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De ahí tal vez esa mirada que uno puede descubrir en los ojos de las madrileñas: mitad sorna y mitad Merimée. La verdad es que Madrid es una ciudad que no existe. Pese a los guerreros y sacerdotes que salieron de la villa y corte y que jamás volvieron, pese a las mujeres de Madrid, melancólicas y prácticas en la región con menos sentido de la meseta. O tal vez Madrid es una ciudad imaginaria a la que hay que llegar en autostop y no volando, con veinticinco años y no con casi cincuenta.
El Bukowski de La Habana
Lunes 25 de noviembre de 2002
Que a alguien le digan el Bukowski de La Habana puede ser en cierto sentido incluso halagador, un piropo y no un insulto, pero que se lo digan a un escritor, a un escritor cubano, pues no sé, se puede tomar como una forma abierta o soterrada de desprecio, pues Bukowski, que fue un excelente poeta, un poeta borracho formado en la lectura de malas traducciones de Li Po, otro borracho legendario, ha caído en los últimos años en el descrédito total, algo que parece más bien injusto, pues si bien como novelista nunca brilló a gran altura, como cuentista, cuentista en la tradición que va de Twain a Ring Lardner, es autor de algunos textos notables.
A Pedro Juan Gutiérrez la crítica lo llama el Bukowski de La Habana y, en efecto, hay muchas cosas que el cubano comparte con el norteamericano: una vida de múltiples trabajos, la mayoría aparentemente no relacionados con la literatura, un éxito tardío, una escritura sencilla, aunque aquí hay que tener muchísimo cuidado, unos temas comunes, como las mujeres, el alcohol y la lucha por sobrevivir una semana más. También, como Bukowski, sus novelas son notablemente inferiores a sus cuentos.
En una palabra: a Pedro Juan no lo toman en serio, algo que a él, me imagino, lo trae al fresco, pues por un lado está acostumbrado a que no lo tomen en serio y por otro lado no creo que sea eso, precisamente, lo que ande buscando. Su imagen pública no puede ser más contradictoria: hay quienes ven en él al escritor priápico por excelencia, el producto caribeño ideal. En este sentido Gutiérrez es como un Prometeo sexual desencadenado. Su querencia por las mujeres no conoce edad (aunque ciertamente nadie ha dicho de él que sea un pedófilo, más bien al contrario), ni raza (Gutiérrez enarbola la bandera del arcoiris), ni rencores personales (es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra). Sé de lectores que se preguntan de dónde saca este fauno tiempo para escribir, si parece estar templando todo el día.
También sé de lectores que piensan que Gutiérrez es un espía castrista al que un equipo de comisarios literarios le escribe sus libros mientras él se dedica a sus menesteres. Bastante desquiciada tendría que estar la Seguridad castrista para inventarse un escritor así.
La querencia de Pedro Juan Gutiérrez por las mujeres no conoce edad, ni raza, ni rencores personales: el escritor cubano es capaz de enamorarse de las peores víboras de la Tierra.
En los cuentos de Gutiérrez, aparte del sexo y de las drogas y del ansia por sobrevivir, la otra protagonista es La Habana. Una Habana lamentable, en estado comatoso, en donde hablar de Revolución ya ni siquiera funciona como un chiste. En realidad, más que comatosa, La Habana de Gutiérrez está anémica y afiebrada. Comatosa estaba Bucarest o Kiev o Sofía. La fragilidad de los habaneros, sin embargo, es similar a la de los ciudadanos de estas ex ciudades comunistas y además en poco se diferencia de la fragilidad de los ciudadanos de cualquier otra ciudad grande de Latinoamérica. Los cuentos de Gutiérrez, en este sentido, se insertan en medio del caos de la Historia (y no sólo de las historias particulares), y, pese a ser el Bukowski de La Habana, son más reales y auténticos y a menudo están mucho mejor narrados que muchos cuentos de autores llamados serios por la crítica, que aún se debaten en las cada vez más pestilentes aguas del “boom”, por poner un ejemplo cercano, o que intentan, más bien de forma patética, travestirse con los ropajes de la flema y de la aristocracia, en un continente en donde no existe aristocracia y en donde las cosas más terribles ocurren a pocos centímetros de nuestras desvaídas, por llamarlo de alguna manera, jetas.
