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El interior del armario estaba oscuro como boca de lobo. Me habían empujado dentro y habían cerrado la puerta con llave. Respiré trabajosamente por la nariz, tratando por todos los medios de mantener la calma. Intenté contar hasta diez cada vez que cogía aire y hasta ocho cada vez que lo soltaba despacio en la oscuridad. Por suerte para mí me habían apretado tanto la mordaza contra la boca abierta que los orificios nasales habían quedado libres, lo que me permitía llenar una y otra vez los pulmones de un aire viciado que olía a humedad.
Probé a agarrar con las uñas la bufanda de seda con la que me habían atado las manos a la espalda, pero dado que tenía la costumbre de mordérmelas hasta dejarme los dedos en carne viva, no pude agarrar nada. Menos mal que me había acordado de unir las yemas de los dedos, que utilicé como diez minúsculos pero firmes apoyos para ir separando las palmas de las manos, ya que los nudos estaban muy apretados.
Giré las muñecas y las froté una contra otra hasta que el tejido se aflojó; luego utilicé los pulgares para ir tirando de la seda hasta que noté los nudos entre ambas palmas y después entre los dedos. Si hubieran sido lo bastante listas como para atarme los pulgares, jamás habría conseguido escapar, pero eran tontas de remate.
Una vez con las manos libres me deshice de la mordaza en un santiamén. El siguiente paso era la puerta, pero antes debía asegurarme de que no estuvieran agazapadas esperándome. Me puse en cuclillas y eché un vistazo al desván a través del agujero de la cerradura. Gracias a Dios se habían llevado la llave. No se veía a nadie: aparte de la habitual maraña de sombras, trastos y cachivaches varios, el desván estaba desierto. No había moros en la costa.
Rebusqué algo por encima de la cabeza en el fondo del armario y desenrosqué el gancho de alambre de una percha de madera. Introduje el extremo curvo en el ojo de la cerradura, doblé hacia arriba el otro y conseguí formar un ángulo en forma de L, que introduje en las profundidades de la vieja cerradura. Tras unos pacientes momentos de tanteo y manipulación oí un satisfactorio chasquido. No había sido tan difícil. La puerta se abrió y yo quedé libre.
Descendí a saltos la amplia escalinata de piedra que llevaba al vestíbulo y me detuve frente a la puerta del comedor el tiempo indispensable para echarme hacia atrás las coletas, devolviéndolas así a su posición reglamentaria sobre los hombros.
Papá seguía insistiendo en que la cena se sirviese justo cuando el reloj daba la hora y que comiéramos en la descomunal mesa de roble del refectorio, tal y como se había hecho en vida de mamá.
– ¿Ophelia y Daphne aún no han bajado, Flavia? -me preguntó irritado, apartando la vista del último número de The British Philatelist, abierto junto a su plato de carne y patatas. -Hace siglos que no las veo -dije.
Era cierto, no las había visto: por lo menos, no desde que me habían amordazado y vendado los ojos para luego atarme, subirme cual saco de patatas por la escalera del desván y encerrarme en el armario.
Papá me observó por encima de sus gafas durante los cuatro segundos de rigor antes de concentrarse de nuevo, murmurando algo entre dientes, en sus pegajosos tesoros. Le dediqué una amplia sonrisa, lo bastante amplia como para ofrecerle una inmejorable vista de los aparatos que llevaba en los dientes. Aunque en realidad me daban el aspecto de un dirigible sin revestimiento, a papá siempre le había gustado que le recordaran lo bien que invertía su dinero. Sin embargo, en esa ocasión estaba tan absorto que ni siquiera se fijó. Levanté la tapa de la fuente de cerámica Spode en la que reposaban las verduras y extraje, de sus profundidades cubiertas de mariposas y frambuesas pintadas a mano, una generosa ración de guisantes. Utilizando el cuchillo como gobernante y el tenedor como picana, obligué a los guisantes a formar ordenadas filas y columnas en mi plato: hilera tras hilera de minúsculas esferas verdes, separadas unas de otras con tanta precisión que hasta el más estricto fabricante de relojes suizos habría silbado de admiración. Después, empezando por el fondo a la izquierda, ensarté el primer guisante con el tenedor y me lo comí.
