173116.fb2 Fantasmas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Carrera final

El jueves por la tarde Kensington se presentó en el trabajo con un piercing. Wyatt se dio cuenta porque no hacía más que bajar la cabeza y apretarse un pañuelo de papel contra la boca abierta. Al poco tiempo la pequeña bola de papel se había teñido de rojo brillante. Wyatt se colocó en el ordenador situado a su izquierda y la observó por el rabillo del ojo, mientras simulaba estar ocupado con un montón de vídeos devueltos, leyendo los códigos de barras con el escáner portátil. Cuando la chica se llevó de nuevo el pañuelo a la boca, alcanzó a ver el tachón de acero inoxidable en su lengua manchada de sangre. Aquel piercing suponía un giro interesante en la trayectoria de Sarah Kensington.

Estaba volviéndose punk poco a poco. Cuando él entró a trabajar en Best Video era regordeta y feúcha, con el pelo castaño y corto, ojos pequeños y juntos, y la actitud brusca y distante propia de quienes se saben poco atractivos. Wyatt tenía algo de eso también, y supuso que se harían amigos, pero no fue así. Sarah nunca lo miraba si podía evitarlo, y a menudo pretendía no haberle oído cuando la hablaba. Con el tiempo, decidió que intentar conocerla mejor suponía demasiado esfuerzo y que era más fácil odiarla e ignorarla.

Un día, un tipo mayor entró en la tienda, un mamarracho de cuarenta y tantos años, con la cabeza afeitada y un collar alrededor del cuello del que colgaba una correa. Quería comprar el vídeo de Sid y Nancy y le pidió a Kensington que lo ayudara a buscarlo. Charlaron un rato. Kensington se reía de todo lo que decía, y cuando le llegó el turno de hablar, las palabras salieron de su boca con excitada aceleración. Fue algo asombroso, verla transformada así, en presencia de alguien. Y cuando Wyatt entró a trabajar la tarde siguiente, los vio a los dos en una esquina de la tienda que quedaba oculta desde la calle. Aquel mono de feria la aplastaba contra la pared, tenían las manos entrelazadas y la lengua de ella buscaba apasionadamente la del bola de billar. Ahora, unos meses más tarde, Kensington se había teñido el pelo de rojo brillante, calzaba botas de montaña y usaba sombra de ojos negra. El tachón de la lengua, sin embargo, era nuevo.

– ¿Por qué sangra? -le preguntó.

– Porque me lo acabo de hacer -le respondió sin levantar la vista y con tono avinagrado. Desde luego, el amor no la había vuelto cálida y comunicativa. Continuaba mirándolo enfurruñada cada vez que Wyatt le dirigía la palabra, y lo evitaba como si el aire a su alrededor fuera venenoso, odiándolo como siempre, por razones que nunca le había explicado y nunca le explicaría.

– Supuse que igual te la habías pillado en una cremallera -dijo, y añadió-: Supongo que es una forma de conseguir que siga contigo, ya que no lo va a hacer por lo guapa que eres.

Kensington era imprevisible y su reacción lo cogió por sorpresa. Lo miró con expresión ofendida y barbilla temblorosa y, en una voz que le resultó apenas reconocible, dijo:

– Déjame en paz.

Wyatt se sintió mal, incómodo, y deseó no haberle dicho nada, aunque ella lo hubiera provocado. Kensington le dio la espalda y él alargó el brazo pensando en cogerla por la manga, obligarla a quedarse allí hasta que se le ocurriera cómo hacerle ver que lo sentía, sin llegar a pedirle perdón. Pero ella se giró y le dirigió una mirada furiosa con ojos llorosos. Musitó alguna cosa, de la que sólo entendió parte -la palabra «retrasado» y después algo sobre saber leer-, pero lo que oyó le bastó, y sintió un frío repentino y doloroso en el pecho.

– Abre la boca otra vez y te arranco ese piercing de la lengua, zorra.

Los ojos de Kensington brillaron de furia. Aquélla sí era la Kensington que conocía. Después echó a andar arrastrando sus piernas gruesas y cortas alrededor del mostrador y en dirección al fondo de la tienda. Wyatt la miró resentido y asqueado. Iba a la oficina, a chivarse de él a la señora Badia.

Decidió que había llegado el momento de tomar un descanso y cogió su cazadora de militar y salió por las puertas de plexiglás. Encendió un American Spirit y permaneció apoyado en la pared de estuco con los hombros encogidos. Fumaba y temblaba, mirando furioso al otro lado de la calle, a la ferretería de Miller.

Vio a la señora Prezar aparcar su ranchera en el estacionamiento de la ferretería. En el coche iban también sus dos hijos. La señora Prezar vivía al final de la calle, en una casa de color de batido de fresa. Wyatt le había cortado el césped, no recientemente, sino varios años atrás, cuando trabajaba cortando la hierba de los jardines.

