173201.fb2 Flavia de los extra?os talentos - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Dos

Como suele decirse, un escalofrío me recorrió la espalda. Durante un segundo creí que a papá le había dado un infarto, como les suele pasar a los padres que llevan una vida sedentaria. Un día la están agobiando a una para que mastique cada bocado veintinueve veces y al día siguiente salen en The Daily Telegraph:

Calderwood, Jabez, de la Casa Parroquial de Frinton. Fallecido inesperadamente en su residencia el 14 del presente mes, sábado. Hijo de fulanito y menganita… Deja tres hijas, Anna, Diana y Trianna…

Calderwood, Jabez y los de su calaña tenían la costumbre de salir disparados hacia el cielo como los muñecos de las cajas de resorte y de dejar atrás, para que se buscaran la vida, a una caterva de hijas supuestamente afligidas.

¿Es que yo no había perdido ya a uno de mis progenitores? Seguro que a papá no se le ocurriría jamás gastarme una broma tan pesada. ¿O sí?

No. En ese momento resoplaba trabajosamente por la nariz, igual que un caballo de tiro, mientras trataba de acercarse a la cosa del umbral. Con los dedos, que se me antojaron largas y temblorosas pinzas blancas, desprendió muy despacio el sello del pico del pájaro muerto y, acto seguido, se guardó a toda prisa el agujereado pedacito de papel en uno de los bolsillos de su chaleco. Después señaló con un dedo tembloroso el pequeño cadáver.

– Deshágase de eso, señora Mullet -dijo con una voz ahogada que no parecía la suya, sino más bien la de un desconocido.

– Ay, Señor, coronel De Luce… -empezó la señora Mullet-. Ay, Señor, coronel, creo que… no… Quiero decir…

Pero papá ya no estaba: se había marchado a su estudio hecho una furia, resoplando y gruñendo como la locomotora de un tren de mercancías. Y mientras la señora Mullet iba a buscar la escoba, tapándose la boca con la mano, yo me escabullí a mi habitación.

Las habitaciones de Buckshaw eran inmensas, como oscuros hangares para guardar zepelines, y la mía, que se hallaba en el ala sur -o ala de Tar, como la llamábamos-, era la mayor de todas. El papel de las paredes, de principios de la época victoriana, era de color amarillo mostaza salpicado de unas cosas que parecían rojos coágulos de cordel y la hacía parecer aún más amplia, hasta el punto de asemejarse a un yermo gélido y ventoso. Incluso en verano la caminata a través de la habitación hasta el lejano lavabo que estaba cerca de la ventana constituía una aventura que habría intimidado al mismísimo Scott del Antártico. Y ése era, precisamente, el motivo por el que yo misma la evitaba y trepaba directamente a mi cama con dosel, donde, arrebujada en una manta de lana, podía sentarme con las piernas cruzadas hasta el día del juicio final y reflexionar acerca de mi existencia.

Pensé, por ejemplo, en aquella vez en que utilicé el cuchillo de la mantequilla para arrancar muestras del ictérico papel que cubría las paredes de mi habitación. Recordé también que Daffy me había hablado, con unos ojos abiertos como platos, de un libro de A. J. Cronin en el que un pobre diablo enfermaba y moría después de haber dormido en una habitación en cuyo papel pintado se había utilizado arsénico como principal colorante. Muy ilusionada, llevé las muestras al laboratorio para analizarlas.

Nada de recurrir a la aburrida prueba de Marsh. Gracias, pero no era mi estilo. Yo prefería el método por el cual primero se convertía el arsénico en trióxido de arsénico y luego se calentaba con acetato de sodio para producir óxido de cacodilo, que no sólo es una de las sustancias más venenosas de la faz de la Tierra, sino que además tiene la ventaja añadida de despedir un olor increíblemente desagradable: parecido al hedor de los ajos podridos, aunque un millón de veces peor. Su descubridor, Bunsen (famoso por su quemador), afirmó que bastaba con oler la sustancia en cuestión para que uno notara un cosquilleo en pies y manos y se le formara una asquerosa capa negra sobre la lengua. ¡Ah, sí, los caminos del Señor son inescrutables!

