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VEINTIUNO

La supervivencia de los más aptos que he intentado explicar aquí en términos mecánicos es lo que el señor Darwin llama «selección natural» o la preservación, en la lucha por la vida, de las razas mejor dotadas.

Herbert Spencer

En cuanto Hurké Gurung entró en la grieta, el equipo, con la excepción de Jameson y de los sherpas, se dispuso a marcharse al campamento I.

El cielo era de un gris metálico y lleno de nieve, y el viento soplaba ya con furia.

– ¿Adónde vas? -le preguntó Swift a Jameson cuando éste subía la escalera que llevaba a lo alto de la pared que había junto a la grieta.

– No tardaré. Hay algo que quiero hacer antes con los chicos. Vosotros id pasando.

Swift advirtió las placas de aleación en forma de pala que colgaban de unos cables que sostenía en la mano.

– ¿Qué es eso? ¿Qué estás tramando, Miles? -le preguntó, suspicaz.

El oriundo de Zimbabwe, con una mueca de maníaco en la boca, empezó a subir la escalera de aluminio.

– No hagas preguntas -dijo desde lo alto de la pared-. Espero que todo se aclarará a su debido tiempo. Confía en mí.

Tsering y algunos de los sherpas ya estaban trabajando bajo la luz de un reflector que había en la masa de hielo y nieve que conducía al agujero negro en el que ahora estaba el sirdar. En el exterior del corredor, que estaba resguardado, el viento era muchísimo más fuerte y Jameson tuvo que gritar para que le oyeran.

– ¿Has clavado los tornillos como te he enseñado? -le preguntó a Tsering-. ¿A intervalos de seis metros?

– Sí, sahib.

– Las chapas tienen que quedar planas -dijo agachándose para inspeccionar una de ellas-. Está bien.

Jameson intentó introducir la punta de su piolet en la chapa y la giró.

– Están todos perfectamente ajustados -le aseguró Tsering cansinamente; no tenía ni idea de lo que se proponía hacer el janaawar daaktar.

– Estupendo, estupendo.

Jameson señaló una bolsa de lona grande que los sherpas habían traído del CBA.

– Vamos a ver, dentro de la bolsa hay una red. Vamos a fijarla en la grieta.

– ¿No la desgarrará el yeti? -preguntó Tsering-. El sirdar ha dicho que el yeti tiene muchísima fuerza.

– Esta red no podrá romperla. Es una red de carga. De las que emplean para sacar los cargamentos de las bodegas de los barcos. La última vez que la utilicé fue para capturar un toro almizcleño salvaje. Y créeme, si fue lo bastante resistente como para transportar un animal de ésos, también lo será para transportar un yeti. Fijaremos un extremo de la red a los anillos o chapas de los tornillos, y el otro extremo, a las anclas de nieve que colocaremos en el otro lado.

– Sí, sahib. Hemos atado unas escaleras con cuerda tal como usted pidió, pero…

– Entonces mejor será que yo me ate.

Jameson ya estaba atándose una cuerda a la cintura.

– … pero con este viento es peligroso, sahib. Quizá sería mejor esperar hasta mañana por la mañana.

– ¿Y desperdiciar una noche? Qué disparate.

Esperó a que Tsering hubiera atado el otro extremo de la cuerda a uno de los tornillos y alrededor de sí mismo; después, con un movimiento de cabeza, señaló la pendiente.

– Anda, vamos. Quiero tenerlo todo solucionado antes de que anochezca.

Anduvieron por el borde de la grieta hacia el sitio en el que varias secciones de escaleras de aluminio la cruzaban formando un puente en forma de plátano y de aspecto muy frágil. Jameson se quedó quieto un momento y luego dijo que era una obra de ingeniería perfecta, aunque no estaba muy nivelada: la pendiente, al otro lado de la grieta, hacía que el puente se combara y se inclinara hacia un lado de forma que daba grima mirarlo.

– Buen trabajo, chicos -afirmó Jameson-. Muy bien, recoged la cuerda.

Tsering y los demás sherpas recogieron la cuerda y observaron al africano de piel blanca poner un pie en el primer peldaño de la escalera y asegurarse de que encajaba cómodamente entre las puntas de los crampones; estaban muy contentos de que no les hubiera pedido que cruzaran el puente. Con cuerda o sin ella, no cabía duda de la valentía de Jameson.