La señora Prezar salió del coche y se encaminó con paso decidido hacia la ferretería, dejando el motor en marcha. Tenía una cara ancha y siempre iba muy maquillada, pero no era fea. Había algo en su boca -el labio inferior era carnoso y sexy- que a Wyatt siempre le había gustado. Su expresión, al entrar en la tienda, era la de un autómata, no dejaba traslucir emoción alguna.

Dejó a uno de los niños en el asiento delantero y al otro en el de detrás, atado en una silla de bebé. El niño sentado delante -se llamaba Baxter, Wyatt se acordaba aunque no sabía por qué- era alto y flacucho, de una complexión delicada que debía de haber heredado de su padre. Desde donde estaba, Wyatt no podía ver gran cosa del bebé, tan sólo una mata de pelo oscuro y un par de manos gordezuelas, moviéndose.

Cuando la señora Prezar entró en la tienda, el niño mayor, Baxter, se giró hacia su hermano pequeño. Tenía una bolsa de golosinas en la mano y la agitó delante de sus ojos, para retirarla en cuanto el pequeño intentó cogerla. Entonces repitió el gesto y, cuando su hermano se negó a dejarse provocar otra vez, se dedicó a darle golpecitos con la bolsa. Así siguieron unos minutos, hasta que Baxter se detuvo para abrir la bolsa de golosinas, llevarse una a la boca y saborearla despacio. Llevaba puesta una gorra de los Twin City Pizza, el antiguo equipo de Wyatt. Se preguntó si Baxter tendría la edad suficiente para jugar en la liga infantil. No parecía, pero tal vez ahora habían rebajado el límite de edad.

Wyatt guardaba buenos recuerdos de la liga infantil de béisbol. En su último año en Twin City casi batió el récord de robar bases. Fue uno de los pocos momentos de su vida en que supo a ciencia cierta que era mejor en algo que cualquier otro niño de su edad. Cuando terminó la temporada acumulaba un total de nueve bases robadas, y sólo una vez lo habían alcanzado. Un lanzador zurdo con cara de torta tocó la base antes de que Wyatt tuviera ocasión de pisarla, y de súbito se encontró titubeando en mitad de un «co-rre-corre», mientras el primer y el segundo base le cerraban el camino por ambos lados y se pasaban la pelota el uno al otro. Wyatt intentó entonces correr hacia la segunda base, con la esperanza de poder saltar y tocarla… pero en cuanto hubo tomado esta decisión se dio cuenta de que era la equivocada, y un sentimiento de desesperación, de estar precipitándose hacia lo inevitable, lo invadió. El segundo base, un chico al que Wyatt conocía, llamado Treat Rendell, la estrella del otro equipo, estaba allí plantado en su camino, esperándolo con sus grandes pies separados, y por primera vez Wyatt tuvo la impresión de que por muy deprisa que corriera no se acercaba lo más mínimo a su meta. No recordaba siquiera el final de la jugada, tan sólo a Rendell allí, cerrándole el paso, esperándolo con los ojos entornados por la concentración.

Aquello fue casi al final de temporada. En los últimos dos juegos, Wyatt no logró batear ni una sola vez, y perdió el récord sólo por dos bases. Ya en el instituto no tuvo oportunidad de jugar, porque siempre estaba castigado por malas notas o mal comportamiento. A mediados de su primer año le diagnosticaron un tipo de dislexia -tenía problemas para conectar las distintas partes de una oración cuando ésta contaba con más de cuatro o cinco palabras; durante años había luchado por interpretar oraciones más largas que el simple título de una película- y le asignaron a un programa de aprendizaje especial con un atajo de retrasados mentales. El programa se llamaba «Super-alumnos», pero en el instituto se conocía como «Supertontos» o «Superbabas». Una vez, Wyatt se encontró una pintada en el lavabo de chicos que decía «hestoy en super-alumnos, y me siento mui orgulloso».

Pasó su último año marginado. No miraba a sus compañeros cuando se cruzaba con ellos por el pasillo, y no intentó entrar en el equipo de béisbol. Treat Rendell, en cambio, ingresó en la universidad directamente en el segundo curso, bateó todas las bolas que le pusieron delante y consiguió dos copas regionales para su equipo. Ahora era policía federal, conducía un Crown Victoria color canela tuneado y estaba casado con Ellen Martin, una rubia de piel blanquísima y unánimemente considerada la animadora más guapa de todas las que, según los rumores, Treat se había tirado.

