173201.fb2 Flavia de los extra?os talentos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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Veinticuatro

Estar secuestrada no es exactamente como una se imagina. En primer lugar, no había mordido ni arañado a mi raptor. Tampoco había gritado: más bien me había comportado como un corderito camino del matadero.

La única excusa que se me ocurre es que había utilizado toda mi energía en alimentar mi acelerada mente y que no me había quedado nada para enviar a los músculos. Cuando a una le sucede algo así, es asombrosa la cantidad de tonterías que se le llegan a pasar por la cabeza al instante.

Me acordé, por ejemplo, de lo que había afirmado Maximilian acerca de que en las islas del Canal se podía dar la alarma de «¡Al ladrón!» simplemente gritando: «Haroo! Haroo, mon prince! On me fait tort!» Fácil de decir, pero no tanto cuando una tiene la boca llena de algodón y la cabeza envuelta en la chaqueta de tweed de un desconocido, que además apesta considerablemente a sudor y pomada.

Además, pensé, Inglaterra andaba un poco escasa de príncipes en los tiempos actuales: los únicos que se me ocurrían eran el esposo de la reina Isabel, el príncipe Felipe, y el hijo de ambos, el pequeño príncipe Carlos. Lo que significa que, a efectos prácticos, era como estar sola.

¿Qué habría hecho Marie Anne Paulze Lavoisier?, me pregunté. O, mejor dicho, ¿su esposo Antoine? La situación en la que me hallaba en ese momento era un recordatorio demasiado vivido del hermano de Marie Anne, envuelto en seda lubricada y obligado a respirar por una pajita. Por otro lado, sabía muy bien que difícilmente irrumpiría alguien en el cobertizo del foso con la intención de entregarme a la justicia. En Bishop's Lacey no había guillotina, pero tampoco milagros.

No, pensar en Marie Anne y su sentenciada familia me resultaba demasiado deprimente. Tendría que recurrir a otros genios de la química en busca de inspiración. ¿Qué habrían hecho, por ejemplo, Robert Bunsen o Henry Cavendish si se hubieran encontrado atados y amordazados en el fondo de un grasiento foso?

Me sorprendió lo rápido que me vino la respuesta a la mente: harían un balance de la situación.

Muy bien, pues haría un balance de la situación.

Me hallaba en el fondo de un foso de algo menos de dos metros, lo que lo acercaba de forma alarmante a las dimensiones de una tumba. Tenía los pies y las manos atadas y no me resultaría precisamente fácil tantear a mi alrededor. Con la cabeza envuelta en la chaqueta de Pemberton -quien sin duda había utilizado las mangas para atarla a conciencia- no veía nada. Tampoco oía mucho debido al grueso tejido, y el sentido del gusto estaba inutilizado por culpa del pañuelo que tenía metido en la boca. Me costaba respirar y, dado que tenía la nariz medio tapada, hasta el más mínimo esfuerzo consumía el poco oxígeno que me entraba en los pulmones. Era necesario que permaneciera quieta.

El único sentido que al parecer estaba haciendo horas extra era el del olfato y, a pesar de tener la cabeza envuelta, la fetidez del foso se me colaba por los orificios nasales con toda su intensidad. La base era el acre hedor de la tierra que ha permanecido durante mucho tiempo bajo una morada humana: un olor amargo a cosas en las que es mejor no pensar. Superpuestos a esa base percibí el olor dulzón del aceite usado de motor y los penetrantes y etéreos efluvios de la gasolina, el monóxido de carbono, la goma de los neumáticos y, tal vez, un débil tufillo a ozono, producto de bujías quemadas mucho tiempo atrás.

Y luego estaba el olor a amoníaco que ya había percibido antes. La señorita Mountjoy había hablado de ratas, así que no me sorprendería mucho descubrir que proliferaban por aquellos edificios abandonados a orillas del río.

Más inquietante aún resultaba el olor del gas de alcantarilla: un desagradable caldo de metano, sulfuro de hidrógeno y óxidos de nitrógeno… El olor de la putrefacción y de la descomposición; el olor que surgía del desagüe abierto que descendía desde el foso en que me hallaba sentada hasta la orilla del río.

Me estremecí sólo de pensar en las cosas que en aquellos momentos podían estar abriéndose paso por aquel conducto. «Mejor darle un descanso a la imaginación -me dije- y proseguir con el análisis del foso.»

