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La gran tragedia de la ciencia: la muerte de una hipótesis hermosa a manos de un hecho desprovisto de belleza.
T. H. Huxley
El yeti, o lo que fuera aquel animal, había bajado por el valle hacia el lugar en el que en verano estaba el campamento base del Machhapuchhare, o CBM, formado por dos o tres refugios sepultados ahora bajo varios metros de nieve, a los pies de la montaña de Siva. Desde el CBA hasta el CBM, que estaba cuatrocientos veinticinco metros más abajo, había una distancia que se recorría en más o menos una hora y media. Era fácil seguir el rastro de las huellas, que casi parecían, por su aparente obstinación, las huellas de un ser humano. Tras más de una hora de observar aquella hilera prácticamente recta de pisadas, el sirdar señaló unas marcas que había en la nieve y que indicaban que el animal que buscaban se había sentado en una roca.
– Yeti aquí se cansa -se rió.
– Sé perfectamente cómo ha debido sentirse -dijo Swift, vencida por la fatiga.
– ¿Se encuentra bien, memsahib?
– Cansada, pero es soportable, Hurké.
– Quizá hizo un alto en el camino para fumarse un pitillo -sugirió Jameson encendiéndose uno y ofreciéndole la cajetilla al sirdar.
– Yeti también es hombre Marlboro, ¿eh? -Hizo un gesto negativo con la cabeza rechazando lo que le ofrecían-. Pero mejor no perder tiempo, Jameson sahib. Me parece que el tiempo cambiará pronto. Nada bueno para nosotros. Malo para seguir huellas. Sólo bueno para yeti.
Señaló hacia arriba, hacia el lugar de donde venían.
– Señor -exclamó Swift-. No me había dado cuenta de lo lejos que estamos.
Cuando habían partido, el cielo era de color azul intenso y resplandeciente. Hacía sólo un cuarto de hora, al alzar la vista, había visto unas cuantas nubes que empezaban a cercar el sol como lobos grises atraídos por el calor de una hoguera. Después advirtió que se había formado una densa niebla y que era imposible ver nada a más de cien metros. Era una sensación que llenaba de pavor, porque parecía que la niebla les estuviera persiguiendo a ellos, que perseguían a su vez a aquel ser misterioso.
– El tiempo cambia muy de prisa en el Himalaya -dijo el sirdar, que se dispuso a reemprender la marcha.
Al cabo de media hora, dejaron atrás el Machhapuchhare.
– Tal vez el yeti sabe que está prohibido escalar el Machhapuchhare -se rió Jameson-. Igual que todos nosotros.
– Yo he pensado lo mismo -sonrió Swift.
– Suerte que por lo menos no tenemos que volver a subir. Me parece que hoy no hubiéramos podido llegar muy lejos.
El rastro de las huellas les condujo pronto a la salida del Santuario y, después de cruzar unos riachuelos que si no estaban helados era sólo porque el agua corría demasiado de prisa, pasaron por un barranco que bordeaba un bosque ralo. A veces Swift perdía totalmente de vista el rastro de las pisadas, cuando la criatura saltaba los riachuelos o se arrojaba de las cornisas que había en el barranco, pero el sirdar siempre adivinaba, aunque no se supiera cómo, por dónde seguía. Al final, sin embargo, cuando la niebla les envolvió como una fría mortaja hasta el punto que apenas podían verse unos a otros, incluso él perdió el rastro.
– Ek chhin, ek chhin -murmuró, mientras sus ojos penetrantes de gurkha escudriñaban el suelo cubierto de nieve-. Un momento, por favor, sahibs. Kun dishaa? Kun dishaa?
– ¿En qué dirección? -tradujo Jameson para que Swift se enterara de lo que había dicho el sirdar.
– Huncha -dijo. Y añadió-: Ustedes esperan aquí, por favor. Yo doy una vuelta y miro quizá diez minutos, quizá quince. Intento encontrar el rastro y vuelvo, ¿huncha?