La adrenalina le subía por las piernas mientras avanzaba con el ritmo y la absoluta concentración de un funámbulo. No tenía ni la más remota idea de cuán profundo era el abismo que había bajo sus pies y se alegraba de no poder verlo. A veces era mejor vivir en la ignorancia. Sólo una vez estuvo a punto de perder el equilibrio y fue cuando llegó a la mitad, donde habían atado las dos escaleras por cada uno de los extremos con nudos gordianos, de gran tamaño y complejidad. Al levantar el pie para evitar uno de los nudos, la escalera se bamboleó y se combó de manera alarmante. Por un instante, Jameson se vio entre las dos mitades de aquel puente improvisado como un hombre en un banco de hielo flotante que se parte en dos; pero recobró en seguida la serenidad y siguió avanzando. Al llegar por fin al otro lado, soltó una fuerte exclamación de satisfacción.

Inmediatamente se dispuso a colocar las anclas de nieve; empotró las placas en forma de pala en la nieve de manera que su superficie pudiera resistir el peso y movimiento de una carga que tirase de los cables. Tirar de los cables provocaba que las anclas se incrustaran más profundamente en la nieve. Cuando a Jameson le pareció que estaban perfectamente fijas, trajo la red de carga por encima de la grieta. A continuación ató la cuerda a las anclas de nieve y después a una serie de mosquetones de rosca que estaban fijos en la red. Finalmente ajustó la altura de la red, de modo que quedara plana justo debajo del borde de la grieta e inmediatamente por encima de la cornisa oculta, a la cual iban a saltar los yetis.

– ¿Lo veis? -gritó Jameson, aunque era una pregunta redundante-. Cuando salte un yeti a la cornisa, será nuestro.

Jameson volvió al extremo de la grieta, donde estaba el puente hecho de escaleras, y le hizo un ademán a Ang Tsering con la mano.

– Muy bien, ahora arrójame una cuerda -le pidió, pues la cuerda de seguridad que llevaba la primera vez que cruzó el puente la había utilizado para transportar la red y para colocarla en el interior de la grieta.

Tsering echó una mirada por el suelo y le gritó a uno de los sherpas:

– Dori kahaa chha?

Un sherpa llamado Nyima, de aspecto alicaído, se dirigió a la pendiente y desapareció por encima de la pared del corredor de hielo.

– Ha ido a buscar más cuerda -explicó Tsering.

Jameson asintió, paciente, preparándose mentalmente para cruzar otra vez el vacío.

Al cabo de unos minutos volvió el sherpa, se inclinó ante el sirdar ayudante y dijo que no había más cuerda. Tsering empezó a maldecir a Nyima en voz alta y le dijo que bajara al campamento I y la trajera.

– No os preocupéis -dijo Jameson-. No hay tiempo de bajar hasta allí. Me las apañaré sin cuerda.

Tsering se descompuso.

– Pero sahib, es muy peligroso. ¿Y si se cae?

Jameson recogió la cuerda que había usado para bajar la escalera y colocarla encima de la grieta como si fuera un puente levadizo, con el propósito de utilizarlo de barandilla improvisada, y puso un pie en la escalera.

– Supongo que tendré que cogerme aquí -dijo con toda tranquilidad, y entonces empezó a andar.

Con mucha cautela, como alguien que pasa por un campo de minas, Jameson cruzó el puente y se detuvo únicamente una vez, cuando sopló una ráfaga muy fuerte de viento y esperó a que pasara.

Al llegar al otro lado, no hizo ningún caso de las disculpas de Nyima ni de los insistentes elogios de Tsering por haber ideado aquella trampa.

– Sí, desde luego -dijo Tsering-. Menuda sorpresa se va a llevar el yeti.

Jameson sacó un objeto largo y cilíndrico de la mochila y empezó a atarlo a una de las cuerdas que sostenían la red.

– ¿Qué es esto, sahib?

– ¿Esto? -Jameson esbozó otra de sus sonrisas de maníaco-. Esto quizá se convierta en mi despertador.

Paralizado aún por la ketamina, Jack seguía tendido en el suelo escuchando el parloteo de los yetis, esperando, desvalido, que Número Uno le arrancase las entrañas con sus dientes y sus dedos. El yeti, que masticaba el panel de control con aire de investigador, no parecía tener ninguna prisa y Jack decidió que su principal esperanza de escapar con vida residía en el sabor de aquella caja de plástico. Si Número Uno pensaba que el resto del cuerpo de Jack era igual de insípido, tal vez anularía el banquete.

