173201.fb2 Flavia de los extra?os talentos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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Veintiuno

Me detuve en el corredor, me quedé completamente inmóvil y escuché. Gracias a los suelos de parquet y al revestimiento de madera de las paredes, Buckshaw transmitía el sonido casi mejor que el Royal Albert Hall. Incluso en el silencio más absoluto, Buckshaw tenía su propio e incomparable silencio, un silencio que me creía capaz de reconocer en cualquier parte.

Con el mayor sigilo posible, cogí el teléfono y con el dedo golpeé dos veces el botón de la horquilla.

– Quiero hacer una llamada a larga distancia a Doddingsley. Lo siento, no tengo el número, pero necesito hablar con la posada. Se llama Red Fox o Ring and Funnel, no me acuerdo, pero creo que tiene una R y una F.

– Un momento, por favor -dijo una voz aburrida pero eficiente al otro lado de la línea crepitante.

No debería ser muy difícil, me dije. Dado que estaba justo delante de la estación de tren, la «RF» o como se llamara era la posada más próxima a la estación. Y, por otro lado, Doddingsley no era precisamente una metrópoli.

– Sólo figuran dos entradas, una para Grapes y otra para Jolly Coachman.

– Ésa es -dije-. ¡El Jolly Coachman!

El «arf» debió de salirme del fango que borboteaba en lo más profundo de mi mente.

– El número es Doddingsley, dos, tres -dijo la voz-. Por si lo necesita en el futuro.

– Muchas gracias -murmuré mientras los timbrazos iniciaban una giga al otro lado de la línea.

– Doddingsley, dos, tres. Jolly Coachman. ¿Quién llama? Le habla Cleaver.

Cleaver, deduje, era el patrón.

– Sí, quisiera hablar con el señor Pemberton, por favor. Es muy importante.

Había aprendido que todos los obstáculos, incluso los potenciales, se salvaban antes si se fingía apremio.

– No está -dijo Cleaver.

– Oh, vaya -me lamenté, exagerando un poquitín-. Qué lástima que se me haya escapado. ¿Puede usted decirme cuándo se ha marchado? Así sabré a qué hora esperarlo.

«Flave -me dije-, te mereces llegar al Parlamento.»

– Se fue el sábado por la mañana. Hace tres días.

– Ah, gracias -respondí con voz ronca, en un tono capaz de engañar al mismísimo papa de Roma-. Ha sido usted muy amable.

Colgué y devolví el auricular a su horquilla con tanta suavidad como si fuera un pollito recién salido del cascarón.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -me preguntó una voz apagada.

Giré sobre mis talones y me topé con Feely, que llevaba una bufanda de invierno enrollada en torno a la parte inferior de la cara.

– ¿Qué haces? -repitió-. Sabes muy bien que no debes usar el instrumento.

– ¿Qué haces tú? -repliqué, eludiendo su pregunta-. ¿Vas a montar en trineo?

Feely intentó agarrarme y, al hacerlo, se le cayó la bufanda, que dejó al descubierto sus labios rojos e hinchados, vivo retrato del trasero de un mandril camerunés.

Estaba demasiado fascinada como para reír. La hiedra venenosa que había inyectado en el pintalabios de Feely había convertido su boca en un cráter lleno de ampollas que no tenía nada que envidiarle al del monte Popocatépetl. Por fin había funcionado mi experimento. ¡Debía anunciarlo a bombo y platillo!

Por desgracia, no tenía tiempo para ponerme a escribir. Mi cuaderno de notas tendría que esperar.

Maximilian, vestido con unos pantalones de cuadros en tonos crema, estaba encaramado en el borde del abrevadero de piedra situado a la sombra de la cruz del mercado, con los pies colgando en el aire como Humpty Dumpty. Era tan pequeño que ni siquiera lo había visto.

– Haroo, mon vieux, Flavia! -exclamó.

Empujé a Gladys hasta detenerla junto a la punta de sus zapatos de charol.

¡Atrapada otra vez! Sería mejor sacar partido de la situación.

– Hola, Max -saludé-. Quiero hacerle una pregunta.

– ¡Vaya, vaya! -dijo-. ¿Así por las buenas? ¡Una pregunta! ¿Sin preámbulos? ¿Sin hablarme de tus hermanas? ¿Sin cotilleos de las más famosas salas de conciertos del mundo?