Ophelia tenía la culpa de todo. Al fin y al cabo, ya había cumplido diecisiete años y, por tanto, era de esperar que hubiese alcanzado por lo menos un atisbo de la madurez que tendría de adulta. Que se confabulara con Daphne, que tenía trece, no era justo, y ya está. Entre las dos sumaban treinta años. Treinta años… ¡contra mis once! No es que fuera antideportivo, no: era directamente una maldad que pedía venganza a gritos.
A la mañana siguiente, estaba yo atareada con los matraces y frascos de mi laboratorio químico, situado en el piso más alto del ala este, cuando Ophelia irrumpió sin molestarse siquiera en saludar.
– ¿Dónde está mi collar de perlas?
Me encogí de hombros.
– Yo no soy la guardiana de tus baratijas.
– Sé que me lo has cogido. Los caramelos Mint Imperial que había en mi cajón de la ropa interior también han desaparecido, y he tenido ocasión de comprobar que, cuando en esta casa desaparecen caramelos, siempre acaban en la misma boca maloliente.
Regulé la llama de una lamparilla de alcohol en la que estaba calentando un vaso de precipitados con un líquido rojo.
– Si lo que estás insinuando es que mi higiene personal no está a la altura de la tuya, ya puedes empezar a limpiarme las botas con la lengua.
– ¡Flavia!
– Lo que oyes. Estoy más que harta de que siempre se me eche a mí la culpa de todo, Feely.
Mi justificado arranque de indignación, sin embargo, se vio interrumpido cuando Ophelia fijó sus ojos de miope en el matraz de color rojo rubí, que estaba a punto de entrar en ebullición.
– ¿Qué es esa masa pegajosa del fondo?
Ophelia golpeó el cristal con una uña larga y cuidada.
– Es un experimento. ¡Cuidado, Feely, es ácido!
Ophelia palideció.
– ¡Son mis perlas! ¡Eran de mami!
Era la única de las hijas de Harriet que se refería a ella como «mami»: la única de las tres lo bastante mayor como para conservar recuerdos de la mujer de carne y hueso que nos había llevado en su vientre, hecho que Ophelia nunca se cansaba de recordarnos. Harriet había muerto en un accidente de alpinismo cuando yo sólo tenía un año, y lo cierto es que en Buckshaw no se hablaba mucho de ella.
¿Estaba yo celosa de los recuerdos de Ophelia? ¿Me molestaba no compartirlos? Creo que no; en realidad, la cosa iba mucho más allá porque en cierta manera, y por extraño que resulte, despreciaba los recuerdos que ella tenía de nuestra madre.
Aparté lentamente la mirada de mi tarea, de forma que los cristales redondos de mis gafas emitieran destellos de luz blanca hacia Ophelia: sabía que, cuando lo hacía, mi hermana tenía la espeluznante sensación de hallarse frente a un chiflado científico alemán como los de las películas que veíamos en el cine Gaumont.
– ¡Mala bestia!
– ¡Bruja! -repliqué, aunque no antes de que Ophelia diera media vuelta sobre sus talones, con bastante gracia por cierto, y saliera del laboratorio hecha una furia.
Las represalias no tardaron en llegar, pero eso era normal tratándose de Ophelia: a diferencia de mí, ella no planeaba las cosas con antelación ni creía en eso de que la venganza es un plato que se sirve frío.
Poco después de cenar, cuando papá ya se había recluido en su estudio para disfrutar de su colección de efigies en papel, Ophelia dejó muy despacio el cuchillo de la mantequilla, en cuya hoja de plata había contemplado su propio reflejo durante el último cuarto de hora. Sin más preámbulos, dijo:
– En realidad, yo no soy tu hermana, ¿sabes? Y Daphne tampoco. Por eso somos tan distintas de ti. Supongo que jamás se te ha ocurrido pensar que eres adoptada.
Dejé caer mi cuchara con estrépito.
– Eso no es verdad. Soy la viva imagen de Harriet, todo el mundo lo dice.
– Te recogió en el hogar para madres solteras porque os parecíais mucho -dijo Ophelia, haciendo una desagradable mueca.
– ¿Y cómo nos íbamos a parecer si ella era una adulta y yo un bebé? -repuse, agarrando la oportunidad al vuelo.
– Porque le recordabas mucho a ella cuando era un bebé. Ay, señor, pero si hasta cogió sus fotos de cuando era pequeña y las comparó contigo para apreciar el parecido.