No es difícil imaginar mi decepción al descubrir que en mis muestras no había el más mínimo rastro de arsénico. Como colorante, se había utilizado un sencillo tinte orgánico, probablemente extraído del sauce cabruno (Salix caprea) o cualquier otro tinte vegetal igualmente inofensivo y aburrido.

Por algún motivo, ese recuerdo me hizo pensar de nuevo en papá. ¿Qué era lo que lo había asustado tanto en la puerta de la cocina? Y… ¿era realmente miedo lo que había visto en su expresión?

Sí, de eso no me cabía duda. En realidad, no podía ser otra cosa, pues yo conocía muy bien sus expresiones de rabia, de impaciencia o de cansancio y sus repentinos ataques de malhumor. Todos esos estados cruzaban de vez en cuando por su rostro, como las sombras de las nubes que recorrían nuestras colinas inglesas.

A papá no le asustaban los pájaros muertos, de eso estaba segura, pues lo había visto trinchar en más de una ocasión el robusto ganso de Navidad, blandiendo el cuchillo y el tenedor con el aire de un asesino oriental. ¿No serían las plumas las que lo habían asustado? ¿O la mirada sin vida del animal?

Desde luego, no podía ser el sello, pues papá quería más a sus sellos que a sus hijas. A lo largo de su vida sólo había una cosa por la que hubiera sentido más cariño que por sus sellos: Harriet. Y, como ya he dicho, estaba muerta.

Igual que la agachadiza. ¿Era eso lo que había motivado su reacción?

– ¡No, no! ¡Marchaos!

La ronca voz me llegó a través de la ventana abierta, me hizo perder el hilo de mis pensamientos y consiguió que éstos se enredaran. Aparté la manta, salté de la cama, crucé corriendo la habitación y eché un vistazo al jardín de la cocina.

Era Dogger, que estaba pegado al muro del jardín, con los dedos oscuros y arrugados bien separados sobre los desvaídos ladrillos rojos.

– ¡No os acerquéis! ¡Marchaos!

Dogger era el criado de papá, o su factótum. Y estaba solo en el jardín. Se rumoreaba -en realidad, he de admitir que era la señora Mullet quien lo rumoreaba- que Dogger había sobrevivido dos años en un campo de prisioneros japonés, experiencia a la que habían seguido trece meses de torturas, hambre, desnutrición y trabajos forzados en la construcción del ferrocarril de la muerte, que unía Birmania y Tailandia. Se decía, incluso, que durante ese tiempo se había visto obligado a comer ratas.

– Trátelo con cariño, querida -me había dicho la señora Mullet-. Tiene los nervios un tanto alterados.

Observé a Dogger: estaba en el huerto de los pepinos, con la mata de pelo prematuramente cano bien tiesa, y los ojos, que parecían no ver nada, vueltos hacia el sol.

– Tranquilo, Dogger -le grité-. ¡Los estoy apuntando desde aquí arriba!

De repente se relajó, como si estuviera sujetando un cable eléctrico cargado y alguien hubiera cortado de golpe la corriente.

– ¿Señorita Flavia? -dijo con voz temblorosa-. ¿Es usted, señorita Flavia?

– Ahora bajo -dije-. Tardo un segundo.

Bajé corriendo por la escalera de atrás, alborotadamente, y entré en la cocina. La señora Mullet se había marchado a casa, pero la tarta de crema estaba enfriándose en el alféizar de la ventana abierta.

No, me dije. Lo que Dogger necesitaba era beber algo.

Papá guardaba su whisky escocés cerrado a cal y canto en la librería de su estudio, pero no podía entrar allí. Por suerte, encontré una jarra de leche fresca en la despensa. Llené un buen vaso y salí corriendo al jardín.

