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La biblioteca pública de Bishop's Lacey se hallaba en Cow Lane, una calle sombreada y estrecha, flanqueada de árboles, que descendía desde High Street hacia el río. La construcción original era un modesto edificio georgiano de ladrillo negro, cuya fotografía a todo color había aparecido en una ocasión en la portada de Country Life. Lo había donado a Bishop's Lacey lord Margate, un muchacho del pueblo que había triunfado cuando aún era sólo Adrian Chipping, para después aumentar todavía más su fama y su fortuna como único proveedor de BeefChips -un tipo de carne en conserva que él mismo había inventado- para el gobierno de su majestad durante la guerra de los bóers.
La biblioteca había sido un oasis de silencio hasta 1939. Ese año, mientras estaba cerrada por reformas, se había pegado fuego, al parecer, porque unos cuantos trapos de pintor habían empezado a arder por combustión espontánea, justo en el momento en que Neville Chamberlain, el primer ministro, pronunciaba ante los ingleses su famoso discurso, ese que decía: «Puesto que la guerra aún no ha empezado, no hay que perder la esperanza de que podamos evitarla.» Dado que toda la población adulta de Bishop's Lacey estaba apelotonada en torno a unos pocos aparatos de radio, nadie, ni siquiera los seis miembros del cuerpo voluntario de bomberos, había detectado el incendio hasta que ya era demasiado tarde. Cuando llegaron los bomberos con su bomba manual de vapor, ya no quedaba de la biblioteca más que un montón de rescoldos. Por suerte, todos los libros se habían salvado, pues los habían guardado en un almacén provisional mientras duraran las reformas.
Pero con el estallido de la guerra poco después y la fatiga general desde el armisticio, el edificio original no había llegado a reconstruirse jamás. El lugar que en otros tiempos había ocupado no era más que un solar invadido por las malas hierbas en Cater Street, justo al doblar la esquina del Trece Patos. El terreno, cedido a perpetuidad a los habitantes de Bishop's Lacey, no podía venderse, y el almacén provisional de Cow Lane en el que se habían guardado los libros había acabado convirtiéndose en la sede permanente de la biblioteca pública.
Cuando doblé la esquina de Cow Lane desde High Street, vi en seguida la biblioteca: era un edificio bajo de pavés y azulejos construido en los años veinte para albergar un salón de exposición y venta de automóviles. Algunos de los letreros esmaltados en los que se leían los nombres de coches ya desaparecidos, como el Wolseley o el Sheffield-Simplex, seguían pegados a una de las paredes, casi tocando al tejado, es decir, demasiado alto como para atraer la atención de ladrones o vándalos.
Ahora, un cuarto de siglo después de que el último Lagonda hubo cruzado aquellas puertas, el edificio se había sumido en una especie de decrepitud resquebrajada y desportillada, como la loza en las dependencias de la servidumbre.
Detrás de la biblioteca, y en los terrenos colindantes, una maraña de decadentes edificaciones anexas, como si fueran lápidas apiñadas en torno a una parroquia rural, se hundían en la alta hierba que crecía entre el salón de ventas y el camino de sirga abandonado que bordeaba el río. En varias de esas casuchas de mugriento suelo se guardaban los libros del antiguo y ya desaparecido edificio georgiano, que también era mucho más grande. En el interior umbrío de las construcciones provisionales que en otros tiempos habían sido talleres de reparación se amontonaban ahora hileras y más hileras de libros que nadie quería, clasificados por materias: historia, geografía, filosofía, ciencia… Esos garajes de madera, que aún apestaban a aceite de motor, herrumbre y primitivos inodoros, eran popularmente conocidos como las estanterías… ¡y el motivo estaba claro! Me gustaba ir a leer allí, y después del laboratorio químico de Buckshaw, era mi lugar favorito del mundo.
En todo eso pensaba cuando llegué a la puerta principal y giré el pomo.
– ¡Caracoles! -exclamé. Estaba cerrado.
Cuando me hice a un lado de la puerta para echar un vistazo por la ventana, reparé en un cartel pegado al cristal en el que alguien había escrito toscamente «Cerrado» con un lápiz negro de cera.
¿Cerrado? Pero si era sábado. La biblioteca abría de las diez a las dos y media de jueves a sábado: lo decía bien clarito en el horario que colgaba de un tablón de anuncios de marco negro, junto a la puerta. ¿Le habría ocurrido algo a la señorita Pickery?
Sacudí un poco la puerta y luego le di un buen empujón. Apoyé las manos en el cristal y las ahuequé para mirar al interior, pero no había nada que ver, a excepción de un rayo de sol que iluminaba partículas de polvo antes de posarse en las estanterías llenas de novelas.
– ¡Señorita Pickery! -llamé, pero no obtuve respuesta-. ¡Caracoles! -repetí.
No me iba a quedar más remedio que aplazar mis pesquisas hasta otro momento.
Mientras estaba allí, en Cow Lane, pensé que sin duda en el cielo las bibliotecas abrían veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
No…, ocho días a la semana.
Sabía que la señorita Pickery vivía en Shoe Street. Si dejaba allí la bicicleta y atajaba entre las casuchas que había al otro lado de la biblioteca, pasaría por detrás del Trece Patos e iría a parar justo al lado de su casa.
