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DIECISIETE

De todas las cosas admirables, ninguna lo es tanto como el hombre.

Sófocles

Hacía un frío cortante. Swift se despertó y vio que Jack le tapaba la boca con su mano enguantada. Estaba todo muy oscuro y apenas le veía la cara, sólo notaba su aliento cálido, que olía todavía a whisky, cuando le susurró:

– Tenemos compañía.

Swift se incorporó bruscamente y por poco le dio un coscorrón a Mac o a Jameson, no sabía a cuál de los dos; conteniendo la respiración, escuchó con mucha atención.

Había cesado de nevar. Hasta el viento había amainado. Fuera de la tienda la fuerte helada nocturna del Himalaya había provocado que la nieve se congelara. Oyó que ésta crujía bajo las pisadas del visitante que se paseaba por el campamento I.

– ¿Será alguien del CBA? -susurró, esperanzada.

– Está demasiado lejos y es demasiado peligroso -dijo Jack-. Sería suicida intentar subir hasta aquí de noche.

– ¿Serán, entonces, los chinos aquellos?

– Lo tendrían igual de crudo. Están demasiado lejos. No, no es ninguna persona.

Jameson había encontrado la pistola e intentaba cargarla con una jeringa. Los pasos se oían ahora más cerca de la tienda.

– Coge el rifle -le dijo Jack-. Aún está cargado.

– Demasiado potente. ¿Podéis tú y Mac ocuparos de sostener las linternas? Si no acierto a la primera, se acabó. Tengo que dar en el blanco…

Jameson se quedó callado para escuchar un ruido de un ser que husmeaba fuerte el aire de la noche fría en el exterior de la tienda.

– Huele el estofado -susurró Swift-. Huele el estofado de ternera.

– Conque gourmet, ¿eh? -comentó Jameson-. Esto habla en favor de él. -Metió la jeringa en el cañón de la pistola y cerró la recámara-. Listos.

Se oyó cómo daban un golpe en la pared de la tienda, que se combó cuando un cuerpo inmenso se apoyó en ella. A Swift dejó de latirle el corazón en el momento en que le llegó un fuerte hedor a animal.

La criatura volvió a golpear la pared, sólo que esta vez el ruido fue acompañado de un estruendo de latas que caían y entrechocaban. Había encontrado lo que andaba buscando: los restos del estofado de ternera.

Con el frío que tenía, Swift hubiera jurado que era imposible tiritar de miedo, pero se le había puesto la carne de gallina, como si su piel hubiera sido la primera en reconocer algo que sus oídos y su cabeza tardarían en comprender. Allí fuera había un animal enorme de verdad.

– Será mejor que salga yo primero -dijo Mac, que tragó saliva ruidosamente aunque no se movió.

Aquel ruido fuerte de algo que rasgaba la lona le dejó paralizado. Era el ruido inconfundible de unas garras. La criatura estaba desgarrando la pared trasera de la tienda, la que estaba detrás de Swift, con unas garras más afiladas que una navaja. Ella evocó la descripción de los yetis que había hecho el sirdar, pero no recordaba que hubiera mencionado para nada que tuvieran garras afiladas. ¿Era posible que unos antropoides superiores pudieran tener uñas largas y afiladas? A juzgar por lo que había comentado Hurké Gurung, eran tan agresivos que no les faltaba nada para atacar con eficacia.

– Me parece que no es preciso que salgas -le dijo en voz queda a Mac-. Sea lo que sea, está a punto de entrar.

– Está a punto de entrar -repitió Jack-. Santo cielo, lo que dice Swift es verdad.

El ruido que hacía el animal al desgarrar la lona de color naranja de la tienda Stormhaven en varias tiras se oía ahora más fuerte. Swift atisbó algo por una de las aberturas de la lona rota y con toda la serenidad de que fue capaz dijo:

– Mejor dejarle que haga un agujero grande, Miles. No querrás disparar a la tienda, ¿verdad?

– Preparaos para encender las linternas -les ordenó Jameson.

La luz de la luna penetró en la tienda y con ella una ráfaga de aire helado, y a Swift le llegó a la nariz aquel olor pestilente, sólo que ahora era más penetrante.

– Espera -dijo entre dientes, porque le castañeteaban de frío y de miedo.