Número Uno dejó de masticar y rompió la caja en dos, como si fuera una barra de pan. El apetito dio paso a la curiosidad y el yeti empezó a recoger los chips y los cables del interior de la caja.

Lo que veía, a Jack apenas le consolaba. Se sentía como un oso de peluche al que en cualquier momento un niño, llevado por la curiosidad, podía rajar el vientre para averiguar de dónde salían los gruñidos.

El macho de espalda blanca, al que Jack llamaba el Jefe, se abalanzó sobre él provocando que Número Uno le lanzara un gruñido de advertencia. Sin hacer caso, el Jefe se sentó y empezó a tirar de la bota de Jack. Esta vez Número Uno arrojó la caja de control, se levantó y se sentó junto al Jefe, del que sólo le separaba un árbol pequeño, con fingida indiferencia. Pero era muy evidente, por la reacción que suscitó en el resto del grupo, que iba a ocurrir algo, algo violento, pues todos los yetis se quedaron callados.

De repente, el Jefe sacudió el árbol que lo separaba de Número Uno, arrancó una rama que le pareció que podía tener utilidad y se levantó blandiéndola como si fuera una porra. Para Número Uno aquel acto provocativo fue suficiente. Rugió enfurecido, se puso en pie y Jack vio que no sólo le sacaba, como mínimo, un palmo al Jefe, sino que también iba armado con su piolet.

Fue una suerte para el Jefe que Número Uno le golpease con la azuela en forma de pala en lugar de hacerlo con el regatón, que era muchísimo más afilado y letal. Descargó el golpe en el hombro de su adversario e inmediatamente éste empezó a retroceder hacia donde estaba Jack chillando histéricamente.

Durante unos breves segundos, Jack, aterrorizado, pensó que iba a morir aplastado por el pie enorme del yeti derrotado. Pero lo que sucedió fue sólo que la criatura se orinó en su cabeza, como si el miedo le hubiera provocado una pérdida de control sobre su aparato urinario. El fortísimo hedor por poco lo ahoga.

Tenía los ojos, las orejas y la boca llenos del pipí del yeti e involuntariamente lo tragó (la ketamina no afectaba a los reflejos normales de la faringe y de la laringe), mientras el Jefe huía cuesta abajo escapando.

Número Uno volvió la cabeza y miró al resto del grupo con el pelo de la cabeza erizado a la vez que ladraba de excitación y blandía todavía el piolet de Jack, como si les incitara a que se presentara ante él otro posible agresor, desafiante, que osara dudar de su poder. Unos segundos más tarde, se abalanzó sobre el grupo, cogió a una hembra joven por los pelos del cuello y la obligó a arrodillarse ante él; después, enfadado y gruñendo como un cerdo empezó a copular con ella como si, al mismo tiempo, quisiera demostrar su dominio sobre el resto de su harén.

Pasaron unos minutos; Número Uno se sentó otra vez, mirando fijamente y con desprecio el resto del grupo, y empezó a comer hojas de un rododendro.

Jack se percató de que Número Uno se había olvidado de él. Apestaba a orina del Jefe y le dolían los ojos por los ácidos que contenía; rogó que llegara el momento en que pudiera moverse y pugnó por recordar cuánto tiempo había estado bajo el efecto de la droga el leopardo de las nieves después que Miles Jameson le disparara el dardo. Calculó que había transcurrido una hora. Sin embargo, también tenía el recuerdo desazonador del comentario de Jameson sobre la duración del período de recuperación, que podía ser de hasta cinco horas, lo cual no era nada infrecuente. Jack decidió que debía de llevar tumbado no mucho más de media hora; tal vez desde la primera embestida habían transcurrido cincuenta minutos. Sintió que los párpados le temblaban. ¿Era esto una señal de que estaba cansado y necesitaba dormir? ¿O que estaba recuperando el tono muscular? Intentó parpadear y lo consiguió. Se estaba recuperando. Al darse cuenta, le dio un vuelco el corazón. Con la recuperación volvió a sentir dolor en las costillas. Y también volvió el gran macho de la espalda blanca.

