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Era un gran escritor. Un gran hombre. Así hay que empezar siempre, decía un socorrista de la Cruz Roja. El parche antes de la herida. Pero resulta sofocante, en cierto modo, el alud de elogios en el día de su muerte. ¿Que murió con un ademán impasible, sin mover ni un músculo de la cara? Esa afirmación, ridícula e intrascendente, nada añade a un prestigio fundado tanto en las palabras como en los gestos.
¿Cómo murió Luis Martín-Santos, dando gritos, quejándose con un hilo de voz? ¿Cómo murió Juan Benet, perdido en un laberinto, viendo desfilar los fantasmas de España detrás de una catarata de lágrimas o de caspa o de piedad? Resulta sofocante el alud de elogios. Hoy he leído que Arrabal, junto con dos de sus amigos prestigiosos, consideraba a Cela el más grande escritor vivo universal. Quiero pensar que el dolor, seguramente, hace delirar. ¿Qué impulsa o qué sostiene tanta unanimidad? ¿El Nobel? ¿Son las hordas de Benavente que vuelven con muletas del olvido? Tanta unanimidad, francamente, asquea. Tanto crítico literario improvisado, tanto universitario mediocre, tanto funcionariado suelto.
Ni siquiera Cela, que tantas cosas hizo, y que algunas, quiero creer, las hizo solo y bien, se merece algo así. Ningún escritor de verdad se merece algo así. La literatura, al contrario que la muerte, vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos y de las leyes, salvo la ley de la literatura que sólo los mejores entre los mejores son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino el ejemplo.
Entre el macho anciano y el caballero perplejo, entre el Dalí entrado en carnes y el académico inmóvil, entre el hombre que ganó todos los premios y el tipo que despreció olímpicamente a todos los maricones, hay un hueco secreto para el mejor Cela, uno de los mejores prosistas, en plural, de la España de la segunda mitad del siglo XX, un ser humano feliz con Marina, un tipo peligrosamente parecido a nosotros.
El principio del Apocalipsis
ROBERTO BOLAÑO
EL MUNDO | 24/10/2001
Historia de Mayta, como casi todas las obras de Vargas Llosa (excepción hecha de su novela erótica), se presta a más de una o dos lecturas.Se puede leer como el sueño de unos jóvenes pobres e ingenuos, que no tarda en convertirse en pesadilla, y se puede leer, también, como el transcurso obstinado de una pesadilla que, para sopresa de todos, cada vez se hace más soportable, más cotidiana, más triste y más irremediable, y también acepta una lectura como nota a pie de página, tanto por su estructura como por su argumento o discurso, de su obra maestra Conversación en La Catedral, e incluso se puede leer como epílogo o como estudio agregado o como excrecencia de otra de sus grandes obras, La guerra del fin del mundo, novela ésta cuya lectura, en los tiempos que corren, a mí al menos me resulta más reveladora que El corazón de las tinieblas, de Conrad, que el propio Vargas Llosa recomienda para aproximarnos al enfrentamiento entre Oriente y Occidente, entre civilización y barbarie.
Por supuesto, también se puede leer como un cuadro de una situación cultural y política no sólo peruana sino latinoamericana, la de los años que van desde finales de los 50 y principios de los 60, con las primeras luchas armadas, luchas hechas en nombre de la revolución y por tanto de la Ilustración, hasta los años 80, la época de Sendero Luminoso y las guerrillas milenaristas, en donde se desata, sobre todo en Perú, aquello que se dio en llamar el horror latinoamericano.
Historia de Mayta nos pone en la peor de las situaciones. La guerrilla avanza por todas partes, barriéndolo todo, tanto a los representantes de la derecha como a los de la izquierda no dogmática, con un trasfondo que se asemeja a ciertas pinturas de Brueghel o a una invasión de extraterrestres. El paisaje, ciertamente, es exagerado, pero en modo alguno inverosímil. Los limeños viven en una suerte de estado de sitio permanente y la violencia extrema es ejercida no sólo por la guerrilla milenarista sino también por la Policía y el Ejército y también por los escuadrones de la muerte. En medio de este caos, un escritor o un periodista, que puede ser Vargas Llosa o no, se decide a escribir la historia de la primera guerrilla peruana, iniciada en 1958, antes incluso de la toma del poder por Fidel Castro.
