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Cuando en una novela o en una película alguien se encuentra cara a cara con un asesino, las primeras palabras de éste siempre tienen un tono amenazador y, por lo general, proceden de alguna obra de Shakespeare.
«Bueno, bueno -suele decir entre dientes el asesino-, los viajes terminan con el encuentro de los amantes.» O bien: «Dicen que tan sabios y tan jóvenes no viven nunca mucho tiempo.»
Pero Frank Pemberton no dijo nada parecido; de hecho, fue más bien lo contrario:
– Hola, Flavia -me saludó con una sonrisa torcida-. Qué curioso encontrarte aquí.
Las arterias me palpitaban como locas y ya casi notaba el rubor que me afloraba a las mejillas, las cuales, a pesar de los escalofríos, quemaban tanto como una parrilla. Un único pensamiento reinaba en mi mente: «Que no se me escape… Que no se me escape… No debo darle a entender que sé que es Bob Stanley.»
– Hola -dije con la esperanza de que no me temblara la voz-. ¿Qué tal el panteón?
Supe de inmediato que no conseguiría engañar a nadie excepto a mí misma. Pemberton me observaba igual que un gato observa al canario de la familia cuando se quedan solos en casa.
– ¿El panteón? Ah, una obra en mármol blanco -respondió-. Se parecía curiosamente a un mazapán de almendra, pero más grande, claro.
Decidí seguirle el juego hasta que se me ocurriera un plan.
– Espero que le gustara a su editor.
– ¿Mi editor? Ah, sí, el bueno de…
– Quarrington -dije.
– Sí. Eso, Quarrington. Estaba entusiasmado.
Pemberton -aún seguía pensando en él como Pemberton- dejó su mochila en el suelo y empezó a desabrochar las correas de cuero de su portafolio.
– Vaya -dijo-. Hace calor, ¿verdad?
Se quitó la chaqueta, se la echó despreocupadamente al hombro y señaló con el pulgar la lápida del señor Twining.
– ¿Qué tiene de interesante?
– Era profesor de mi padre -dije.
– ¡Ah!
Se sentó y se apoyó en la base de la piedra con tanta tranquilidad como si él fuera Lewis Carroll y yo Alicia y estuviéramos merendando a orillas del río Isis.
¿Qué sabía?, me pregunté. Esperé a que hiciera un movimiento de apertura, con la esperanza de aprovechar ese tiempo para pensar.
Empecé a planear mi huida. Si salía por piernas de allí, ¿conseguiría dejarlo atrás? No parecía muy probable. Si intentaba llegar al río, me alcanzaría antes de que hubiera tenido tiempo de recorrer la mitad del camino. Si echaba a correr por el campo en dirección a la hacienda Malplaquet, tendría menos oportunidades de encontrar ayuda que si echaba a correr hacia High Street.
– Tu padre es una especie de filatelista, ¿verdad? -dijo de repente, mirando despreocupadamente hacia la granja.
– Colecciona sellos, sí. ¿Cómo lo sabe?
– Mi editor, el bueno de Quarrington, lo ha comentado por casualidad esta mañana en Nether Eaton. Al parecer, tenía la idea de pedirle a tu padre que escribiera una historia sobre no sé qué desconocido sello de correos, pero no sabía muy bien cómo planteárselo. La verdad es que no he entendido gran cosa…, me supera…, demasiado técnico. Le he dicho que a lo mejor debería hablar contigo.
Era todo mentira y lo supe al instante. Como mentirosa profesional que soy, detecté los reveladores indicios de una patraña antes incluso de que hubiera terminado de hablar: el exceso de detalles, el relato precipitado y el hecho de que lo disfrazara de charla informal.
– Dicen que ese sello vale un dineral, ¿sabes? -añadió-. El bueno de Quarrington es un potentado desde que se casó con los millones de los Norwood, pero que no se entere de que te lo he contado… Supongo que a tu padre no le vendría mal un poco de calderilla para comprar unas cuantas chucherías, ¿verdad? Debe de costar un ojo de la cara mantener una casa como Buckshaw.
Aquello ya era demasiado. ¿Acaso me tomaba por tonta?
– Mi padre está muy ocupado últimamente -dije-, pero ya se lo comentaré
– Ah, claro, esa… muerte repentina de la que hablaste… La policía y toda la pesca. Debe de ser un solemne tostón.
¿Pensaba hacer algún movimiento o más bien planeaba quedarse allí sentado a charlar hasta que anocheciera? Tal vez no era mala idea que yo tomara la iniciativa. Por lo menos, así contaría con la ventaja de la sorpresa, pero… ¿cómo?
