173021.fb2
Aun así, suelo recorrer librerías de viejo y revisar lotes de libros olvidados por otros o vendidos en un mal momento, y trato de encontrar allí, en esos rincones, los libros que yo perdí u olvidé hace más de treinta años y en otro continente, con la esperanza y la ambición y la mala leche de quien busca sus primeros libros perdidos, libros que en el caso de encontrarlos no leería, ciertamente, pues ya los leí hasta la extenuación, sino que miraría y tocaría, como el avaro acaricia las monedas que lo sepultan.
Pero los libros nada tienen que ver con la avaricia, aunque con las monedas sí. Los libros son como fantasmas. ¡Otra bandeja de empanadas! ¡Feliz año 2003! ¡Música, maestro!
La traducción es un yunque
Lunes 13 de enero de 2003
¿Qué es lo que hace que un autor tan apreciado por quienes hablamos español sea un autor de segunda o tercera fila, cuando no un absoluto desconocido, entre quienes se comunican en otras lenguas? El caso de Quevedo, recordaba Borges, tal vez sea el más flagrante. ¿Por qué Quevedo no es un poeta vivo, es decir digno de relecturas y reinterpretaciones y ramificaciones, en ámbitos foráneos a la lengua española? Lo que lleva directamente a otra pregunta: ¿por qué consideramos nosotros a Quevedo nuestro más alto poeta? ¿O por qué Quevedo y Góngora son nuestros dos más altos poetas?
Cervantes, que en vida fue menospreciado y tenido por menos, es nuestro más alto novelista. Sobre esto no hay casi discusión. También es el más alto novelista, según algunos el inventor de la novela, en tierras donde no se habla español y donde la obra de Cervantes se conoce, sobre todo, gracias a traducciones.
Estas traducciones pueden ser buenas o pueden no serlo, lo que no es óbice para que la razón del Quijote se imponga o impregne la imaginación de miles de lectores, a quienes no les importa ni el lujo verbal ni el ritmo ni la fuerza de la prosodia cervantina que obviamente cualquier traducción, por buena que sea, desdibuja o disuelve.
Sterne le debe mucho a Cervantes y en el siglo XIX, el siglo novelístico por excelencia, también Dickens. Ninguno de los dos, es casi una obviedad decirlo, sabía español, por lo que se deduce que leyeron las aventuras del Quijote en inglés. Lo portentoso -y sin embargo natural en este caso- es que esas traducciones, buenas o no, supieron transmitir lo que en el caso de Quevedo o de Góngora no supieron ni probablemente jamás sabrán: aquello que distingue una obra maestra absoluta de una obra maestra a secas, o, si es posible decirlo, una literatura viva, una literatura patrimonio de todos los hombres, de una literatura que sólo es patrimonio de determinada tribu o de un segmento de determinada tribu.
¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento, de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus ninguneadores? Es fácil. Hay que traducirla.
Borges, que escribió obras maestras absolutas, ya lo explicó en cierta ocasión. La historia es así. Borges va al teatro a ver una representación de Macbeth. La traducción es infame, la puesta en escena es infame, los actores son infames, la escenografía es infame. Hasta las butacas del teatro son incomodísimas. Sin embargo, cuando se apagan las luces y comienza la obra, el espectador, Borges uno de ellos, vuelve a sumergirse en el destino de aquellos seres que atraviesan el tiempo y vuelve a temblar con aquello que a falta de una palabra mejor llamaremos magia. Algo similar sucede con las representaciones populares de la Pasión. Esos voluntariosos actores improvisados que una vez al año escenifican la crucifixión de Cristo y que emergen del ridículo más espantoso o de las situaciones más inconscientemente heréticas montados en el misterio, que no es tal misterio, sino una obra de arte.
¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento, de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus ninguneadores, de su final destino de soledad? Es fácil. Hay que traducirla. Que el traductor no sea una lumbrera. Hay que arrancarle páginas al azar. Hay que dejarla tirada en un desván. Si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la hace suya, y le es fiel (o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor a su valor natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a todos los seres humanos: no un campo labrado sino una montaña, no la imagen del bosque oscuro sino el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor.
El humor en el rellano
Lunes 20 de enero de 2003
Cortázar se quejaba de la carencia de una literatura erótica en el ámbito latinoamericano. Con la misma razón hubiera podido quejarse de la ausencia de una literatura humorística. Los clásicos, por llamarlos de alguna manera, quiero decir los clásicos de nuestros países en desarrollo, sacrificaron el humor en aras de un romanticismo cursi y en aras de textos pedagógicos o, en algunos casos, de denuncia, que mal resisten el paso del tiempo y que si se mantienen es por un afán voluntarista de bibliófilo, no por el valor real, el peso real de esa literatura.
