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DIECIOCHO

En la Casa del Tesoro de las Magníficas Nieves.

Joe Tasker

Mientras descendía y se adentraba en las tinieblas, Jack encendió la bombilla corriente que había en lo alto del casco y el hielo azulado adquirió una tonalidad amarilla fantástica. Era como si se hubiera metido en el interior del estómago de un gigantesco animal extraterrestre y hostil que llevase muchísimo tiempo muerto. Los hilos de agua que resbalaban por las paredes, causados por el calor del traje que derretía el hielo, parecían una señal ominosa, como si el animal extraterrestre hubiera detectado la presencia del explorador, que había estimulado la secreción de sus jugos gástricos. Y ahora que se hallaba en el interior de la grieta advirtió que era mucho más ancha de lo que parecía desde fuera. De una pared a otra había una distancia de como mínimo dieciocho metros y el fondo estaba a cientos, si no miles, de metros de profundidad.

Una vez, cuando escalaba el Everest, se vio obligado a cruzar una grieta y eso exigió cinco escaleras de aluminio atadas unas a otras. Atravesar aquel extenso banco de hielo flotante, con treinta puentes improvisados de aluminio, fue uno de los momentos más peligrosos de la escalada. En cierto modo, el hecho de que no viera nada bajo sus pies, pues el fondo estaba sumido en la oscuridad, le facilitaba las cosas: la altura y la caída potencial, y por tanto el peligro, eran imposibles de cuantificar. Aunque pensó que nunca volvería a ser capaz de caminar por uno de aquellos puentes de escaleras colgantes. Al notar que tocaba la cornisa con el pie, alzó la vista, miró al cielo azul, como el Danubio azul, y vio con claridad lo arriesgado que era cruzar una grieta tan monstruosa como aquélla. Por no hablar de saltar por ella a ciegas y dejarse caer sobre la cornisa oculta. Hay que tener fe ciega, había dicho Mac; y en realidad así era. Imaginar a los dos yetis saltando desde tamaña altura le hizo comprender la capacidad de aquellas criaturas legendarias para no dejarse cazar nunca.

– Ya estoy abajo -dijo-. Soltad un poco de cuerda.

– Muy bien -contestó Swift.

Jack se quedó un momento callado; tiró de la cuerda y abrió el mosquetón del arnés de cintura por el que pasaba el cabo. No tenía ni idea de cuánto tendría que andar y corría el peligro de que la cuerda se enredara o hasta que se congelara y le hiciera tropezar. Era mejor confiar en los crampones y en el piolet.

– Ya estoy desatado.

Se volvió para contemplar la ruta. No cabía ninguna duda sobre qué debía hacer. A la izquierda, la cornisa desaparecía bajo unas enormes estalactitas que se adentraban en la oscuridad como si fueran los tubos de un órgano. Encendió un momento la luz halógena. A la derecha, la cornisa tenía unas formas tan bien definidas que casi parecía un camino de verdad; hasta donde alcanzaba la luz, a unos veinte o veinticinco metros, era muy recta. Aquí y allá en las capas de hielo y nieve se veían unas franjas de formas y dibujos fantásticos que él creyó que eran cenizas volcánicas.

– A Boyd le entusiasmaría -dijo un poco impresionado por todo lo que le rodeaba-. Jamás había visto un hielo más extraño.

Volvió a cambiar de luz y echó a andar.

– Bueno, pues voy para allá. Tengo la impresión de que soy uno de los siete enanitos.

– ¿Cuál de ellos?

– Atontado, supongo. Hay que estar atontado para hacer lo que hago.

– Tú lo has dicho -intervino Mac.

– Gracias, Regañón. Gracias a Dios que llevo ropa interior con calefacción. Por el momento estoy estupendamente. Como si estuviera dando un paseo.

La cornisa era recta a lo largo de unos cien metros y después empezaba a girar hacia la izquierda. Arriba, la abertura de la grieta se estrechaba. Jack comprobó el funcionamiento de la brújula en el panel de control del traje.

– A partir de aquí la ruta va hacia el oeste. Hay una pendiente muy suave que baja. Lo más extraño, sin embargo, es que el hielo de la pared tiene unas marcas tan finas que parece el pellejo de un animal.