Recordé entonces un consejo fraternal que en una ocasión nos había dado Feely a Daffy y a mí: «Si alguna vez se os acerca un hombre, le dais una patada en los cataplines y echáis a correr como locas.» Aunque en su momento me había parecido una información muy útil, tenía un problema: que no sabía dónde estaban localizados los cataplines.
Tendría que pensar en otra cosa.
Restregué contra la arena la punta del zapato. Podía coger un puñado de tierra y arrojársela a los ojos antes de que tuviera tiempo de darse cuenta. Lo vi observarme fijamente. Después se puso en pie y se sacudió el polvo del trasero de los pantalones.
– A veces, la gente hace las cosas precipitadamente y luego se arrepiente -dijo como para entablar conversación. ¿Se refería a Horace Bonepenny o a sí mismo? ¿O tal vez me estaba advirtiendo de que no hiciese un movimiento estúpido?-. Te vi en el Trece Patos, ¿sabes? Estabas en el vestíbulo consultando el registro cuando mi taxi paró delante de la puerta.
¡Recórcholis! O sea, que al final resulta que sí me había visto alguien.
– Tengo unos amigos que trabajan allí -contesté-: Ned y Mary. A veces me paro a saludarlos.
– ¿Y siempre registras las habitaciones de los huéspedes?
Nada más pronunciar Pemberton esas palabras, me puse roja como un tomate.
– Lo que imaginaba -dijo el hombre-. Mira, Flavia, voy a serte sincero. Un socio mío tenía algo que no le pertenecía: era mío. Y ahora, tengo la certeza de que, aparte de mi socio, tú y la hija del patrón sois las dos únicas personas que entraron en esa habitación. También sé que Mary Stoker no tenía ningún motivo en especial para coger ese sello. ¿Qué debo pensar? -¿Se refiere usted a ese sello antiguo? -le pregunté. Aquélla iba a ser una actuación de funambulista, y yo ya me estaba poniendo las mallas. Pemberton se relajó al instante.
– ¿Lo admites? -dijo-. Vaya, eres incluso más lista de lo que imaginaba.
– Estaba en el suelo, debajo del baúl -respondí-. Debió de caerse. Yo estaba ayudando a Mary a limpiar la habitación. Se le había olvidado hacer unas tareas, y su padre, ¿sabe usted?, es muy…
– Ya veo. O sea, que robaste mi sello y te lo llevaste a casa.
Me mordí el labio, hice un mohín y me froté los ojos.
– Yo no lo robé. Pensaba que se le había caído a alguien. Bueno, eso no es del todo cierto: sabía que se le había caído a Horace Bonepenny, pero como estaba muerto, creía que ya no iba a necesitarlo. Pensé en regalárselo a mi padre para que se le pasara el enfado por lo del jarrón Tiffany. Ya está, ya lo sabe todo.
Pemberton silbó.
– ¿Un jarrón Tiffany?
– Fue sin querer -aclaré-. Pero no tendría qué haber jugado a tenis dentro de casa.
– Bueno -dijo-, pues, entonces, problema solucionado, ¿no? Me devuelves el sello y nos olvidamos del asunto, ¿de acuerdo?
Asentí alegremente.
– Voy corriendo a casa a buscarlo.
Pemberton soltó una carcajada muy poco afable y se dio una palmada en la pierna. Cuando recobró la calma, dijo:
– Eres muy buena, ¿sabes?, para la edad que tienes… Me recuerdas a mí mismo. ¡Dice que va corriendo a casa a buscarlo!
– De acuerdo, pues -dije-. Le diré dónde lo he escondido y puede ir a buscarlo usted mismo. Yo me quedo aquí, le doy mi palabra de exploradora.
Lo saludé al estilo de los exploradores, es decir, levantando tres dedos de la mano. No le dije, sin embargo, que técnicamente ya no formaba parte de esa organización, concretamente desde que me habían expulsado por manipular hidróxido férrico para ganar mi insignia de servicio doméstico. A nadie parecía haberle importado el hecho de que se tratara del antídoto en caso de envenenamiento por arsénico.
Pemberton echó un vistazo a su reloj de pulsera.
– Se está haciendo tarde -dijo-, no nos queda tiempo para cortesías.
Algo en su rostro había cambiado, como si hubiera corrido una cortina. De repente, la atmósfera se volvió gélida. Se abalanzó sobre mí y me agarró la muñeca, cosa que me hizo gritar de dolor. Sabía que en cuestión de segundos me retorcería el brazo a la espalda, así que me rendí sin vacilar.
