173201.fb2 Flavia de los extra?os talentos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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Veinte

Me había pasado los tres últimos cuartos de hora intentando convencer a Dogger para que me dejara ponerle una bolsa de hielo en la nuca, pero no hubo manera. Lo único que servía en esos casos, me dijo, era descansar, tras lo cual se alejó rumbo a su habitación.

Desde mi ventana, veía a Feely tumbada en una manta en el césped del sur, tratando de desviar la luz del sol hacia los dos lados de su cara con un par de ejemplares del Picture Post. Cogí unos viejos binoculares del ejército que pertenecían a papá y observé detenidamente la piel de su rostro. Tras mirarla un rato, abrí mi cuaderna de notas y apunté lo siguiente:

Lunes, 5 de junio de 1950, 9.15 horas. El aspecto del sujeto sigue siendo normal. 54 horas desde la administración. ¿Solución demasiado diluida? ¿Sujeto inmune? Es sabido que los esquimales de la isla de Baffin son inmunes a la hiedra venenosa. ¿Significa eso lo que yo creo que significa?

Pero no tenía la cabeza para esas cosas. Era difícil convertir a Feely en objeto de estudio cuando no hacía más que pensar en papá y en Dogger. Necesitaba poner en orden mis ideas. Abrí el cuaderno por una página en blanco y escribí:

Posibles sospechosos:

Papá: Es quien tiene el mejor móvil. Conoce al muerto prácticamente de toda la vida; amenazado con desvelar secretos; se sabe que discutió con la víctima poco antes del asesinato. Nadie conoce cuál era su paradero en el momento en que se cometió el crimen. El insp. Hewitt lo ha detenido y acusado de asesinato, ¡así que ya sabemos de quién sospecha el inspector!

Dogger: Es una especie de enigma. No sé mucho de su pasado, pero sí sé que es extremadamente fiel a papá. Oyó la discusión de papá con Bonepenny (pero yo también) y tal vez decidiera eliminar la amenaza de desvelar secretos. Dogger sufre de «episodios» durante y después de los cuales experimenta pérdidas de memoria. ¿Pudo matar a Bonepenny durante uno de esos episodios? ¿Pudo tratarse de un accidente? Pero, si es así, ¿quién le golpeó en la cabeza?

La señora Mullet: Carece de móvil, a no ser que quisiera vengarse de la persona que dejó una agachadiza chica muerta en la puerta de la cocina. Demasiado vieja.

Daphne de Luce y Ophelia Gertrude de Luce (¡Tu secreto ha quedado desvelado, Gertie!): ¡Menuda risa! Están tan absortas, la una en sus libros y la otra en sus espejos, que ni siquiera matarían a una cucaracha que se paseara por su plato. No conocían al muerto, no hay móvil y, además, dormían a pierna suelta cuando a Bonepenny le llegó la hora. Caso cerrado en lo que se refiere a ese par de taradas.

Mary Stoker: Móvil: Bonepenny intentó propasarse con ella en el Trece Patos. ¿Pudo seguirlo hasta Buckshaw y cargárselo en el huerto de pepinos? Parece poco probable.

Tully Stoker: Bonepenny se alojaba en el Trece Patos. ¿Se enteró Tully de lo ocurrido con Mary y decidió vengarse? ¿O un huésped que paga es más importante que el honor de una hija?

Ned Cropper: Ned está coladito por Mary (y también por otras). Sabía lo ocurrido entre Mary y Bonepenny. Tal vez decidió liquidarlo. Buen móvil, pero no hay pruebas de que estuviera en Buckshaw esa noche. ¿Podría haber matado a Bonepenny en otro sitio y llevarlo hasta allí en una carretilla? Entonces, también podría haberlo hecho Tully. ¡O Mary!

La Señorita Mountjoy: Móvil perfecto: cree que Bonepenny y papá mataron a su tío, el señor Twining. El problema es la edad: no me imagino a la señorita Mountjoy forcejeando con alguien de la estatura y la fuerza de Bonepenny. A menos, claro está, que utilizara alguna clase de veneno. Pregunta: ¿cuál fue la causa oficial de la muerte? ¿Me lo diría el inspector Hewitt?

Inspector Hewitt: Oficial de policía. Lo incluyo sólo para que la lista sea justa, completa y objetiva. No estaba en Buckshaw en el momento del crimen y tampoco tiene un móvil conocido (pero… ¿también estudió en Greyminster?).

Sargentos detective Woolmer y Graves: Ídem.

Frank Pemberton: Llegó a Bishop's Lacey después del asesinato.

Maximilian Brock: Chiflado; demasiado viejo; no hay móvil.