El logro mayor de la novela
Y aquí aparece Mayta, cuyo retrato es, posiblemente, el logro mayor de esta novela. Mayta no es un muchacho, pero se comporta como un muchacho, es decir, Mayta permanece en una especie de adolescencia premeditada, no se sabe a ciencia cierta si buscada o aceptada con resignación. Mayta es, objetivamente, un inadaptado, pero no es violento ni manipulador ni mucho menos un nihilista.Mayta milita en un partido trotskista de siete miembros, escisión de otro partido trotskista de 20, pero antes lo ha hecho en el partido comunista y antes en el APRA, y de todos se ha marchado por su natural disposición a disentir y a dudar. A Mayta le gustaría ducharse todos los días pero en el cuarto que alquila no hay ducha y se tiene que conformar con ir a los baños públicos una vez cada tres días. Mayta es gordo y nadie diría de él que es atractivo y también es homosexual en una época en que ser homosexual estaba considerado, en Perú y en Latinoamérica, una desviación infame.
Por tanto Mayta oculta su homosexualidad, sobre todo a sus compañeros (pues la izquierda y la derecha, tratándose de temas sexuales, siempre han marchado como hermanos siameses en Latinoamérica) y la sublima o la aplasta bajo una montaña de trabajos de propaganda o militancia o alimenticios que asume con la disposición de un santo. En gran medida, eso es lo que es Mayta: un santo contemporáneo, tentado por el diablo en el desierto, cuyo grado de solidaridad (o de prístina fe) es tan grande que se antoja monstruoso.
Bastaría con esto para que la novela de Vargas Llosa fuera memorable.Pero hay más: el joven alférez que inspira la guerrilla, un caudillo ingenuo e impetuoso cuya fragilidad, intuida desde el primer momento, mientras suena en un pickup un mambo o un bolero, se advierte con los caracteres del fin de la inocencia; los compañeros reciclados de Mayta y sus distintas versiones de éste; las pequeñas historias que el periodista va escuchando y que, en apariencia, nada tienen que ver con la novela pero que constituyen, todas juntas, un entramado riquísimo; la historia del profesor Ubilluz, una posible versión del intelectual criollo y provinciano por excelencia; la composición de la novela, tan similar a un rompecabezas que se va armando en el abismo; el sentido del humor de Vargas Llosa, que salta, a la manera balzaquiana, incluso por encima de sus propias convicciones políticas; las convicciones políticas que ceden, como sólo les sucede a los escritores verdaderos, ante las convicciones literarias. Y finalmente la simpatía y la piedad, que acaso otros llamen objetividad, por sus propios personajes.
El gran fresco del Renacimiento
ROBERTO BOLAÑO
EL MUNDO | 06/04/2001
Durante la primera mitad del siglo XX, en Buenos Aires, vivieron y formaron parte de una misma generación, y por lo tanto se conocieron, escritores de la talla de Roberto Arlt, Ernesto Sábato, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, José Bianco, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges. Algunos tuvieron como maestro a Macedonio Fernández. Como si esto no bastara, un día llegó a la Argentina Witold Gombrowicz y allí se quedó.
A este grupo disímil perteneció Manuel Mujica Láinez, a simple vista el menos profesional de todos, en el sentido en que nos es difícil imaginar a Mujica Láinez como un escritor que vive de y para la literatura, sino más bien todo lo contrario, es decir un hombre que vive de rentas y que dedica sus ocios, por otra parte escasos, a escribir novelas sin otra ambición que la de ser leídas por su amplio grupo de amigos. Sin embargo, Mujica Láinez fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo.
No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado probablemente a Julio Cortázar y Ernesto Sábato), ni el más cercano a la realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la lengua (reino absoluto de Jorge Luis Borges, que además de ser un gran prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas, pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada.