Casi había olvidado que estaba sentada. La orden de Pemberton de que me sentara, acompañada de un empujón para que obedeciera, me había sorprendido tanto que ni siquiera había reparado en el objeto sobre el cual me había sentado. Sin embargo, en ese momento lo noté debajo de mí: era algo plano, sólido y estable. Meneé un poco el trasero y noté que el objeto cedía ligeramente y emitía un crujido de madera. Era un cajón de embalaje, pensé, o algo muy parecido. ¿Lo habría dejado Pemberton allí con antelación, antes de abordarme en el cementerio?

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba muerta de hambre. No había comido nada desde el escaso desayuno, que, por si fuera poco, se había visto interrumpido por la repentina aparición de Pemberton junto a la ventana. Cuando mi estómago empezó a protestar con retortijones, yo empecé a desear haberle prestado un poco más de atención a mi tostada y a mis cereales de esa mañana.

Además, estaba cansada. Más que cansada, estaba completamente agotada. No había dormido bien y los efectos residuales del catarro obstruían aún más la inhalación de oxígeno.

«Relájate, Flavia. Mantén la calma. Pemberton no tardará en llegar a Buckshaw.» Contaba con el hecho de que, en cuanto Pemberton entrara en la casa para recuperar el Vengador del Ulster, Dogger lo abordaría y se desharía de él sin contemplaciones.

¡Ah, el bueno de Dogger! Cuánto lo echaba de menos. Era el gran desconocido que vivía bajo el mismo techo que yo y, sin embargo, jamás se me había ocurrido preguntarle directamente acerca de su pasado. Juré que si alguna vez conseguía salir de aquella espantosa situación, me llevaría a Dogger de picnic a la primera oportunidad, los dos solos. Iríamos a dar un paseo en batea hasta el disparate arquitectónico, donde lo agasajaría con tostadas untadas de marmite y le sacaría en un santiamén los detalles más morbosos. Mi huida del foso aliviaría tanto a Dogger que no podría negarse a contármelo todo.

El pobrecillo había querido hacerme creer, aunque sólo hubiera sido accidentalmente durante uno de sus ensueños, que él había matado a Horace Bonepenny. Lo había hecho para proteger a papá, de eso no me cabía la menor duda. ¿Acaso no había estado Dogger conmigo en el corredor, junto a la puerta del estudio de papá? ¿No había escuchado, lo mismo que yo, la disputa que había precedido a la muerte de Bonepenny?

Sí, pasara lo que pasase, Dogger se encargaría de todo. Dogger era ferozmente leal a papá… y a mí. Leal incluso hasta la muerte.

Muy bien, entonces. Dogger se encargaría de Pemberton y ya está.

¿O no está?

¿Y si Pemberton conseguía entrar en Buckshaw sin que nadie lo advirtiera y se colaba en el estudio de papá? ¿Y si detenía el reloj de la repisa de la chimenea, buscaba tras el péndulo y no encontraba nada excepto el Penny Black agujereado? ¿Qué haría entonces?

La respuesta era muy simple: volvería al cobertizo del foso y me torturaría.

Una cosa estaba clara: tenía que huir antes de que Pemberton regresara. No había tiempo que perder.

Las rodillas me crujieron como ramitas secas cuando intenté ponerme en pie. Lo primero y más importante era inspeccionar el foso: reconocer las características y descubrir cualquier cosa que pudiese ayudarme en mi huida. Con las manos atadas a la espalda, lo único que podía reconocer era la pared de hormigón, y para ello debía recorrer su perímetro muy lentamente, con la espalda pegada a ella, y utilizar los dedos para palpar la superficie centímetro a centímetro. Con un poco de suerte, tal vez encontrara alguna protuberancia afilada que pudiera utilizar como herramienta para soltarme las manos.

Pemberton me había atado los pies tan estrechamente que los huesos de uno y otro tobillo se rozaban, así que tuve que improvisar una especie de modo de andar que consistía en ir dando saltitos como una rana. Cada uno de mis movimientos iba acompañado del crujido de papeles bajo los pies.

Al llegar a lo que me pareció el extremo opuesto del foso percibí una corriente de aire fresco que me llegaba a los tobillos, como si hubiera una especie de abertura cerca del suelo. Me volví para mirar hacia la pared y traté de encajar la punta del pie en algún agujero, pero las ataduras eran demasiado estrechas. A cada movimiento corría el riesgo de precipitarme de bruces.