Con los crampones atados a las botas no hubiera podido mantener el paso regular. Anduvo otros doscientos metros apoyándose en el piolet como si fuera un bastón; lo cogía por el pico con su mano izquierda enguantada y clavaba el regatón del mango en el hielo, cerca del precipicio. El ángulo de la cornisa hacía que él se decantara hacia la pared y tenía que apoyarse en ella casi constantemente con la mano libre para mantener el equilibrio. Al cabo de quinientos o seiscientos metros dejó de verse el cielo por la abertura, que se cerraba y que cada vez estaba más cerca de su casco. Jack, que conocía bien el Himalaya, supo que la boca de la profunda grieta había quedado parcialmente tapada por un alud.

– Se acabó la luz del sol. A partir de ahora nos adentramos en la gruta de algún rey de la montaña. Esperad un momento -añadió-. ¿Qué es esto?

Había algo en la cornisa que estaba inclinado, y al principio creyó que era una estalactita. Redujo el paso mientras pugnaba por ver qué era en la oscuridad. De pronto se detuvo en seco. ¿Era su propia imaginación o había allí una figura de aspecto vagamente humano? Encendió la luz halógena para ver mejor y le pareció distinguir una cabeza y un brazo. Fuera lo que fuera, parecía estar esperándolo.

– Aquí enfrente hay algo.

– Jack -dijo Swift-. Por favor, sé muy prudente.

– Estoy desenfundando la pistola, por si acaso.

Con la pistola hipodérmica en la mano, se dispuso a dar unos pasos hacia adelante, muy despacio.

– Veo algo que parece una cabeza, y también un brazo -explicó-. Pero no se mueve nada.

– ¿Jack? Soy Miles. Recuerda que si disparas desde una distancia de más de quince metros puedes no dar en el blanco. Y en la jeringa hay anestesia para abatir un yak.

– Mejor -susurró Jack-. Porque las palabras que se me han ocurrido de forma automática son escopeta de balines y rinoceronte.

– En cuanto estés lo bastante cerca, Jack, dispara.

– Muy bien. Tiene un aspecto del todo humano. Señor, y qué grande es. Debe de tener una estatura de unos dos metros, o dos metros y medio. Sigue sin moverse. Y tampoco hace ningún ruido. Debe de estar a unos veinte metros, o veinticinco. Me estoy acercando más.

– Jack, soy Byron. Si la descripción de Hurké es verdadera, el comportamiento del yeti es muy semejante al del gorila, así que es muy probable que esté quieto para despistar y esté esperando a atacarte.

Jack, considerablemente asustado, se detuvo.

– ¿Qué caray has querido decir? ¿Tengo también que estarme quieto?

– Lo más seguro es que te esté observando, porque has despertado su curiosidad. No te toques el pecho. Creerá que te lo golpeas y los grandes gorilas lo consideran una señal de excitación o de alarma.

– Conque de excitación o de alarma, ¿eh? -En el interior del traje espacial y amplificados en parte por el micrófono que había debajo de su nuez de Adán, los latidos de su corazón hacían el mismo ruido que unos bongos-. No sé de dónde habrás sacado tú eso.

– Sobre todo no hagas ningún movimiento brusco… ninguno.

– Estupendo.

Jack avanzó unos centímetros sosteniendo el arma como si fuera un talismán. Confiaba en no tener que servirse del piolet para defenderse. Aunque hasta que la ketamina hiciera efecto, tendría que defenderse con el piolet o bien quedarse inmóvil, tumbado en el suelo, e intentar clavarle las puntas de acero cromado al yeti.

– Lo tengo casi a tiro -dijo apuntando con la pistola lo que él creía que era el hombro del animal. Al menos, si le atacaba ahora, le sería imposible no dar en el blanco.

– Diecinueve metros… Dieciocho… sigue sin moverse y sin hacer ningún ruido… a lo mejor se cree que no lo veo… diecisiete metros…

– Vas demasiado de prisa, Jack -dijo Cody-. Quédate quieto un momento.

Jack se detuvo. Ahora lo distinguía con mayor claridad. Aquella criatura parecía mucho más humana de aspecto de lo que él se había figurado. A decir verdad, no se la había imaginado así en absoluto. Ciertamente era muy distinta a la que había visto en el collado norte del Everest.

Y, sin embargo, había en él algo más siniestro. La ausencia de cualquier tipo de movimiento le confería un aspecto mucho más terrorífico.