– Huncha -asintió Jameson.
El sirdar se llevó a la cara las palmas de sus manos enfundadas en guantes de lana, como si fuera a rezar.
– Namaskaar -dijo.
– Namaste -repuso Jameson, devolviéndole el saludo.
El gurkha se alejó rápidamente de allí.
– Por favor, no alejarse, sahibs -gritó por encima del hombro-. Sherpa conoce el lugar, aun con niebla, aun si no puede ver nada. Pero peligroso para sahibs.
Al cabo de un momento se desvaneció como un espectro.
Jameson encendió otro pitillo y dio vagamente un golpe en la nieve con el pie. Swift se sonó la nariz y después un escalofrío sacudió su cuerpo.
– Me figuro que sabrá lo que hace -comentó.
– Es un buen hombre -dijo Jameson descolgándose el rifle del hombro.
– Tengo que decir que no me haría ni pizca de gracia tener que volver al CBA sin él. -Echó una mirada a su alrededor, inquieta-. Este tiempo es puro… Wilkie Collins.
– Es un escritor inglés, ¿verdad?
Swift asintió.
– Es una putada, ¿no? Si llegamos a tropezamos con un yeti, lo más probable es que no pueda utilizar el rifle porque estaremos demasiado cerca. A una distancia de menos de veinte metros la jeringa puede causar una fractura o incluso atravesar el cuerpo. No sé por qué no se me ocurriría traer una pistola.
– ¿Es posible? Me refiero a si de verdad podrías herirlo.
– Desde luego que podría. -Jameson dio una calada al cigarrillo, impaciente-. Pero aun en el caso de que pudiera alcanzarlo, no estoy seguro de que me apeteciera correr detrás de él con este tiempo. Quiero decir que hay que perseguir siempre a la bestia a la que se alcanza, porque podríamos romperle una pierna o causar algo peor. No, cuanto más pienso en ello…
Jameson dobló el cañón del arma, sacó la jeringa, tapó la punta parecida a una estilográfica y se la metió en el bolsillo.
– Por si acaso tengo tentaciones -explicó.
Swift asintió con la cabeza.
– Creo que tienes toda la razón.
En aquel preciso momento oyeron un grito. El sirdar había encontrado algo.
– U yahaa -exclamó-. Por aquí, sahibs.
Jameson le lanzó un grito.
– Haani aaudai chhau.
Él y Swift se pusieron en marcha.
– Qué mala leche si lo encontráramos ahora, ¿verdad? -comentó Jameson.
Boyd dejó transcurrir media hora desde la partida del grupo, integrado por Swift, Jameson y el sirdar, que había salido tras el rastro de aquellas extrañas huellas y entonces se puso en camino al sureste siguiendo la misma dirección. De vez en cuando se detenía y comprobaba su posición con la ayuda de un aparato electrónico manual. Mientras caminaba, iba cavilando sobre la naturaleza del animal cuyas huellas seguían. Le asombraba que hubiera científicos que creyeran en tamaña absurdidad. Aun en el caso de que existiera una criatura que hubiera sobrevivido sin ser detectada en el transcurso de la historia, ¿cómo podían esperar encontrarla, así por las buenas? Él daba por supuesto que había una explicación racional que aclararía la existencia de aquellas extrañas huellas, una explicación que, desde luego, no tendría nada que ver con el abominable hombre de las nieves. Un oso, tal vez. O incluso un águila gigante del Himalaya. Todavía recordaba el susto de muerte que le había dado una de esas raras aves de camino al campamento. Vista de espaldas, agachada en el suelo, semejaba un mono. Hasta las huellas enormes que dejaba esa colosal ave rapaz se podían confundir fácilmente con las de un simio gigante. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que acabaría demostrándose que aquellas huellas eran de un águila. Probablemente la misma que había visto él. Al pensarlo, se carcajeó. ¡Cuánto deseaba estar presente cuando pillaran al animal, o lo que fuera, que había dejado aquel rastro, si es que algún día llegaban a pillarlo!