Apelé a Daphne, que tenía la nariz enterrada en un volumen encuadernado en piel de El castillo de Otranto.
– No es verdad. ¿A que no, Daffy?
– Me parece que sí -dijo Daphne, pasando con gesto lánguido una página de papel cebolla-. Papá siempre decía que sería un trauma para ti y nos hizo prometer que no te lo contaríamos nunca. Por lo menos, hasta que cumplieras once años. Nos obligó a jurarlo.
– En un bolso Gladstone de color verde -dijo Ophelia-. Lo vi con mis propios ojos. Vi a mami meter sus fotos de cuando era pequeña en un bolso Gladstone de color verde y llevárselas al hogar para madres solteras. Aunque yo sólo tenía seis años en aquella época, bueno, casi siete…, jamás olvidaré sus manos blancas…, ni sus dedos manipulando el cierre de latón.
Me levanté de un salto de la mesa y salí de la habitación hecha un mar de lágrimas. Lo del veneno no se me ocurrió hasta el día siguiente a la hora del desayuno.
Y, como es habitual con las grandes ideas, era de lo más simple.
Buckshaw había sido el hogar de nuestra familia, los De Luce, desde tiempos inmemoriales. La actual mansión de estilo georgiano se había construido para reemplazar la original, una casa de estilo isabelino que los aldeanos habían reducido a cenizas al sospechar que los De Luce simpatizaban con los Orange. Que hubiéramos sido fervientes católicos durante cuatrocientos años, y siguiéramos siéndolo por entonces, no significaba nada, al parecer, para los enardecidos habitantes de Bishop's Lacey. «La casa vieja», como la llamaban, fue pasto de las llamas, y la casa nueva que la había sustituido ya contaba más de tres siglos.
Más tarde, otros dos antepasados de los De Luce, Antony y William de Luce -que habían tenido sus más y sus menos acerca de la guerra de Crimea -, afearon la estructura original. Cada uno de ellos añadió un ala al edificio: William, el ala este, y Antony, la oeste. Cada cual vivió recluido en sus propios dominios y prohibió al otro traspasar la línea negra que habían hecho pintar justo en el centro de la casa: la línea partía de la entrada principal, cruzaba el vestíbulo y llegaba hasta el retrete del mayordomo, tras la escalera del fondo. Los dos anexos de ladrillo amarillo, de rancio estilo victoria-no, se doblaban hacia atrás como las alas inmóviles del ángel de un cementerio, lo que, en mi opinión, concedía a los ventanales y postigos de la fachada georgiana de Buckshaw el aspecto mojigato y perplejo de una solterona con el moño demasiado apretado.
Otro De Luce, Tarquín -o Tar, como lo llamaba todo el mundo-, sufrió una descomunal crisis nerviosa e hizo trizas su prometedora carrera como químico. Lo expulsaron de Oxford el verano que coincidió con el jubileo de plata de la reina Victoria.
El indulgente padre de Tar, preocupado por la frágil salud del muchacho, no había escatimado gastos a la hora de equipar el laboratorio situado en el último piso del ala este de Buckshaw: el laboratorio en cuestión estaba repleto de objetos de cristal y microscopios alemanes. Contaba, además, con un espectroscopio alemán, balanzas químicas procedentes de Lucerna y un tubo de Geissler también alemán de complicada forma, soplado artesanalmente, al que Tar acoplaba bobinas eléctricas para estudiar la fluorescencia de distintos gases.
En un escritorio, junto a las ventanas, se hallaba un microscopio Leitz, cuyo latón aún despedía el mismo brillo cálido y suntuoso que el día que lo trajeron desde el apeadero de Buckshaw en una carreta tirada por un poni. El espejo reflector se podía orientar de forma que captara la pálida luz de los rayos de sol matutinos, mientras que en días nublados, o si se usaba cuando ya había anochecido, resultaba muy útil la lámpara de parafina -fabricada por Davidson & Co., de Londres- con la que iba equipado el microscopio.
Incluso había un esqueleto humano articulado en una base provista de ruedas, que el gran naturalista Frank Buckland -cuyo padre se había comido el corazón momificado del rey Luis XIV- le había regalado a Tar cuando éste contaba doce años.