La señora Prezar salió de la tienda. Sólo había estado dentro un minuto y no había comprado nada. Se cerraba la chaqueta con una mano, tal vez para protegerse del viento. Sus ojos se posaron fugazmente en Wyatt por segunda vez, sin dar señales de reconocerlo ni de reparar siquiera en su presencia. Se dejó caer en el asiento del conductor, cerró la puerta de golpe y salió marcha atrás tan rápido que los neumáticos chirriaron.

Tampoco se había fijado mucho en él cuando le cortaba el césped. Recordó que una vez, después de terminar su jardín, entró en la casa por una puerta corredera de cristal que daba al cuarto de estar. Llevaba toda la mañana cortándole el césped -la señora Prezar era rica; su marido era ejecutivo en una compañía que vendía banda ancha y tenían el jardín más grande de toda la calle- y estaba acalorado y sudoroso, con hierba en la cara y en los brazos. La señora Prezar hablaba por teléfono y Wyatt se quedó junto a la puerta esperando a que reparara en su presencia.

Se tomó su tiempo. Estaba sentada ante una mesa pequeña, jugando con un tirabuzón de su pelo rubio y meciéndose atrás y adelante en su silla, riendo de vez en cuando. Tenía varias tarjetas de crédito esparcidas sobre la mesa y las cambiaba de sitio distraídamente con el dedo meñique. No lo miró ni siquiera cuando Wyatt carraspeó para llamar su atención. Él esperó durante diez minutos, hasta que por fin ella colgó el teléfono y se giró para mirarlo, repentinamente concentrada. Le dijo que lo había estado observando mientras trabajaba y que no le pagaba por detenerse a charlar con el primero que pasara por la calle. También que le había oído pasar por encima de una piedra y que si resultaba que la cortadora se había arañado se aseguraría de que le pagara otra nueva. E1 pago acordado eran veintiocho dólares; le dio treinta y le dijo que podía dar gracias por la propina. Cuando salió reía de nuevo al teléfono, cambiando de sitio las tarjetas de crédito y formando con ellas la letra pe.

No quedaba gran cosa del cigarrillo de Wyatt, pero estaba decidiendo que se fumaría otro y después entraría, cuando la puerta se abrió a su espalda y salió la señora Badia, vestida sólo con el suéter negro y el chaleco blanco con la chapa identificativa que decía «Pat Badia. Directora». Hizo una mueca y se arrebujó para protegerse del frío.

– Sarah me ha contado lo que le has dicho -empezó a decir.

Wyatt asintió con la cabeza. La señora Badia le caía bien; en ocasiones hasta se podía bromear con ella.

– ¿Por qué no te vas a casa, Wyatt? -dijo.

Éste tiró la colilla al suelo de asfalto.

– De acuerdo. Mañana recuperaré las horas. Ella no trabaja mañana -dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la tienda.

– No -respondió la señora Badia-. No vengas mañana. Ven el próximo martes a recoger tu última paga.

Por alguna razón, le costó unos segundos entender lo que le decía. Después lo comprendió y notó que le ardía la cara. La señora Badia continuó hablando.

– No puedes amenazar así a tus compañeros de trabajo, Wyatt. Estoy más que harta de oír quejas sobre ti. Estoy cansada de tantos incidentes. -Hizo un gesto con la cara y miró en dirección a la tienda-. No está pasando por un buen momento y sólo le falta que tú le digas que le vas a arrancar la lengua.

– Yo no le he… ¡Me refería al piercing! ¿No quiere saber lo que me ha dicho ella a mí?

– No especialmente. ¿Por qué?

Pero Wyatt no respondió. No podía contarle lo que Kensington le había dicho, porque no lo sabía, no lo había oído entero… y aunque lo supiera no se lo podía contar a la señora Badia. Fuera lo que fuera lo que le había dicho, era algo sobre que no sabía leer. Wyatt siempre trataba de evitar hablar de sus problemas con la gramática, la ortografía y todo lo demás, pues era un tema que inevitablemente le hacía pasar más vergüenza de la que era capaz de soportar.

La señora Badia lo miraba esperando a que dijera algo, pero como no lo hizo dijo:

– Te he dado todas las oportunidades que he podido. Pero, llegado un punto, no es justo para los que trabajan contigo pedirles que aguanten tanto.

Lo miró durante unos segundos más, mordiéndose pensativa el labio inferior. Después le miró los pies y mientras le daba la espalda añadió:

– Átate los cordones, Wyatt.

Entró en la tienda y Wyatt permaneció allí, flexionando los dedos en el gélido aire. Caminó despacio hasta la parte de la tienda que no era visible desde la calle y, una vez allí, se agachó y escupió. Sacó otro cigarrillo del paquete, lo encendió y dio una calada, esperando a que dejaran de temblarle las piernas.