Tenía la sensación de que el corazón había dejado de bombearle sangre al cerebro, y se puso tensa esperando que sucediera lo inevitable: que la criatura entrara.

Resonó por toda la tienda un gruñido grave y después otro, y luego se oyó cómo rompía con furia la pared de nailon en la que apareció un agujero tan grande que Swift pudo salir por él a cuatro patas. Y tan grande, también, como para que entrara a cuatro patas un animal. Por un momento no vio nada, salvo la nieve del suelo. A la luz de la luna algo se movió, despacio primero y después cada vez más de prisa. Se oyó un gruñido más fuerte, y aquella silueta negra adquirió formas y volúmenes más visibles: algo parecido a una cabeza se metió entre los colgajos de nailon que había alrededor del agujero de la tienda. De pronto, un ojo amarillo y casi luminoso miró a Swift a los ojos.

– Ahora -dijo-, ahora. -Y se arrojó de bruces al suelo de la tienda para no recibir ella el disparo.

Un segundo antes de que Jameson apretase el gatillo, la tienda quedó iluminada por la luz de las linternas. Se oyó un breve ruido, una tos, semejante al ruido de una ballesta al dispararse, cuando el cilindro de dióxido de carbono que había en la pistola descargó su reserva química. Después hubo un bramido fortísimo, absolutamente inhumano, cuando la criatura se echó hacia atrás, deslumbrada por la luz de las linternas, seguido de un bramido de dolor cuando el dardo la alcanzó. A continuación oyeron un cuerpo que corría con ligereza por la capa de nieve helada.

Se precipitaron todos en busca de un lugar por el que salir.

– ¿Le has dado? -preguntó Jack.

– Creo que sí.

– Eso espero -dijo Swift. Mac se reía casi histéricamente.

– Qué dientes. Qué dientes, jo, qué dientes. Yo no he visto nada más que sus dientes. Dios mío, todavía tiemblo. ¿Dónde caray está mi cámara?

– No es tan grande como yo creía -dijo Jameson.

– Eso lo dices porque no estabas a su lado -le contestó Swift.

Jack fue el primero en salir, e iluminó con su linterna la cima del riñón buscando algún rastro del animal. Cerca del corredor, un cuerpo seguía corriendo; su respiración era fuerte, agitada y estentórea.

– Vuelve a bajar hacia el corredor de hielo -gritó Jack-. Corre hacia la montaña.

Swift sintió una punzada de dolor. Si salta por la grieta cuando la droga haga su máximo efecto, pensó, se va a matar.

Mac, con la cámara en la mano, estaba ahora junto a Jack. Disparó varias fotografías y el riñón quedó iluminado por los destellos de las luces del flash, que eran como relámpagos. Swift y Jameson se unieron a ellos y entre todos recogieron el material necesario para emprender la persecución de la criatura. Jameson cogió el rifle Zuluarms por si acaso era necesario efectuar un segundo disparo desde más lejos.

A cuarenta y cinco metros de allí, la criatura volvió a soltar bramidos, y es que el hidrocloruro de ketamina del dardo empezaba a hacer efecto. A Jameson aquellos bramidos le eran muy familiares, como la voz de un viejo amigo.

– No es ningún antropoide -dijo primero para sí y después lo repitió en voz más alta dirigiéndose a los demás.

Sus ojos avezados repararon en el cansado colear de un rabo largo y musculoso cuando la criatura avanzaba a trompicones por el corredor en dirección a la pared rocosa.

– ¡Para! -le chilló-. Santo cielo, es un felino. Un felino enorme.

Con las patas extendidas y la cabeza gacha, el felino les plantó cara a sus perseguidores gruñendo con rabia. De casi dos metros de largo, con una cola gruesa y larga que semejaba una bufanda de piel, aquel felino de extraordinarias dimensiones tenía un pelaje de color gris pálido con unas manchas oscuras como rosetones.

– Hay que ir con muchísimo cuidado -les previno Jameson-. Puede que aún le queden fuerzas para atacar.

– ¿Qué es? -preguntó Swift mientras avanzaban los cuatro, despacio, hacia el felino, que sucumbía rápidamente al narcótico-. ¿Es un león de montaña?