Cuba está mal. Latinoamérica está mal. Gutiérrez no parece estar mucho mejor. Pero, mucho me temo, sigue fiel a sus principios o a su naturaleza. Quien desee comprobarlo que lea la “Trilogía sucia de La Habana ” o los tres libros de bolsillo en donde la editorial Anagrama reúne todos sus cuentos publicados hasta ahora.
Sergio González Rodríguez bajo el huracán
Lunes 2 de diciembre de 2002
Hace algunos años, mis amigos que viven en México se cansaron de que les pidiera información, cada vez más detallada, además, sobre los asesinatos de mujeres de Ciudad Juárez, y decidieron, al parecer de común acuerdo, centralizar o pasarle esta carga a Sergio González Rodríguez, que es narrador, ensayista y periodista y quién sabe cuántas cosas más, y que, según mis amigos, era la persona que más sabía de este caso, un caso único en los anales del crimen latinoamericano: más de trescientas mujeres violadas y asesinadas en un periodo de tiempo extremadamente corto, desde 1993 hasta 2002, en una ciudad en la frontera con Estados Unidos, de apenas un millón de habitantes.
“Huesos en el desierto” no sólo es una fotografía del mal y de la corrupción en México, sino también una metáfora del incierto futuro de toda Latinoamérica.
Ya no me acuerdo en qué año empecé a cartearme con Sergio González Rodríguez. Sólo sé que mi cariño y mi admiración por él no ha hecho sino crecer con el tiempo. Su ayuda, digamos, técnica, para la escritura de mi novela, que aún no he terminado y que no sé si terminaré algún día, ha sido sustancial. Ahora acaba de aparecer su libro, “Huesos en el desierto” (Anagrama), un libro que indaga directamente en el horror y que Sergio ha presentado estos días en Barcelona. Próximamente el libro será distribuido a toda Latinoamérica. Y seguramente traducido a otros idiomas. Pero antes sucedieron otras cosas. Entre ellas, un intento de asesinato del que Sergio se salvó por los pelos. Y varios seguimientos. Y amenazas y teléfonos intervenidos. Cosas que hubieran espantado a cualquier otra persona, pero que Sergio, con una calma aplastante, sólo ha experimentado como quien observa llover.
Lo cierto es que, más que una lluvia, lo que Sergio ha observado y luego de alguna manera vivido, es un huracán. Su libro, que aparece en la colección Crónicas de Anagrama, en donde se encuentran libros de Wallraff, Kapuscinski y Michael Herr, no sólo no desmerece en nada de la compañía de estos mitos del periodismo, sino que incluso, como ellos, precisamente, transgrede a la primera ocasión las reglas del periodismo para internarse en la no-novela, en el testimonio, en la herida e incluso, en la parte final, en el treno. “Huesos en el desierto” es así no sólo una fotografía imperfecta, como no podía ser de otra manera, del mal y de la corrupción, sino que se convierte en una metáfora de México y del pasado de México y del incierto futuro de toda Latinoamérica. Es un libro no en la tradición aventurera sino en la tradición apocalíptica, que son las dos únicas tradiciones que permanecen vivas en nuestro continente, tal vez porque son las únicas que nos acercan al abismo que nos rodea.
Ayer, sin embargo, Sergio estuvo en mi casa y estuvimos hablando de cosas más leves. Mi niña se apropió de Paola, la muchacha que iba con él. Carolina sirvió jamón y queso. Abrimos una botella de vino. Sergio me trajo de regalo medio kilo de café de mi añorada y aborrecida cafetería La Habana, de la calle Bucareli. Paola y Carolina se fumaron un Delicados sin filtro. Recordamos los viejos camiones Pegaso del transporte urbano del DF y nos reímos. Luego yo me quedé callado y pensé que si alguna vez me encuentro en una situación jodida sería una garantía tener a Sergio González Rodríguez a mi lado. Viva México.