Pensaba que le gustaba a la señora Badia. Algunos días se había quedado después de la hora para ayudarla a cerrar -algo a lo que no estaba obligado-, sólo porque le resultaba fácil hablar con ella. Charlaban sobre películas o sobre clientes raros, y ella escuchaba sus historias y sus opiniones como si le interesaran. Para él había sido una experiencia nueva, llevarse bien con su jefe. Y ahora resultaba que era la misma mierda de siempre. Alguien le tenía manía, se quejaba y nadie se molestaba en reunir toda la información, en oír a las distintas partes implicadas. Le había dicho: «Estoy más que harta de oír quejas sobre ti», pero sin especificar de quiénes ni qué clase de quejas. Había dicho: «Estoy cansada de tantos incidentes», pero ¿no habría que juzgar este incidente en particular y con sus circunstancias, y no había que hacer lo mismo con los otros?

Tiró el cigarrillo, que levantó chispas en el asfalto, y echó a andar. Llegó a la esquina a paso rápido. El escaparate estaba cubierto de carteles de películas y Kensington miraba hacia el aparcamiento por un hueco entre Pitch Black y Los otros. Tenía los ojos rojos y la mirada desenfocada. Por su expresión distraída, Wyatt supo que pensaba que él ya se había marchado y, sin poder contenerse, se abalanzó contra el cristal y le sacó el dedo medio justo a la altura de la cara. Kensington se sobresaltó y abrió la boca sorprendida formando una o.

Salió corriendo y atravesó el aparcamiento. Un coche apareció de repente procedente de la carretera y el conductor tuvo que dar un frenazo para no atropellarlo. Tocó, furioso, el claxon, y Wyatt le dirigió una mirada de desprecio mientras le enseñaba también el dedo medio. Pronto estuvo al otro lado del aparcamiento, corriendo hacia el bosque sucio y lleno de maleza.

Caminó por un sendero estrecho, el que tomaba siempre para volver a casa cuando no había nadie que lo llevara en coche. Entre los árboles había colchones medio podridos y empapados, bolsas de basura llenas hasta reventar y piezas de electrodomésticos oxidadas. Había un reguero de agua procedente del desagüe del lavadero de coches Queen Bee. No podía verlo, pero sí oírlo discurrir bajo la maleza, y el olor a cera de coche barata y espuma para alfombrillas con aroma a cereza era por momentos intenso. Ahora caminaba despacio y con la cabeza hundida en los hombros. Le costaba distinguir las finas ramas de los árboles que entorpecían el camino en la creciente penumbra del atardecer, y no quería tropezar.

El sendero terminaba en un camino de tierra que serpenteaba junto a un estanque poco profundo y, como era bien sabido, contaminado. El camino lo conduciría hasta la autopista 17K, y una vez allí estaría cerca del parque Ronald Reagan, donde Wyatt vivía en una casa de una planta y sin sótano, sólo con su madre, ya que su padre se había largado para siempre varios años atrás. El camino estaba abandonado y cubierto de rastrojos. En ocasiones la gente aparcaba allí, por las razones por las que uno aparca en lugares deshabitados, y cuando Wyatt dejó atrás la maleza y llegó a la carretera vio uno.

Para entonces las sombras de los árboles se habían fundido en la oscuridad que precede a la noche, aunque cuando levantó la vista todavía pudo distinguir en el cielo un matiz violeta pálido tornándose albaricoque. El coche estaba aparcado en una ligera elevación del terreno y no lo reconoció hasta que estuvo cerca. Era la ranchera de la señora Prezar, y la puerta del conductor estaba abierta.

Wyatt vaciló unos instantes a unos cuantos pasos del coche, mientras respiraba con dificultad sin saber por qué. Primero pensó que el coche estaba vacío, ya que no salía de él sonido alguno, a excepción del ligero murmullo del motor enfriándose. Pero entonces vio al niño moreno de cuatro años en el asiento trasero, aún atado a la silla de bebé. Con la barbilla apoyada en el pecho y los ojos cerrados, parecía dormir. Wyatt recorrió con la mirada los árboles y los alrededores del estanque, buscando a la señora Prezar y a Baxter. No entendía cómo habían podido alejarse dejando allí al niño dormido, solo. Pero cuando volvió los ojos al coche vio a la señora Prezar. Estaba encogida, de manera que, desde donde se encontraba, Wyatt sólo alcanzaba a ver su cabellera rubia brillante sobre el volante.

Tardó un momento en poder moverse. Le costaba trabajo ponerse en marcha y se sentía profundamente agitado, sin saber la razón, por la escena que se desarrollaba ante él. El niño pequeño dormido en el asiento de atrás lo asustaba y en la penumbra su cara parecía regordeta y levemente teñida de azul.