El felino dobló las patas como si aceptara con resignación su destino.

– Es uno de los animales menos comunes del mundo -dijo Jameson-. Panthera uncia. Un leopardo de las nieves. Pensaba que nunca en mi vida vería un leopardo de las nieves al natural. Por lo general no traspasan la frontera del Tibet. Hay gente que cree que algunos de los grandes lamas se convierten en esta clase de felinos, que viven en las nieves para poder desplazarse por las montañas o para huir de sus enemigos.

El leopardo de las nieves gruñó como si expresara su conformidad con lo que acababa de decir Jameson, y se tumbó de lado. Un movimiento lento de la cola y un hondo suspiro le bastaron a Jameson para saber que podían acercarse sin peligro.

– A lo mejor es el lama que huye de los comunistas chinos -observó Mac.

– Fijaos en el tamaño de las patas -comentó Jameson, pues sus conocimientos especializados de veterinario le habían arrancado una sonrisa de admiración por aquel animal.

– Es una belleza, sí señor -convino Mac, que le hizo una fotografía.

– Es un macho -explicó Jameson-. Debe de pesar más de cuarenta y cinco kilos.

La jeringa se le había quedado clavada profundamente; le atravesó el abundante pelaje pálido hasta alcanzar la masa muscular, justo debajo de su hombro izquierdo. Jameson se arrodilló junto al animal y con suavidad le extrajo el dardo. Tenía los ojos abiertos y las pupilas verticales completamente fijas. Apenas respiraba.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó Swift, angustiada-. Los ojos… parece que se esté muriendo.

– Es el efecto de la ketamina -explicó Jameson-. Los párpados se quedan abiertos.

El leopardo tragó saliva ruidosamente.

– Creo que se recuperará sin problemas. Dentro de media hora, más o menos, seguramente intentará levantarse. De todas maneras, me parece que me quedaré aquí y lo vigilaré, por si acaso. No me gustaría que la muerte de uno de los felinos más escasos del mundo pesara sobre mi conciencia el resto de mi vida. Vosotros podéis volver al campamento. Suerte que hemos montado las dos tiendas, ¿eh?

– Pues si es una bestia rara, quiero hacerle fotos. -Mac dio una vuelta alrededor del animal y se arrodilló para conseguir un buen encuadre de la preciosa cabeza del leopardo de las nieves-. Quédate donde estás, Miles. Voy a sacarte a ti también.

Jack se volvió para marcharse cuando un ruido de algo que corría por la nieve le hizo detenerse.

– ¿Habéis oído? -preguntó.

Jameson se puso en pie y echó una mirada en derredor.

Una sombra fue a esconderse detrás de un bloque de hielo.

– ¿Otro leopardo?

– Podría ser.

Él y Jack iluminaron el riñón con sus Maglites y en un abrir y cerrar de ojos las rocas cubiertas de nieve cobraron vida como por arte de magia. Mac, asustado por lo que veía, soltó una exclamación de terror y se pegó a sus compañeros. Varios pares de ojos, cada uno de los cuales era como dos lunas verdes que resplandecían en la oscuridad, miraban fijamente el haz potente de una de las linternas.

– Son lobos -dijo Jameson.

Contó ocho. Eran del tamaño de un poni pequeño y su reluciente pelaje, moteado de finas manchas de nieve polvo, era del color del granito. El más grande y el de pelaje más oscuro de la manada, que era también el que estaba más cerca de ellos, bostezó, hambriento, extendió las patas, bajó la cabeza y se puso a husmear, con el morro pegado al hielo. Jameson advirtió que rastreaba sangre con el olfato y se preguntó si habría habido una cacería. Al mismo tiempo se dijo que la cadena de acontecimientos habría atraído con toda probabilidad a aquellos animales hasta el riñón.

– Deben de ir a la caza del leopardo -dijo.

– ¿Cómo? ¿Un lobo zampándose a un leopardo? -preguntó Mac-. Me parece del todo inverosímil.

– Pues que no te lo parezca. Yo he visto a un lobo de un tamaño medio arrancar con los dientes los barrotes de una jaula construida para encerrar en ella a perros domésticos rabiosos. Tiene una fuerza increíble. En Zimbabwe es muy corriente que una manada de hienas se enfrenten a un león y lo obliguen a soltar su presa.