Me di cuenta de que las manos se me estaban cubriendo rápidamente de una rancia inmundicia procedente de las paredes; sólo el olor de aquella cosa ya me daba náuseas.

«¿Y si pudiera trepar al cajón de embalaje?», me dije. De esa forma, la cabeza me quedaría por encima del nivel del foso y tal vez hubiera una especie de gancho pared arriba, o algo que se hubiera utilizado en otros tiempos para colgar una bolsa de herramientas o una luz para trabajar.

Pero primero debía encontrar el camino de regreso al cajón de embalaje. Dado que estaba atada, me llevaría más tiempo de lo que esperaba, pero sabía que tarde o temprano me chocarían las piernas contra el cajón y que, tras haber completado la circunnavegación del foso, habría regresado al punto de partida.

Diez minutos más tarde estaba jadeando como un galgo etíope y aún no había encontrado el cajón de embalaje. ¿Me había pasado de largo? ¿Debía seguir adelante o volver sobre mis pasos?

Tal vez el cajón estuviera en el centro del foso, lo que significaba que me habría cansado inútilmente al saltar en rectángulos a su alrededor. A raíz de lo que recordaba de mi primera visita al foso -aunque en aquella ocasión estaba cubierto por los tablones y en realidad no había visto su interior-, creía que no debía de tener más de dos metros y medio de largo por dos de ancho.

Puesto que tenía los tobillos atados, no podía saltar más de quince centímetros a la vez en la dirección que fuera: es decir, doce saltos por dieciséis. No era difícil deducir que, desde la posición que ocupaba con la espalda pegada a la pared, el centro del foso no debía de estar a más de seis u ocho saltos.

Para entonces, sin embargo, la fatiga me estaba venciendo. Me sentía como un saltamontes que sigue dando brincos dentro de un tarro de cristal sin llegar jamás a ninguna parte. Y entonces, justo cuando estaba a punto de rendirme, me raspé la espinilla contra el cajón. Me senté de inmediato sobre él para recuperar el aliento.

Al cabo de un rato empecé a inclinar un poco los hombros hacia atrás y hacia la derecha. Cuando me incliné hacia la izquierda, toqué el hormigón con el hombro. ¡Aquello sí que era alentador! El cajón estaba pegado a la pared…, o muy cerca. Si conseguía de alguna manera subirme a él, existía la posibilidad de que consiguiera encaramarme al borde del foso como si fuera uno de los leones marinos del acuario. Y una vez consiguiera salir del foso, tendría muchas probabilidades de encontrar algún gancho o protuberancia que me permitiera arrancarme de la cabeza la chaqueta de Pemberton. Y entonces podría ver qué hacía. Me soltaría las manos y luego los pies. Parecía todo muy fácil, en teoría.

Con todo el cuidado del mundo, giré el cuerpo noventa grados, de forma que la espalda quedara contra la pared. Fui moviendo el trasero hasta la parte de atrás del cajón y levanté las rodillas hasta que rozaron la parte de la chaqueta que me quedaba justo debajo de la barbilla.

La parte superior del cajón poseía un borde ligeramente elevado en el que pude afianzar los talones. Y entonces, muy despacio…, con mucho cuidado, empecé a extender las piernas y al mismo tiempo a deslizar la espalda, centímetro a centímetro, por la pared.

Formábamos un triángulo rectángulo: la pared y la superficie del cajón eran los catetos, y yo, la temblorosa hipotenusa. De repente me entró una rampa en los músculos de la pantorrilla y quise gritar. Si dejaba que el dolor me venciera, volcaría el cajón y probablemente me partiría un brazo o una pierna. Me armé de valor y aguardé a que desapareciera el dolor, al tiempo que me mordía el interior de la mejilla con tanta fuerza que de inmediato noté mi propia sangre, cálida y salada.

«Aguanta, Flave -me dije-. Hay cosas peores.» Pero juro por mi vida que en ese momento no se me ocurrió ninguna.

No sé cuánto tiempo permanecí allí temblando, pero me pareció una eternidad. Estaba empapada de sudor, pero de alguna parte me llegaba aire fresco, pues notaba la corriente que me daba en las piernas desnudas.