– Tome, beba esto -dije, ofreciéndole el vaso.

Dogger cogió el vaso con ambas manos, lo contempló durante largos instantes como si no supiera qué hacer con él y, por último, se lo llevó a la boca con gesto vacilante. Bebió sin respirar hasta que no quedó ni gota de leche, tras lo cual me devolvió el vaso vacío.

Durante un instante percibí en él una expresión beatífica, como un ángel de Rafael, pero la impresión desapareció en seguida.

– Tiene el bigote blanco -le dije.

Me incliné hacia los pepinos, arranqué una enorme hoja verde oscuro de la mata y la utilicé para limpiarle el labio superior.

Poco a poco, la luz regresó a su mirada vacía.

– Leche y pepinos… -dijo-. Leche y pepinos…

– ¡Veneno! -exclamé, al tiempo que empezaba a dar brincos y movía los brazos como si fueran alas para demostrarle que todo estaba bajo control-. ¡Veneno letal!

Los dos nos reímos un poco y Dogger parpadeó.

– ¡Caramba! -dijo, contemplando el jardín como si fuera una princesa que acaba de despertar del más profundo de los sueños-. ¡Parece que esta mañana va a hacer buen tiempo!

Papá no apareció a la hora de comer. Para tranquilizarme, pegué la oreja a la puerta de su estudio y escuché durante unos minutos: lo oí pasar las páginas de sus álbumes de sellos y aclararse de vez en cuando la garganta. «Nervios», concluí.

En la mesa, Daphne permaneció con la nariz enterrada en Horace (Walpole), junto a un sándwich de pepino mustio y olvidado en un plato. Ophelia, que no dejaba de suspirar y de cruzar, descruzar y volver a cruzar las piernas, contemplaba el vacío, lo que me llevó a concluir que estaba pensando en Ned Cropper, el manitas del Trece Patos. Cuando cogió distraída un terrón de azúcar de caña, se lo metió en la boca y empezó a chuparlo; estaba demasiado absorta en su altivo ensueño como para darse cuenta de que yo me había inclinado un poco para verle bien los labios.

– ¡Ah -comenté sin dirigirme a nadie en concreto-, mañana por la mañana florecerán los granos!

Intentó arremeter contra mí, pero mis piernas fueron más rápidas que sus aletas de foca.

De vuelta en mi laboratorio, escribí:

Viernes, 2 de junio de 1950, 13.07 horas. Aún no se aprecia reacción alguna. «La paciencia es un ingrediente necesario del talento» (Disraeli).

Habían dado ya las diez y yo seguía sin poder dormir. Por lo general, me quedo roque en cuanto se apagan las luces, pero esa noche era distinto. Me tendí de espaldas en la cama, con las manos debajo de la cabeza, y rememoré los acontecimientos del día.

Primero había sido lo de papá. Bueno, no, eso no era del todo cierto. Primero había sido lo del pájaro muerto en el umbral de la puerta y luego había sido lo de papá. Lo que creía haber visto en su expresión era miedo, pero en algún rincón de mi mente aún me resistía a creer tal cosa.

Para mí -para todos, en realidad-, papá no le tenía miedo a nada. Había visto muchas cosas durante la guerra, cosas horribles que jamás deben expresarse en palabras. Había sobrevivido a los años durante los cuales Harriet estuvo desaparecida, antes de que finalmente la dieran por muerta, y durante todo ese tiempo había dado muestras de un carácter inquebrantable, férreo, obstinado e inalterable. Increíblemente británico. Insoportablemente tenaz. Pero ahora…

Y luego había sido lo de Dogger: Arthur Wellesley Dogger, por utilizar su «patronímico completo», como él mismo lo llamaba en sus días buenos. Dogger había sido primero el ayuda de cámara de papá, pero después, dado que «las vicisitudes de tal puesto» (en palabras de Dogger, no mías) eran una carga demasiado pesada para él, le había parecido «más fructuoso» convertirse en mayordomo, luego en chófer, luego en encargado del mantenimiento de Buckshaw y luego de nuevo en chófer durante una temporada. En los últimos meses había ido descendiendo lentamente, como una hoja que cae en otoño, hasta detenerse en su actual puesto de jardinero. Papá había donado nuestro coche Hillman familiar a St. Tancred como premio para una rifa.

