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Lunes 7 de octubre de 2002

Con Rodrigo Fresán me une una amistad que se cimenta no sólo en la simpatía (que por mi parte está llena de cariño) sino también en nuestras inacabables conversaciones, que a menudo se convierten en discusiones sobre los temas más peregrinos, algo que no siempre podemos hacer en Barcelona, pues yo vivo en la Costa Brava, ni en la Costa Brava, más concretamente en la sala de mi casa de Blanes, pues él vive en Barcelona, y pese a que ambos viajamos bastante, él más que yo, ninguno de los dos tiene automóvil ni sabe conducir, y el tiempo nos está volviendo sedentarios.

En líneas generales se podría decir que hablamos de muchas cosas. Intentaré enumerarlas sin orden jerárquico. 1) Del infierno latinoamericano que se concentra, sobre todo los fines de semana, en algunos Kentucky Fried Chicken y Mc Donald’s. 2) De las andanzas del fotógrafo de Buenos Aires Alfredo Garófano, amigo de infancia de Rodrigo, y ahora amigo mío y de cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. 3) De las malas traducciones. 4) De los asesinos en serie y de los asesinos de masas. 5) Del ocio proyectivo como antídoto del verso proyectivo. 6) De la cantidad ingente de escritores que deberían jubilarse tras escribir el primer libro o el segundo o el tercero o el cuarto o el quinto. 7) De la superioridad de la obra de Basquiat ante la de Haring, o viceversa. 8) De la obra de Borges y de la obra de Bioy. 9) De la conveniencia de retirarse a un rancho en México, cerca de un volcán, para terminar escribiendo La trilogía del Zopilote. 10) De los rizos espacio-temporales. 11) De algunas desconocidas majestuosas que se te acercan en un bar y te dicen al oído que tienen el sida (o no). 12) De Gombrowicz y de lo que éste entendía por inmadurez. 13) De Philip K. Dick, a quien ambos admiramos sin reservas. 14) De la posibilidad de una guerra entre Chile y Argentina y de sus posibles e imposibles consecuencias. 15) De la vida de Proust y de la vida de Stendhal. 16) De lo que hacen algunos profesores en Estados Unidos. 17) De la actividad sexual de los monitos tití y de las hormigas y de los grandes cetáceos. 18) De los colegas a los que hay que evitar como si fueran bombas lapa. 19) De Ignacio Echevarría, a quien ambos queremos y admiramos. 20) De algunos escritores mexicanos que a mí me gustan y que a él no le gustan, así como de algunos escritores argentinos que a mí me gustan y a él no le gustan. 21) De los modales de los barceloneses. 22) De David Lynch y del palabrerío de David Foster Wallace. 23) De Chabon y Palahniuk, que a él le agradan y a mí no. 24) De Wittgenstein y de su habilidad como fontanero y carpintero. 25) De algunas cenas crepusculares, que en realidad, para sorpresa del comensal, se convierten en piezas teatrales en cinco actos. 26) De los concursos basura de la tele. 27) Del fin del mundo. 28) Del cine de Kubrick, que yo, ante el desmedido entusiasmo de Fresán, empiezo a detestar. 29) De la guerra increíble entre el planeta de los seres-novela y el planeta de los entes-cuento. 30) De la posibilidad de que cuando la novela despierte de su sueño de hierro, el cuento siga allí.

Por supuesto, estos treinta apartados no agotan, ni mucho menos, nuestros temas de conversación. Sólo un par de cosas que añadir. Me río mucho cuando hablo con Fresán. Raras veces hablamos de la muerte.

Recuerdos de Los Ángeles

Lunes 14 de octubre de 2002

Hace unos meses venía en avión desde Madrid a Barcelona y me tocó sentarme junto a un joven chileno. El joven resultó ser de Los Ángeles, Bío-Bío, el sitio donde más tiempo viví en Chile. Él iba a El Cairo, en viaje de negocios, vaya Dios a saber lo que vendía, y la conversación fue breve y más bien discreta. Dijo que Los Ángeles había crecido mucho pero que seguía siendo un pueblo, mencionó dos o tres fábricas, habló de un fundo que producía no sé qué cosa. Era un joven discreto y profundamente ignorante, pero que sabía viajar en primera.