Tras denodados esfuerzos, por fin conseguí ponerme en pie sobre el cajón de embalaje. Recorrí con los dedos toda la superficie de pared que pude, pero era tan lisa que me exasperaba. Torpemente, como una paquidérmica bailarina, giré ciento ochenta grados hasta que creí estar de cara a la pared. Me incliné hacia adelante y noté -o creí notar- el borde del foso justo debajo de la barbilla. Pero dado que tenía la cabeza envuelta en la chaqueta de Pemberton, no estaba segura.

No había salida o, por lo menos, no la había en aquella dirección. Me sentía como un hámster que llega al final de la escalera de su jaula y descubre que no puede ir hacia ninguna parte excepto hacia abajo. Pero seguro que los hámsters sabían, en el fondo de su corazoncito de hámsters, que la huida era inútil; sólo nosotros, los seres humanos, éramos incapaces de aceptar nuestra propia indefensión.

Me dejé caer lentamente de rodillas sobre el cajón de embalaje. Por lo menos, bajar resultaba más fácil que subir, aunque la tosca madera astillada y algo que parecía una especie de reborde metálico que recorría el perímetro del cajón hicieron estragos en mis rodillas. Desde allí, conseguí sentarme girándome hacia un lado y luego pasar las piernas por encima del borde del cajón hasta tocar el suelo.

A menos que lograra encontrar la abertura a través de la cual se colaba el aire fresco en el foso, lo único que podía hacer era ir hacia arriba. Si realmente había algún conducto o desagüe que condujera al río, ¿tendría el diámetro suficiente para que pudiera arrastrarme por él? Y en el caso de tenerlo, ¿estaría libre de obstrucciones, o me arrastraría de cabeza, como un monstruoso gusano ciego, por un lugar espantoso y en la más absoluta oscuridad, para luego quedarme atascada en el interior de la tubería y no poder ir hacia adelante ni hacia atrás?

¿Encontraría mis huesos algún desconcertado arqueólogo de la Inglaterra del futuro? ¿Me expondrían en una vitrina de cristal en el Museo Británico para que me contemplara la muchedumbre? Valoré mentalmente los pros y los contras.

Pero… ¡un momento! ¡Había olvidado los escalones del fondo del foso! Me sentaría en el último escalón e iría subiendo de espaldas, un escalón cada vez. Cuando llegara al final, empujaría con los hombros y levantaría los tablones que cubrían el foso. ¿Por qué no se me había ocurrido antes esa opción, en lugar de cansarme hasta quedar temblando de agotamiento?

Fue entonces cuando me sobrevino algo, algo que acalló mi conciencia como si la cubriera con una almohada. Antes de que pudiera darme cuenta de hasta qué punto estaba agotada, antes de que pudiera oponer resistencia al cansancio, éste me derrotó. Sentí que me precipitaba al suelo entre un crujido de papeles que, a pesar del aire frío procedente del conducto, me resultaron extrañamente acogedores.

Me moví un poco, como si quisiera acurrucarme entre ellos, doblé las rodillas para acercarlas a la barbilla y me quedé dormida en el acto.

Soñé que Daffy estaba representando una comedia en Navidad. El gran vestíbulo de Buckshaw se había transformado en una exquisita miniatura de un teatro vienés, con su telón de terciopelo rojo y una enorme araña de cristal en la que titilaban y parpadeaban las llamas de un centenar de velas.

Dogger, Feely, la señora Mullet y yo estábamos sentados en una única hilera de sillas, mientras que a nuestro lado, en un banco de tallador de madera, papá se entretenía con sus sellos.

La obra era Romeo y Julieta, y Daffy, en un notorio despliegue de transformismo, interpretaba todos los papeles. Primero era Julieta en el balcón (el descansillo al final de la escalinata oeste) y, un instante después, tras haber desaparecido menos tiempo de lo que una urraca tarda en parpadear, reaparecía de nuevo en la platea alta caracterizada como Romeo.

Volaba escaleras arriba y escaleras abajo, escaleras arriba y escaleras abajo, partiéndonos el corazón con dulces palabras de amor.

De vez en cuando, Dogger se llevaba el dedo índice a los labios y abandonaba en silencio la estancia para regresar instantes más tarde con una carretilla pintada rebosante de sellos de correos que arrojaba a los pies de papá. Papá, que estaba muy ocupado cortando por la mitad sus sellos con las tijeras para uñas de Harriet, gruñía sin molestarse siquiera en levantar la mirada y luego proseguía con su tarea.