– No es ningún simio, no lo parece para nada -dijo-. Sigue sin moverse. Qué extraño es esto.

– Jack, soy Miles. Una distancia de diecisiete metros es suficiente para disparar a un blanco que está quieto. Pero apunta un poco más arriba.

– Quieto no es la palabra. Tal vez lo que está es dormido.

– Jack, soy Byron otra vez. Creo que deberías retirarte. No me gusta nada todo eso. Es la conducta defensiva clásica de los gorilas que viven en las montañas. Te está tendiendo una trampa. Aléjate, por favor.

– Creo que voy a acercarme un poquito más y luego me voy.

– Vete ahora, Jack, ahora -dijo Miles.

A menos de diecisiete metros, Jack disparó. Vio cómo el dardo se clavaba en el hombro de la criatura, que estaba al descubierto. Pero, para gran sorpresa suya, siguió sin moverse ni lo más mínimo y sin hacer el menor ruido, como si fuera insensible.

– No entiendo qué ocurre -les dijo a los de arriba-. Le he disparado, veo el dardo clavado en su hombro, pero sigue sin pasar nada.

– Calculo que tarda varios minutos en hacer…

– No, no. Me refiero a que es como si fuera insensible.

– Si tiene una piel gruesa y mucha grasa, porque para sobrevivir en estas montañas hace falta tener mucha grasa, sentirá como si le hubieran hecho una pequeña herida -explicó Jameson-. Para un animal de este tamaño el impacto del dardo habrá sido como una picada de pulga.

– Un momento. Voy a acercarme para verlo mejor.

– Jack, no -protestó Swift.

Dio unos pasos y frunció el entrecejo.

– Creo que no pasará nada. Me parece que sea lo que sea lleva mucho tiempo muerto.

Estaba lo bastante cerca como para tocarlo si alargaba el brazo. Jack enfundó la pistola y empezó a sacudirle el hielo y la nieve que le cubrían el cuerpo. La cabeza cayó lentamente hacia atrás. El pelo que se veía entre la nieve, que formaba como un mosaico, era rubio. La boca, ligeramente abierta, dejaba al descubierto unos dientes mellados y manchados de nicotina. Y los ojos abiertos, en un rostro que parecía casi vivo. Ojos azules. Que le miraban fijamente. Como si fuera…

Jack lanzó un grito de espanto y echó a andar hacia la pared de hielo.

– ¿Qué ocurre, Jack? -dijo una voz dentro de su casco-. Jack, ¿estás bien?

Mareado y temblando de la impresión, Jack se dejó caer en la cornisa de hielo y respiró hondo y agitadamente el aire caliente que circulaba dentro del casco. Si hubiera podido tocarse la cara, se habría enjugado el sudor frío que de repente le cubrió la frente. Era como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Y ahora se había disparado el mecanismo del recuerdo y volvía a revivirlo todo. Los últimos segundos antes del alud que le arrastró montaña abajo y mató a su amigo y compañero de cordada. Aquí estaba, colgado al revés sobre la cornisa, incrustado en la nieve y el hielo compactos que le habían arrojado allí meses atrás.

Como un guante extraviado.

Jack se puso en pie, aturdido, y sacudió un poco la nieve que cubría el rostro sin vida de su amigo. Aunque no parecía un rostro sin vida. No tenía ni un rasguño, ni una magulladura, nada. Más bien parecía que estuviera posando, muy quieto, para que le hicieran una fotografía. Como si sólo necesitara frotarse las manos para volver a la vida. Como si en cualquier momento fuera a arrancarse los numerosos carámbanos de hielo adheridos a la barba y romper a hablar.

Al fin contestó a las voces que le llamaban insistentemente dentro del casco.

– Didier -suspiró.

Sentado en la tienda a prueba de tormentas que habían montado en el corredor de hielo, en lo alto del glaciar, Byron Cody se encogió de hombros.

– ¿Quién es Didier? -preguntó.

– Didier Lauren -dijo Swift-. Le mató un alud la última vez que Jack y él subieron aquí. El mismo alud que arrastró a Jack hasta la cueva donde halló a Esaú debió de arrojar a Didier al interior de la grieta.

– Señor -exclamó Jameson-. Qué manera más terrible y solitaria de morir.