– Bueno -dije, un tanto azorada-, he escuchado El Mikado en la radio.

– ¿Y qué tal, dinámicamente hablando? Gilbert y Sullivan tienden siempre a los gritos, cosa que no deja de resultar alarmante.

– Instructivo -respondí.

– ¡Ajá! Debes decirme en qué sentido. El bueno de Arthur compuso la música más sublime jamás escrita en esta isla sitial del cetro: como la canción The Lost Chord, por ejemplo. G. y S. me fascinan a más no poder. ¿Sabías que la inmortal pareja se separó por una desavenencia acerca del precio de una alfombra?

Lo observé de cerca para ver si me estaba tomando el pelo, pero parecía sincero.

– Desde luego, me muero por sacarte toda la información posible acerca de las recientes desgracias en Buckshaw, mi querida Flavia, pero sé que tus labios están sellados por la modestia, la lealtad y la legalidad…, y no necesariamente en ese orden. ¿Me equivoco?

Asentí.

– Venga esa pregunta para el oráculo.

– ¿Estudió usted en Greyminster?

Max gorjeó como un canario.

– Oh, no, querida. Me temo que no acudí a un lugar tan espléndido. Me eduqué en el continente, en París, para ser más exactos, y no precisamente en un internado. Mi primo Lombard, sin embargo, es ex alumno de Greyminster. Siempre habla muy bien de ese colegio…, cuando no está en las carreras o jugando a las cartas en Montfort's.

– ¿Le ha hablado alguna vez del director, el doctor Kissing?

– ¿El hombre de los sellos? Vaya, mi querida niña, pero si apenas habla de otra cosa. Adoraba al anciano caballero. Siempre dice que gracias al bueno de Kissing hoy es lo que es…, que, por cierto, no es gran cosa, pero en fin…

– Supongo que ya no vive… Me refiero al doctor Kissing, claro. Sería ya muy anciano, ¿no? Me apuesto lo que sea a que ya lleva muchos años muerto.

– Pues perderás todo tu dinero -dijo Max alegremente-. ¡Hasta el último penique!

Rook's End se hallaba medio oculto entre los pliegues de un acogedor lecho formado por Squires Hill y el Jack O'Lantern. Este último constituía una curiosa ondulación del paisaje que, de lejos, se asemejaba a un túmulo de la Edad del Hierro, pero al acercarse resultaba considerablemente mayor y con forma de calavera.

Dirigí a Gladys hacia Pooker's Lane, que pasaba junto a la mandíbula de la calavera, o extremo oriental. Al final del callejón vi unos espesos setos que flanqueaban la entrada a Rook's End.

Una vez que dejé atrás esos tristes vestigios de tiempos mejores, me encontré con prados poco cuidados y generosos en malas hierbas que se extendían hacia el este, el oeste y el sur. A pesar del sol, en las sombras sobre la hierba crecida aún flotaban jirones de niebla. De vez en cuando, en la vasta extensión de hierba aparecía una de esas inmensas hayas cuyos enormes troncos y ramas mustias siempre me recordaban una familia de abatidos elefantes deambulando en solitario por las llanuras africanas.

Bajo las hayas, dos ancianas damas deambulaban en animada conversación, como si estuvieran compitiendo por el papel de lady Macbeth. Una de ellas llevaba un camisón transparente de muselina y una cofia que parecía sacada del siglo XVIII, mientras que su compañera, ataviada con un vestido suelto de color azul cianuro, lucía unos pendientes de latón del tamaño de platos hondos.

La casa en sí era lo que románticamente llaman «un caserón». En otros tiempos el hogar ancestral de la familia De Lacey, de la cual tomaba su nombre Bishop's Lacey (y que, según se dice, guarda un lejano parentesco con la familia De Luce), la casa había venido a menos. De ser en otros tiempos la mansión de un ingenioso y próspero hugonote que comerciaba con hilos, había pasado a ser lo que era en ese momento: un hospital privado al que Daffy habría bautizado como Bleak House. Casi deseé que Daffy estuviera allí conmigo.

Los dos automóviles que acumulaban polvo en el patio delantero eran el testimonio de la escasez tanto de personal como de visitantes. Dejé caer a Gladys junto a una vieja araucaria y empecé a subir los mohosos y gastados escalones de la puerta principal.