En algunos modernistas o vanguardistas tempranos es dable leer, sin embargo, páginas de humor de ley. No son muchos, pero son. Recuerdo a Tablada, textos muy poco conocidos de Amado Nervo, fragmentos en prosa de Darío, cuentos de horror y humor de Lugones, las primeras incursiones de Macedonio Fernández. Posiblemente, sobre todo en el caso de Nervo, este humor es involuntario. Los hay también, excelentes prosistas y poetas, en cuya obra el humor brilla por su ausencia. Martí es el máximo exponente de este tipo de escritores, pese a “La edad de oro”.
En la literatura latinoamericana, los escritores que se ríen son contados con los dedos, y en no pocas ocasiones su risa es amarga.
Podría decirse que en la Latinoamérica rural, provinciana, el humor es un ejercicio en decadencia y que sólo vuelve a renacer con la llegada masiva de los emigrantes de principios del siglo XX. Nuestros próceres, que en materia de pensamiento casi siempre fueron unos patanes, desconocieron a Voltaire y a Diderot y a Lichtenberg, y en el colmo de los colmos no leyeron nunca o mal leyeron o dijeron que habían leído, mintiendo como bellacos, al Arcipreste de Hita, a Cervantes, a Quevedo.
Es en el siglo XX cuando el humor, tímidamente, se instala en nuestra literatura. Por supuesto, los practicantes son una minoría. La mayoría hace poesía lírica o épica o se refocila imaginando al superhombre o al líder obrero ejemplar o deshojando las florecillas de la Santa Madre Iglesia. Los que se ríen (y su risa en no pocas ocasiones es amarga) son contados con los dedos. Borges y Bioy, sin ningún género de dudas, escriben los mejores libros humorísticos bajo el disfraz de H. Bustos Domecq, un heterónimo a menudo más real, si se me permite esta palabra, que los heterónimos de Pessoa, y cuyos relatos, desde los “Seis problemas para don Isidro Parodi” hasta los “Nuevos cuentos de H. Bustos Domecq”, deberían figurar en cualquier antología que sea algo más que un poco de basura, como hubiera dicho don Honorio, precisamente. O no.
Pocos escritores acompañan a Borges y a Bioy en esta andadura. Cortázar, sin duda, pero no Arlt, que como Onetti opta por el abismo seco y silencioso. Vargas Llosa en dos libros y Manuel Puig en dos, pero no Sábato ni Reinaldo Arenas, que contemplan hechizados el destino latinoamericano. En poesía, antaño un lugar privilegiado para la risa, la situación es mucho peor: uno diría que todos los poetas latinoamericanos, inocentes o de plano necios, se debaten entre Shelley y Byron, entre el flujo verbal, inalcanzable, de Darío, y las expectativas nerudianas de hacer carrera. Enfermos de lírica, enfermos de otredad, la poesía latinoamericana camina a buen paso hacia la destrucción. El bando de lo que en Chile se llama muy apropiadamente tontos graves es cada vez mayor. Si releemos a Paz o si releemos a Huidobro advertiremos una ausencia de humor, una ausencia que a la postre resulta ser una cómoda máscara, la máscara pétrea. Menos mal que tenemos a Nicanor Parra. Menos mal que la tribu de Parra aún no se rinde.
OTROS ARTICULOS
Clarín, 25.03.2001
ROBERTO BOLAÑO
Un narrador en la intimidad
En este texto exclusivo, el narrador chileno muestra los secretos de su escritura con humor desopilante. Un tono irreverente que vuelve a aparecer en "Nocturno de Chile", la última novela que acaba de publicar Anagrama.
ROBERTO BOLAÑO
____________________
Mi cocina literaria es, a menudo, una pieza vacía en donde ni siquiera hay ventanas. A mí me gustaría, por supuesto, que hubiera algo, una lámpara, algunos libros, un ligero aroma de valentía, pero la verdad es que no hay nada.
A veces, sin embargo, cuando soy víctima de irrefrenables ataques de optimismo (que finalizan, por otra parte, en alergias espantosas) mi cocina literaria se transforma en un castillo medieval (con cocina) o en un departamento en Nueva York (con cocina y vistas de privilegio) o en una ruca en los faldeos cordilleranos (sin cocina, pero con una fogata). Metido en estos trances generalmente hago lo que hace toda la gente: pierdo el equilibrio y pienso que soy inmortal. No quiero decir inmortal literariamente hablando, pues esto sólo lo puede pensar un imbécil y a tanto no llego, sino literalmente inmortal, como los perros y los niños y los buenos ciudadanos que aún no se han enfermado. Por suerte, o por desgracia, todo ataque de optimismo tiene un principio y un final. Si no tuviera final, el ataque de optimismo se convertiría en vocación política. O en mensaje religioso. Y de ahí a sepultar libros (prefiero no decir "quemarlos" porque sería exagerar) hay un solo paso. Lo cierto es que, al menos en mi caso, los ataques de optimismo se acaban, y con ellos se acaba la cocina literaria, se desvanece en el aire la cocina literaria, y sólo quedo yo, convaleciente, y un ligerísimo aroma de ollas sucias, platos mal rebañados, salsas podridas.