¡Pobre Dogger! Eso era lo que yo pensaba, aunque Daphne siempre insistía en que nunca debía decir eso de nadie. «No es sólo condescendiente, sino que además no tiene en cuenta el futuro», decía.

Aun así… ¿cómo olvidar la imagen de Dogger en el jardín? Un gigantón indefenso allí solo, con el pelo y los utensilios de jardinería en desorden, la carretilla volcada y una expresión en su rostro de… de…

Oí un ruido y volví la cabeza para escuchar. Nada.

Por naturaleza, poseo un aguzado sentido del oído: la clase de oído, me dijo papá una vez, que permite a su poseedor oír arañas retumbando sobre las paredes como si llevaran herraduras en las patas. Harriet también poseía ese don, y a veces me gusta imaginar que soy una reliquia un tanto particular de ella: un par de orejas sin cuerpo que deambulan por los corredores embrujados de Buckshaw oyendo cosas que a veces es mejor no oír.

Pero ¡atención! ¡Ahí estaba otra vez el ruido! Una voz que resonaba, una voz áspera y profunda, como un susurro en una lata vacía de galletas.

Bajé de la cama y me acerqué de puntillas a la ventana. Poniendo mucho cuidado para no mover las cortinas, observé el jardín de la cocina justo en el momento en que la luna salía amablemente de detrás de una nube para iluminar la escena, como haría en un buen montaje de El sueño de una noche de verano. Sin embargo, no había nada que ver excepto la danza de sus rayos plateados entre los pepinos y las rosas.

Y entonces oí otra voz, una voz airada, como el zumbido de una abeja que a finales del verano se empeña en atravesar una ventana cerrada.

Me puse sobre los hombros una de las batas de seda japonesa de Harriet (una de las dos que había conseguido salvar de la Gran Purga), metí los pies en los mocasines indios bordados con cuentas que utilizaba como zapatillas y me dirigí sigilosamente a lo alto de la escalera. La voz procedía de algún lugar dentro de la casa.

En Buckshaw teníamos dos espléndidas escalinatas que descendían serpenteando, la una, sinuoso reflejo de la otra, desde el primer piso y llegaban prácticamente hasta la línea negra que dividía el amplio vestíbulo, cuyo suelo semejaba un tablero de damas. Mi escalinata, la que descendía desde el ala este o ala de Tar, terminaba en el inmenso y retumbante vestíbulo al otro lado del cual se hallaba -frente al ala oeste- el museo de armas de fuego y, tras él, el estudio de papá. De esa dirección procedía la voz que había oído, y hacia allí me dirigí con sigilo.

Pegué una oreja a la puerta.

– Además, Jacko -estaba diciendo una voz canallesca al otro lado de la hoja de madera-, ¿cómo pudiste vivir a la luz de ese descubrimiento? ¿Cómo pudiste seguir adelante?

Durante un desagradable instante, tuve la sensación de que George Sanders se había presentado en Buckshaw y le estaba echando un sermón a puerta cerrada a mi padre.

– Largo -dijo papá.

Su voz no era airada, pero utilizaba ese tono contenido y desapasionado que en él siempre indicaba enfado. Lo imaginé con el ceño fruncido, los puños apretados y los músculos de la mandíbula tensos como la cuerda de un arco.

– Oh, no digas tonterías, amigo -replicó la voz empalagosa-. Estamos juntos en esto…, siempre lo hemos estado y siempre lo estaremos. Lo sabes tan bien como yo.