– Tú también le conocías, ¿verdad, Mac? -preguntó Swift.

Mac emitió un gruñido afirmativo y quemó el extremo del cigarrillo sin ningún entusiasmo y con mucha amargura.

– No es el primer amigo mío que se ha matado en estas montañas. Y seguramente no será el último.

– Llevar tanto tiempo sepultado bajo la nieve -comentó Cody.

– Yo también conocía a Didier -dijo Jutta-. Era un buen alpinista. Pobre Jack, haberlo encontrado en estas circunstancias.

– ¿Jack? -dijo Swift-. ¿Estás bien?

– No te lo vas a creer -dijo Jack enfurecido-. Le han robado el reloj y la sortija.

– Quizá los perdió cuando fue arrastrado por el alud -apuntó ella.

– Era el reloj que le dieron los patrocinadores, Rolex Oyster Explorer. Fuimos los dos a Londres para recogerlos antes de venir aquí. Y la sortija casi le apretaba. Además, llevaba guantes.

Byron Cody se quedó pensativo un momento, y recordó la extrema curiosidad que los gorilas de las montañas mostraban por objetos extraños. Cogió la radio y dijo:

– Jack, soy Byron. Aunque no es más que una idea, se me acaba de ocurrir que un gorila con el que trabajé me robaba con mucha frecuencia las llaves del coche y las gafas. O cualquier objeto brillante. Podría ser que uno de los yetis hubiera cogido el reloj de Didier.

– Así que ahora ya sabe a qué hora tiene que venir para verme cagado de miedo, ¿eh?

– Jack, soy Miles. Mira, olvida lo del reloj un momento. Te has quedado sin el único dardo hipodérmico que tenías. Quiero que lo extraigas del cuerpo de tu amigo y que le eches un vistazo.

– Muy bien, pero ¿para qué?

– Cuando la jeringa alcanza el objetivo, la presión contra la aguja hace que un peso minúsculo situado en la parte posterior de la carga presione a su vez un pequeño resorte. La punta afilada del peso atraviesa un precinto provocando que el émbolo salga disparado hacia adelante y descargue la anestesia. Es muy posible que no haya ocurrido nada de todo esto porque el cuerpo de Didier debe de estar congelado y rígido, y que la ketamina siga en la jeringa. ¿Lo entiendes?

Jack extrajo la jeringa Cap-Chur del hombro de su amigo y la examinó detenidamente a la luz amarilla. Con los guantes y el casco, poca cosa podía decir del estado del dardo, aparte de que parecía intacto. Y así se lo comunicó a Miles Jameson por radio.

– De todos modos, coge el dardo y cárgalo otra vez en la pistola -le dijo Jameson-. Podría ser mejor que nada.

– Quizá deberías volver -opinó Swift.

Jack consultó la unidad de control del traje. Llevaba más o menos una hora en el interior de la grieta. Le quedaban todavía muchas más, diez por lo menos, antes de quedarse sin energía.

– Negativo. Voy a seguir explorando. En el traje queda todavía muchísima gasolina. Y además estoy perfectamente. El objetivo de esta caminata espacial no era capturar a un yeti sino intentar localizar su madriguera, o como se llame el refugio de los grandes simios.

– Se llama guarida -dijo Cody.

Jack cogió el piolet y se puso en marcha en silencio prometiéndole a Didier que, pasara lo que pasara, no lo dejaría allí.

– Decidles a los chicos que monten la camilla. Cuando vuelva, me lo llevaré de aquí.

Hustler. Me temo que la cuestión china ya no tiene ninguna importancia. Esta mañana he ido allí para controlarles y me he encontrado con que un alud había sepultado su campamento. Uf. No hay supervivientes. Pero quizá sea mejor así. A pesar de lo que dijiste, aquellas pendientes me daban mala espina. Entretanto he caminado de un extremo a otro del santuario, pero sin ningún éxito. Castorp.

Movidos por el afán de hacer algo útil, Miles Jameson y Jutta Henze salieron de la tienda y montaron una camilla de rescate Bell. Construida con un tubo cuadrado de acero reforzado y equipada con una almohada para reclinar la cabeza, correas para atar el pecho y las piernas y esquíes de plástico, el cometido de aquella camilla era, llegado el caso, transportar un yeti anestesiado hasta el CBA en un helicóptero que vendría desde Pokhara.

