. Además, creo que lo interpretó como una consecuencia de la vuelta de mi padre a la Iglesia.

– ¿La vuelta? ¿Había abandonado la Iglesia?

– Sí. Fue una de las primeras cosas que hizo en cuanto se enteró de que en Alemania es posible salirse de la Iglesia. Mi madre se llevó un disgusto de muerte, pero ahí mi padre no cedió. Decía que a él lo habían metido en eso sin su consentimiento y que no necesitaba el permiso de nadie para abandonarla.

Fischer estaba algo asombrado.

– Pensaba que todos los españoles eran católicos.

– Eso era antes -respondió Julia Soto-. Mi padre siempre fue de izquierdas, como mi abuelo Antonio. Anticlerical, además.

– ¿Por eso emigró?

– Papá tuvo que abandonar el país ¿legalmente porque el gobierno de Franco no dejaba que salieran al extranjero trabajadores con actividades políticas consideradas sediciosas. Temían que se organizaran y perjudicaran la imagen del régimen en el extranjero. Así que salió con papeles de turista con la excusa de visitar a un pariente en Francia y ya no volvió.

En la voz de Julia Soto sonaba un eco de orgullo al contar la historia de su padre.

– ¿Desarrolló actividades políticas aquí en Alemania?

– Con otros compañeros organizaron reuniones y se agruparon en una asociación que existe todavía, ACHA. -¿ACHA?

– Asociación Cultural Hispano-Alemana. La fundaron mi padre y uno de sus mejores amigos, Regino Martínez, que ahora es el presidente.

Fischer anotó el nombre.-A Regino y a mi padre les encantaba hacer chistes de curas y monjas, escandalizar a mi madre, que cada domingo se enfadaba con él porque nunca iba a las misas en español de la Misión Católica. Incluso en los bautizos o en las bodas él se quedaba siempre fuera de la iglesia fumando con otros, siempre hombres, que, en cuanto empezaba la ceremonia y no los veía nadie, también se escaqueaban con discreción. Mi padre lo hacía abiertamente, no como esos que siempre se colocaban de forma estratégica cerca de la puerta. Es extraño que alguien como él cambiara tanto en los últimos años.

– ¿Se refiere a que se volviera religioso?

– Es que era más que religioso. Se había convertido en un beato. No se perdía una misa, respetaba todas las fiestas, incluso el ayuno de Semana Santa, que antes celebraba con una barbacoa para escandalizar a todos los vecinos. Ahora se confesaba una vez a la semana. Incluso había pensado en la posibilidad de peregrinar a Roma para ver al Papa.

– ¿Por qué no a Santiago?

Era de nuevo Carlos Veiga, pero esta vez Cornelia sí se volvió hacia él. El tono en que había pronunciado la pregunta mostraba tal extrañeza, estaba tan colmado de fervor local, que tuvo que controlarse para no echarse a reír. Quien ignoró a Veiga ahora fue Julia Soto, que siguió hablando.

– No sé si mi padre estaba ausente porque se había vuelto religioso o al revés, pero estoy convencida de que una cosa iba con la otra.

Unos minutos más tarde, Julia Soto los acompañó de nuevo a la puerta. Les prometió avisarles en cuanto su madre estuviera en condiciones de hablar con ellos.

– Gracias por su comprensión.

Cerró la puerta del jardín con llave y se dirigió con paso rápido a la casa. En el umbral de la puerta la esperaba Carlos Veiga. A Cornelia le pareció ver que se abrazaban, pero Fischer ya había arrancado el coche y la entrada de la casa quedó fuera de su campo de visión. Se le escapó un gruñido. -¿Qué?

– No tan rápido, creo que me he perdido algo.

– ¿Importante?

– No sé. Tuve la impresión de ver un gesto raro, que no me encaja, como si Julia Soto y ese primo suyo, Carlos Veiga, se acercaran demasiado.

– Bueno, son familiares.

– Es cierto, pero había algo demasiado íntimo en ese movimiento. Quizá me equivoco, apenas lo he vislumbrado.

– Ese Veiga no te ha gustado, ¿verdad?

– Me pareció que actuaba todo el tiempo, que se esforzaba de un modo excesivo por ofrecer una imagen inofensiva de sí mismo.

– Todo el mundo quiere parecer inocente cuando habla con policías.

– Doblez. Así llamaría yo a la impresión que deja. Por un lado, ese aspecto modoso; por otro, esa manera tan rara de mirar, esa forma de bajar la cabeza y observar con los ojos tan arriba. Y la hija, Julia Soto, que está haciéndose la fuerte.

– ¿Por qué te lo parece?

– Porque se expresa con una serenidad extraña en quien acaba de perder a su padre de una manera tan brutal.

No era frialdad germánica, pensó, era otra cosa. Era como si representara un papel, el de la hija solícita que lo tiene todo bajo control. Y al hacerlo se defendiera a sí misma de la pérdida. Pero los alardes de este tipo no suelen acabar bien.

Y mientras pensaba en eso cayó de súbito en la cuenta de que Julia Soto no había reconocido a Reiner cuando los vio ante la verja de su casa. Sin embargo, ella era quien había identificado el cuerpo de su padre. Eso significaba que por la mañana él se había limitado a enviar a una compañera a buscar un familiar y que después se había marchado. Se volvió hacia el perfil de su compañero. Tenía la mirada fija en el tráfico, que al abandonar las callecitas residenciales era de nuevo espeso y crispado. Sintió un golpe en la boca del estómago y dirigió la vista a la derecha, a los edificios que pasaban lentamente a su lado. Por primera vez en todos los años que llevaban juntos Reiner Fischer le había mentido.