– Twining tenía razón -repuso papá-. Eres un ser odioso y despreciable.

– ¿Twining? ¿El viejo Cuppa? Cuppa lleva treinta años muerto, Jacko… Igual que Jacob Marley. Pero, lo mismo que el mencionado Marley, su fantasma aún nos acompaña, como seguramente ya has descubierto.

– Y pensar que lo matamos… -dijo papá con una voz apagada, derrotada.

¿Había oído bien? ¿Cómo era posible que…? Al apartar la oreja de la puerta y agacharme para mirar a través del ojo de la cerradura, me perdí las siguientes palabras de papá. Estaba tras su escritorio, mirando hacia la puerta. El desconocido, en cambio, me daba la espalda. Era altísimo, más de metro noventa, calculé. Con su pelo rojo y su ajado traje gris parecía la grulla canadiense que permanecía disecada en un oscuro rincón del museo de armas de fuego.

Pegué de nuevo la oreja a la puerta.

– …la vergüenza no prescribe -estaba diciendo la voz-. ¿Qué son para ti un par de miles, Jacko? Seguro que heredaste un buen pellizco tras la muerte de Harriet. Vamos, sólo el seguro…

– ¡Cierra esa asquerosa boca! -grito papá-. Lárgate antes de que…

De repente, alguien me cogió por detrás y me tapó la boca con una áspera mano. El corazón me dio un vuelco. Quien fuera me sujetaba con tanta fuerza que apenas pude oponer resistencia.

– Vuelva usted a la cama, señorita Flavia -me dijo una voz al oído, entre dientes. Era Dogger-. Esto no es asunto suyo -susurró-. Vuelva a la cama.

Aflojó un poco la mano y conseguí zafarme de él. Le lancé una mirada venenosa y, en la penumbra, me pareció advertir que la suya se dulcificaba un poco.

– Lárguese.

Me largué. Ya de nuevo en mi habitación deambulé de un lado a otro durante un rato, como suelo hacer cuando me siento frustrada. Pensé en lo que había escuchado a escondidas. ¿Papá, un asesino? No, era imposible, seguro que todo aquello tenía una explicación de lo más sencilla. Ojalá hubiera podido escuchar el resto de la conversación entre papá y el desconocido… Ojalá Dogger no me hubiera tendido una emboscada en la oscuridad. ¿Quién se había creído que era?

«Se va a enterar», pensé.

– ¡Y listos! -dije en voz alta.

Saqué a José Iturbi de su funda verde de papel, le di cuerda a mi gramófono portátil y puse en el plato la segunda cara de la polonesa en la bemol de Chopin. Me tumbé en la cama y empecé a cantar.

– DA-da-da-da, DA-da-da-da, DA-da-da-da, DA-da-da-da…

Parecía como si hubieran compuesto aquella música para una película en la que alguien intenta arrancar con la manivela un viejo Bentley que no hace más que petardear. No era, precisamente, la mejor elección para dejarse llevar al mundo de los sueños…

Cuando abrí los ojos, el amanecer color gris ostra se insinuaba ya al otro lado de las ventanas. Las manecillas de mi despertador de latón indicaban las 3.44. En verano amanecía muy temprano, y en menos de un cuarto de hora saldría el sol.

Me desperecé, bostecé y salté de la cama. El gramófono se había quedado sin cuerda a mitad de la polonesa y la aguja yacía sin vida entre los surcos. Durante un breve instante, pensé en darle cuerda de nuevo para obsequiar a los habitantes de la casa con un toque de diana polaco, pero entonces recordé lo que había sucedido apenas unas horas antes.

Me acerqué a la ventana y eché un vistazo al jardín. Allí estaba el cobertizo, con los cristales empañados por el rocío y, un poco más allá, una mancha oscura y angulosa que no era sino la carretilla volcada de Dogger, olvidada con el ajetreo del día anterior.