– Pensaba que la precisábamos para transportar un yeti -observó Jutta-, y no un cadáver.

– No te preocupes que ya capturaremos uno -le dijo Jameson.

– Me parece que eres muy optimista.

– Para cazar animales salvajes, mi querida Jutta, hay que serlo. Pero yo creía que también había que ser optimista para ser alpinista. -Señaló con un movimiento de cabeza la implacable cara sur del Annapurna y explicó-: Quiero decir que hay que ser muy optimista para pensar que se puede escalar eso.

Jutta sacudió la cabeza.

– No, yo soy pesimista. En un lugar como éste, el optimismo puede fácilmente llevarte a la tumba. Mi marido era optimista, como tú dices. Exageró, se exigió a sí mismo más de lo que podía. Pero no se puede hacer nada para cambiar a este tipo de personas. Jack es igual. Sabe que tiene mucha suerte de estar vivo después de lo que le ocurrió la última vez, pero no puede cambiar. Ni quiere.

Al darse cuenta de que estaba a punto de caer en lo morboso, Jutta esbozó una sonrisa resplandeciente.

– Espero que tengas razón, Miles. Sería fantástico capturar ese animal, ¿verdad?

– Sí. Sería como descubrir un dinosaurio vivo.

– Sería muchísimo más interesante. No estamos emparentados con ningún animal de sangre fría. Al menos, no somos parientes cercanos de ellos. -Hizo una mueca con pillería-. Salvo Jon Boyd, tal vez. Él no es nada optimista respecto a nuestras posibilidades de capturar un yeti.

– Sí, me encantaría capturar un yeti, aunque sólo fuera para ver la cara de Boyd cuando lo sacáramos de la red.

– O mejor aún, cuando lo metiéramos a él en una red junto con un yeti.

Jameson entornó los ojos.

– Cómo me gustaría -murmuró.

– No tendría más remedio que aceptarlo.

Pero Jameson estaba cavilando otra cosa.

Dejó lo que estaba haciendo y subió por la escalera hasta lo alto de la pared de hielo.

– ¿Adónde vas?

– A echar un vistazo a la grieta. Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Van a traer los chicos el resto del material esta tarde?

– Sí. ¿Qué clase de idea?

– Digamos que es mi Magic Johnson.

La grieta estaba ahora completamente a oscuras. Jack andaba con mucho tiento por la cornisa, sin más luz que la del casco; el techo, abovedado, era de hielo compacto y tenía conos minúsculos, como los altavoces de un estudio de grabación o de una sala de conciertos, o como cristales de sal o de azúcar aumentados centenares de veces. Jack decidió que la vista de un yeti debía de ser mucho más aguda que la de los seres humanos, una observación que le transmitió a Byron Cody por radio.

– Lo que dices es muy interesante, Jack -comentó el zoólogo especializado en primates-. El resto de los grandes simios, sin excepción, son criaturas diurnas. Si el yeti fuera un animal nocturno, se trataría de un caso excepcional. Por otro lado, al no haber grandes predadores que representen para él una amenaza por la noche, debe de haber evolucionado para poder beneficiarse de esta ventaja. Tal vez hasta para convertirse él mismo en una especie de predador.

– Vaya, qué tranquilidad me da saberlo ahora que estoy caminando en la oscuridad -ironizó Jack-. Aunque eso podría explicar por qué los hombres han visto tan pocos yetis.

– Hay otra posibilidad -señaló Swift-. Y es que los yetis se hayan convertido en animales nocturnos justamente para rehuir el contacto con el hombre. Si las historias que cuentan los sherpas son ciertas, el hombre puede haber sido el principal enemigo del yeti.

Al escuchar la teoría de Swift, Jack recordó un siniestro trofeo que había visto una vez cuando participó en la expedición que escaló el Himalaya.

– En Pangboche hay un pequeño templo budista -explicó-, en las estribaciones del Everest. Por unas pocas rupias él lama te enseña algo que, según se afirma, es el cuero cabelludo de un yeti. Y también en Khungjung, que está en la misma zona, a una distancia de trescientos metros. Pero si las cosas no se desarrollan como…

De pronto se encontró con que la cornisa formaba una cuesta muy empinada, que giraba bruscamente hacia la derecha. Tan empinada, en efecto, que era imposible subir por ella sin la ayuda de puntos de agarre tallados con el piolet y quizá de unos cuantos tornillos. A un lado, la pared era completamente lisa, mientras que en el otro estaba el precipicio que desaparecía en la oscuridad. Con el piolet golpeó el suelo de la cornisa y la hoja de molibdeno cromado rebotó contra el hielo duro como una roca. La pared no resultó menos compacta. Intentó clavar un tornillo y después una clavija, pero no lo consiguió.