Cuando el avión despegó le cambié el asiento a una mujer que quería estar junto a sus hijos y me fui a sentar al lado de un fotógrafo que no paraba de sudar. El fotógrafo tenía pinta de pakistaní, por lo que pensé que tal vez al cabo de un rato iba a sacar un cútex y secuestrar el avión. Puestos a morir, me dije, prefiero hacerlo mordiéndole los tobillos a un pakistaní que sentado junto a un chileno de Los Ángeles. Después me puse a recordar mi infancia y parte de mi adolescencia en aquella ciudad o pueblo.

En aquella ciudad o pueblo de Bío-Bío comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante y que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.

Para mi sorpresa, me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me acordaba, por ejemplo, de las paredes de mi casa, que eran de madera. Y de cómo se mojaban los tablones (y los listones) cuando caían esas lluvias interminables del sur. También recordaba a una enana que vivía unas cinco casas más allá. Una enana de origen alemán, profesora de algo en alguna escuela, que parecía la viva imagen del exilio, al menos la imagen decimonónica, la imagen póntica. Durante un tiempo pensé que esta mujer era, en realidad, una extraterrestre.

Y más recuerdos. Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro de mi amigo Fernando Fernández. Los ataques de asma de mi madre. Una tarde en que creí que me estaba volviendo loco. Otra tarde en que bebí sangre de cordero.

En Los Ángeles comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante, que entre O’Higgins y Guiraut de Bornelh yo me quedaba con Guiraut, que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.

Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día, batí mi propio récord de cimarras, batí mi propio récord de felices horas perdidas sin hacer absolutamente nada.

Fui feliz allí, pero menos mal que mis padres decidieron irse.

Autobiografías: Amis amp; Ellroy

Lunes 21 de octubre de 2002

Siempre me parecieron detestables las autobiografías. Qué perdida de tiempo la del narrador que intenta hacer pasar gato por liebre, cuando lo que un escritor de verdad debe hacer es atrapar dragones y disfrazarlos de liebres. Doy por descontado que en literatura un gato nunca es un gato, como dejó claro de una vez y para siempre Lewis Carroll.

Pocas son las autobiografías realmente memorables. En Latinoamérica, probablemente ninguna. En estos días ha salido el primer tomo de las memorias de García Márquez. Todavía no lo he leído, pero se me ponen los pelos de punta sólo de imaginar lo que allí ha escrito nuestro Premio Nobel. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, sacando fuerzas de donde ya quedan pocas fuerzas, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.

Todavía no he leído las memorias de García Márquez, pero se me ponen los pelos de punta al imaginar lo que allí ha escrito. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.

Hace un tiempo leí dos especies de autobiografías de dos de los mejores escritores de lengua inglesa vivos. “Experiencia”, de Martin Amis, y “Mis rincones oscuros”, de James Ellroy. Ambas libros tienen en común el haber sido escritos por escritores jóvenes, es decir por escritores a quienes no se les supone en el trance de hacer un balance de sus vidas, pues éstas, salvo imponderables, distan mucho de estar en su recta final. Hasta aquí llega el parecido y a partir de aquí los libros se separan para siempre.

Amis escribe una autobiografía brillante, pedante, blanda, la vida de un escritor hijo de escritor. Ellroy, a quien muchos desprecian por consideraciones tan imbéciles como que se trata de un escritor de género, escribe una autobiografía sesgada, unas memorias que surgen directamente de los límites del infierno. En realidad lo que hace Ellroy es investigar y recrear, sin ocultar nada, la vida de su madre, los últimos días de vida de su madre violada y asesinada en 1958 y cuyo asesino jamás fue descubierto.