Un cartel escrito a mano decía «Llamen, por favor», así que accioné con fuerza el tirador esmaltado. En algún lugar del interior, un ruido metálico y sordo, como si llamaran al ángelus con un cencerro, anunció mi llegada a personas desconocidas.

Como no pasaba nada, volví a llamar. Al otro lado del prado, las dos ancianas fingían tomar el té entre afectadas reverencias, sujetando con dedos encorvados sus tazas y sus platillos invisibles.

Pegué la oreja a la enorme puerta, pero aparte de una especie de murmullo, que sin duda era el aliento del edificio, no oí nada. Abrí de un empujón y entré.

Lo primero que percibí fue el olor que despedía aquel lugar: una mezcla de repollo, cojines plastificados, agua de lavar los platos y muerte. Bajo ese hedor, como si fuera una tela impermeable, detecté el poderoso olor del desinfectante que usaban para fregar el suelo -parecía dimetil bencil cloruro de amonio-, un ligero tufillo a almendras amargas que recordaba extraordinariamente al ácido cianhídrico, el gas utilizado en las cámaras de gas estadounidenses para exterminar a los asesinos.

El vestíbulo de entrada estaba pintado del típico verde manzana de los manicomios: paredes verdes, carpintería verde y techos verdes. Los suelos estaban cubiertos de linóleo marrón de mala calidad, tan lleno de épicos boquetes que parecía sacado del Coliseo romano. Cada vez que pisaba una de esas purulentas llagas marrones, el material emitía un silbido tan desagradable que tomé nota mental de averiguar si el color podía provocar náuseas.

Junto a la pared más alejada, un anciano sentado en una silla de ruedas cromada miraba hacia arriba con la boca abierta, como si esperara que en cualquier momento se obrara una especie de milagro cerca del techo.

A un lado había un mostrador vacío a excepción de una campana plateada y una tarjeta emborronada que decía «Llamen, por favor», lo que insinuaba una presencia oficial pero invisible.

Le di a la campanilla cuatro vigorosos golpes: a cada «din» del aparato, el anciano parpadeó visiblemente, pero no apartó los ojos del vacío que pendía sobre su cabeza.

De repente, como si hubiera surgido de un panel secreto en el revestimiento de madera, se materializó ante mí una mujer de talla menuda. Llevaba un uniforme blanco y una cofia azul, bajo la cual se afanaba en ocultar, con un dedo índice, lacios y húmedos mechones de su melena color paja.

Tenía cara de estar tramando algo y de saber perfectamente que yo lo sabía.

– ¿Sí? -dijo con su vocecilla débil, aunque en el tono diligente propio de los hospitales.

– Vengo a ver al doctor Kissing -dije-. Soy su bisnieta.

– ¿El doctor Isaac Kissing? -me preguntó.

– Sí -asentí-, el doctor Isaac Kissing. ¿Es que acaso tienen más de uno?

Sin decir palabra, el Fantasma Blanco giró sobre sus talones y yo la seguí bajo un arco hasta un estrecho solárium que daba la vuelta a todo el edificio. Más o menos a mitad de la galería, se detuvo, señaló algo con un dedo como el fantasma del tercer día en Cuento de Navidad y desapareció.

En el extremo más alejado de la estancia de altos ventanales, bajo el único rayo de sol que conseguía traspasar la densa penumbra del lugar, un anciano permanecía sentado en una silla de ruedas de mimbre. Una especie de halo de humo azul flotaba sobre su cabeza. A su lado, en una mesilla, una desordenada pila de periódicos amenazaba con caer al suelo.

Llevaba una especie de bata de color gris, un poco como la de Sherlock Holmes, con la diferencia de que la del anciano parecía de piel de leopardo debido a las muchas quemaduras de cigarrillo. Bajo la bata, se veía un mohoso traje negro y un cuello de celuloide, alto y de puntas, que parecía muy antiguo. Coronaba su rizada y larga melena de color gris amarillento una especie de casquete de terciopelo color ciruela. De sus labios colgaba un cigarrillo encendido, cuyas cenizas grises pendían como una babosa momificada.

– Hola, Flavia -dijo-. Te estaba esperando.