– Parece que voy a tener que escalar un poco -dijo-. Sólo que no tengo ni idea de cómo voy a poder hacerlo. Nunca había visto un hielo tan duro como éste.

Se puso el piolet debajo del cinturón, metió el martillo y los tornillos en la bolsa y pasó la mano por la pared. Por fin encontró algo: entre el suelo que subía empinado y la pared había un espacio de unos cinco centímetros, suficientes para emplear la misma técnica de escalada, que no admitía ningún error por mínimo que fuera, que utilizó para escalar el edificio de la National Geographic. Llamada bavaresa, esta técnica implica desplazar el centro de gravedad del cuerpo hacia atrás agarrándose con las puntas de los dedos a las rendijas ocultas de la pared y después ascender sobre las puntas de los crampones.

– A los peludos esos hay que reconocerles una cosa -dijo con un gruñido mientras intentaba escalar haciendo una serie de movimientos fluidos y continuos entre un punto de apoyo y el siguiente-. Y es que su técnica para escalar las montañas es perfecta. Desde luego, bajar por esta suave pendiente… va a ser… mucho más divertido que subir por ella.

Llegó arriba jadeando por el tremendo esfuerzo y sus ojos vieron algo extraordinario.

Estaba en la entrada de una enorme caverna cuyas paredes heladas eran altísimas y reflejaban débilmente la luz de un lejano disco de cielo azul. A unos cien metros, al otro lado de una pista de asalto hecha de bloques de hielo de tamaño corriente y quiebras diminutas, vio la salida de la caverna, un enorme portal de hielo que, erosionado por el viento, era de una forma parecida a un ocho y medía dieciocho metros de alto. Se alzaba allí un extraño y gigantesco grupo de pináculos blancos, que resplandecían a la luz de media tarde y que rodeaban un espacio más reducido y exclusivo, como si fuera un santuario, que no era de hielo blanco sino de color verde y de nieve.

– Acabo de descubrir algo -les anunció a los demás-. Debo de haber salido por el otro lado del Santuario, por la parte occidental del Machhapuchhare.

Saltó de un bloque a otro y finalmente pisó un suelo lleno de morrenas (los aluviones arrastrados y depositados por el glaciar), en el cual habían trazado ya un sendero muy deficiente. Con la sensación de estar a punto de descubrir algo importante, echó a andar rápidamente hacia aquella salida de la caverna de forma fabulosa que parecía sacada de un libro de leyendas.

– Hay un pequeño valle de no más de un kilómetro y medio cuadrado oculto tras un círculo reducido de picos. Es un lugar increíblemente bien protegido. Y al parecer hay vegetación. Sí. Es fantástico. Cuánto me gustaría que pudierais verlo. Yo jamás había visto nada parecido.

Cruzó la salida en forma de ocho y se encontró en el límite de un bosque frondoso de pinos y de rododendros gigantes. Había oído decir que en los países más remotos que limitan con la frontera del Nepal, como Sikkim y Zanskar, existen bosques de gran altura, pero ignoraba que también los hubiera en aquella zona montañosa. En muchas ocasiones Jack creía que lo sabía todo sobre el Himalaya, pero esta vez no era una de ellas. Maravillado por lo que veía, intentó describirlo por radio a sus compañeros.

– Hay abetos blancos del Himalaya, abedules, enebros y arbustos de coníferas que nunca había visto. Y los rododendros son absolutamente increíbles. He visto algunos que medían diez metros de altura, pero éstos deben de medir quince. Y son muy frondosos. Esto parece más una selva tropical que un paisaje alpino.

Miró el cielo y, al hacerlo, el plástico fotocrómico del casco fue oscureciéndose con la luz del sol; entonces vio una enorme ave rapaz, que le pareció que era un buitre del Himalaya que sobrevolaba el valle desde muy alto en busca de alimento.