– Lo escondí en el vestidor de mi padre, en Buckshaw -farfullé-. Hay dos relojes en la habitación: uno grande en la repisa de la chimenea y otro más pequeño en la mesilla de noche. El sello está escondido en la parte de atrás del péndulo del reloj que está en la repisa de la chimenea.
Y entonces sucedió algo espantoso, espantoso pero también, como se verá en seguida, maravilloso, todo a la vez: estornudé.
El catarro había permanecido adormecido durante la mayor parte del día. Me había dado cuenta de que, igual que los catarros suelen experimentar cierto alivio cuando uno duerme, prácticamente desaparecen cuando uno está demasiado preocupado como para prestarles atención. El mío volvió de repente y con ganas.
Olvidando momentáneamente que el Vengador del Ulster estaba escondido en su interior, fui a coger mi pañuelo. Pemberton, sobresaltado, debió de pensar que ese repentino movimiento era el preludio de mi huida…, o tal vez que me disponía a atacarlo. Fuera lo que fuese, el caso es que al acercarme el pañuelo a la nariz, antes incluso de que tuviera tiempo de desplegarlo, Pemberton me desvió la mano con un gesto veloz como el rayo, hizo una bola con el pañuelo y me lo introdujo, sello incluido, en la boca.
– Bueno -dijo-, vamos a ver.
Se quitó la chaqueta que aún llevaba sobre el hombro y la extendió como si fuera el capote de un torero. Lo último que vi, cuando Pemberton me cubrió con ella la cabeza, fue la lápida del señor Twining y la palabra «Vale!» grabada en la parte baja. «¡De ti me despido!»
Noté que algo me ceñía las sienes y supuse que Pemberton estaba utilizando las correas de su portafolio para asegurar la chaqueta e impedir que se moviera.
Me cargó sobre uno de sus hombros y cruzó el río como si fuera un carnicero con media res. Antes de que la cabeza dejara de darme vueltas, Pemberton ya me había depositado de nuevo en el suelo. Me agarró de la nuca con una mano y con la otra me sujetó la parte superior del brazo como si tuviera tenazas en lugar de dedos. Después me empujó sin miramientos para que caminara delante de él por el camino de sirga.
– Tú limítate a ir poniendo un pie delante del otro hasta que te diga que pares.
Intenté gritar pidiendo ayuda, pero me estaba atragantando por culpa del pañuelo húmedo que tenía en la boca, así que lo único que me salió fue una especie de gruñido canallesco. Ni siquiera podía decirle que me estaba haciendo mucho daño.
De repente me di cuenta de que estaba más asustada de lo que jamás había estado en mi vida. Mientras caminaba dando traspiés, recé para que alguien nos viera. Si alguien nos veía, seguramente gritaría y, a pesar de tener la cabeza envuelta en la chaqueta de Pemberton, sin duda oiría los gritos. Lo único que tendría que hacer entonces sería apartarme bruscamente de él y echar a correr hacia el lugar del que procedieran las voces. Pero si hacía tal cosa antes de tiempo me arriesgaba a caer de cabeza al río y a que Pemberton me dejara allí para que me ahogara.
– Quieta ahí -ordenó de repente, después de que me hubo obligado a recorrer lo que a mí me pareció un centenar de metros-. No te muevas.
Obedecí.
Lo oí manipular algo que producía un sonido metálico y, un instante más tarde, me pareció percibir el chirrido de una puerta al abrirse. ¡El cobertizo del foso!
– Sube un escalón -dijo-. Muy bien…, ahora tres pasos al frente. Quieta.
La puerta se cerró a nuestra espalda con un crujido de madera, como si fuera la tapa de un ataúd.
– Vacíate los bolsillos -pidió Pemberton.
Sólo tenía uno, el del suéter, y en él no había nada a excepción de la llave que abría la puerta de la cocina de Buckshaw. Papá siempre había insistido en que la lleváramos encima a todas horas en el caso hipotético de que se produjera alguna emergencia y, dado que a veces realizaba inspecciones por sorpresa, yo jamás salía de casa sin la llave. Cuando volví del revés el bolsillo, la llave cayó sobre el suelo de madera, donde rebotó y resbaló. Un instante más tarde se oyó un débil cling al aterrizar la llave sobre el suelo de hormigón.
– Maldición -dijo.
¡Bien! La llave había caído al foso, estaba segura de ello. Pemberton tendría que apartar los tablones que lo cubrían y descender al interior. Aún tenía las manos libres: me arrancaría la chaqueta de la cabeza, correría hacia la puerta, me sacaría el pañuelo de la boca y gritaría como una posesa mientras me dirigía corriendo hacia High Street, que estaba a menos de un minuto de distancia.