Caminó despacio al otro lado del coche y se detuvo de nuevo. Lo que vio lo dejó literalmente sin respiración. La señora Prezar se mecía con suavidad atrás y adelante y acunaba a Baxter, boca arriba, en su regazo. El niño tenía los ojos abiertos y fijos en alguna parte. Ya no llevaba puesta la gorra de Twin City Pizza, y una fina pelusa de color indeterminado le recubría la cabeza. Sus labios eran tan rojos que parecía que se los había pintado y, con la cabeza inclinada hacia atrás, parecía mirar fijamente a Wyatt. Entonces éste vio la cuchillada en su garganta, una línea negra brillante con forma de anzuelo. Había otra herida en su mejilla, que daba la impresión de que una oruga grande y negra se hubiera posado en su cara blanquísima.

La señora Prezar también tenía los ojos abiertos de par en par y rojos por el llanto, aunque lloraba en completo silencio. En uno de los lados de su cara había cuatro manchas de sangre de gran tamaño, las huellas de los dedos de su hijo. Respiraba despacio y con movimientos espasmódicos.

– Oh, Dios mío -susurraba con cada exhalación-. Oh, Baxter. Oh, Dios mío.

Wyatt dio un paso atrás, reculando de forma inconsciente, y pisó la tapa de plástico de un vaso de refresco, que se quebró bajo su talón. La señora Prezar se sobresaltó y lo miró con ojos de loca.

– Señora Prezar -dijo Wyatt con una voz que apenas le resultaba reconocible, contenida y cavernosa.

Esperaba oír gritos y llantos, pero cuando la señora Prezar habló lo hizo con un susurro apagado.

– Por favor, ayúdanos.

Wyatt reparó por primera vez en que su bolso estaba en el suelo, junto a la puerta del coche, y parte de su contenido se había esparcido por el barro.

– Iré a buscar a alguien. -Se dio la vuelta disponiéndose a correr hacia el camino. Llegaría a la 17K en un minuto y pararía al primer coche que pasara.

– No -dijo de pronto la señora Prezar en tono apremiante y asustado-. No te vayas, tengo miedo. No sé dónde ha ido, podría estar aún aquí, en alguna parte. Tal vez ha ido sólo a lavarse -añadió con una mirada aterrorizada en dirección al estanque.

– ¿Quién? -preguntó Wyatt mirando también hacia el estanque, a la pendiente de la orilla y a los pocos arboluchos que se arremolinaban en ella. Cada vez estaba más asustado.

La mujer no contestó y en lugar de ello dijo:-Tengo un teléfono móvil, pero no sé dónde está. Él me lo quitó, pero creo que después lo tiró cerca del coche. ¡Oh, Dios! ¿Puedes buscarlo? ¡Oh, Dios mío! ¡Por favor, que no venga otra vez!

Wyatt tenía la boca seca y ganas de vomitar, pero echó a andar de forma automática, inspeccionando el área del suelo alrededor del bolso caído. Se agachó en parte para ver mejor y en parte para que nadie que se acercara al coche desde el otro lado, el del estanque, pudiera verlo. Algunos papeles y un fular enredado se habían salido del bolso. Uno de los extremos del fular -de seda y en tonos amarillo y rojo- flotaba en un charco.

– ¿Estará en su bolso? -preguntó abriéndolo.

– Puede ser. No lo sé.

Metió la mano y encontró más papeles, una barra de labios, una caja de polvos compactos y pequeños pinceles, pero ningún teléfono móvil. Dejó caer el bolso y empezó a buscar alrededor del coche, pero era imposible ver gran cosa en la escasa luz del crepúsculo.

– ¿Se fue hacia el agua? -preguntó con el corazón en la garganta.

– No lo sé. Se me metió en el coche en un semáforo, cuando esperaba a que se pusiera verde, el de la esquina de la calle Union. Dijo que no nos haría daño si lo obedecíamos. Oh, Dios mío, Baxter. Lo siento. Siento mucho que te hiciera daño. Siento que te hiciera llorar.

Al oír el nombre del niño, Wyatt levantó la vista, era incapaz de oír aquel nombre sin sentir la necesidad compulsiva de mirarlo una vez más. Le sorprendía lo cerca que estaba la cara de Baxter de la suya. El niño tenía la cabeza colgando del muslo de su madre, a menos de un metro de Wyatt. Éste la veía desde abajo, la cuchillada negra en la cara, los labios rojos de payaso -rojos de la golosina, no de sangre, como se dio cuenta de repente, en una súbita retrospectiva- y los ojos abiertos e inertes… que de pronto parpadearon y lo miraron fijamente.

Wyatt gritó y se puso en pie de un salto.

– No está… -dijo respirando con dificultad. Tragó saliva y lo intentó de nuevo-: No está… -miró a la señora Pre-zar y se calló de nuevo.