Tres de las cuatro paredes de la estancia estaban cubiertas del suelo al techo por vitrinas con puertas de cristal: en dos de ellas se acumulaban hileras y más hileras de productos químicos en tarros de botica, de cristal, rotulados con la pulcra y hermosa letra de Tar de Luce, quien a la postre había desafiado al destino y había sobrevivido a su familia. Tar había muerto en 1928 a los sesenta años de edad en su reino químico, donde lo halló una mañana el ama de llaves con uno de los ojos aún observando, aunque ya sin ver, por su queridísimo Leitz. Se había rumoreado, incluso, que en el momento de su muerte estaba estudiando la descomposición de primer orden del pentóxido de nitrógeno. De ser eso cierto, se trataría de la primera investigación conocida sobre una reacción que, a la larga, conduciría a la invención de la bomba atómica.
El laboratorio del tío Tar había permanecido cerrado a cal y canto y se había mantenido intacto en un asfixiante silencio hasta que empezó a manifestarse lo que papá definió como mi «extraño talento», lo que me había permitido quedarme el laboratorio para mí sola.
Aún me estremecía de emoción cada vez que recordaba el lluvioso día de otoño en que la química apareció en mi vida.
Estaba yo escalando los estantes de la biblioteca, jugando a ser una célebre alpinista, cuando me resbaló un pie y tiré un voluminoso libro al suelo. Cuando lo recogí para alisar las arrugadas páginas, me di cuenta de que el libro en cuestión no sólo tenía palabras, sino también decenas de ilustraciones: en algunas de ellas se veían manos sin cuerpo que vertían líquidos en curiosos recipientes de cristal que más bien parecían instrumentos musicales de otro mundo.
El libro se titulaba Estudio elemental de química, y en cuestión de segundos aprendí de él que la palabra «yodo» procede de un término que significa «violado» y que «bromo» procede de una palabra griega que significa «fetidez». ¡Ésas eran las cosas que yo quería saber! Me metí el voluminoso libro rojo debajo del suéter y me lo llevé arriba. Sólo más tarde descubrí el nombre «H. de Luce» escrito en la guarda. El libro había pertenecido a Harriet.
No tardé mucho en dedicar cada minuto libre a estudiar minuciosamente aquellas páginas. Había noches, incluso, en que apenas podía esperar el momento de irme a la cama, pues el libro de Harriet se había convertido en mi amigo secreto.
En él se hablaba de los metales alcalinos, algunos de los cuales tenían nombres fabulosos, como litio o rubidio, y de los metales alcalinotérreos, como el estroncio, el bario y el radio. Aplaudí con entusiasmo al leer que el radio lo había descubierto una mujer, madame Curie. Y luego estaban los gases venenosos, como la fosfina (se ha demostrado que una simple burbuja tiene efectos letales), el peróxido de nitrógeno, el ácido hidrosulfúrico… La lista era interminable. Cuando descubrí que el libro proporcionaba instrucciones detalladas para formular dichos compuestos, subí hasta el séptimo cielo.
En cuanto conseguí entender las ecuaciones químicas del tipo K4FeC6N6 + 2 K = 6KCN + Fe (que describe lo que pasa cuando se calienta el prusiato amarillo de potasa con potasio para producir cianuro de potasio) se me abrió el universo entero. Fue como haber encontrado un libro de recetas que en otros tiempos hubiera pertenecido a la bruja del bosque.
Lo que más me intrigaba era haber descubierto que todo, toda la creación -¡de principio a fin!-, se mantenía unido gracias a enlaces químicos invisibles. Me produjo un extraño e inexplicable consuelo saber que en algún lugar, aunque en nuestro mundo no pudiéramos verlo, existía auténtica estabilidad.
Al principio no establecí la obvia conexión entre el libro y el laboratorio abandonado que había descubierto de niña. Pero cuando finalmente relacioné una y otra cosa, mi vida cobró vida…, si es que eso tiene sentido.
Allí, en el laboratorio del tío Tar, se hallaban perfectamente ordenados los libros de química que con tanto amor había ido recopilando. No tardé mucho en descubrir que, con un poco de esfuerzo por mi parte, la mayoría de ellos no me resultaban complicados. Pronto pasé a los experimentos sencillos, tratando de no olvidar nunca que debía seguir las instrucciones al pie de la letra. Huelga decir que provoqué unos cuantos hedores y explosiones, pero cuanto menos se hable de esa cuestión, mejor que mejor.