Como el crimen parece ser el símbolo del siglo veinte, en las memorias de Amis también hay un asesino en serie, el infame Fred West, en cuyo jardín se encontraron los restos de ocho mujeres, entre ellas una prima de Amis desaparecida muchos años antes. Pero Amis, cuando se acerca al abismo, cierra los ojos, pues sabe, como buen universitario que ha leído a Nietzsche, que el abismo puede devolverle la mirada. Ellroy también lo sabe, aunque no haya leído a Nietzsche, y allí radica la principal diferencia entre ambos: él mantiene los ojos abiertos. De hecho, no sólo mantiene los ojos abiertos, Ellroy es capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada.

El libro de Amis no es malo. Pero casi todos los libros anteriores de Amis son mejores. Quien busque en “Experiencia” al autor de “Dinero” o “Campos de Londres” o “La información” o “Tren nocturno” se llevará una decepción. El libro de Ellroy, por el contrario, es un libro ejemplar. La segunda o tercera parte, la que cuenta la infancia y adolescencia de Ellroy tras la muerte de su madre, es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años.

El libro de Amis termina con niños. Termina con paz y amor. El libro de Ellroy termina con lágrimas y mierda. Termina con un hombre solo y erguido. Termina con sangre. Es decir, no termina nunca.

Ese extraño señor Alan Pauls

Lunes 28 de octubre de 2002

Lo primero que leí del señor Alan Pauls fue un cuento absolutamente original, “El caso Berciani”, publicado en la antología “Buenos Aires”, de Juan Forn, Anagrama, 1992.

En dicho libro, compuesto por textos de escritores tan relevantes como Piglia, Aira, Saccomanno o Fresán, el cuento del señor Pauls sobresalía por diversos motivos, el más notable de los cuales era una anomalía: había algo en “El caso Berciani” que sugería un rizo espacio-temporal, no sólo en el argumento, que por otra parte no iba de eso, es decir no era de ciencia-ficción ni nada parecido, sino en el encadenamiento de los hechos narrados, en la feroz entropía apenas entrevista, en la disposición de los párrafos y de las oraciones.

Durante mucho tiempo fui un lector fervoroso de este escritor del que sólo conocía un cuento. Sabía pocas cosas de él: había nacido en Buenos Aires en 1959, había publicado dos novelas que jamás pude encontrar, “El pudor del pornógrafo” y “El coloquio”, y un libro de ensayo sobre Manuel Puig. Así que durante mucho tiempo me tuve que conformar -y fue más que suficiente- con leer y releer “El caso Berciani”, que a estas alturas me parece, es evidente, un cuento perfecto, si es que existen monstruos perfectos, supuesto poco razonable.

Hasta que un día entré en contacto con el fabuloso señor Pauls. No sé si yo le escribí o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso. En esa carta me hablaba de un viaje en automóvil en compañía de su hija, una niña de edad similar a la de mi hijo, tal vez un poco menor. El viaje, según entendí tras releer su carta diez veces (vicio adquirido con “El caso Berciani”) había empezado en el centro de Buenos Aires para terminar en el extrarradio. La jovencita Pauls parecía una niña inteligentísima. Su padre, un conductor de coches experto. El mundo, inhóspito. Contesté su carta mandándole saludos a la niña, de mi parte y de parte de mi hijo. Tal vez aquí cometí una falta de delicadeza, pues el señor Pauls tardó un poco en contestarme, aduciendo no sé qué problemas con su computadora. Su hija se hizo la desentendida con respecto a los saludos de mi hijo.

Poco después leí dos cuentos o dos fragmentos de una saga hipocondriaca o médica, firmados por el señor Pauls, y que hasta donde sé permanecen inéditos. Ambos cuentos o fragmentos o lo que sea me parecieron perfectos, monstruos perfectos. Llegado a este punto, como comprenderá cualquier lector, lo único que deseaba era seguir leyéndolo.