Había transcurrido una hora, una hora durante la cual había entendido de verdad, por primera vez en mi vida, lo que habíamos perdido en la guerra.

Lo cierto, sin embargo, es que el doctor Kissing y yo no habíamos empezado lo que se dice con buen pie.

– Te advierto de entrada que no me siento especialmente cómodo hablando con niñas -me comunicó.

Me mordí el labio y mantuve la boca cerrada.

– A los niños no les desagrada que los conviertan en hombres hechos y derechos a base de palmeta o de cualquier otra estratagema, pero las niñas, inhabilitadas por la Naturaleza, si es que puede decirse así, para soportar tal brutalidad física, son siempre una especie de terra incógnita. ¿No crees?

Me di cuenta de que era una de esas preguntas que no necesitan respuesta, así que curvé las comisuras de los labios en una sonrisa que, esperaba, se pareciera a la de la Mona Lisa o, por lo menos, indicara el necesario civismo.

– Así que eres la hija de Jacko -dijo-. Pues no te pareces mucho a él, la verdad.

– La gente dice que me parezco a mi madre, Harriet -repuse.

– Ah, sí, Harriet. Qué desgracia. Qué terrible debió de ser para todos vosotros.

Se inclinó un poco y tocó una lupa que ocupaba una peligrosa posición sobre la montaña de periódicos que el anciano tenía a su lado. Con el mismo movimiento, abrió una pitillera de Players que estaba sobre la mesa y cogió un cigarrillo.

– Me esfuerzo por mantenerme al día de lo que ocurre en el mundo a través de la mirada de esos impenetrables garabatos. Debo admitir que mis propios ojos, que ya llevan noventa y cinco años en este desfile, están un poco cansados después de todo lo que han visto. Aun así, consigo mantenerme informado de los nacimientos, muertes, matrimonios y condenas que se producen en nuestras tierras. Y aún sigo suscrito al Punch y al Lilliput, claro. Según creo, tienes dos hermanas, ¿verdad? ¿Daphne y Ophelia?

Confesé que sí, que ése era el caso.

– A Jacko siempre le gustó mucho lo exótico, si no recuerdo mal. No me sorprendió mucho leer que había puesto a sus dos primeras hijas los nombres de una histérica de Shakespeare y de un acerico griego, respectivamente.

– ¿Cómo dice?

– Daphne, a quien Eros le disparó una flecha para que se enamorara de él antes de que su padre la convirtiera en un árbol.

– Me refería a la loca -dije-, Ophelia.

– Como una cabra -dijo mientras aplastaba la colilla del cigarrillo en un cenicero rebosante y, a continuación, encendía otro pitillo-. ¿No estás de acuerdo?

Los ojos que me observaban desde aquel rostro ajado eran tan brillantes y redondos como los de cualquier maestro que, puntero en mano, hubiera contemplado su clase desde la pizarra. Supe que mi plan había surtido efecto: ya no era una «niña». Mientras que la Daphne de la mitología se había transformado en un simple laurel, yo me había convertido en un chico de cuarto curso.

– En realidad, no, señor -repuse-. Creo que Shakespeare veía a Ophelia como un símbolo de algo…, como las hierbas y las flores que ella recoge.

– ¿Eh? -dijo-. ¿De qué hablas?

– Es simbólico, señor. Ophelia es la víctima inocente de una familia de instintos asesinos cuyos miembros están demasiado absortos en sí mismos. Por lo menos, es lo que yo creo.

– Ya -dijo-. Muy interesante. Aun así -añadió de repente-, me resultó halagador comprobar que tu padre aún recordaba lo suficiente de sus clases de latín como para llamarte Flavia, la del pelo dorado.

– Lo tengo más bien castaño.

– Ah.

Al parecer, habíamos llegado a uno de esos puntos muertos que tanto abundan en las conversaciones con los ancianos. Estaba empezando a pensar que se había quedado dormido cuando, de repente, abrió los ojos.

– Bueno -dijo al fin-, será mejor que me lo enseñes.

– ¿Perdón, señor?

– Mi Vengador del Ulster. Será mejor que me lo enseñes. Porque lo has traído, ¿verdad?

– Yo…, sí, señor… Pero ¿cómo…?