No me había equivocado. Casi de inmediato, oí él inconfundible sonido que hacían los pesados tablones de madera al arrastrarlos sobre el suelo. Pemberton gruñía mientras los retiraba de la boca del foso. Tenía que estar muy atenta al echar a correr, porque si daba un paso en la dirección equivocada, me caería por el agujero y me partiría el cuello.
No me había movido desde que habíamos entrado por la puerta, que, si no me equivocaba, estaba justo detrás de mí, lo que significaba que el foso estaba delante. Así pues, tenía que girar ciento ochenta grados a ciegas.
O bien Pemberton era un adivino consumado o bien detectó un movimiento casi imperceptible de mi cabeza, porque antes de que pudiera hacer nada se plantó a mi lado y me hizo dar media docena de vueltas, como si estuviéramos jugando a la gallinita ciega y yo fuera, precisamente, la gallina. Cuando por fin me soltó, estaba tan mareada que apenas me tenía en pie.
– Bueno, ahora vamos a bajar -dijo-. Cuidado dónde pisas.
Sacudí rápidamente la cabeza de un lado a otro, pensando mientras hacía tal cosa en el ridículo aspecto que debía de tener envuelta en su chaqueta de tweed.
– Veamos, Flavia, pórtate bien. Si obedeces, no te haré ningún daño. En cuanto tenga entre mis manos el sello de Buckshaw te soltaré. De lo contrario…
«¿De lo contrario?»
– … me veré obligado a hacer algo muy desagradable.
La imagen de Horace Bonepenny espirando su último aliento en mi rostro flotó ante mis ojos tapados y no me cupo duda de que Pemberton era más que capaz de cumplir con su amenaza.
Me arrastró por el codo hacia un punto que, supuse, debía de ser el borde del foso.
– Ocho escalones -dijo-. Yo los cuento. No te preocupes, te tengo cogida.
Di un paso hacia el vacío.
– Uno -dijo Pemberton cuando mi pie tocó algo sólido.
Me quedé allí, tambaleándome.
– Así, despacio… Dos…, tres…, vamos, ya estás casi a la mitad.
Extendí un brazo y palpé el borde del foso, que estaba casi a la altura de mis hombros. Cuando noté en las rodillas desnudas el aire frío del foso, empezó a temblarme el brazo como si fuera una rama muerta azotada por un viento invernal. Se me hizo un nudo en la garganta.
– Bien… Cuatro…, cinco…, dos más y ya estamos.
Pemberton bajaba los escalones de uno en uno, arrastrando los pies detrás de mí. Estudié la posibilidad de agarrarle el brazo con fuerza y arrojarlo al foso. Con suerte, se partiría la crisma contra el hormigón y yo saltaría sobre su cuerpo hacia mi libertad.
De repente, Pemberton se quedó inmóvil y me clavó los dedos en los músculos del brazo. Yo ahogué un grito y él aflojó un poco la mano.
– Calla -dijo con un gruñido que no admitía réplica.
Fuera, en Cow Lane, se acercaba un camión que circulaba marcha atrás. Sus engranajes gemían con un lamento que aumentaba y disminuía de intensidad. ¡Venía alguien!
Pemberton permaneció completamente inmóvil. Su respiración jadeante resonaba en el frío silencio del foso. Dado que tenía la cabeza envuelta en su chaqueta, sólo oí las voces débiles que llegaban del exterior y el sonido metálico de la puerta trasera del camión.
Por extraño que parezca, en ese momento pensé en Feely. ¿Por qué, me preguntaría, no había gritado? ¿Por qué no me había arrancado la chaqueta de la cabeza y le había dado un buen mordisco a Pemberton en el brazo? Feely querría conocer todos los detalles, y le dijera lo que le dijese yo, ella me rebatiría cada argumento como si fuera el mismísimo presidente del Tribunal Supremo.
Lo cierto es que ya me costaba bastante respirar… El pañuelo, de recio y resistente algodón, estaba tan apretujado en el interior de mi boca que la mandíbula empezaba a dolerme a base de bien. Tenía que respirar a través de la nariz, tapada por el catarro, y ni siquiera respirando hondo conseguía inhalar más oxígeno del estrictamente necesario para mantenerme en pie.
Sabía que en cuanto empezara a toser estaría perdida. Incluso el más mínimo esfuerzo hacía que me diera vueltas la cabeza. Aparte de eso, me dije, los dos hombres que estaban fuera junto a un camión con el motor al ralentí no podían oír nada que no fuera el motor. A menos que consiguiera provocar un gran estruendo, jamás me oiría nadie. Entretanto, lo mejor para mí era permanecer quieta y en silencio para ahorrar energía.