Haciendo un chasquido con los labios, hambriento, Número Uno se sentó junto a la cabeza de Jack y lo husmeó, sin que, en apariencia, la pestilencia de la orina le molestara. Después metió las manos dentro del traje y con su dedo índice de la medida de un bastón enrolló el conducto de agua caliente que había debajo de la ropa interior térmica. Fascinado por este collar elástico y por cómo rebotaba contra el pecho de Jack cada vez que lo soltaba, el yeti estuvo tres o cuatro preciosos minutos totalmente entretenido. Cada segundo que pasaba, Jack iba recuperando la sensibilidad del cuerpo. Quería dominarse hasta el último momento, obtener el máximo impacto, pues si el yeti pensaba que estaba muerto, entonces podría sacar provecho de ello. Ver resucitar el cuerpo sin vida del enemigo derrotado podría dejar lo bastante pasmado a Número Uno como para que a Jack le diera tiempo a escapar. No era un gran plan, pero no tenía otro. Jack apretó las nalgas, movió los dedos de los pies y se preparó para volver del mundo de los muertos.

Número Uno se inclinó sobre el cuello de Jack enseñando los dientes.

Tendría que actuar ahora.

Jack se levantó gritando a pleno pulmón.

– ¡Cabrón!

Número Uno reculó, vació el vientre expulsando un chorro de diarrea, que cayó al suelo, y huyó despavorido entre la maleza.

Al tiempo que emitía gruñidos, ladridos y chillidos tan agudos que perforaban el tímpano, el resto del grupo lo siguió, abriéndose paso violentamente entre la espesura, echando abajo los árboles pequeños que hallaban en su camino, aplastando arbustos, alejándose desesperados de aquello que había asustado a un yeti del poder y de la categoría de Número Uno.

Jack, con paso vacilante y mareado, no sabía si a consecuencia de la droga o de la orina del yeti que había tragado, subió como pudo la cuesta y cruzó el bosque en dirección a la caverna de hielo. Al llegar arriba, sin resuello, las arcadas eran tan fuertes que el dolor del costado era tan intenso que por poco le deja tendido en el suelo helado, inconsciente. Se obligó a sí mismo a seguir adelante y avanzó a gatas. No había tiempo que perder. Era extraño, pero sentía calor, aunque no comprendía cómo el traje climatizado podía seguir funcionando y lo achacó a la ketamina. Tal vez, se dijo, uno de los efectos secundarios de la anestesia de ketamina sea la producción de calor. No tenía ni idea de hasta cuándo se mantendría en aquel estado, pero puesto que la temperatura exterior había descendido ya por debajo de los cero grados, y seguía descendiendo, era absolutamente primordial no permanecer ni un momento quieto. En el interior de la caverna, por lo menos, no hacía viento.

Jack llegó a la entrada en forma de ocho, y, puesto que se sentía con más fuerzas, se levantó y dio unos cuantos pasos; al mismo tiempo dio un puntapié a algo del tamaño de una roca pero que sonaba como si estuviera hueco. Era su casco. Por lo menos podría conservar un poco de calor corporal, aunque la calefacción del traje ya no funcionara. Se puso el casco, lo conectó a la unidad de soporte vital que ya no le servía para nada y que llevaba todavía a la espalda, y echó a andar muy despacio entre los bloques de hielo que cubrían el suelo de la caverna. Ya no tenía conducto de agua, pero la luz de carburo, milagrosamente, aún funcionaba, aunque no la halógena, y eso le hizo preguntarse cómo se las habría apañado para encontrar el camino de vuelta por el rellano sin luz. La bombilla amarilla de carburo le iluminó la dificultad con la que se enfrentaba: bajar la cuesta helada que conducía a la cornisa y que se metía, serpenteante, en las tinieblas de la grieta como si fuera un tobogán en espiral. Con sólo un hombro bueno, sería imposible bajar de espaldas a la pared; y sin el piolet para frenarse si resbalaba, el descenso podía acabar en las profundidades insondables del abismo.

Jack se sentó y se preparó para afrontar lo que pudiera ocurrir. Respiró todo lo hondo que le permitía el dolor de las costillas y se deslizó por la pendiente helada.

El sirdar andaba con mucho cuidado por la cornisa que había en el interior de la grieta, sin apartarse de la pared. Intentó concentrarse en la ruta que se desplegaba ante él, pero, aislado dentro del traje climatizado y solo en medio de la oscuridad, le acudía una y otra vez a la mente el recuerdo de Jack y cómo el norteamericano le había salvado la vida.