Leí la lista entera tres veces para asegurarme de que no se me había escapado nada. Y entonces caí en la cuenta: se me ocurrió algo que dio alas a mi mente. ¿Acaso no era diabético Horace Bonepenny? Había encontrado sus ampollas de insulina en el maletín del Trece Patos, pero faltaba la jeringuilla. ¿La había perdido? ¿Se la habían robado?

Lo más probable era que hubiera viajado en ferry desde Stavanger, Noruega, hasta Newcastle-upon-Tyne, y desde allí en tren hasta York, donde habría tenido que cambiar de tren y coger otro a Doddingsley. Y desde Doddingsley habría cogido un autobús o un taxi hasta Bishop's Lacey.

Y, por lo que yo sabía, ¡durante todo ese tiempo no había comido nada! La tarta que había encontrado en su habitación (como demostraba la pluma incrustada) era la que había utilizado para ocultar la agachadiza muerta y pasarla de contrabando a Inglaterra. ¿No le había dicho Tully Stoker al inspector que su huésped se había tomado una copa en el bar? Sí… pero ¡no había hablado en ningún momento de comida!

¿Y si, después de llegar a Buckshaw y de amenazar a papá, había salido de la casa por la cocina -cosa que podía afirmarse casi con toda seguridad- y había visto la tarta de crema en el alféizar de la ventana? ¿Y si se había servido un trozo, lo había devorado y había salido al jardín, donde le había dado un ataque? Las tartas de crema de la señora Mullet siempre producían ese efecto en los habitantes de Buckshaw… ¡y eso que ni siquiera éramos diabéticos!

¿Y si había sido la tarta de crema de la señora Mullet la causante de la muerte? ¿Y si se había tratado tan sólo de un absurdo accidente? ¿Y si todos los que estaban en mi lista eran inocentes? ¿Y si a Bonepenny no lo habían asesinado?

«Pero si eso fuera cierto, Flavia -me dijo una vocecilla queda y tristona que procedía de mi interior-, ¿por qué iba el inspector Hewitt a detener a papá y a formular cargos contra él?»

Aunque todavía me goteaba la nariz y aún me lloraban los ojos, pensé que tal vez la pócima de pollo estuviera empezando a hacerme efecto. Leí de nuevo mi lista de sospechosos y pensé hasta que tuve la sensación de que me iba a estallar la cabeza.

No llegaba a ninguna conclusión. Finalmente, decidí salir, sentarme en la hierba, respirar un poco de aire fresco y ocupar la mente en algo completamente distinto: pensaría, por ejemplo, en el óxido nitroso, N2O, también llamado gas de la risa…, algo que Buckshaw y sus habitantes necesitaban desesperadamente.

El gas de la risa y el asesinato formaban una extraña pareja, pero… ¿era realmente tan extraña?

Pensé en mi heroína, Marie Anne Paulze Lavoisier, una de las lumbreras de la química, cuyo retrato, junto con el de otros genios inmortales, colgaba del espejo de mi habitación: imaginé su pelo, que parecía un globo de aire caliente, y a su marido, que la observaba con admiración sin que pareciera importarle el ridículo peinado de ella. Marie era una mujer que sabía muy bien que la tristeza y la estupidez van demasiado a menudo de la mano. Recordé una historia que había leído: durante la Revolución francesa, Marie y Antoine se hallaban en el laboratorio de éste. Acababan de taponar con brea y cera de abeja todos los orificios corporales del ayudante de ambos, lo habían envuelto en una especie de tela de seda esmaltada y le habían pedido que respirara a través de una pajita en los instrumentos de medición de Lavoisier. Y justo entonces, mientras Marie Anne dibujaba la escena, las autoridades habían echado la puerta abajo, habían irrumpido en el laboratorio y se habían llevado a su esposo a la guillotina.

En una ocasión, le había contado a Feely esa siniestra y a la vez divertida historia. «Por lo general, son las personas que viven en casas pequeñas las que necesitan heroínas», me había respondido con altivez.

Pero seguía sin llegar a ninguna conclusión. Mis pensamientos se amontonaban unos sobre otros, como la paja en un pajar. Necesitaba encontrar un catalizador de alguna clase, como había hecho Kirchoff, por ejemplo, quien había descubierto que, si se hervía almidón en agua, seguía siendo almidón, pero que si se le añadían unas cuantas gotas de ácido sulfúrico se transformaba en glucosa. En una ocasión había repetido el experimento para convencerme de que funcionaba, y sí, funcionaba. Las cenizas a las cenizas; el algodón al azúcar. Una pequeña ventana a la Creación.

Regresé a la casa, que me pareció extrañamente silenciosa. Me detuve junto a la puerta del salón y escuché, pero no oí a Feely sentada al piano ni a Daffy pasando hojas, así que abrí la puerta.