– Déjate de rollos, que no estamos para escuchar vídeos del National Geographic -le atajó Jack-, y dinos qué vamos a hacer ahora. Estos cabrones me dan mala espina.

Jameson se descolgó el Zuluarms del hombro y dobló el cañón para extraer la jeringa Cap-Chur, pero dejó el casquete de percusión dentro.

– No parece que nos tengan miedo -señaló Swift justo cuando otro lobo asomaba por el bloque de hielo.

– Me imagino que no habrán visto a demasiadas personas -comentó Jack-. A decir verdad, yo nunca había visto lobos en esta zona del Himalaya.

– Por Dios, dispara de una vez -le apremió Mac.

– Tú eres el que tiene miedo de los aludes -dijo Jameson con sarcasmo-. Dime, Jack, ¿corremos algún peligro?

Jack alzó la vista y echó una ojeada a la pared escarpada. Seguramente estaban lo bastante lejos como para poder salir ilesos si se desprendía un alud provocado por causas naturales. ¿Pero qué decir de un alud producido por un disparo? Era difícil prever las consecuencias.

– ¿Qué alternativa tenemos? -preguntó-. ¿Nos atacarán?

– Mientras nos mantengamos unidos, lo más probable es que no nos hagan nada. Pero no podemos quedarnos toda la noche aquí.

– ¿Qué os parece si nos cogemos de las manos, formando un cuadrado con los brazos extendidos, y volvemos al campamento? Allí tenemos fuego. Los podríamos ahuyentar -apuntó Jack.

– ¿Y el leopardo? -preguntó Jameson-. No podemos dejarlo aquí para que lo devoren.

– ¿Se te ocurre algo mejor?

– No.

– Pues entonces, andando.

Juntaron las manos, con los brazos extendidos, y se pusieron en camino; Jameson andaba de espaldas y cubría la retaguardia. Los lobos los miraron fijamente un momento, y en seguida uno de ellos lanzó un fuerte gruñido y fue a morderle la pierna a Jack, que le dio un puntapié y, dando un grito, detuvo a sus compañeros.

– Está visto que mi idea no sirve.

– La verdad es que a mí no acababa de gustarme -observó Jameson.

Jack volvió a mirar atentamente la pared escarpada. Allí arriba había acumuladas tal vez unas dos mil toneladas de nieve. Pero ahora no parecía que hubiese otra alternativa.

– Muy bien, dispara.

A Jameson no hubo que pedírselo dos veces. El jefe de la manada se le acercaba muy decidido. Apuntó el rifle justo a la cabeza del lobo y disparó. En la cima del riñón el disparo sonó como un obús.

El lobo dio un espantoso aullido de terror, pegó un salto hacia atrás y se alejó corriendo; los demás huyeron en desbandada por delante de él. Jack volvió a clavar los ojos en la pared escarpada y luego miró a los lobos.

– Otra vez -dijo.

Jameson cargó otro casquete y volvió a disparar para que la manada de lobos huyera más de prisa. Dio la sensación de que el disparo rebotaba en la pared escarpada, como si buscara provocar un desprendimiento. Pero esta vez los lobos corrían y corrían, más aterrados aún que antes.

– Gracias a Dios -exclamó Mac-. Por un momento he pensado que me iba a convertir en el desayuno de uno de esos perros malvados.

– Los muy bastardos puede que hayan olfateado el rastro del leopardo desde una distancia de cien kilómetros -comentó Jameson.

– Sé muy bien cómo deben sentirse -dijo Swift-. Esta vez no he dudado ni por un momento de que íbamos a tener suerte.

– Esta vez hemos tenido mucha suerte -repuso Jameson, que cargó otro casquete y escudriñó el riñón con la mirada.

Pero los lobos se habían ido.

– Me refería al yeti.

– Ya -dijo Jameson-. Pero ahora eres una cazadora. Tendrás que aprender a armarte de paciencia si quieres que esta expedición se salde con éxito, ¿sabes?

Jack echó una ojeada al reloj y después al felino anestesiado.

– Son las cinco, dentro de poco amanecerá.