La cocina literaria, me digo a veces, es una cuestión de gusto, es decir es un campo en donde la memoria y la ética (o la moral, si se me permite usar esta palabra) juegan un juego cuyas reglas desconozco. El talento y la excelencia contemplan, absortas, el juego, pero no participan. La audacia y el valor sí participan, pero sólo en momentos puntuales, lo que equivale a decir que no participan en exceso. El sufrimiento participa, el dolor participa, la muerte participa, pero con la condición de que jueguen riéndose. Digamos, como un detalle inexcusable de cortesía.
Mucho más importante que la cocina literaria es la biblioteca literaria (valga la redundancia). Una biblioteca es mucho más cómoda que una cocina. Una biblioteca se asemeja a una iglesia mientras que una cocina cada día se asemeja más a una morgue. Leer, lo dijo Gil de Biedma, es más natural que escribir. Yo añadiría, pese a la redundancia, que también es mucho más sano, digan lo que digan los oftalmólogos. De hecho, la literatura es una larga lucha de redundancia en redundancia, hasta la redundancia final.
Si tuviera que escoger una cocina literaria para instalarme allí durante una semana, escogería la de una escritora, con la salvedad de que esa escritora no fuera chilena. Viviría muy a gusto en la cocina de Silvina Ocampo, en la de Alejandra Pizarnik, en la de la novelista y poeta mexicana Carmen Boullosa, en la de Simone de Beauvoir. Entre otras razones, porque son cocinas que están más limpias.
Algunas noches sueño con mi cocina literaria. Es enorme, como tres estadios de fútbol, con techos abovedados y mesas interminables en donde se amontonan todos los seres vivos de la tierra, los extinguidos y los que dentro de no mucho se extinguirán, iluminada de forma heterodoxa, en algunas zonas con reflectores antiaéreos y en otras con teas, y por supuesto no faltan zonas oscuras en donde solamente se vislumbran sombras anhelantes o amenazantes, y grandes pantallas en las cuales se observan, con el rabillo del ojo, películas mudas o exposiciones de fotos, y en el sueño, o en la pesadilla, yo me paseo por mi cocina literaria y a veces enciendo un fogón y me preparo un huevo frito, incluso a veces una tostada. Y después me despierto con una enorme sensación de cansancio.
No sé lo que se debe hacer en una cocina literaria, pero sí sé lo que no se debe hacer. No se debe plagiar. El plagiario merece que lo cuelguen en la plaza pública. Esto lo dijo Swift, y Swift, como todos sabemos, tenía más razón que un santo.
Así que este punto queda claro: no se debe plagiar, a menos que desees que te cuelguen de la plaza pública. Aunque a los plagiarios, hoy en día, no los cuelgan. Por el contrario, reciben becas, premios, cargos públicos, y, en el mejor de los casos, se convierten en best-sellers y líderes de opinión. Qué término más extraño y feo: líder de opinión. Supongo que significará lo mismo que pastor de rebaño, o guía espiritual de los esclavos, o poeta nacional, o padre de la patria, o madre de la patria, o tío político de la patria.
En mi cocina literaria ideal vive un guerrero, al que algunas voces (voces sin cuerpo ni sombra) llaman escritor. Este guerrero está siempre luchando. Sabe que al final, haga lo que haga, será derrotado. Sin embargo recorre la cocina literaria, que es de cemento, y se enfrenta a su oponente sin dar ni pedir cuartel.
El Mundo, Miércoles, 11 de agosto de 1999
LAS 100 JOYAS DEL MILENIO/NUMERO 45
ROBERTO BOLAÑO
De la diferencia a la dignidad
En el recuerdo de mis lecturas juveniles hay cuatro novelas cortas escritas por autores que más bien solían escribir novelas largas, cuatro novelas que al cabo de los años conservan toda su carga explosiva original, como si tras estallar en una primera lectura volvieran a estallar en una segunda y en una tercera lectura y así sucesivamente, sin llegar nunca a agotarse. Son, sin lugar a dudas, obras perfectas. Las cuatro hablan de derrotas, pero convierten la derrota en una especie de agujero negro: el lector que meta su cabeza allí sale temblando, helado de frío o cubierto de sudor. Son perfectas y son ácidas. Son precisas: la mano que maneja la pluma es la de un neurocirujano. Y son también una fiesta del movimiento: la velocidad de sus páginas hasta entonces era inédita en la literatura de lengua española. Estas novelas son El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, El perseguidor, de Julio Cortázar, El lugar sin límites, de José Donoso, y Los cachorros, de Vargas Llosa.