Se detuvo sin dejar de reírse, se descolgó la mochila y se dispuso a tomar una muestra de sondaje.
La niebla amainaba con la misma rapidez con la que se había formado, y Swift y Jameson, que subían por la cresta del barranco, en el lugar en el que la corriente del Modi Khola se ensanchaba, se encontraron con una corta hilera de mojones, que indicaban que aquél era un lugar sagrado.
Hallaron un tarch, un pequeño número de banderas de trapo y papel que ondeaban al viento en lo alto de unos largos palos de madera que parecía que las hubieran tendido allí a secar; una roca en la que había pintados unos símbolos sagrados y unos mantras de color verde; y un pequeño chorten, que es un relicario de forma cónica construido de ladrillos rojos y que simboliza los cuatro elementos. Entonces vieron al sirdar.
Con una sonrisa en la boca como si pidiera disculpas, les condujo entre la niebla cada vez más débil junto al río y señaló una lengua de nieve que penetraba en sus aguas rápidas.
Ante sus ojos vieron algo extraordinario, aunque aquella aparición insólita e insospechada no era, desde luego, la causa por la que habían andado tantos kilómetros.
Descansando sobre las manos firmemente apoyadas en una roca plana y grande, con el cuerpo color tierra paralelo al suelo cubierto de nieve, con las piernas totalmente estiradas y los pies descalzos, muy juntos, y con la larga melena cubriéndole el rostro, como si fuera las serpientes de Medusa, había un hombre. Estaba desnudo; sólo llevaba un diminuto taparrabos.
Swift y Jameson se quedaron tan atónitos que no pudieron articular palabra. Con una temperatura de quince grados bajo cero, a ninguno de los dos se le había pasado por la imaginación que las huellas pudieran ser las de un hombre que andaba descalzo.
– He aquí a nuestro yeti -dijo Jameson al fin-. El cabrón de Boyd se reirá de lo lindo cuando se lo contemos.
– ¿Quién es? -le preguntó una Swift exasperada al sirdar-. ¿Y qué hace aquí?
– Hindú sadhu -explicó Hurké Gurung-. Un seguidor de Siva.
Señaló un tridente de madera que había en el suelo junto a una fina túnica, como si aquello a ellos les dijera algo. -Ha tenido que parar aquí por la niebla, igual que nosotros. Practica yoga tummo. Muy bueno para mantener el calor, no necesita ropa. -El sirdar se frotó el vientre, un gesto que podía interpretarse como que tenía hambre-. Él tiene el cuerpo muy caliente en el interior.
– Dios, sólo de mirarlo me entran escalofríos -reconoció Jameson.
– A mí también -dijo Swift.
– Esta posición llamada mayurasana. Temo no saber palabra inglesa para mayara.
– Pavo real -dijo Jameson, y se encogió de hombros como reflexionando sobre lo exacto de la traducción-. Sí, me imagino que eso es lo que significa. Antes de que el pavo real levante y despliegue las plumas de la cola en forma de abanico, ésta permanece estirada y paralela al suelo.
El sirdar seguía frotándose el vientre.
– Exacto, sahib. También sirve para hacer fuertes músculos de la barriga.
– Ni que lo digas.
– Como mayara mata serpiente, así mayara mata veneno del cuerpo. Genera mucho calor. Justo como la cabina de combustible Semath Johnson-Mathey.
Lentamente, el sadhu puso los pies en el suelo y adoptó la postura de loto o padmasana.
Haciendo varias reverencias, Hurké Gurung saludó al sadhu con un namaste; cuando el asceta barbudo le devolvió el saludo, empezó a hablar con él.
– O, daai. Namaste. Sadhuji, tapaa kahaa jaanu huncha? Bhannuhos?