De tal manera que le pedí a Rodrigo Fresán (quien, además de amigo del señor Pauls, durante un tiempo fue su vecino) que en su próximo viaje a la Argentina arramblara con todo lo que estuviera firmado por este autor.

Así leí “Wasabi”, su tercera y por ahora última novela, en donde narra el crecimiento y el a la postre imposible amaestramiento de un forúnculo, y su libro de ensayo sobre Borges, “El factor Borges”, un libro estupendo, como “Wasabi”, pero que desde el inicio plantea una serie de problemas borgeanos: el libro está firmado por Alan Pauls y Nicolás Helft, sin embargo en los créditos se aclara que el texto es de Alan Pauls y que las imágenes reproducidas con generosidad pertenecen a los Archivos de la Fundación San Telmo.

No sé si yo le escribí al fabuloso señor Pauls o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso.

¿Entonces por qué el libro aparece firmado por Nicolás Helft? ¿Y quién es Nicolás Helft? Según Fresán, Nicolás Helft es el propietario de algunas de las ilustraciones o de los facsímiles que aparecen en el libro. Yo no lo creo. Tampoco creo que sea un heterónimo creado por el señor Pauls, poco dado a excesos portugueses, sino más bien la sombra de una sombra, la sombra de un conde polaco, por ejemplo, o la sombra de cierta descorazonadora lucidez.

Recuerdo una carta que me escribió hace ya mucho tiempo el señor Alan Pauls. Me decía en ella que se había ido con su mujer -y presumiblemente con su niña- a una comuna hippie uruguaya. No a vivir, aclaraba, sino a pasar unos días. Durante esos días lo único que hizo, eso entendí tras leer su carta diez veces, fue terminar de leer una novela larga y contemplar una especie de duna que el viento cambiaba de sitio de forma más que perceptible. Pero lo raro fue que nadie se daba cuenta de ello. En fin, eso suele pasar, querido señor Pauls, pensé tras la lectura número diez. Es usted uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos y somos muy pocos los que disfrutamos con ello y nos damos cuenta.

Javier Aspurúa en su propio funeral

Lunes 4 de noviembre de 2002

Supe, no hace mucho, de la muerte de Javier Aspurúa, por boca de un amigo de paso en Barcelona y por una carta que me trajo el correo electrónico. Los detalles de esta muerte, como suele pasar en estos casos, no son del todo claros. Aspurúa, calculo, debía de tener más de setenta años, estaba enfermo, según uno de mis informantes, sólo tenía un resfriado, según el otro, lo cierto es que una tarde, mientras paseaba su convalecencia por Quilpué o tal vez por Villa Alemana (en uno de esos dos pueblos vivía, ahora no consigo recordar en cuál), un vehículo lo atropelló y él dejó de respirar, es decir se murió.

Cuentan algunos amigos o conocidos que su aparición en el mundo de la literatura, de la literatura, digamos, profesional, se produjo cuando ya había cumplido los cincuentaicinco años, según otros pasados los sesenta, después de una oscura jubilación anticipada en alguna oficina pública. Esta llamémosla aparición, por lo demás, fluyó siempre por los cauces (o por los canales de regadío, ya que estamos con metáforas hidrográficas) de la más irrestricta discreción. Que se sepa, sólo escribió reseñas de libros. Que se sepa, su obra completa está reunida en “Las Últimas Noticias”, y puede bastar un libro de cien páginas, aunque es posible que me equivoque, para contenerla.

Lo conocí en el año 1999, en Santiago. Fue la primera y única vez que lo vi. Le agradecí una reseña favorable que escribió sobre uno de mis libros. Él enrojeció y se puso a mirar el cielorraso.