No creo que sea casual que los cuatro autores se conocieran y fueran amigos, que miraran con curiosidad lo que los otros iban escribiendo, y que estas cuatro joyas se escribieran, si la memoria no me engaña, en la década de los 60 (aunque puede que El perseguidor sea de los 50), prodigiosa para los latinoamericanos, con todo lo que arrastra de bueno y de malo ese adjetivo.
Con estas cuatro novelas (si sus autores no hubieran escrito nada más, que no es el caso) sería suficiente para crear una literatura.
De las cuatro, Los cachorros es probablemente la más ácida, la que tiene el ritmo más endiablado y en donde las voces, la multiplicidad de hablas, está más viva. También es la más complicada, al menos desde el punto de vista formal. Escrita la primera versión en 1965, es decir, cuando Vargas Llosa tenía 29 años y era el más joven de los autores del Boom, la versión definitiva data de 1966 y se publica originalmente en Lumen acompañada de fotografías de Xavier Miserachs. En apariencia Los cachorros no puede ser más sencilla. Narra, desde diferentes voces, desde diferentes ángulos (uno estaría tentado a decir torsiones, las que realiza el escritor y que a menudo son ejemplos prácticos y magistrales, de todo cuanto puede hacerse con nuestro idioma), la vida de Pichula Cuéllar, un chico de la clase media alta limeña, y lo narra desde las voces de sus amigos de infancia, chicos semejantes a Pichula Cuéllar, residentes o ciudadanos del barrio limeño de Miraflores, algo que deja su rúbrica, los futuros señores del Perú.
Pero Pichula Cuéllar sufre un accidente que lo marcará por el resto de su vida y que lo hace diferente; la novela es la profundización en esa diferencia. Es el intento colectivo por explicar esa diferencia, el progresivo distanciamiento de Pichula Cuéllar de sus iguales hasta alcanzar una distancia abismal, de relato de terror mezclado con el relato de costumbres. Una distancia, por otra parte, pendular, con flujos y reflujos, pues si bien Cuéllar se va alejando de sus iguales, no por ello deja de ser uno más del grupo, y en esa medida sus intentos de aproximación suelen ser más dolorosos, más reveladores de la fotografía de conjunto, que su distanciamiento radical. El descenso a los infiernos, narrado entre grititos y susurros, es, de alguna manera, el descenso a otro tipo de infierno al que se verán abocados los narradores. De hecho, lo que aterroriza a los narradores es que Pichula Cuéllar es uno de ellos, y que empeña, de forma natural, su voluntad en ser uno de ellos, y que únicamente la fatalidad lo hace diferente. En esa diferencia, los narradores pueden verse a sí mismos en su real estatura, el infierno al que ellos hubieran podido llegar y no llegan.
Toda anomalía es infernal, aunque tras la destrucción de Cuéllar lo que las voces que arman el relato tienen ante sí es la planicie de la madurez, la tranquila destrucción de sus cuerpos, la resignada y total aceptación de una mediocridad burguesa a la que Cuéllar se ha sustraído mediante el horror, un precio sin duda demasiado alto, el único precio posible, como parece sugerirnos en algunos momentos el joven Vargas Llosa.
He hablado antes de la velocidad que tienen Los cachorros y sus tres hermanas gemelas. No hablé de su musicalidad, una musicalidad sustentada en el habla cotidiana, en las voces que puntúan el relato, y que se imbrica con la velocidad del texto. Velocidad y musicalidad son dos constantes en Los cachorros y de alguna manera este ejercicio magistral sobre la velocidad y la musicalidad le sirve a Vargas Llosa de ensayo para la que poco después sería una de sus grandes novelas y una de las mejores escritas en español del siglo XX: Conversación en La Catedral (publicada en 1969), cuya forma, original y arriesgada, guarda más de un parecido con Los cachorros.
Los jefes es el primer libro de Vargas Llosa. Entre sus relatos hay uno en donde aparece por primera vez el sargento Lituma, que recorre como un camaleón toda la obra de Vargas Llosa, otro cuenta los flecos de una traición, entre la maligna broma de un viejo, otro un doble duelo, otro un episodio caciquil. Todos son fríos y objetivos. En todos se vislumbra una dignidad desesperada.
El País. Lunes, 21 de enero de 2002
Las palabras y los gestos