Hasta aquel momento no había tenido ocasión de ver la mano derecha de la mujer. Sujetaba un cuchillo.

Tenía la impresión de haberlo visto antes. Los vendían en estuches de plástico transparente en la ferretería de Miller, en el mostrador situado a la izquierda de la puerta, junto a las chaquetas de camuflaje. Wyatt recordaba uno en particular, con cuchilla de veinticinco centímetros, filo serrado y acero reluciente como un espejo. Era posible, incluso, que lo hubiera pedido para verlo de cerca. Era el que más a la vista estaba. También recordó ver salir a la señora Prezar de la tienda con un brazo apretado contra el abrigo, y sin bolsa.

Ella se dio cuenta de que la miraba y apartó la vista de él para posarla en sí misma por un momento, con expresión de total asombro, como si no tuviera ni idea de cómo había llegado aquel objeto a sus manos. Como si, tal vez, no supiera para qué podía servir aquel cuchillo. Después volvió a mirar a Wyatt.

– Lo tiró. -Tenía una mirada casi suplicante-. Llevaba las manos llenas de sangre y se le enganchó dentro de Baxter. Cuando trató de sacarlo se le escurrió, se cayó al suelo y lo cogí. Por eso no me mató a mí, porque tenía el cuchillo. Fue entonces cuando se marchó corriendo.

Su puño cerrado apretaba el mango de teflón del cuchillo, que estaba muy manchado; la sangre oscurecía también cada estría de la piel de sus nudillos y la piel de su dedo pulgar. De su chaqueta impermeable aún caían gotas de sangre que manchaban la tapicería de cuero.

– Iré corriendo a buscar ayuda -dijo Wyatt, pero estaba convencido de que ella no le había oído. Hablaba en voz tan queda que apenas podía oírse él mismo. Tenía las manos levantadas y con las palmas hacia fuera, en actitud defensiva. No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba en esa postura.

La señora Prezar apoyó un pie en el suelo e hizo ademán de levantarse. Este movimiento inesperado sobresaltó a Wyatt, que reculó, tambaleante. Entonces algo le ocurrió a su pie derecho, porque trataba de dar un paso atrás y no podía, estaba enganchado al suelo, de manera que no podía moverse. Miró y se dio cuenta de que se le había desatado un cordón y se lo estaba pisando, pero era demasiado tarde y cayó de espaldas.

El golpe bastó para dejarlo sin aliento. Se arrastró boca arriba por el húmedo suelo alfombrado de hojas caídas. Después miró al cielo, que ya había adquirido un tono violeta oscuro mientras aquí y allí aparecían las primeras estrellas. Tenía los ojos llorosos. Parpadeó y se incorporó hasta sentarse.

La señora Prezar había salido del coche y estaba a casi un metro de él, con su zapatilla en una mano y el cuchillo en la otra. Se le había salido la deportiva derecha, y ahora, con el pie cubierto sólo por un calcetín de deporte, sentía frío.

– Lo tiró -dijo la señora Prezar-. El hombre que nos atacó. Yo no haría algo así, no haría daño a mis niños. El cuchillo… sólo lo cogí.

Wyatt consiguió ponerse de pie y dio un paso atrás separándose de ella y tratando de no apoyarse en el pie derecho, para que no se le mojara con las hojas del suelo. Quería recuperar su zapatilla antes de echar a correr. La señora Prezar se la ofrecía con un brazo extendido mientras el otro le colgaba junto al cuerpo, todavía sosteniendo el cuchillo. Consciente una vez más de cómo Wyatt la miraba, dirigió la vista hacia el cuchillo y después hacia él mientras negaba lentamente con la cabeza.

– Yo no lo haría -dijo, y dejó caer el cuchillo. Después se inclinó hacia Wyatt y le ofreció su zapatilla-. Toma.

Wyatt se acercó un paso, cogió la zapatilla y se la puso, aunque ella al principio no la soltaba y, cuando lo hizo, fue para agarrarlo del brazo. Le clavó las uñas en la delgada carne de la muñeca haciéndole daño. Le asustó lo rápido que le había agarrado y con qué fuerza lo hizo.

– No he sido yo -dijo, mientras Wyatt trataba de liberar su brazo. Ella, con la otra mano, lo agarró de la chaqueta y del jersey, manchándolo de sangre.

– ¿Qué le vas a decir a la gente? -preguntó.