Decidí colocarla bien para ganarme el favor de Dogger, aunque con un objetivo que ni siquiera yo tenía claro, así que me vestí y bajé en silencio la escalera de atrás para ir a la cocina. Al pasar junto a la ventana descubrí que alguien había cortado un pedazo de la tarta de crema de la señora Mullet. «Qué raro», pensé. Sin duda, no había sido ningún miembro de la familia De Luce, pues si en algo estábamos de acuerdo todos, si había algo que nos unía como familia, era la repulsión colectiva que nos inspiraban las tartas de crema de la señora Mullet. Cuando decidía cambiar nuestras tartas favoritas -de ruibarbo o de grosellas- por la temida tarta de crema, por lo general declinábamos probarla, fingiendo una indisposición familiar, y la mandábamos a casita con la tarta e instrucciones concretas de servírsela, con nuestros mejores deseos, a su esposo Alf.

Cuando salí al jardín, vi que la luz plateada del amanecer lo había convertido en un mágico calvero, cuyas sombras oscurecía la delgada franja de luz diurna que asomaba ya tras los muros. Todo estaba cubierto de relucientes gotas de rocío y, desde luego, no me habría sorprendido en absoluto que de detrás de algún rosal saliera un unicornio y se acercara a mí para apoyar la cabeza en mi regazo.

Me dirigía hacia la carretilla cuando tropecé con algo y caí al suelo de rodillas.

– ¡Mierda! -exclamé, al tiempo que me volvía para asegurarme de que no me había oído nadie. Estaba toda embadurnada de limo negro y húmeda-. ¡Mierda! -repetí, esta vez en voz algo más baja.

Me volví de nuevo para ver con qué había tropezado y lo encontré de inmediato: era algo blanco que sobresalía de entre los pepinos. Durante un instante de vacilación, algo en mí se empeñó desesperadamente en creer que era un pequeño rastrillo, un ingenioso utensilio de jardinería con dientes blancos y curvados. Pero no tardé en recobrar la razón y no me quedó más remedio que admitir que era una mano. Una mano unida a un brazo. Un brazo que entraba serpenteando en el huerto de pepinos. Y allí, al final del huerto, cubierto de rocío y de un horripilante tono verde pepino debido a la oscura vegetación, había un rostro. Un rostro que hasta al más pintado le habría parecido el del legendario hombre verde de los bosques.

Movida por una fuerza de voluntad más poderosa que la mía, de nuevo me dejé caer de rodillas al suelo junto a aquella aparición, en parte porque estaba fascinada y en parte porque quería verlo de cerca. Cuando casi tenía la nariz pegada a la suya, el ser abrió los ojos. Me llevé tal susto que no pude mover ni un músculo. El cuerpo que yacía entre los pepinos cogió aire con gesto tembloroso… y, luego, tras burbujearle unos instantes en la nariz, lo expulsó despacio, casi con tristeza, convertido en una única palabra que me golpeó en plena cara.

– Vale! -dijo.

Arrugué un poco la nariz con gesto pensativo al percibir un olor bastante peculiar, un olor cuyo nombre tuve, durante apenas un segundo, en la punta de la lengua. Los ojos de aquel cuerpo, tan azules como los pájaros de los platos de porcelana, contemplaron los míos como si los observaran desde un pasado vago y borroso, como si reconocieran algo en ellos.

Y entonces desapareció de ellos todo rastro de vida. Ojalá pudiera decir que se me encogió el corazón, pero no fue así. Ojalá pudiera decir que el instinto me empujó a huir de allí, pero no sería verdad. Lo que hice fue contemplar fascinada lo que sucedía: el temblor de los dedos, la casi imperceptible opacidad broncínea que adquirió la piel como si hubiera recibido, delante de mis propios ojos, el aliento de la muerte.

Y luego el silencio absoluto.

Ojalá pudiera decir que tuve miedo, pero no lo tuve. Más bien al contrario: aquello era, sin la menor duda, lo más interesante que me había ocurrido en toda mi vida.