84, Charing Cross Road
Lunes 16 de diciembre de 2002
Hace no muchos años vi una película en la tele, basada en el libro “84, Charing Cross Road”, aunque yo por entonces no tenía ni idea de que el libro existiera. Era muy tarde, cerca de las cuatro de la mañana y la película estaba empezada. Aun así, me pareció magnífica. Decir que era sobria y contenida es caer en un recurso fácil: lo era, pero eso evidentemente no era lo más importante, ni siquiera el que sus actores fueran buenísimos. Su principal virtud, al menos eso me pareció aquella única vez que la vi, era su carácter de obra abierta, de boceto lo suficientemente estimulante como para que el espectador rellenara los vacíos con dos o tres o diez películas mentales que nada tenían que ver, al menos en apariencia, con lo que sucedía en la pantalla.
Las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las que no se alejan demasiado de la risa.
Hace poco me topé con el libro, “84, Charing Cross Road” (Anagrama, 2002), en el que se inspiraba la película y, contra lo que suele suceder, el libro me pareció aun mejor. Su autora es Helen Hanff y el volumen en cuestión, que tiene menos de cien páginas, está constituido por las cartas auténticas que la señorita Hanff, neoyorquina, pobre, judía, aspirante a escritora, le envía a un librero de Londres en los años posteriores a la segunda guerra mundial.
Las cartas, al principio, tratan exclusivamente sobre temas bibliófilos, pero la señorita Hanff no tarda en inmiscuirse en la vida de todos los empleados de la librería. ¿Cómo se inmiscuye? Pues enviando regalos “necesarios”, cosas como huevos en polvo (primera noticia: no tenía idea de que alguna vez se hubieran comercializado huevos en polvo), jamón, azúcar, café, hasta, pasado el tiempo, regalos no tan necesarios, como medias de nylon para las empleadas y para la esposa del librero. Regalos que emocionan a los ingleses (que tienen muchas cosas racionadas) y que emocionan al lector y que establecen una especie de hermandad entre la señorita Hanff y sus amistades epistolares.
Por supuesto, los ingleses también empiezan a enviar regalos a la señorita Hanff: colchas o manteles, libros raros, fotos. Llegado a este punto, el lector, para no quedarse atrás, se pone a llorar y en esas lágrimas, si uno quiere perder el tiempo observando sus propias lágrimas, algo nada recomendable, puede encontrar el oscuro mecanismo de ciertos textos de Dickens: las mejores lágrimas son las que nos hacen mejores y las mejores lágrimas, asimismo, son las que no se alejan demasiado de la risa.
Hay algunas otras curiosidades en el libro de la admirable señorita Hanff (Filadelfia, 1918-Nueva York, 1997). Por ejemplo, el hecho demostrable de que jamás compraba un libro sin haberlo leído previamente en la Biblioteca Pública, es decir, estamos ante una gran relectora más que ante una gran lectora. Y otra más: su absoluto desdén por la ficción, que sólo con los años se fue atemperando. De esto último buena prueba es “84, Charing Cross Road”, en donde tanto las cartas de ella como las cartas de sus corresponsales londinenses son, contra lo que en ocasiones pudiera llevar a engaño, completamente auténticas.
Un último detalle: la librería Marks amp; Co, que se ocupaba de libros usados y que atendía a sus clientes en el 84 de Charing Cross Road, ya no existe. Pero sus buenos precios, su profundo buen hacer en materia libresca y la gentileza de sus empleados perviven en este libro como ejemplo para futuros libreros y librerías, dos especies en peligro de extinción.
Jaume Vallcorba y los premios
Lunes 23 de diciembre de 2002
Días de reconocimiento para Jaume Vallcorba, el fundador de la editorial en lengua catalana Quaderns Crema y de la editorial en lengua castellana El Acantilado, quien ha tenido buenas noticias. Imre Kertész obtuvo el Premio Nobel y nadie, hasta ese momento, se había fijado en él, salvo Vallcorba, que es un experto en descubrir restaurantes ocultos y libros y autores raros.