Alguien cerró la puerta del camión con un fuerte sonido metálico. Después se cerraron también las dos puertas de la cabina y el vehículo se alejó en primera. Estábamos solos de nuevo.
– Bueno -dijo Pemberton-. Abajo. Dos escalones más.
Me pellizcó con fuerza en el brazo y deslicé un pie hacia adelante.
– Siete.
Me detuve, reacia a dar el último paso, el que me situaría justo en el fondo del foso.
– Uno más. Cuidado -advirtió, como si estuviera ayudando a una ancianita a cruzar una transitada calle.
Descendí el escalón y de inmediato me vi cubierta de basura hasta los tobillos. Oí a Pemberton rebuscar entre la porquería con el pie. Aún me sujetaba el brazo con fuerza, pero aflojó un poco los dedos el tiempo necesario para agacharse a recoger algo. La llave, obviamente. Y si podía verla, me dije, era porque en el fondo del foso había suficiente luz.
En el fondo del foso había suficiente luz. Por algún motivo para mí incomprensible, ese pensamiento me recordó las palabras que había pronunciado el inspector Hewitt cuando me llevaba a casa desde la comisaría de policía de Hinley: «Si por dentro la tarta no es dulce, ¿a quién le importan los pliegues de la masa?»
¿Qué significaba? Mi cabeza era un hervidero.
– Lo siento, Flavia -dijo Pemberton de repente, interrumpiendo mis pensamientos-, pero voy a tener que atarte.
Antes de que tuviera tiempo de comprender sus palabras, me cogió la mano derecha, me la colocó rápidamente a la espalda y me ató las dos muñecas. Me pregunté qué habría usado. ¿La corbata?
Mientras Pemberton apretaba el nudo, tuve la precaución de unir los dedos de ambas manos para formar una especie de arco, igual que había hecho cuando Feely y Daffy me habían encerrado en el armario. ¿Cuándo había sido eso? ¿El miércoles pasado? Me sentía como si hubieran transcurrido mil años desde entonces.
Pemberton, sin embargo, no era ningún estúpido. Se dio cuenta en seguida de lo que me proponía y, sin decir palabra, me apretó el dorso de ambas manos con el pulgar y el índice, lo que provocó que mi pequeño arco de salvación se derrumbara dolorosamente. Tiró con fuerza de las ataduras hasta que mis dos muñecas quedaron pegadas la una a la otra y luego hizo dos, tres nudos, apretándolos todos ellos con fuertes tirones.
Pasé un pulgar por el nudo y percibí un material suave y resbaladizo. Seda. Sí, había utilizado su corbata. ¡Pocas posibilidades eran las que tenía de librarme de aquellas ataduras!
Me empezaron a sudar las muñecas: sabía muy bien que la humedad no tardaría en provocar que la seda se encogiera. Bueno, no exactamente: la seda, como el pelo, es una proteína, y no es que en realidad se encoja, pero la forma en que está tejida puede ser la causa de que se tense sin piedad cuando se moja. Al cabo de un rato, me cortaría la circulación en las manos, y entonces…
– Siéntate -me ordenó Pemberton, empujándome los hombros hacia abajo.
Me senté.
Oí el ruido metálico de la hebilla de su cinturón cuando se lo quitó. A continuación, me lo enrolló en los tobillos y lo ató con fuerza. No dijo ni una sola palabra más. Oí el roce de sus zapatos contra el hormigón cuando subió los escalones del foso y, luego, el sonido de los pesados tablones de madera, que volvió a colocar sobre la boca del agujero. Instantes después no quedó más que silencio. Se había marchado.
Estaba sola en el foso y nadie, excepto Pemberton, conocía mi paradero. Me moriría allí dentro y, cuando por fin encontraran mi cadáver, me meterían en un coche fúnebre de un negro reluciente y me transportarían a algún húmedo depósito de cadáveres, para colocarme finalmente sobre una mesa de acero inoxidable.
Lo primero que harían sería abrirme la boca y sacar la empapada bola en que se habría convertido mi pañuelo y, al desplegarlo sobre la mesa junto a mis pálidos restos, un sello naranja -propiedad del rey- caería revoloteando al suelo: parecía una escena sacada de una novela de Agatha Christie. Alguien, tal vez incluso la mismísima Agatha Christie, convertiría mi historia en una novela de detectives.
Yo estaría muerta, sí, pero aparecería en la portada de News of the World. De no haber sido porque estaba aterrorizada, agotada, dolorida y casi sin respiración, hasta me habría parecido divertido.