– ¿Le apetece a alguien una taza de té? -preguntó Mac-. Después de todos los nervios que he pasado, un té me sentaría de maravilla.

– Voy a esperar aquí un rato -dijo Jameson-. Vigilaré al leopardo hasta que recobre el conocimiento. Quiero asegurarme de que está en perfectas condiciones, por si a los hermanos de Mowgli se les ocurre volver por aquí.

Jack se desperezó.

– Voy a acostarme. No podemos hacer gran cosa hasta que vengan los sherpas con uno de los trajes espaciales de Boyd.

Cuando los sherpas, con Ang Tsering a la cabeza, llegaron al campamento I procedentes del CBA, era ya media mañana. Con bastante diferencia de tiempo, aparecieron Byron Cody y Jutta Henze. Habían efectuado la ascensión sin incidentes aunque con un viento helado, que estuvo levantando nieve constantemente; al final, a Byron Cody se le congeló la punta de la nariz, y los pies le dolían como si también se le hubieran congelado. En cuanto se hubo quitado la pequeña mochila, Jutta Henze lo acompañó a la tienda que seguía intacta, le tapó la nariz con vendas para, por lo menos, mantenerla caliente, y le dio unos antibióticos. Después le puso una inyección de dextrán de bajo peso molecular.

El paciente de Jutta salió de la tienda bostezando exageradamente; ninguno de los gorilas que había observado a lo largo de su vida había abierto jamás la boca de aquel modo.

– Tenías que haberte quedado en la cama -le dijo Jack.

– Lo siento. Anoche apenas dormí.

– Yo creía que tenías intención de ir a ver a los chinos -comentó Jameson.

– Tsering tiene razón, lo más seguro es que sean desertores. Además, no quería perderme nada de lo que sucediera aquí arriba.

– Lo que vas a perder, me parece, es la punta de la nariz -observó Jutta-. Si no veo mejoría en el día de hoy, tendrás que bajar al campamento base y ser tratado con oxígeno y un anticoagulante.

– ¿Dónde está Hurké? -le preguntó Jack a Jutta-. Yo contaba con él.

– Hurké quería subir, desde luego, pero yo no le he dejado. Ha tenido un shock muy fuerte. No puede quitarse de la cabeza lo que ha ocurrido. Y si es incapaz de centrarse en lo que hace y está con la cabeza en otra parte, no puede subir hasta aquí.

Jack, consciente de que era inútil discutir con la alemana, asintió. En su tono de voz se detectaba tanto sentido común, tanta sensatez, que le pareció muy natural aceptar su decisión de que fuera Ang Tsering quien encabezara el grupo de los sherpas que se trasladó al campamento I.

– Vendrá esta tarde. Pero sólo si está en condiciones.

– Has hecho bien, Jutta. Tienes toda la razón del mundo. A esta altitud, el más ligero error te cuesta casi siempre la vida.

Vio que Ang Tsering estaba bebiéndose con avidez su sexta o séptima taza de té tibetano y charlando con Mac. Los sherpas siempre bebían grandes cantidades de té, sabedores de que la fatiga extrema que le acomete a uno en la alta montaña es con más frecuencia debida a la avidez con que el cuerpo reclama los líquidos perdidos. El té tibetano se hervía con sal y mantequilla y tenía un sabor al que había que habituarse, pero Jack no lo había conseguido nunca. Que a Mac, por lo visto, le gustara aquella bebida casi tanto como al sherpa era del todo incomprensible.

– Delicioso -dijo el escocés haciendo una mueca y lamiéndose los labios con avidez.

– En cuanto te parezca que los chicos están listos, vamos a bajar por el corredor -le dijo Jack a Tsering.

El sirdar ayudante asintió lentamente y cogió un cigarrillo de Mac.

– ¿Ha habido problemas con ellos esta mañana?

– Naturalmente -contestó Tsering encendiendo el pitillo con el mechero de Mac-. La pérdida de tantos amigos íntimos les confirma sus expectativas de que ir a la caza de un yeti es exactamente lo mismo que buscarse problemas. Han quemado incienso antes de marcharse del CBA. Y hemos tenido que pararnos varias veces en el camino porque querían rezar plegarias. Sin duda, le suplicaban a los dioses buena salud para poder gastarse el dinero extra que Boyd sahib les ha dado a todos para que no abandonen la expedición.