– Deduzcamos -dijo en el mismo tono de voz que podría haber empleado para decir oremos-. Horace Bonepenny, en otros tiempos joven prestidigitador y artista del fraude durante muchos años, aparece muerto en el jardín de Jacko de Luce, su antiguo compañero del colegio. ¿Por qué? El chantaje parece el móvil más probable. Por tanto, supongamos que se trata de chantaje. En cuestión de pocas horas, la hija de Jacko se dedica a hurgar en los archivos de Bishop's Lacey y descubre noticias sobre el fallecimiento de mi querido colega, el señor Twining, que Dios tenga en su gloria. ¿Que cómo lo sé? Creo que es obvio.

– La señorita Mountjoy -dije.

– Muy bien, querida. Tilda Mountjoy, ciertamente, que no sólo ha sido mis ojos sino también mis oídos en el pueblo y alrededores durante el último cuarto de siglo.

¡Debería haberlo imaginado! ¡La señorita Mountjoy era una espía!

– Pero prosigamos. El último día de su vida, el ladrón Horace Bonepenny decide hospedarse en el Trece Patos. Ese estúpido joven…, bueno, joven ya no tanto, pero sí estúpido…, consigue que lo maten. Recuerdo que en una ocasión le dije al señor Twining que ese chico acabaría mal. No sé si señalar que mis pronósticos fueron acertados. El muchacho en cuestión siempre me dio mala espina.

»Pero me estoy apartando del tema. Poco después de que Bonepenny hubo iniciado su viaje a la eternidad, una joven doncella registra su habitación. No me atrevo a pronunciar en voz alta el nombre de dicha doncella, pero añadiré que en este preciso instante está recatadamente sentada ante mí, jugueteando con algo que lleva en el bolsillo y que no puede ser más que un pedacito de papel del color de la mermelada de naranja, en el cual puede verse la efigie de su difunta majestad y las letras de control TL. Quod erat demonstrandum. QED.

– QED -dije y, sin pronunciar otra palabra, saqué del bolsillo el sobre de papel siliconado y se lo entregué.

Con manos temblorosas -aunque no hubiera sabido decir si le temblaban por la edad o por la emoción- y utilizando el finísimo papel a modo de improvisadas pinzas, el doctor Kissing retiró la lengüeta del sobre con sus dedos manchados de nicotina. Cuando aparecieron las esquinas de los Vengadores del Ulster, no pude evitar fijarme en que los sellos y los dedos manchados de nicotina del anciano eran prácticamente del mismo color.

– ¡Madre de Dios! -dijo, visiblemente alterado-. Has encontrado el sello AA. Supongo que sabes que pertenece a su majestad. Lo robaron de una exposición en Londres hace apenas unas semanas. La noticia salió en los periódicos.

Me lanzó una mirada acusadora por encima de sus gafas, pero los relucientes tesoros que tenía entre manos no tardaron en acaparar de nuevo su atención. Al parecer, se olvidó por completo de mi presencia.

– Buenas, mis queridos amigos -susurró como si yo no estuviera allí-. Ha transcurrido mucho tiempo. -Cogió la lupa y los examinó atentamente, primero uno y luego el otro-. Y tú, mi querido TL: menuda historia podrías contar…

– Horace Bonepenny los tenía los dos -intervine-. Los encontré en la posada, en su equipaje.

– ¿Registraste su equipaje? -me preguntó el doctor Kissing sin apartar la vista de la lupa-. ¡Caray! La policía no se pondrá precisamente a dar saltos de alegría por los prados comunales cuando se entere…, y me atrevería a decir que tú tampoco.

– No es del todo cierto que registrara su equipaje -repuse-. Había ocultado los sellos bajo una pegatina en el exterior de un baúl.

– Que, por supuesto, tú estabas toqueteando inocentemente cuando por casualidad los sellos te cayeron en la mano.

– Sí -dije-, así fue exactamente cómo ocurrió.

– Dime una cosa -me interrumpió de repente, volviéndose para mirarme a los ojos-: ¿sabe tu padre que estás aquí?

– No -dije-. A papá lo acusan de asesinato. Lo tienen detenido en Hinley.

– ¡Madre de Dios! ¿Lo hizo?

– No, pero al parecer todo el mundo cree que sí. Durante un tiempo, hasta yo lo pensé.