La sala estaba vacía. Y entonces recordé que mis hermanas habían comentado durante el desayuno que tenían intención de ir paseando hasta Bishop's Lacey para enviarle a papá las cartas que le habían escrito. Aparte de la señora Mullet, que se hallaba en las profundidades de su cocina, y de Dogger, que estaba arriba descansando, me hallaba sola en los pasillos de Buckshaw quizá por primera vez en mi vida.

Puse la radio para que me hiciera compañía y, mientras se iban calentando las lámparas, las notas de una opereta inundaron la estancia. Era El Mikado de Gilbert y Sullivan, una de mis piezas favoritas. ¿No sería maravilloso, había pensado yo en alguna ocasión, que Feely, Daffy y yo pudiéramos ser tan felices y vivir tan despreocupadas como Yum-Yum y sus dos hermanas?

Three little maids from school are we,

Pert as a school-girl well can be

Filled to the brim with girlish glee,

Three little maids from school! <strong>[13]</strong>

Sonreí mientras las tres cantaban:

Everything is a source of fun.

Nobody is safe, for we core for none!

Life is a joke that's just begun!

Three little maids from school! <strong>[14]</strong>

Transportada por la música, me dejé caer en un mullido sillón con las piernas colgando sobre uno de los brazos, que es la postura que ideó la Naturaleza para escuchar música, y por primera vez en muchos días noté cómo se me relajaban los músculos del cuello.

Supongo que debí de echar una cabezadita, o tal vez no fuera más que un ensueño. No lo sé, pero sí sé que, cuando me recobré, Koko, el Honorable Señor Verdugo de Titipú, estaba cantando:

He's made to dwell-

In a dungeon cell <strong>[15]</strong>

Las palabras me recordaron de inmediato a papá y se me llenaron los ojos de lágrimas. Aquello no era ninguna opereta, pensé, ni la vida era un juego que acababa de empezar, ni Feely, Daffy y yo estábamos haciendo novillos. Éramos tres muchachas cuyo padre había sido acusado de asesinato. Me levanté de un salto para apagar la radio, pero cuando me disponía a tocar el botón, del altavoz brotó la tétrica voz del Honorable Señor Verdugo:

My object all sublime

I shall achieve in time-

To let the punishment fit the crime-

The punishment fit the crime… <strong>[16]</strong>

Que el castigo fuera acorde con el delito. «¡Pues claro! ¡Flavia, Flavia, Flavia! ¿Cómo es que no se te ha ocurrido antes?»

Como un cojinete de bola que cae en un vaso de cristal tallado, algo hizo clic en mi mente y supe a ciencia cierta cómo habían asesinado a Horace Bonepenny.

Sólo necesitaba un último detallito (bueno, tal vez dos; tres a lo sumo) para envolver todo el asunto cual caja de bombones de cumpleaños y regalárselo al inspector Hewitt con lazos rojos y todo. En cuanto escuchara mi historia de principio a fin, sacaría a papá de la celda en menos que canta un gallo.

La señora Mullet seguía en la cocina con la mano dentro de un pollo.

– Señora Mullet -le dije-, ¿puedo hablar en confianza con usted?

Me miró y se secó las manos en el delantal.

– Por supuesto, querida -respondió-. ¿No lo hace usted siempre?

– Es sobre Dogger.

Se le heló la sonrisa en la cara mientras daba media vuelta y empezaba a pelearse con un trozo de cordel de carnicería con el que estaba intentando atar al animal.

– Ya no hacen las cosas como antes -dijo cuando se le rompió el cordel-. Ni siquiera el cordel. Fíjese usted que la semana pasada le dije a mi Alf, le dije: «Ese cordel el cual me compras en la papelería…»

– Por favor, señora Mullet -le supliqué-. Hay algo que necesito saber. ¡Es un asunto de vida o muerte! ¡Por favor!

Me observó por encima de sus gafas como haría un coadjutor y, por primera vez en presencia de la señora Mullet, me sentí como una cría.

– Una vez me dijo usted que Dogger había estado en la cárcel, que había tenido que comer ratas y que lo habían torturado.

– Así es, querida -respondió-. Mi Alf dice que no tendría que haberlo contado. No debemos hablar nunca de ese tema. El pobre Dogger tiene los nervios destrozados.

– ¿Y cómo lo sabe? Lo de la cárcel, quiero decir.

– Mi Alf también estuvo en el ejército, ¿sabe usted? Sirvió durante algún tiempo con el coronel y con Dogger, pero no habla nunca de eso. La mayoría de ellos no hablan de eso. Mi Alf regresó a casa sano y salvo, sin más problemas que unas cuantas pesadillas, pero no todos tuvieron esa suerte. Es como una hermandad, ¿sabe usted?, me refiero al ejército: como un solo hombre extendido por todo el planeta como si fuera una capa de mermelada. Siempre saben dónde están sus antiguos compañeros y qué les ha pasado. Es espeluznante…, como si tuvieran telepatía o algo así.