– Conque eso ha hecho, ¿eh? -Jack hizo un movimiento con la cabeza como diciendo «ya, ya».

Boyd había sido un crítico acérrimo de la misión que habían planeado llevar a cabo, pero no se podía negar que era un hombre muy capaz. Por no hablar de su facilidad en rascarse el bolsillo para atajar cualquier problema que surgiera entre los porteadores. Allí arriba, si los porteadores se iban, podía darse la expedición por terminada.

– Eran billetes nuevos, además -añadió Tsering-. Los chicos prefieren los billetes nuevos, por supuesto, y Boyd lo sabe. Si tengo que decir la verdad, con la cantidad de dólares de que dispone, se diría que Boyd los fabrica él mismo. Menos mal que somos gente honrada. Yo, en su lugar, tendría mucho miedo de que intentaran robarme.

– Yo no me preocuparía por Boyd -le dijo Jack-. Él sabe cuidar de sí mismo.

Jack se desnudó detrás de la tienda rota y se dio un baño rápido, frotándose el cuerpo con nieve; después de secarse enérgicamente, se puso la ropa interior especial. Luego Mac y Jameson le ayudaron a meterse en el traje espacial de una sola pieza por una abertura de acceso, que quedó a la vista cuando abrieron la mochila que estaba precintada con un material impermeabilizado y que contaba con un sistema que la hacía apta para sobrevivir en la Antártida. Después de ajustar el largo de las mangas y de los pantalones a la talla de Jack, encajaron las bayonetas metálicas de las dos mangueras de aire acondicionado en sus receptáculos, situados en la parte anterior del traje. Luego hubo que encajar los conductos conectados a la ropa interior, que se mantenía caliente con agua; el agua, que se calentaba en la mochila, circulaba a través de una diminuta red de tubos microscópicos fijada en la tela. Jameson y Mac empalmaron cada conducto en el lugar que le correspondía según las sencillas instrucciones que venían con el traje.

– Esto es como ponerle la armadura a Aquiles -comentó Jameson, que le dio a Jack un casco transparente en forma de burbuja que estaba hecho de plástico fotocrómico y que protegía de la fortísima luz solar.

– ¿No crees que sería más prudente que fuera alguien contigo? -le preguntó Swift-. Al fin y al cabo, tenemos dos trajes.

– No -repuso Jack-. Voy sólo a inspeccionar el terreno. No tiene ningún sentido poner en peligro la vida de dos personas. Voy a recorrer la cornisa hasta el interior de la grieta para ver adónde conduce y luego volveré en seguida.

Jack se puso el casco y, mientras Jameson y Mac lo conectaban al traje, comprobó el funcionamiento del micrófono del casco a través de una pequeña unidad de control que llevaba a la altura del pecho. Gracias a ella, también se pusieron en funcionamiento unas pantallas en las que podían leerse instrucciones sobre el manejo de la mochila.

Mac habló por el micrófono que había en la parte exterior del traje y que le permitía a quien lo llevara recibir el ruido circundante.

– ¿No sería mejor que conectaras el soporte vital?

– Buena idea -dijo Jack que, tocando otro interruptor, activó las minúsculas bombas y ventiladores de la mochila, que empezaron a dar los zumbidos tranquilizadores de la micromecánica que le ayudaría a mantenerlo caliente en las profundidades heladas de la grieta.

– Los guantes son un poco rígidos -dijo flexionando los dedos-. Pero todo lo demás es perfecto. Me estoy calentando. Jo, qué gustazo. Ojalá hubiera dispuesto de esta maravilla anoche. Qué frío hacía. Espera. ¿Qué es esto? Parece un conducto suelto. ¿Lo ves? Justo en la mejilla.

– Es para beber agua -le explicó Mac.

Jack giró la cabeza encasquetada y el tubo de plástico se le metió sin problema entre los labios. Sorbió y sintió que la boca se le llenaba de agua fresca.

– Por lo visto han pensado en todo.

Mac señaló los genitales de Jack con un movimiento negativo de cabeza.

– En todo no -dijo-. Si quieres hacer pipí, tendrás que hacértelo en el traje. O bien quitártelo. Lo que quieras.