Había ocurrido seis años atrás, en el Lhotse, una montaña que, por su altitud, es la cuarta del mundo. Después de ayudar a Jack y a Didier a montar el campamento desde el cual iban a conquistar la cima, Hurké y otro escalador, un inglés llamado Thompson, bajaban por una arista de nieve entre seis mil cuatrocientos y seis mil setecientos metros cuando resbalaron y se cayeron. Thompson murió. Hurké, aunque malherido, consiguió usar el piolet para frenar la caída, pero en contrapartida sufrió graves cortes en las manos. Jack bajó a rescatarle haciendo rápel y estuvo a punto de matarse en dos ocasiones; en una, de la pared de granito saltó un clavo; en otra, le alcanzaron unas piedras que se habían desprendido.

No había que darle más vueltas. De no ser por Jack sahib, él todavía estaría en la vertiente de aquella montaña.

La radio de Hurké emitió un sonido. Era Jameson. En el interior del casco del sirdar sonó como la voz de su propia conciencia. O quizá del mismísimo Siva. Hunké se detuvo para descansar.

– Hurké, ¿qué tal va todo?

– Bien, gracias, Jameson sahib. Pero este sitio es malo. No me sorprendería ver palabras escritas en esta pared. Aquí hay un destino.

– Si es así, entonces estoy seguro de que debes estar ganando muchos puntos para tu karma -le dijo Jameson-. Como el sadhu que vimos, ¿te acuerdas?

– Sí, me acuerdo.

El sirdar no estaba muy seguro de creer en el karma y en la reencarnación. Había visto a demasiadas personas matarse en las montañas para aceptar la idea de que un karma sin completar iba a encadenarle a la rueda del nacimiento, la muerte y la reencarnación. Su fe en la amistad le parecía infinitamente más sólida.

– Sólo quería prevenirte de una cosa, para cuando vuelvas -dijo Jameson-. He dejado una red en la boca de la grieta, por si acaso a algún yeti se le ocurre caer en ella. No te gustaría que te siguiera una de estas bestias, ¿verdad?

Hurké volvió a concentrarse en el banco de nieve flotante y en su encuentro con los dos yetis.

– Desde luego no, sahib.

– Bueno, avísame cuando vayas a volver. No tardaremos mucho en quitarla para dejarte pasar. Como mucho media hora.

– Sí, sahib. Gracias.

– Esto es todo. Hasta luego.

Hurké sonrió y siguió andando. Le gustaba la manera en que le había hablado Jameson. El agreji daba por supuesto que el sirdar volvería.

– Saathi, pheri bhetaulaa -dijo para sus adentros (Amigo, espero que volvamos a vernos).

– Oh, mierda.

Jack advirtió que estaba deslizándose demasiado de prisa. Se sentía como un atleta de deportes de invierno, de los que llevan prendas de goma ajustadas y que bajan en trineo. Chilló de miedo cuando la pendiente giró y vio que se acercaba a la grieta a una velocidad de vértigo.

En el último segundo, cuando estaba seguro de que iba a salir disparado por el borde del precipicio, Jack juntó los pies y clavó las puntas de los crampones en el hielo. Era tanta su desesperación por detenerse que la fuerza que ejerció sobre los crampones fue igual de intensa que la de la aceleración; como consecuencia, uno de ellos se desprendió de una bota y desapareció dolorosamente por debajo de su cuerpo, hasta dejarlo atrás. Jack, sin pensar en la tortura de los calambres que sentía en la parte posterior de las piernas, volvió a clavar con fuerza en el hielo el único crampón que le quedaba.

Con demasiada fuerza…

Su pie se quedó parado en seco, pero su cuerpo siguió deslizándose y se dio cuenta de que la aceleración lo catapultaba hacia adelante como cuando un motorista sale disparado por encima del manillar de una moto después de un brusco frenazo. Tuvo una breve visión de infarto de las profundidades de la grieta antes de abalanzarse a la velocidad del rayo hacia el rellano y, consciente de que estaba a punto de caer en la roca, intentó frenar su caída con los antebrazos.

La seguridad jamás había sido tan dura.

Jack, cuyos pulmones se habían quedado sin aire, y con el dolor de las costillas multiplicado por diez, oyó un gruñido terrible en la oscuridad, seguido de un silbido que sonó cada vez más fuerte a medida que se deslizaba a un abismo de inconsciencia más oscuro y profundo aún que el lugar donde se hallaba.