Con el tiempo, mis cuadernos de notas fueron cada vez más abultados. De hecho, mi trabajo se volvió más sofisticado cuando la química orgánica fue revelándome sus misterios, y sentí una gran alegría al descubrir que de la naturaleza podía extraerse mucho y con mucha facilidad. Mi mayor pasión era el veneno.
Aparté el follaje con un bastón de bambú que había robado de un paragüero con forma de pata de elefante en el vestíbulo principal. Allí atrás, en el jardín de la cocina, los altos muros de ladrillo rojo aún no dejaban entrar los cálidos rayos del sol, y todo seguía empapado debido a la lluvia que había caído por la noche.
Mientras me abría paso entre la hierba aún sin cortar desde el año anterior, rebusqué con el bastón junto a la base del muro hasta encontrar lo que andaba buscando: una mata de relucientes racimos de tres hojas cuyo brillo color escarlata las diferenciaba de otras plantas trepadoras. Me puse un par de guantes de jardinería que llevaba sujetos al cinturón y, mientras silbaba alegremente una versión de Bibbidi-Bobbidi-Boo, me concentré en mi labor.
Más tarde, en la tranquilidad de mi sanctasanctórum, mi lugar más sagrado -la frase la había encontrado en una biografía de Thomas Jefferson y me la había apropiado-, metí las vistosas plantas en una retorta de cristal, sin quitarme los guantes hasta que las relucientes hojas quedaron bien aplastadas al fondo. A continuación venía la parte que más me gustaba.
Tapé bien la retorta; por un lado la conecté a un matraz en el que ya hervía agua y, por el otro, a un tubo condensador de cristal en forma de serpentín, cuyo extremo abierto colgaba suspendido sobre un vaso de precipitados vacío. Mientras el agua burbujeaba alegremente, contemplé el vapor, que se abrió paso por el tubo y se introdujo en el matraz, entre las hojas. Éstas no tardaron en arrugarse y ablandarse cuando el vapor caliente abrió las minúsculas bolsas entre sus células y liberó los aceites que constituían la esencia de la planta viva.
Ése era el sistema que utilizaban los antiguos alquimistas para practicar su arte: fuego y vapor, vapor y fuego. Destilación.
Ah, sí, adoraba mi trabajo. Destilación.
– Des-ti-la-ción -repetí en voz alta.
Contemplé fascinada cómo se enfriaba el vapor y se condensaba en el serpentín, para después retorcerme las manos presa del éxtasis cuando una gota de líquido transparente colgó suspendida durante un instante y después se precipitó con un audible «plop» al receptáculo situado debajo.
Una vez evaporada el agua que hervía y concluida la operación, apagué la llama y apoyé la barbilla en las manos para contemplar fascinada el fluido del vaso de precipitados, que se separó en dos capas distintas: en el fondo, el agua destilada, transparente, y, sobre ella, un líquido de color amarillo claro. Era el aceite esencial de las hojas: recibía el nombre de urushiol y, entre otras muchas cosas, se utilizaba en la fabricación de esmalte.
Rebusqué en el bolsillo de mi suéter y saqué un tubito dorado. Le quité el tapón y no pude reprimir una sonrisa al contemplar la punta roja: era el pintalabios de Ophelia, que le había robado del cajón de su tocador junto con las perlas y los caramelos Mint Imperial. Y Feely -Doña Estirada- ni siquiera había notado la desaparición.
Al acordarme de los caramelos me metí uno en la boca y lo machaqué ruidosamente con las muelas.
La barra del pintalabios salió sin dificultad y volví a encender la lamparilla de alcohol. No hacía falta mucho calor para reducir a una masa pegajosa aquel material de consistencia cerosa. Si Feely supiera que en la fabricación de pinta-labios se utilizaban escamas de pescado, pensé, no se habría pintarrajeado tan alegremente los labios con aquella cosa. Sonreí. Tenía que acordarme de decírselo. Pero después.
Con una pipeta extraje unos pocos milímetros del aceite destilado que flotaba en el vaso de precipitados y luego, gota a gota, lo vertí muy despacio en la masa en que se había convertido el pintalabios derretido. A continuación removí la mezcla con un depresor lingual de madera. «Poco espeso», pensé. Cogí un tarro de botica y le añadí una gota de cera de abeja para que recuperase la consistencia inicial.