– Ya -asintió-. ¿Y ahora qué piensas?

– No lo sé -respondí-. A veces pienso una cosa y a veces otra. Estoy hecha un lío.

– Todo es siempre un lío antes de aclararse. Dime una cosa, Flavia: ¿qué es lo que más te interesa en el universo? ¿Cuál es tu mayor pasión?

– ¡La química! -dije sin vacilar ni un segundo.

– ¡Así me gusta! -exclamó el doctor Kissing-. En mis tiempos, formulé esa misma pregunta a un ejército de hotentotes y siempre parloteaban de esto y de lo otro. Cháchara y balbuceos, nada más. En cambio, tú lo has dicho en una sola palabra.

El mimbre emitió un horrendo crujido cuando el anciano se volvió un poco en su silla para mirarme. Durante un espantoso momento, llegué a creer que se había hecho añicos la columna vertebral.

– Nitrito de sodio -dijo-. Sin duda sabes qué es el nitrito de sodio, ¿no?

¿Que si sabía qué era? El nitrito de sodio era el antídoto en los casos de envenenamiento por cianuro, y me sabía sus distintas reacciones igual que me sé mi nombre. Pero… ¿por qué lo había elegido el doctor Kissing como ejemplo? ¿Tenía telepatía o algo así?

– Cierra los ojos -pidió-. Imagina que tienes en la mano un tubo de ensayo medio lleno con una solución al treinta por ciento de ácido clorhídrico. Le añades una pequeña cantidad de nitrito de sodio. ¿Qué se observa?

– No me hace falta cerrar los ojos -dije-. Se vuelve de color naranja…, naranja y turbio.

– ¡Excelente! Del mismo color que estos díscolos sellitos, ¿no es así? ¿Y luego?

– Transcurrido cierto tiempo, digamos veinte o treinta minutos, se aclara.

– Se aclara. A las pruebas me remito.

Como si acabaran de quitarme un gran peso de encima, sonreí con un aire bastante bobo.

– Debió de ser usted un profesor fantástica, señor -señalé.

– Sí, lo fui… en mis tiempos. Y ahora tú me has devuelto mi querido tesoro -dijo, contemplando los sellos de nuevo.

Con eso no había contado, la verdad es que ni se me había ocurrido pensarlo. Lo único que pretendía era descubrir si el dueño del Vengador del Ulster aún vivía. Después de eso, mi intención era llevárselo a papá, que se lo entregaría a la policía, que, a su debido tiempo, ya se preocuparía de que el sello regresara a manos de su legítimo propietario. El doctor Kissing percibió de inmediato mi vacilación.

– Permíteme que te formule otra pregunta -dijo-. ¿Qué habría pasado si hubieras llegado aquí hoy y hubieras descubierto que la había diñado, por así decirlo, que ya había hallado el eterno reposo?

– ¿Quiere usted decir si hubiera muerto, señor?

– Ésa es la palabra que estaba buscando: muerto. Sí.

– Supongo que le habría dado el sello a mi padre.

– ¿Para que se lo quedara?

– Papá sabría qué hacer con él.

– Me atrevería a decir que la persona indicada para decidir tal cosa es el dueño del sello, ¿no te parece?

Sabía que la respuesta a esa pregunta era sí, pero no podía decirlo. Sabía también que, por encima de cualquier otra cosa, lo que más deseaba era regalarle el sello a papá, aunque no podía regalárselo porque no era mío. Por otro lado, también deseaba darle los dos sellos al inspector Hewitt, pero… ¿por qué?

El doctor Kissing encendió otro cigarrillo y miró por la ventana. Al cabo de un rato sacó uno de los sellos del sobre y me dio el otro.

– Éste es el AA -dijo-. «No es mío, no me pertenece», como dice una antigua canción. Que tu padre haga con él lo que le plazca, pues no me corresponde a mí decidir.

Cogí el Vengador del Ulster y lo envolví con mucho cuidado en mi pañuelo.

– Por otro lado, el maravilloso TL sí es mío. Mío y de nadie más, sin la menor sombra de duda.

– Supongo que se alegrará usted de poder volver a pegarlo en su álbum, señor -dije en tono de resignación mientras me guardaba su sello gemelo en el bolsillo.