Lo conocí en el año 1999, en Santiago. Fue la primera y única vez que lo vi. Él estaba allí para entregar su crítica, yo acompañaba a Andrés Braith-

waite y Rodrigo Pinto. Le agradecí una reseña favorable que escribió sobre uno de mis libros. Él enrojeció y se puso a mirar el cielorraso. Después fuimos a un bar y en algún momento de la noche en nuestra mesa había más de ocho personas y todos hablaban y opinaban, menos Javier Aspurúa, que permanecía en silencio. A su lado llevaba una bolsa de plástico con libros. Puesto que la conversación general no me interesaba, me acerqué a él y le pregunté qué libros había comprado. Me tendió la bolsa para que yo mismo los mirara: novelas inglesas. Estuvimos hablando sobre la obra de algunos de ellos. Más tarde el señor Aspurúa consultó el reloj y dijo que tenía que marcharse pues de lo contrario perdería el último autobús para Quilpué o Villa Alemana.

Lo acompañé hasta la calle. Cuando lo perdí de vista pensé en el hombre invisible, pero al cabo de pocos segundos, en el momento de darme la vuelta y volver a entrar en el bar, supe con la rotundidad de un mazazo que Aspurúa no tenía nada que ver con la invisibilidad, bien al contrario, todos sus gestos, toda su timidez, incluso su discreción, apuntaban a un hombre que era plenamente consciente, tal vez dolorosamente consciente de su visibilidad y de la visibilidad de los otros. En este sentido, pensé, pero esto lo pensé mucho más tarde, tal vez en el avión que me trajo de vuelta a España, los libros, que leyó siempre con entusiasmo, un entusiasmo en donde era dable adivinar al adolescente que algunos jubilados arrastran siempre consigo, fueron como aspirinas para el dolor de cabeza o como las gafas oscuras, totalmente negras, que algunos locos se ponen para no ver absolutamente nada y descansar, pues la realidad, experimentada día a día como visibilidad, cansa y agota y en ocasiones enloquece. Tal vez esa fue su relación con los libros. O tal vez no. Tal vez esperaba de ellos, quiero creer ahora que ha muerto, mensajes en una botella o tal vez droga dura o tal vez ventanas a través de las cuales, en raras ocasiones, uno ve cruzar veloz como un relámpago al conejo blanco de Alicia.

Según Braithwaite, que asistió a su funeral, en algún momento de éste se vio, precisamente, a un conejo correr por entre las tumbas. No un conejo blanco sino gris o pardo, tal vez una liebre, pero de la misma familia al fin y al cabo.

Para llegar de verdad a Madrid

Lunes 18 de noviembre de 2002

De entre las muchas formas de viajar a Madrid, mi preferida es haciendo autostop, como cuando yo era Poil de Carotte, en las melancólicas palabras de Renard en su Diario, la vez que se orinó levemente en la cama porque estaba enfermo y ya nada se podía arreglar, si es posible orinarse levemente en un mundo (y en una cama, que es el reverso de la moneda donde está labrada la metáfora del mundo) donde la densidad de los actos voluntarios e involuntarios es cualquier cosa menos sueño y menos deseo, sino hecho tangible y en alguna medida irremediable: ese líquido amarillo que corre por tu pierna y que el autor francés, el gran amigo de Schwob, observa con curiosidad y despego y que le recuerda a un niño, él mismo, y además escrito por él mismo pero hace ya tanto.

Bien mirado, vivir o estar en Madrid no se diferencia mucho de vivir o estar en Tacuarembó. El aire, tal vez, es diferente.

De entre los muchos hoteles de Madrid, yo prefiero los que están entre la plaza Santa Ana y la plaza de Lavapiés, como cuando hacía autostop y era capaz de aguantar muchos días sin comer ni dormir. Aunque ciertamente conozco hoteles mejores, como el Wellington, por ejemplo, que es el hotel donde un día vi a la baronesa Von Thyssen, sentada sola en el lobby, cubierta con un abrigo de piel blanca como si fuera un escudo o la áspera colcha con que los vagabundos y los sin casa se defienden de las inclemencias del invierno, a cada segundo que pasaba más Tita Cervera y menos baronesa.