¿Y si la dirección que te dan es la de un cementerio, uno de los tantos cementerios legendarios de París, o la de una iglesia o la de una casa burguesa en una avenida burguesa? ¿Y si la dirección es la de un sótano ubicado en lo más oscuro del barrio árabe? ¿Debe el nuevo surrealista clandestino, que además no está muy seguro de no ser víctima de una broma que se alarga demasiado, acudir?
Puede que nadie, nunca, reciba esta llamada. Puede que los surrealistas clandestinos jamás hayan existido o sean, ahora, sólo una colección no muy numerosa de viejos humoristas. Puede que los que reciban la llamada no acudan a la cita, porque creen que es una broma o porque no pueden acudir.
"Después de siglos de filosofía, vivimos aún de las ideas poéticas de los primeros hombres", escribió Breton. Esta frase no es, como pudiera pensarse, un reproche, sino una constatación en el umbral del misterio.
Intento de agotar a los mecenas
Miércoles 4 de julio de 2001
Nunca tuve un mecenas. Nunca nadie me conectó con nadie para hacerme beneficiario de una beca. Nunca ningún gobierno ni ninguna institución me ofreció dinero, ni ningún caballero elegante se sacó la chequera delante mío, ni ninguna señora trémula (de pasión por la literatura) me invitó a tomar el té y se comprometió a pagarme una comida diaria. Pero con el tiempo he conocido, personalmente o a través de lecturas, a muchos mecenas.
El más común de todos es el cuarentón homosexual que de pronto advierte que su vida está vacía y que se dedica, morosamente, a llenarla de sentido. Este tipo de mecenas lo que en el fondo quiere es ser artista y tener a su vez un mecenas, un mecenas cuarentón y violento, que a su vez también tiene un mecenas, el cual a su vez es apadrinado por otro mecenas, y así hasta el infinito. Generalmente las obras que enloquecen a este tipo de mecenas son los falsos autorretratos.
También existe el mecenas con vínculos sanguíneos. Suele ser hermano o hermana del artista o poeta en cuestión y la relación que se establece entre ambos es como la del pájaro y el peñasco. En ese ámbito a la necesidad desesperada se la conoce con el nombre de amor. La derrota en todos los frentes está asegurada.
Luego viene el mecenas invisible. Su apadrinado jamás lo tuteará. De hecho, en algunos casos, jamás lo verá. El mecenas invisible es capaz de violar a un escritor sin que éste se dé cuenta. El mecenas invisible no es, como podría pensarse, un ser discreto y prudente. Más bien al contrario: suele ser un patán astuto.
De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales.
Después tenemos a la abuelita melancólica. Que no es, por supuesto, abuela, ni siquiera tía abuela, de sus apadrinados, y cuya imagen se corresponde en parte a aquellas viejas damas rusas amantes de las letras que durante una época pulularon por París, Venecia y Ginebra. Las abuelitas visten impecablemente bien. Hablan de Proust como si lo hubieran conocido. A veces evocan veladas a la luz de las velas en palacios de los que uno no ha oído hablar jamás. Tienen (por ignorancia) en alta estima a los autores que han sido traducidos a más de tres lenguas y su colección de diccionarios y enciclopedias suele ser admirable. Están en peligro de extinción.
No están en peligro de extinción, por el contrario, los agregados culturales que en las noches de luna llena se creen mecenas. De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales. Durante sus breves reinados sus amigos medran lo que pueden, que generalmente es poco, pero que para ellos es mucho, es todo.
Tampoco están en peligro de extinción los profesores latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquierda. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan cavernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más curiosa originalidad.
Después viene una masa amorfa de mecenas de distinto pelaje y de distinta desgracia. Están las vírgenes neuróticas, el hombre de las gauchadas, el que lo hace por spleen, las casadas insatisfechas, los funcionarios suicidas, el poeta que de pronto descubrió que carecía de talento, el que cree que nadie lo entiende, el borracho que recita a Salustio, el gordito al que le gustaría ser flaco, el resentido que quiere levantar un nuevo canon, el neoestructuralista que no entiende ni la mitad de lo que dice, el sacerdote que pena por el infierno, la señora que vela por las buenas costumbres, el empresario que escribe sonetos.
Detrás de esta muchedumbre, sin embargo, se esconde el único, el verdadero mecenas. Si uno tiene la suficiente paciencia como para llegar hasta allí, tal vez lo pueda ver. Y si lo ve probablemente acabe defraudado. No es el diablo. No es el estado. No es un niño mágico. Es el vacío.