Estuvieron unos minutos hablando los dos y, durante gran parte de la conversación, el sirdar mantuvo las manos juntas, como si le rezara al sadhu. Finalmente, se volvió hacia sus compañeros occidentales.
– Es un hombre muy santo -explicó en un tono de voz que denotaba una extrema reverencia-. Él es el swami Chandare, un dasnami sannyasin del gran Siva. Ha hecho el voto más estricto de la nada para someter su mente a disciplinas físicas y espirituales.
El swami asintió lentamente como si comprendiera lo que decía el sirdar.
– Pasa la vida andando por el Machhapuchhare, dice que es el cuerpo de Siva, el destructor de todas las cosas, para dejar vía libre a nuevas creaciones. En el pasado estuvo en la India, para estar cerca de otra montaña. Se llama Astilla; dice… siento tener que decir estas palabras en su presencia, memsahib… dice que es miembro de Siva.
El sirdar sacudió la cabeza, expresando así su desaprobación.
– Cómo, desde entonces, he visto esta montaña y es sólo la sombra del sol en la montaña lo que a veces mira como el miembro de un hombre. Runcha. Le he dicho que somos personas de mentalidad muy científica que hemos venido a buscar yeti y swami ahora pregunta: ¿por qué quieren encontrarlo, por favor?
– ¿Ha visto el swami algún yeti, Hurké? -preguntó Swift.
– Oh, sí, por favor, memsahib. Una vez, mientras rezaba en la ladera del Machhapuchhare, abajo, llegó un yeti que llevaba una piedra muy grande en su brazo poderoso. Yeti parecía muy fiero, muy fuerte. Pero swami no tenía ningún miedo para nada. En todos estos años ha visto muchas veces yetis pero nunca le han hecho daño. Sólo porque yeti sabe que él no quiere hacer ningún daño a yeti. ¿Entienden? Yeti incluso ayuda al swami con dhyana. Jameson sahib, ¿en inglés bhaasha maa kasari dhyana bhanchha?
– Meditación.
– Meditación, sí -asintió el sirdar-. Swami dice que yeti no le habla pero es muy listo.
El swami volvió a dirigirle la palabra a Hurké Gurung.
– Swami pregunta por qué queremos encontrar yeti, otra vez por favor.
– Dile que no es nuestra intención hacerle ningún daño al yeti -dijo Swift-. Sólo deseamos estudiarlo.
– Entonces, ¿por qué llevan arma, por favor? -dijo Gurung traduciendo la respuesta del swami.
Jameson se sacó del bolsillo la jeringa Cap-Chur cogiéndola por la cola de tela, dobló el cañón del arma e hizo una especie de demostración metiéndola dentro de éste. Después volvió a extraerla y explicó en un nepalés fluido que aquel rifle sólo contenía una pequeña dosis de un somnífero, suficiente para inmovilizar a la criatura durante una hora o menos.
El swami cerró los ojos un momento y murmuró unas palabras para sí. Cuando volvió a hablar, lo hizo en inglés.
– Para comprender la inteligencia de un yeti -dijo con una vocecita débil y aguda-, hay que ser el doble de listo de lo que es él. Y él es muy listo. ¿Cómo, si no, hubiese podido evitar ser capturado y estudiado durante tantísimo tiempo? ¿Son ustedes el doble de inteligentes o sólo el doble de arrogantes?
Swift y Jameson intercambiaron una mirada de sorpresa.
– Habla usted inglés -dijo Swift.
– Puesto que lo estoy hablando, no puede pretender que considere su comentario una pregunta. Y como comentario es, desde luego, redundante. ¿Por qué se sorprenden? Según su constitución, que es la constitución cuyo texto es el más largo del mundo, el inglés es una de las lenguas oficiales de la India. Sin que se especifique ninguna fecha fija en la que puede dejar de serlo. Antes de ser lo que ven ustedes, yo era abogado.
– Como Gandhi -murmuró Jameson.