Tal era su pánico, que Wyatt no estaba seguro de haberla oído bien, pero no le importaba; lo único que quería era que le soltara. Sus uñas le hacían daño, pero además le estaba llenando de sangre, la mano, la muñeca, el jersey. Era una sensación pegajosa y desagradable, y por nada del mundo quería que le siguiera manchando. Le agarró la mano izquierda por la muñeca e intentó que le soltara, apretó hasta que notó cómo los huesos de su muñeca se separaban de las articulaciones. Ella lloriqueaba y lo empujaba con la mano derecha en su hombro y hundiéndole los dedos en la articulación. Él le apartó el hombro y la empujó, sólo un poco, para alejarla de él. Ella abrió los ojos desorbitadamente y dejó escapar un gritito horrible y ahogado. Entonces levantó la mano y empezó a arañarle, a rasgarle la piel con sus afiladas uñas, hasta que Wyatt notó el escozor caliente de la sangre en las mejillas.

Sujetó la mano que le arañaba y le dobló los dedos hacia atrás hasta que casi tocaron el dorso. Después le dio un puñetazo en el esternón, aguardó a que se quedara sin respiración y cuando se inclinó hacia delante la golpeó en la cara con el puño cerrado, hiriéndose los nudillos. Ella se tambaleó hacia delante y le asió por el jersey y, al caer, lo arrastró con ella. Todavía lo tenía sujeto por la muñeca y sus uñas seguían hundidas en su carne. Necesitaba librarse de ella como fuera, así que la agarró por el pelo y tiró hasta hacerle doblar la cabeza hacia atrás, tiró y tiró hasta que sólo le veía la garganta y no podía tirar más. Ella jadeó, le soltó la muñeca e intentó abofetearle, y entonces él le hundió el puño en la garganta.

Se atragantaba. Wyatt le soltó el pelo y ella dejó caer la cabeza hacia delante. Se desplomó de rodillas, sujetándose el cuello con ambas manos, los hombros encogidos y el pelo cayéndole por la cara, respirando con dificultad. Entonces giró la cabeza y miró el cuchillo, que estaba en el suelo junto a ella. Alargó la mano para cogerlo pero no fue lo bastante rápida y Wyatt pudo empujarla y cogerlo antes que ella. Se volvió y lo blandió en un gesto amenazador para mantenerla alejada de él.

Permaneció a unos metros de ella, respirando también con dificultad, observándola. Ella le devolvió la mirada. Tenía el pelo pegado a la cara en rizos enredados y pringosos de sangre, pero lo miraba a través de ellos. Todo lo que Wyatt veía era el blanco de sus ojos. Ella respiraba ahora algo más despacio. Permanecieron así, mirándose, tal vez cinco segundos.

– Ayuda -musitó ella con voz ronca-. Ayuda.

Él la miró y ella se puso de pie con dificultad.

– Ayuda -gritó por tercera vez.

Le escocía la mejilla izquierda, donde ella le había arañado, sobre todo en la comisura del ojo.

– Les contaré a todos lo que ha hecho -dijo.

La señora Prezar lo miró un momento más; después se dio la vuelta y echó a correr.

– Socorro -gritaba-. ¡Ayúdenme!

Pensó en correr detrás de ella y detenerla. Sólo que no sabía cómo detenerla si conseguía alcanzarla, así que la dejó marchar.

Dio unos pasos en dirección al coche, apoyó el brazo en la puerta abierta y descansó, volcando el peso del cuerpo contra ella. Se sentía mareado. La señora Prezar iba ya por el camino, su silueta negra se dibujaba sobre la pálida oscuridad del bosque.

Wyatt permaneció allí unos breves instantes, jadeando. Después bajó los ojos y vio a Baxter mirándolo, los ojos grandes y redondos en su cara delgada y de huesos pequeños. Wyatt vio, conmocionado, cómo el niño movía la lengua alrededor de la boca, como si quisiera decir algo.

El estómago le dio un vuelco y las piernas le empezaron a temblar al mirar al niño otra vez, con la cuchillada en la garganta, aquel tajo con forma de anzuelo que le empezaba detrás de la oreja derecha y le bajaba hasta justo debajo de la nuez. Al observarlo, Wyatt reparó en que la sangre seguía manando de su herida a borbotones lentos y espesos. El asiento bajo su cabeza estaba empapado en ella.

Rodeó la puerta abierta y se inclinó sobre el niño. Después miró si estaban puestas las llaves de contacto, pensó que tal vez podría conducir el coche hasta la 17K y allí… pero no estaban y no sabía dónde buscarlas. La sangre…, lo importante en una situación como aquélla era detener la hemorragia, lo había visto por la televisión, en Urgencias. Había que buscar una toalla, hacer una pelota con ella y aplicar presión en la herida hasta que llegara ayuda. No tenía una toalla, pero sí había un fular en el suelo, junto al coche. Se arrodilló junto a la puerta abierta y el bolso volcado y lo cogió. Uno de los extremos estaba empapado y lleno de barro. El asco le hizo vacilar una milésima de segundo, pero después lo arrugó y lo apretó contra la herida del niño. Podía notar la sangre brotando debajo.