Jim
Lunes 9 de septiembre de 2002
Tuve, como todo el mundo, un amigo que se llamaba Jim. Nunca vi a un norteamericano más triste. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que tenía que durar más de medio año, pero al cabo de dos meses volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. En Centroamérica lo asaltaron varias veces. Lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo.
Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila y del miedo. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí.
Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de liquido inflamable y escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba y luego seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que había matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Tal vez me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Cuando por fin se giró observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos.
¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente, esperaba Jim. “Chingado, hechizado/ chingado, hechizado”, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera.
Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y a las pocas calles nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
El suicidio de Gabriel Ferrater
Lunes 16 de septiembre de 2002
Son incontables los suicidios literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o un colega al que sólo en ese momento prestaron atención.
Hay suicidios que son obras maestras del humor negro, como el del surrealista Jacques Rigaut o el del precursor del surrealismo Jacques Vaché. Hay suicidios que ponen en jaque nuestra noción de cultura, como el de Walter Benjamin, y otros, como el de Hemingway, que más bien parecen trámites de aduana, encuentros largamente diferidos en aeropuertos.
Para el poeta catalán, vivir más allá de los cincuenta años era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redonda. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba a abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas.
Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera -y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron ser temidos en su época. Libros de poemas escribió pocos. Si la memoria no me engaña, tres. Todos irrepetibles.
En cualquier caso Ferrater vivió su vida -y escribió sus poemas- como un romano. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en San Cugat del Vallés, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.
Rodrigo Rey Rosa en Mali, creo
Lunes 23 de septiembre de 2002
Tal vez sería conveniente hablar de los últimos libros de Rey Rosa, el libro sobre la India y su última novela, una joya de escasas páginas, que arroja una mirada distinta sobre la novela negra, género en el que todos se atreven y del que muy pocos salen bien librados. Decir que Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.
Hoy prefiero recordar una historia que él me contó. La historia trata de un viaje a un país africano, creo que era Mali, no soy capaz de precisarlo. En cualquier caso Rey Rosa llega en avión, a la capital, una ciudad caótica y cerca de la costa. Tras pasar unos cuantos días allí se traslada en autobús hacia un pueblo del interior. En ese punto acaba la carretera o bien, es una posibilidad, la carretera se vuelve incierta, como una pista en el desierto que cualquier golpe de viento deshace.
Decir que Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.
El pueblo está junto a un río y Rey Rosa toma una barca que navega río arriba interminablemente. Finalmente arriba a una aldea, y tras caminar y preguntar a la gente, llega a una casa, una casa de ladrillos de una sola habitación, que es el lugar al que se dirigía. La casa, que pertenece a un pintor mallorquín que probablemente es uno de los grandes pintores contemporáneos, está vacía. En algún lugar hay un arcón y dentro de ese arcón, a salvo de las termitas, se halla la biblioteca del pintor. Esa noche Rey Rosa lee hasta tarde, iluminado por una vela, pues allí, es obvio decirlo, no hay luz eléctrica. Después se cubre con una manta y se echa a dormir.
Durante algunos días permanece en la aldea, que apenas si tiene las suficientes cabañas como para merecer ese nombre. Compra comida a los lugareños, bebe té a orillas del río, da largos paseos hasta el borde del desierto. Un día termina de leer el libro que ha cogido del ya legendario arcón y entonces lo devuelve a su lugar, cierra la casa y se marcha. Cualquier otro hubiera emprendido de inmediato el camino de regreso. Rey Rosa, sin embargo, sale de la aldea, como se suele decir, por la parte de atrás, no por la parte del río, y se dirige a unas montañas. He olvidado el nombre de éstas. Sólo sé que al atardecer adquieren un tono azulado que pasa, paulatinamente, del azul pastel al azul metálico. La oscuridad, por descontado, lo sorprende caminando por el desierto, y aquella noche duerme entre alimañas. Al día siguiente reemprende el camino. Y así, hasta llegar a las montañas, que encierran pequeños valles estériles, en donde el mar de arena va desgastando las rocas. Aún pasa allí una noche más. Luego regresa a la aldea, al río, al pueblo, al autobús, a la capital y al avión que lo lleva hasta París, en donde por ese entonces vivía.
Cuando me contó la historia le dije que un viaje así me mataría. Rodrigo Rey Rosa, que cree en la vida como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte, me respondió que no era para tanto.
Unas pocas palabras para Enrique Lihn
Lunes 30 de septiembre de 2002
En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos.
Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines [2] en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
Todos los temas con Fresán