Desde su primera novela, Don Galaz de Buenos Aires (1938), es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán durante toda su vida de escritor. Por un lado, un manejo exquisito del idioma, que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.
Es verdad que nunca asumió riesgos muy grandes y que comparado con los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX su obra, de alguna manera, es la obra de un autor menor. ¡Pero qué lujo de autor menor! Capaz de escribir, por ejemplo, Misteriosa Buenos Aires, o El viaje de los siete demonios, o El unicornio, o Los viajeros, todos ellos libros gratos de leer, libros discretos (y también algo nerviosos) como su autor, y suficientes como para asegurarle su nombradía al lado de autores, asimismo menores, como Mallea o José Bianco.
Pero Mujica Láinez aún nos tenía reservada su mayor sorpresa y esta sorpresa es Bomarzo. Publicada en 1962, la novela obtuvo el Premio Nacional de Literatura argentino y después el premio John F. Kennedy, en 1964, premio compartido con Rayuela, de Cortázar, el cual (como nos recuerda Marcos Ricardo Barnatán) le sugirió a Mujica Láinez la posibilidad de publicar ambas novelas en una edición conjunta y con un título único, que podía ser Ramarzo o Boyuela.
Mi generación, demás está decirlo, se enamoró de Rayuela, porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si son las más de 600 páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir una novela que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, y que no le enseñará nada a ningún escritor joven.
La vida y aventuras del duque de Orsini, las mil aventuras del duque y sus incontables desgracias y hazañas son el escenario en donde se despliega una escritura, un arte de narrar, que al tiempo que recuerda a los clásicos del siglo XIX, introduce lujos apócrifos del siglo XVI, el siglo del monstruoso y angelical Orsini.
A simple vista Bomarzo se asemeja a una novela de resistencia, a una novela de supervivencia, a una novela histórica, a una novela de intriga, a un folletón. Puede que sea, efectivamente, todas esas cosas.
Pero también es muchas cosas más: es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela. También es, entre líneas, el comentario o el epílogo jocoso que Mujica Láinez hace de sí mismo y de su familia. Y también es, por supuesto, una novela para leer en voz alta y en familia, aunque esta última posibilidad siempre conlleva el riesgo de que los niños huyan en tropel.
Después de Bomarzo poco más es lo que le restaba por decir a Mujica Láinez. Viajó mucho y como un señor por diferentes lugares del planeta. Escribió De milagros y melancolías y El gran teatro, aparentemente sin la más mínima dificultad.
Y antes de morir, en 1984, a la edad de 74 años, tuvo tiempo para escribir y publicar, en 1982, El escarabajo, una novela de más de 500 páginas que narra las vicisitudes de los poseedores de un talismán egipcio a través del tiempo, y que es una obra inteligente, bien escrita, grata de leer (posiblemente grata de escribir), con dosificadas gotas de humor, dolor y algo de turismo, una novela feliz como la mayoría de sus obras.
Números
Consejos sobre el arte de escribir cuentos
Roberto Bolaño
Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.
1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.
3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes.
4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.
5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.
6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.
7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!
8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.
10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.
11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.
12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo.
Roberto Bolaño nació en 1953 en Chile, pero vive en España desde 1977. Desde la publicación de La literatura nazi en América (Seix Barral, Barcelona, 1996), se ha convertido en uno de los escritores latinoamericanos más apreciados internacionalmente. Otras obras suyas incluyen las novelas Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, escrita en colaboración con Antoni García Porta (Premio Ambito Literario de narrativa), Estrella distante (Anagrama, Barcelona, 1996) y Los detectives salvajes (reseñada por Róger Lindo en Avalovara Septiembre, 2001); y un libro de cuentos, Llamadas telefónicas (Anagrama, Barcelona, 1997). También dirigió una efímera revista y editorial: Rimbaud vuelve a casa (1978). El ensayo Números apareció publicado por primera vez en la revista Quimera (166, Febrero 1998, Barcelona).
Avalovara, noviembre de 2001
Un paseo por el abismo
Por Roberto Bolaño