El fular era de una fina tela de seda, casi transparente, y ya estaba mojado por el agua del charco, así que pronto la sangre le empapó las manos, la cara interior de los brazos. Lo soltó y trató de limpiarse, frenético, en la camisa, mientras Baxter lo miraba con ojos fascinados de asombro. Eran azules, como los de su madre.

Wyatt se echó a llorar. No sabía que iba a hacerlo hasta que empezó, y no recordaba la última vez que había llorado sin contención. Agarró algunos de los papeles que se habían salido del bolso de la señora Prezar y trató de apretarlos contra la herida, con peores resultados que con el fular. Eran papeles satinados, nada absorbentes, varias páginas grapadas y la primera llevaba estampada la palabra impagado en tinta roja.

Pensó en vaciar el bolso del todo, en busca de algo más que le sirviera para comprimir la herida, pero después se quitó la cazadora, el chaleco blanco que se ponía para trabajar, hizo una bola con la prenda y taponó la herida. Hacía presión con ambas manos y empujaba con gran parte del cuerpo. El chaleco blanco parecía casi fluorescente en la oscuridad, pero pronto apareció una gran mancha que se extendió y empapó todo el tejido. Trató entonces de pensar qué hacer a continuación, pero no se le ocurría nada. Le vino a la mente el recuerdo de Kensington llevándose el pañuelo de papel a la boca y cómo éste se llenaba de sangre cada vez. Tuvo un pensamiento -extraño en él-, un pensamiento que asociaba a Kensington y su piercing de plata con la cuchillada en la garganta de Baxter; pensó que los jóvenes se veían desgarrados por el amor, y sus cuerpos inocentes destrozados y arruinados sin razón alguna, salvo que a alguien le convenía.

Baxter levantó una mano y Wyatt casi gritó cuando la vio por el rabillo del ojo, como una forma fantasmal palpando en la oscuridad. Agitaba los dedos señalando su garganta y Wyatt tuvo una idea. Tomó la mano izquierda de Baxter y la sujetó contra la herida haciendo presión. Buscó su otra mano y la colocó encima. Cuando la soltó, ambas manos permanecieron sobre el chaleco empapado de sangre. Sin apretar, pero sin soltarlo tampoco.

– Enseguida vuelvo -dijo Wyatt temblando con violencia-. Iré a buscar ayuda. Iré hasta la carretera y traeré a alguien y te llevaremos al hospital. Todo irá bien. Mantén eso apretado contra tu cuello. Estarás bien, te lo prometo.

Baxter lo miró sin dar señales de comprenderlo. Sus ojos tenían una mirada vidriosa y apagada que asustó a Wyatt. Se puso en pie y echó a correr. Pasados unos metros se detuvo para quitarse la zapatilla que aún llevaba puesta, y siguió corriendo.

Corría a grandes zancadas, jadeando en el aire frío y húmedo, escuchando sólo sus pisadas en el duro suelo. Sin embargo, tenía la impresión de que no corría tan rápido como solía, de que cuando era más joven correr no le había supuesto tanto esfuerzo. No había avanzado mucho cuando notó un fuerte calambre en el costado. Aunque respiraba a grandes bocanadas, sentía que no le llegaba aire suficiente a los pulmones. Demasiados cigarrillos tal vez. Agachó la cabeza y siguió corriendo, mordiéndose el labio inferior y tratando de no pensar en que podría ir mucho más rápido si no le doliera el costado. Miró atrás y comprobó que no había avanzado ni cien metros, seguía viendo el coche. Empezó a llorar otra vez, y mientras corría rezaba, las palabras salían de sus labios en bruscos susurros cada vez que exhalaba el aliento.

«Por favor, Dios», susurró a la noche de febrero. Corrió y corrió, pero tenía la impresión de que no se acercaba a la autopista. Era como estar de nuevo en el «corre-corre», la misma sensación de desesperanza, de precipitarse hacia lo inevitable. Dijo: «Por favor, hazme más rápido. Hazme rápido otra vez. Tan rápido como fui en otros tiempos».

Al doblar la siguiente curva vio la 17K, a menos de cien metros. Había una farola al final del sendero y un coche aparcado junto a ella, un Crown Victoria color canela, con luces de la policía en el techo, apagadas. Un coche patrulla, pensó Wyatt aliviado. Era curioso que hubiera vuelto a pensar otra vez en el «corre-corre»; quizás aquel agente resultaría ser Treat Rendell. Un hombre -tan sólo una silueta negra en la distancia- bajó y permaneció de pie delante del capó. Wyatt empezó a gritar y a agitar los brazos pidiendo ayuda.