Jack sintió que el aire rozaba su cara mientras el traje se hinchaba suavemente; después dio un golpe en el suelo con la bota para comprobar el agarre de los crampones.

– Me parece que me sería imposible escalar embutido en este traje -dijo-. Al menos, una pared como la vertiente suroeste. Pero me imagino que te mantiene vivo por espantoso que sea el tiempo que haga.

– Según las instrucciones -dijo Mac-, el casco se ilumina automáticamente cuando entras en un lugar oscuro. La luz que hay arriba se controla manualmente con el interruptor que hay junto al control de la radio. Hay dos bombillas. De carburo la normal, que puedes utilizar cuando quieras ahorrar energía, y la halógena, que puedes encender si necesitas mayor potencia.

Mac señaló el panel de control que había en la parte anterior del traje.

– La otra pantalla es una brújula y un localizador de posición. Te permite usar un sistema de navegación por satélite que te dice en qué lugar de la superficie de la tierra te encuentras, con una precisión de cincuenta metros. En el caso de que quisieras desviarte de tu ruta una vez en el interior de la grieta, te bastaría con dar las coordenadas del lugar al que quisieras ir y el aparato te marcará la dirección precisa con la brújula.

– Ya lo entiendo.

Los sherpas saludaron a Jack entusiasmados como colegiales; no dejaban de señalarle y de reírse. Uno de ellos, un tal Kusaang, hizo una mueca y le ofreció un cigarrillo a Jack con histrionismo; Jack lo aceptó desplegando a su vez gestos igualmente histriónicos, consciente de que no podía fumárselo, y lo metió entre el casco y uno de los conductos, cosa que hizo desternillarse de risa a los sherpas.

– Bien, chicos, se acabó el show. Vamos a encarrilar de una vez por todas esta expedición.

Jack recogió el piolet y se alejó lentamente en dirección al corredor de hielo.

Después de coger cuerda, escaleras de aluminio, una tienda, armas, el equipo fotográfico, comida y las mochilas, el resto del grupo se puso en marcha.

Mientras algunos de los sherpas montaban una tienda en el corredor, Jack esperó a que Mac atase la cuerda al mosquetón que tenía colgado de su arnés de cintura.

– Estaréis más seguros si acampáis aquí que si lo hacéis junto a la grieta -les dijo Jack. Iba a ser en esa tienda desde donde el resto del equipo se mantendría en contacto con él a través de la radio-. Y también más al abrigo.

– No sufras por nosotros -le dijo Mac-. Estaremos muy bien. En cuanto te vayas, descorcharemos una botella de whisky.

Desde el otro lado del corredor, Swift se llevó la radio a la boca.

– Jack. Soy Swift. ¿Me oyes bien?

– Te oigo perfectamente.

En cuanto Mac se hubo apartado, apareció Jameson para atarle con una correa una funda de arma en la cintura y le dio una pistola hipodérmica.

– Está cargada, ¿lo oyes? Contiene una dosis fortísima, así que cuidado con lo que haces y no vayas a disparártela, por el amor de Dios.

Jack intentó meter el dedo en el agujero del gatillo y vio que encajaba justo en él sin que sobrara ni un milímetro.

– Me figuro que estos guantes no habrán sido hechos para disparar armas -dijo enfundando la pistola; después subió la escalera que Tsering había fijado a la pared del corredor con tornillos y con alambre-. Deseadme suerte.

Cuando llegó arriba de la escalera, Jack subió a la pared y se volvió a mirarlos.

– Jack -dijo Swift-. Por favor, ve con cuidado. Si te ocurriera algo…

– Claro, claro, no te lo perdonarías nunca.

Después agitó la mano y desapareció al bajar la suave pendiente que llevaba a la grieta.

Tsering y Mac, que sostenían el extremo de la cuerda de Jack, le hicieron un movimiento afirmativo con la cabeza a Swift.

– Tenemos la cuerda sujeta -dijo ella por radio-. Puedes bajar cuando estés listo.

Jack se sentó con cuidado en el borde de la grieta y clavó el piolet en el hielo.

– Aflojad -ordenó él.

Y lentamente fue descendiendo por la pared hacia el saliente que se hallaba en las profundidades casi insondables que había a sus pies.