En realidad, Vallcorba es experto en muchas cosas. En cierta ocasión hablábamos de Guiraut de Bornelh, un trovador provenzal del que yo creía saber algo, y de Jaufré Rudel, y posiblemente hasta de Marcabrú, cuando de pronto Vallcorba se puso a recitar a estos tres trovadores en su lengua y yo diría que hasta con el acento que le imprimían al provenzal o al occitano en la época en que fueron compuestos los poemas, con las variantes regionales de cada caso. Son cosas que, dichas así, de golpe, podrían atemorizar a cualquiera. Quiero decir: su conocimiento exhaustivo de la literatura medieval o de la literatura latina, la punta de un iceberg profundo y sólido en donde gira, a veces de forma armoniosa y a veces de forma caótica, aquello que es de todos y que se llama cultura europea. Pero basta conocerlo para perder cualquier prevención o temor. La cultura, nos dice Jaume Vallcorba con cada cosa que hace, es juego y es riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.
Con cada cosa que hace, Vallcorba nos dice que la cultura es juego y riesgo (juego y riesgo de la inteligencia), y si al final no nos reímos, francamente no vale la pena.
Sólo así se entiende su catálogo y el prestigio que en tan pocos años ha alcanzado El Acantilado. ¿Quién, si no él, se iba a atrever a publicar a Stefan Zweig o a Schnitzler? ¿A Lafcadio Hearn, a
Bracque, a Satie? ¿Quién se podía dar el gustazo de publicar “El cantar de los cantares” de Guido Ceronetti, hacer una segunda edición de los “Líricos griegos arcaicos” de Juan Ferraté, cuando está bien claro, o parecía estarlo, que los únicos interesados en este libro ya teníamos la primera edición, publicada hace siglos en Seix Barral, y que por lo tanto no íbamos a comprar la suya, o, en el colmo de los colmos, “El sueño de Polífilo” de Francesco Colonna?
Pero lo verdaderamente increíble de Vallcorba, lo pienso ahora que él está en Estocolmo invitado por Kertész, es su actitud ante los libros, su incansable curiosidad, su increíble modestia. Modestia que se ha agudizado, si cabe, al serle otorgado este año el premio al mejor editor de España. Y que no le impide, ni mucho menos, seguir visitando librerías tan extrañas como los restaurantes en donde come, o conversando con autores inéditos que otros editores despacharían en medio minuto, o embarcándose (con sigilo, pero también con arrojo) en empresas en donde sólo se embarcan, hasta donde yo sé y conozco, sólo los catalanes, algunos catalanes. Es más, apretando la tuerca yo diría: algunos editores catalanes. He tenido la felicidad de conocer a tres. Uno me ha enseñado mucho. El otro es una persona encantadora, en el sentido medieval del término, para seguir la terminología del sacrificado Rudel. El tercero es Jaume Vallcorba, cuyo destino ignoro, pero cuya presencia agradezco a Dios. No por mí, que no creo en Dios y que ya leí todo lo que tenía que leer, sino por los lectores. Aunque también por mí.
Tiziano retrata a un hombre enfermo
Lunes 30 de diciembre de 2002
En los Uffizi, de Florencia, se encuentra este curioso lienzo de Tiziano. Durante un tiempo no se supo quién fue el autor del óleo. Primero fue atribuido a Leonardo y luego a Sebastiano del Piombo. Sin que esté probado de forma absoluta, hoy todos los críticos se inclinan por la autoría de Tiziano.
En el cuadro vemos a un hombre aún joven, de pelo largo y rizado, de color marrón oscuro, puede que con un ligero matiz rojizo, de barba y bigote, que, mientras posa, deja que su mirada se pierda hacia la derecha, probablemente en dirección a una ventana que no vemos, una ventana que, sin embargo, podemos imaginar cerrada, con las cortinas abiertas o suficientemente abiertas para que penetre en la estancia una luz amarilla, luz que el tiempo confundirá con los barnices que cubren el óleo.
El rostro del joven es hermoso y profundamente pensativo. Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve sólo está sucediendo en el interior de su cabeza.