La señora Mullet se reía a carcajadas cuando salía el ama de Julieta, se ruborizada y nos lanzaba miradas a los demás como si en las palabras del ama se ocultara un mensaje codificado que sólo ella entendía. Se secó la cara roja con un pañuelo de lunares, que luego retorció una y otra vez entre las manos hasta convertirlo en una bola, que se introdujo en la boca para contener sus histéricas carcajadas.

Daffy (interpretando a Mercucio) describía en ese momento cómo galopa la reina Mab:

Sobre labios de damas, y les hace soñar besos,

labios que suele ulcerar la colérica Mab,

pues su aliento está mancillado por los dulces.

Le lancé una mirada subrepticia a Feely, quien, a pesar de que sus labios parecían más bien salidos del carretón de un pescadero, había atraído la atención de Ned, que estaba sentado tras ella, inclinándose sobre su hombro con los labios fruncidos como si suplicara un beso. Pero cada vez que Daffy bajaba velozmente del balcón a la platea y se convertía de nuevo en Romeo (aunque con su fino mostacho trazado a lápiz parecía más bien David Niven en A vida o muerte que un noble Montesco), Ned se ponía en pie de un salto y le dedicaba una salva de aplausos en la que intercalaba estridentes silbidos mientras Feely, impasible, se iba metiendo en la boca un caramelo Mint Imperial tras otro, pero contenía de repente un grito cuando Romeo se precipitaba a la tumba de mármol de Julieta:

Aquí yace Julieta, y su belleza convierte

el panteón en radiante cámara de audiencias.

Muerte, yace ahí

Me desperté. ¡Maldición! Algo me correteaba por los pies, algo húmedo y peludo.

«¡Dogger!», quise gritar, pero tenía la boca llena de tela mojada. Me dolían las mandíbulas y notaba la cabeza como si acabaran de sacarme a rastras del tajo.

Pataleé con ambos pies y algo se escurrió entre los papeles sueltos al tiempo que emitía un estridente chillido de rabia. Una rata de agua. Seguro que en el foso abundaban esa clase de bestias. ¿Me habrían estado mordisqueando mientras dormía? Me estremecí sólo de pensarlo.

Me incorporé como pude y me apoyé en la pared, con las rodillas pegadas a la barbilla. Era demasiado pedir que las ratas me mordisquearan las ataduras y acabaran por liberarme, como en los cuentos de hadas. Lo más probable era que me royeran los nudillos hasta el hueso mismo, sin que yo pudiera hacer nada por impedírselo.

«Cálmate, Flave -pensé-. No dejes que te traicione la imaginación.»

En varios momentos del pasado, mientras trabajaba en mi laboratorio de química o mientras permanecía tumbada en la cama de noche, de repente me había sorprendido a mí misma pensando: «Estás a solas con Flavia de Luce.» Pensamiento que unas veces me resultaba aterrador y otras no. Esta ocasión, sin embargo, era una de las más espantosas.

El correteo de los animales era muy real: algo hurgaba entre los papeles en un rincón del foso. Si movía las piernas o la cabeza, los ruidos cesaban durante un momento, pero luego volvían a empezar.

¿Cuánto tiempo había dormido? ¿Horas o minutos? ¿Aún era de día fuera o ya había oscurecido?

Recordé entonces que la biblioteca permanecería cerrada hasta el jueves por la mañana…, y que sólo estábamos a martes. Podía estar allí mucho, mucho tiempo.

Alguien informaría de mi desaparición, claro, y probablemente sería Dogger. ¿Era demasiado esperar que sorprendiera a Pemberton cuando éste estuviera robando en Buckshaw? Pero incluso aunque Dogger lo atrapara, ¿le diría Pemberton dónde me había ocultado?

Tenía los pies y las manos entumecidos y pensé en el viejo Ernie Forbes, cuyos nietos se veían obligados a arrastrarlo por High Street sentado en una especie de plataforma con ruedas. Ernie había perdido una mano y los dos pies en la guerra por culpa de la gangrena, y Feely me había contado en una ocasión que habían tenido que…

«¡Déjalo ya, Flave! ¡Deja de comportarte como una ridícula llorica! Piensa en otra cosa. Piensa en lo que sea. Piensa, por ejemplo, en la venganza.»