– Es lo único que tengo en común con él -replicó el swami-. Díganme, ¿qué esperan que les aporte el conocimiento del yeti?
– Conociéndolo a él, esperamos poder conocernos mejor a nosotros mismos -contestó Swift.
El swami lanzó un suspiro de fatiga.
– Aquel cuyo conocimiento es atento y puro llega al final del viaje del que no se retorna jamás. Pero es natural que las personas busquen, como hacen ustedes. ¿De dónde venimos? ¿Cuál es la fuerza que nos mantiene vivos? ¿Dónde hallar reposo? Más allá de los sentidos están los objetos, y más allá de los objetos está la mente, y más allá de ella, la razón pura. Conocer las respuestas a estas preguntas, sin embargo, no siempre es fuente de satisfacción y de tranquilidad, porque más allá de la razón está el espíritu del hombre.
»La ciencia aparta al hombre del centro del universo. ¿No es así? Le aparta tanto que se siente pequeño e insignificante. Existe una verdad, pero no aporta mucha satisfacción. Hay que luchar por alcanzar lo más alto, hasta poder permanecer en la luz, pero el sendero que conduce hasta ella es tan estrecho como el borde de un cuchillo y está lleno de obstáculos. A todos nos fascina aquello que nos une físicamente a nuestros antepasados. ¿No es así? En Occidente las personas intentan encontrar en los árboles genealógicos aquello que se perdió. ¿Pero por qué han caído en el olvido tantas y tantas cosas? ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué sólo una minoría es capaz de conocer las líneas de descendencia? Quizá no es éste el camino que debemos seguir. Quizá para vivir lo mejor sea, después de todo, ignorar estas cosas.
– Me resisto a creer que sea bueno vivir en la ignorancia -dijo Swift.
– Una vez -dijo el swami-, había un hombre que se empeñó en saberlo todo de sus ascendientes. Y descubrió que la mujer que era su madre era en realidad una tía suya y que la mujer que siempre había creído que era su tía era en realidad su madre. Había descubierto más cosas de las que podía digerir y fue tal su cólera que las despachó. Y ahora no tiene ni madre ni tía. Se pueden, si uno lo desea, sacudir las ramas de un árbol de aspecto complaciente. Ciertamente caerán frutos en su regazo. Frutos que tal vez le sirvan de alimento. Pero que nadie se sorprenda si la rama se le rompe en las manos. -El swami soltó una risita-. El árbol de la vida depara también muchas sorpresas. Nuestras palabras y nuestras mentes van hacia Él, pero no llegan hasta Él y vuelven a nosotros. Hay que conocer al pensador, no el pensamiento.
Dicho esto, el swami se levantó, recogió la túnica y se la echó a sus hombros delgados y huesudos. Recogió después el báculo y se dispuso a marcharse dejando tras él el familiar rastro de huellas en la nieve y que era ahora una burla.
– Qué hombre más extraordinario -exclamó Swift sin dejar de contemplarlo mientras se alejaba.
– Sí, es impresionante -dijo Jameson.
– Oh, sí, sahib. Un hombre muy santo y religioso.
Swift gruñó.
– Yo no me refería a eso.
– ¿Ah, no? ¿A qué se refería usted?
– El universo es exactamente como debería ser si no existe ningún designio sobrenatural, ni ningún fin, sólo una indiferencia completa. A mí me parece muy extraordinario que gastemos energía en dotarlo de un significado que no sea puramente científico.
– Swift, eres demasiado elemental -le dijo Jameson con una media risa-. Si los dioses intervienen es porque necesitamos creer que somos alguna cosa más que simples átomos. Es lo que distingue a la naturaleza humana del resto de la naturaleza.
Swift, muy decepcionada porque aquel rastro no los había conducido a ninguna parte, se encogió de hombros sin tomarse la molestia de discutir con él.
– Vamos -dijo lanzando un suspiro-. Mejor será que regresemos al campamento.