Había llegado la hora de volver a ponerse los guantes… y de coger el molde de bala, fabricado en hierro, que había robado del más que decente museo de armas de fuego de Buckshaw.
No deja de ser curioso que una barra de pintalabios tenga exactamente el mismo tamaño que una bala del calibre 45. Una información muy útil, ciertamente. Tenía que acordarme de reflexionar acerca de sus posibles repercusiones esa noche, cuando estuviera bien calentita en mi cama. En ese preciso instante estaba demasiado ocupada.
Cuando la saqué del molde y la dejé enfriar bajo el agua corriente, la barra con la fórmula alterada encajó a la perfección en su funda dorada. Giré varias veces el dispositivo para subir y bajar la barra de carmín y asegurarme de que funcionaba correctamente. Después le puse el tapón. Feely era una dormilona y sin duda aún estaría desayunando con gran parsimonia.
– ¿Dónde está mi pintalabios, cerda? ¿Qué has hecho con él?
– Está en tu cajón -respondí-. Lo vi cuando te robé las perlas.
En mi corta vida, atrapada entre dos hermanas, no me había quedado más remedio que dominar el arte de la lengua viperina.
– No está en mi cajón. Acabo de mirar allí y no está.
– ¿Te has puesto las gafas? -le pregunté con una sonrisa burlona.
Aunque papá nos había equipado a las tres con gafas, Feely se negaba a ponerse las suyas y, en cuanto a las mías, en realidad eran de cristal de ventana. Sólo las utilizaba para protegerme los ojos en el laboratorio, o bien para inspirar lástima a los demás.
Feely golpeó la mesa con las palmas de las manos y salió de la habitación hecha una furia. Yo, por mi parte, me dediqué a sondear las profundidades de mi segundo bol de cereales Weetabix.
Algo más tarde escribí en mi cuaderno de notas:
Viernes, 2 de junio de 1950, 9.42 horas. El sujeto presenta un aspecto normal, pero se muestra malhumorado. (¿Acaso no lo está siempre?) Los efectos pueden manifestarse entre las 12 y las 72 horas.
No tenía prisa.
La señora Mullet, que era bajita, gris y redonda como una rueda de molino, y quien -no me cabe duda- se consideraba a sí misma el personaje de un poema de A. A. Milne, estaba en la cocina formulando una de sus purulentas tartas de crema. Como siempre, se estaba peleando con el inmenso horno Aga que dominaba la pequeña cocina, atiborrada de trastos por todas partes.
– ¡Ah, señorita Flavia! Aquí, querida, ayúdeme con el horno.
Antes de que se me ocurriera una respuesta apropiada, sin embargo, papá apareció detrás de mí.
– Flavia, quiero hablar contigo -dijo con una voz tan pesada como el plomo en las botas de un buzo.
Observé a la señora Mullet para ver cómo reaccionaba. Lo habitual en ella era que desapareciera en cuanto olisqueaba una situación incómoda y, en una ocasión en que papá le había alzado la voz, la pobre se había enrollado en una alfombra y se había negado a salir de allí hasta que alguien fuera a buscar a su esposo.
La señora Mullet cerró la puerta del horno como si estuviera hecha de cristal de Waterford.
– Tengo que irme -dijo-. La comida se está calentando en el horno.
– Gracias, señora Mullet -dijo papá-. Ya nos las arreglaremos.
Siempre nos las estábamos arreglando.
La mujer abrió la puerta de la cocina y, de repente, dejó escapar un chillido más propio de un tejón acorralado.
– ¡Oh, madre de Dios! Discúlpeme usted, coronel De Luce, pero… ¡Oh, madre de Dios!
Papá y yo tuvimos que apartarla un poco para ver al otro lado. Era un pájaro, una agachadiza chica, y estaba muerta. Yacía de espaldas en el umbral de la puerta, con una desagradable mirada vidriosa y las alas desplegadas como si fuera un pequeño pterodáctilo. La larga aguja negra que era su pico apuntaba directamente al cielo. La brisa matutina agitó algo clavado en él…, un trocito de papel.
No, no era un trocito de papel. Era un sello de correos.
Papá se agachó para verlo mejor y reprimió una exclamación. De repente se llevó las manos, que le temblaban como las hojas de un álamo en otoño, a la garganta y su rostro se tornó del color de la ceniza mojada.