Oyó un ruido de algo que correteaba cerca de donde él estaba. Era una liebre pequeña, casi mansa.

– Hay también vida animal. Acabo de ver un conejo. Si el yeti tiene un hábitat natural, estoy seguro de que es éste. Swift, lo hemos encontrado.

– Jack, soy Byron. Odio ser aguafiestas, pero tengo que advertirte una vez más de que debes extremar las precauciones. Si este hábitat es tan parecido a una selva tropical como dices, es de suponer que hay bastantes probabilidades de que el yeti se comporte como cualquier gorila de montaña. Abrirte paso entre una vegetación alta y frondosa con el traje espacial que llevas podría ser muy peligroso. Sobre todo si los yetis están con sus crías. Y también si han aprendido a tratar al hombre como a un enemigo, porque entonces cabe esperar que defiendan su hábitat con muchísima agresividad. Jack, bajo ningún concepto debes intentar encontrar una guarida. Los gorilas de las montañas colocan comúnmente centinelas, que vigilan y protegen al resto del grupo. Lo más probable es que ya te hayan avistado, pero no reaccionarán a no ser que consideren que eres una amenaza para ellos.

– Lo que tú digas, Byron, tú eres el experto. Pero me parece un pecado volver ahora, después de haber llegado tan lejos.

– Acuérdate de la experiencia de Hurké Gurung.

– Tienes razón.

Un silbido, tan fuerte como el de un obrero de la construcción, resonó por todo el bosque como para confirmar lo que acababa de decir Cody.

– ¿Lo habéis oído? -preguntó Jack.

– Sí, lo hemos oído -afirmó Cody-. Y ahora sal de ahí de una vez.

– Voy para allá.

Jack se volvió de mala gana con la intención de desandar lo andado. La verdad es que tampoco le hubiera resultado fácil seguir adelante. El bosque de rododendros parecía tan impenetrable que habría necesitado un machete de los que se utilizan en la selva, un khukuri, para abrirse camino en él y atravesarlo.

Otro silbido, esta vez más fuerte. ¿Estaría acercándose un yeti? No importaba. Él ya se marchaba. Ya estaba en la morrena central que conducía a la caverna de hielo.

Echó una mirada al panel de control; le quedaba energía para ocho horas, más que suficiente para volver a la superficie. Oyó un crujido y sintió que el corazón se le disparaba protestando por la ansiedad a la que lo sometía. Jack se volvió para mirar el bosque otra vez, y vio que entre los arbustos gigantes de rododendros algo se movía. Por primera vez desde que había llegado al límite del bosque, se alarmó. Se alegraba de haber seguido el consejo de Cody, pues habría sido una locura adentrarse en el bosque. Jack se volvió y, aunque oyó un ruido que bien podían ser animales golpeándose el pecho, siguió andando a paso ligero. La alarma se había convertido en miedo. Cuanto antes saliera de allí, mejor. La próxima vez vendría acompañado de Jameson y traerían un arma y una red. Un arma no, varias.

De nuevo el sonido de un simio golpeándose el pecho. Era como el ruido que hacen los cocos al caer al suelo cuando se abre el saco en el que están metidos. O como el ruido lejano de un taladro al perforar un muro. Volvió a acelerar el paso. Ahora corría, casi. En la morrena dio trompicones, pues los crampones no eran adecuados para aquel terreno y era consciente de que debía habérselos quitado, y miró al suelo para ver dónde ponía los pies. Al adentrarse en la negrura, la luz que tenía en lo alto del casco se encendió automáticamente e iluminó el techo altísimo y a una especie de demonio que soltaba bramidos y se abalanzaba sobre él desde la caverna a oscuras.

Jack oyó que alguien chillaba «¡mierda!», y emitió un gemido cuando el golpe le vació de aire los pulmones y le hizo caer de espaldas al suelo, como si hubiera chocado con el jugador de fútbol americano más fuerte que cupiese imaginar. Sintió un dolor agudo en las costillas similar al de un fuerte puñetazo, y después un tormento más prolongado cuando aquel tornado de brazos y piernas le arrastraba unos diez o doce metros hasta el bosque. Entonces le mordieron salvajemente. Lo último que notó, antes de perder el conocimiento, fue que le arrastraban entre los rododendros por una pendiente no muy larga y el dolor insoportable cuando volvieron a hincarle los dientes.