– ¿Dogger mató a alguien? -le pregunté a bocajarro.

– No me cabe la menor duda, querida. Todos ellos. Al fin y al cabo, era su trabajo, ¿no?

– Aparte del enemigo.

– Dogger le salvó la vida a su padre, ¿sabe usted? -dijo-. Y en más de un sentido. Era enfermero o algo así, y muy bueno, por cierto. Dicen que le sacó una bala del pecho a su padre de usted, al lado mismo del corazón. Justo cuando lo estaba cosiendo, un tipo de las Fuerzas Aéreas perdió la cabeza por culpa de la neurosis de guerra y trató de matar a machetazos a todos los que estaban en el hospital de campaña. Dogger se lo impidió.

La señora Mullet ató el último nudo y utilizó unas tijeras para cortar el extremo del cordel.

– ¿Se lo impidió?

– Sí, querida, se lo impidió.

– Quiere usted decir que lo mató…

– Dogger no se acordaba después. Había sufrido uno de sus ataques, ¿sabe usted?, y…

– Y papá cree que ha vuelto a ocurrir: ¡que Dogger ha vuelto a salvarle la vida matando a Horace Bonepenny! ¡Y por eso ha cargado él con las culpas!

– No lo sé, querida, se lo aseguro. Pero algo así sería muy propio de él.

Entonces tenía que ser eso, no había otra explicación. ¿Qué era lo que había dicho papá cuando yo le había contado que Dogger también había escuchado a escondidas su discusión con Bonepenny? «Eso era lo que más temía», habían sido sus palabras exactas.

La verdad es que resultaba extraño, casi absurdo, como una historia digna de Gilbert y Sullivan. Yo había intentado cargar con la culpa para proteger a papá. Papá cargaba con la culpa para proteger a Dogger. La pregunta era: ¿a quién protegía Dogger?

– Muchas gracias, señora Mullet -le dije-. Mantendré esta conversación en el terreno confidencial. En el más absoluto secreto.

– De mujer a mujer, ¿no? -repuso con una horrenda sonrisa lasciva.

«De mujer a mujer» me parecía excesivo. Demasiado íntimo, demasiado denigrante. Algo en mi interior, que no era precisamente noble, surgió de las profundidades y en un abrir y cerrar de ojos me transformé en Flavia, la Vengadora de las Coletas. Mi misión era darle una lección a aquella aterradora e implacable máquina de hacer tartas.

– Sí -asentí-, de mujer a mujer. Y ya que hablamos de mujer a mujer, creo que es un buen momento para decirle que aquí, en Buckshaw, a nadie le gusta la tarta de crema. De hecho, no podemos ni verla.

– Vaya por Dios. Lo sé muy bien -dijo.

– ¿Lo sabe?

Me había dejado tan perpleja que no se me ocurrieron más de dos palabras.

– Pues claro que lo sé. «Los cocineros lo saben todo», dicen, y yo no voy a ser menos. Sé perfectamente que los De Luce y las tartas de crema no se llevan bien desde los tiempos en que Harriet aún vivía.

– Pero…

– ¿Por qué las sigo haciendo? Porque a mi Alf le gusta de vez en cuando comerse una rica tarta de crema. La señorita Harriet me decía siempre: «A los De Luce nos gusta más el altivo ruibarbo y las quisquillosas grosellas, mientras que su Alf es un hombre dulce y afable que prefiere la crema. Me gustaría que de vez en cuando hiciera usted una tarta de crema para recordarnos nuestros modales altaneros, y cuando arruguemos la nariz, pues bien, llévele usted la tarta a su Alf a modo de azucarada disculpa.» Y no me cuesta reconocer que, en los más de veinte años que han pasado desde entonces, me he llevado a casa un considerable número de disculpas.

– Entonces, seguro que ya no necesita más -repuse.

Y acto seguido puse pies en polvorosa.


  1. <a l:href="#_ftnref13">[13]</a> «Tres muchachitas que hacen novillos somos, / coquetas como todas las niñas, / rebosantes de alegría juvenil, / ¡tres muchachitas que hacen novillos!» (TV. de la t.)

  2. <a l:href="#_ftnref14">[14]</a> «Todo nos parece divertido / nadie está a salvo, pues a nadie respetamos. / ¡La vida es un juego que acaba de empezar! / ¡Tres muchachitas que hacen novillos!» (TV. de la t.)

  3. <a l:href="#_ftnref15">[15]</a> «Vivirá en una mazmorra.» (N. de la t.)

  4. <a l:href="#_ftnref16">[16]</a>«Mi sublime objetivo / en su día alcanzaré…, / que el castigo sea acorde con el delito…, / acorde con el delito.» (N. de la t.)