El rostro del joven es hermoso y profundamente pensativo. Mira la ventana, si es que la mira, pero probablemente lo que ve sólo está sucediendo en el interior de su cabeza. No se trata, sin embargo, de una huida. Tal vez Tiziano le dijo que se girara de aquella manera, que enfocara su rostro sobre aquella luz, y el joven lo único que ha hecho es obedecerle. Se diría, por otra parte, que tiene ante sí todo el tiempo del mundo. Con esto no quiero decir que el joven piensa que es inmortal. Bien al contrario. El joven sabe que la vida se renueva y que el arte de la renovación es, a menudo, la muerte. Su rostro denota inteligencia y en sus ojos y en sus labios es perceptible un ligero rictus de tristeza o tal vez, más que tristeza, de desgana, lo que no desdice que en determinado momento se sienta dueño de todo el tiempo del mundo, porque si bien es cierto que el hombre es una criatura del tiempo, conjeturalmente (o artísticamente, si me lo permiten) el tiempo también es una criatura del hombre.
De hecho, en este óleo el tiempo, que está retratado con los trazos de la invisibilidad, es un gatito posado sobre las manos del joven, manos enguantadas, o más bien mano derecha enguantada que se apoya sobre un libro, que es la exacta estatura del hombre enfermo, más que su abrigo con cuello de piel, más que su blusa, acaso de seda, más que su disposición ante el pintor y la posteridad, es decir la frágil memoria, que éste le garantiza o le vende. La mano izquierda no sé dónde está.
¿Cómo hubiera pintado un pintor medieval a ese hombre enfermo? ¿Cómo hubiera pintado un no figurativo del siglo veinte a ese hombre enfermo? Probablemente entre alaridos y gritos de terror. Juzgado por el ojo de un Dios incomprensible o atrapado en el laberinto de una sociedad incomprensible. Tiziano, por el contrario, nos lo entrega a nosotros, los espectadores del futuro, armado con las formas de la simpatía y de la comprensión.
Ese joven puede ser Dios o puedo ser yo. La risa de unos borrachos puede ser mi risa o puede ser mi poema. Esa Virgen tan simpática es mi amiga. Esa Virgen desconsolada es la larga marcha de mi gente. El niño que corre con los ojos cerrados por un jardín solitario somos nosotros.
Hojas escritas en la escalera de Jacob
Lunes 6 de enero de 2003
Me gustaría comprar todos los libros de Tolstoi y Dostoievski que ya leí pero que no tengo en mi biblioteca. También los de Daudet. Y los de Victor Hugo. A veces me pregunto qué hice con esos libros, cómo fui capaz de perderlos, en dónde los perdí. Otras veces me pregunto para qué quiero tenerlos si ya los leí, que es la forma de tenerlos para siempre. La única respuesta posible es que los quiero para mis hijos. Sé que es una respuesta tramposa: uno tiene que salir de casa a buscar los libros que lo esperan.
Aún recuerdo mi vieja edición de “Crimen y castigo”, editado por Thor, de Buenos Aires, a doble columna, como si fuera un ejemplar, y tal vez lo era, de pulp fiction, libros baratos para leer y después olvidar en una estación de autobuses o en un café que no cierra hasta las cuatro de la mañana. ¿Qué hice con ese libro? No lo sé, probablemente perdió importancia de golpe apenas leí su última página y luego lo dejé olvidado en algún lugar. No lo atesoré, como ahora atesoro mis libros. Pero lo leí muy joven y a Raskolnikov no lo pude dejar olvidado en ninguna parte.
Lo mismo me pasó con Petrus Borel y con De Quincey. Lo mismo con Baudelaire (de cuyas “Flores del mal” he tenido más de diez ediciones) y con Mallarmé. Si pudiera reencontrar una vieja edición argentina o mexicana de “Igitur”, sin duda me sentiría feliz. No me pasó lo mismo con Rimbaud, o al menos yo no quise que me pasara lo mismo, ni con Lautreamont, pero al final sus libros también los perdí.
Suelo recorrer librerías de viejo y trato de encontrar allí los libros que yo perdí hace más de treinta años y en otro continente, con la esperanza y la ambición y la mala leche de quien busca sus primeros libros perdidos.