– ¿Mi álbum? -Soltó una ronca carcajada que acabó en ataque de tos-. Mis álbumes, como dijo el querido y difunto Dowson, se los llevó el viento.

Volvió de nuevo la vista hacia la ventana y contempló sin verlo el prado del exterior, donde las dos ancianas seguían revoloteando y correteando como dos mariposas exóticas bajo las hayas, entre cuyas ramas brillaba el sol.

¡He olvidado mucho, Cynara! Se lo llevó el viento. Al torrente de rosas en tumulto me lancé bailando para alejar tus lirios pálidos y perdidos de mi mente. Pero estaba desolado y afligido por una antigua pasión, sí.

Todo el tiempo, porque el baile no terminaba. ¡Te he sido fiel, Cynara!, a mi manera.

– Es de Non Sum Qualis Eram Bonae Sub Regno Cynarae. ¿Lo conoces?

Negué con la cabeza.

– Es muy bonito -dije.

– Permanecer recluido en un sitio así -dijo el doctor Kissing, haciendo un gesto vago con el brazo- es, a pesar de toda esta triste decrepitud, una verdadera ruina financiera, como puedes imaginar.

Me miró como si acabara de contar un chiste-. Como no respondí, señaló la mesa.

– Coge uno de esos álbumes. El de encima servirá.

Reparé entonces en un pequeño estante colocado bajo el tablero de la mesa, en el que descansaban dos gruesos álbumes encuadernados. Soplé el polvo y le di el álbum de encima al doctor Kissing.

– No, no…, ábrelo tú misma.

Abrí el libro por la primera página, que contenía dos sellos, uno negro y el otro rojo. Por las marcas de residuos de goma y las líneas rectas, supuse que la página había estado llena de sellos en otros tiempos. Pasé a la página siguiente… y luego a la siguiente. Lo único que quedaba del álbum era una masa informe, unas cuantas hojas medio vacías y saqueadas que hasta un niño habría escondido avergonzado.

– Es caro conservar un corazón que aún late. Uno se va deshaciendo de su vida de pedacito cuadrado en pedacito cuadrado. Ya ves que no queda gran cosa, ¿verdad?

– Pero el Vengador del Ulster -dije-, ¡debe de valer una fortuna!

– Desde luego -convino el doctor Kissing, contemplando una vez más su tesoro a través de la lupa-. Uno lee en las novelas acerca de indultos que llegan cuando la trampilla ya se ha abierto -prosiguió-, acerca de caballos cuyo corazón se detiene pocos centímetros después de la meta…

Se rió sin entusiasmo y sacó un pañuelo para secarse los ojos.

– «¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde!, exclamó la doncella»…, y todo eso. «El toque de queda no sonará esta noche.» ¡Qué burla la del destino! -prosiguió a media voz-. ¿Quién lo dijo? Cyrano de Bergerac, ¿no?

Durante una fracción de segundo pensé en lo mucho que a Daffy le habría gustado charlar con aquel anciano caballero; pero sólo durante una fracción de segundo. Luego me encogí de hombros.

Con una expresión ligeramente risueña, el doctor Kissing se apartó el cigarrillo de los labios, y rozó con el extremo encendido una de las esquinas del Vengador del Ulster. De repente me sentí como si me hubieran arrojado una bola de fuego en plena cara, como si me hubieran atado alambre de espino en torno al pecho. Parpadeé y luego, paralizada por el horror, contemplé cómo empezaba a arder el sello, para luego convertirse en una minúscula llama que se extendió lenta pero inexorablemente por el juvenil rostro de la reina Victoria.

Cuando la llama llegó a los dedos del doctor Kissing, el anciano abrió la mano y dejó caer al suelo las negras cenizas. Bajo el dobladillo de su bata asomó un bruñido zapato negro cuya punta el anciano posó suavemente sobre los restos del sello. Inmediatamente después, la giró unas cuantas veces y aplastó las cenizas.

En sólo tres estruendosos latidos del corazón, el Vengador del Ulster se convirtió en poco más que un manchurrón negro en el linóleo de Rook's End.

– El sello que tienes en el bolsillo acaba de duplicar su valor -dijo el doctor Kissing-. Guárdalo bien, Flavia. Ahora es único en el mundo.