Eché a andar entre la hierba alta y mojada, aunque con cuidado de no tropezar con los trozos medio podridos de maquinaria oxidada que sobresalían aquí y allá como si fueran huesos de dinosaurio en el desierto de Gobi, Daphne me había descrito los efectos del tétanos: bastaba un rasguño producido por una vieja rueda de coche para que empezara a salirme espuma por la boca, comenzara a ladrar como un perro y cayera al suelo presa de las convulsiones al ver el agua. Para ir practicando, tenía ya preparado un escupitajo en la boca cuando oí voces.
– Pero… ¿cómo se lo has permitido, Mary?
Era la voz de un hombre joven, y procedía del patio de la posada. Me oculté tras un árbol y desde allí eché un vistazo: el que hablaba era Ned Cropper, el chico para todo del Trece Patos.
¡Ned! Pensar en Ned le provocaba a Ophelia el mismo efecto que una inyección de novocaína. Se le había metido en la cabeza que Ned era el vivo retrato de Dirk Bogarde, pero la única semejanza que veía yo era que ambos tenían dos brazos, dos piernas y un montón de brillantina en el pelo.
Ned estaba sentado sobre un barril de cerveza junto a la puerta trasera de la posada, y una chica que reconocí de inmediato como Mary Stoker descansaba en otro. No se miraban. Mientras Ned dibujaba un complicado laberinto en el suelo con el tacón de su bota, Mary se retorcía las manos sobre el regazo y miraba hacia ninguna parte en concreto.
Aunque Ned había hablado en voz baja, en un tono apremiante, entendí perfectamente sus palabras, pues la pared de yeso del Trece Patos funcionaba como reflector del sonido.
– Ya te lo he dicho, Ned Cropper, no pude hacer nada, ¿sabes? Se me acercó por detrás mientras cambiaba las sábanas.
– ¿Y por qué no gritaste? Eres capaz de despertar a los muertos… cuando te da la gana.
– Tú no conoces mucho a mi padre, ¿verdad? Si supiera lo que ha hecho ese tipo, me arrancaría el pellejo y se haría unas botas de agua con él -dijo, antes de escupir al suelo.
– ¡Mary!
La voz procedía de algún lugar en el interior de la posada, pero aun así llegó al patio con la fuerza arrolladora de un trueno. Era el padre de Mary, el posadero Tully Stoker, cuya anormalmente atronadora voz era la protagonista de los más jugosos chismes del pueblo.
– ¡Mary!
Al oír la voz, Mary se puso en pie de un salto.
– ¡Voy! -dijo-. ¡Ya voy!
Vaciló, inquieta, como si tratara de tomar una decisión. De repente, veloz como un áspid, se precipitó hacia Ned y le plantó un tosco beso en los labios. Después hizo revolotear su delantal, como un mago que agita su capa, y desapareció en el hueco oscuro de la puerta abierta. Ned permaneció donde estaba durante unos instantes, luego se limpió los labios con el dorso de la mano y, por último, hizo rodar el barril para colocarlo junto al resto de barriles vacíos, en el extremo más alejado del patio de la posada.
– ¡Hola, Ned! -le grité.
Se volvió, un tanto avergonzado, y supe que en ese momento se estaba preguntando si yo había escuchado la conversación o había visto el beso. Decidí ser ambigua al respecto.
– Hace buen día -dije con una sonrisa de tontorrona.
Ned me preguntó qué tal andaba de salud y, después, en orden de estricta precedencia, se interesó por la salud de papá y por la de Daphne.
– Están bien -respondí.
– ¿Y la señorita Ophelia? -dijo, decidiéndose finalmente a preguntarme por ella.
– ¿La señorita Ophelia? Bueno, si quieres que te diga la verdad, Ned, estamos todos bastante preocupados por ella.
Ned retrocedió de un salto, como si acabara de picarle una avispa en la nariz.
– ¿Cómo? ¿Qué le ocurre? Espero que no sea nada grave.
– Se ha puesto toda verde -dije-. Creo que tiene clorosis. Y el doctor Darby también lo cree.
En su Diccionario de la lengua vulgar, de 1881, Francis Grose definió la clorosis como «fiebre del amor» y «mal de las vírgenes», pero yo sabía muy bien que Ned no tenía la obra de Grose tan a mano como yo. Me congratulé mentalmente.
– ¡Ned!
Era otra vez Tully Stoker. Ned dio un paso en dirección a la puerta.
– Dile que he preguntado por ella -me pidió.
Lo saludé formando una «V» con los dedos, al estilo Winston Churchill. Era lo mínimo que podía hacer.
Shoe Street, lo mismo que Cow Lane, descendía hacia el río desde High Street. La casita estilo Tudor de la señorita Pickery, que estaba más o menos a mitad de calle, parecía una de esas casitas que se ven en las cajas de los rompecabezas: su tejado de paja, sus paredes blancas, sus ventanas de cristal emplomado con paneles en forma de diamante y su puerta de dos hojas pintadas de rojo la convertían en una delicia para cualquier artista. Los muros de entramado de madera flotaban, cual pintoresco bajel, en un mar de flores anticuadas, como anémonas, malvarrosas, claveles silvestres, campanillas de Canterbury y otras cuyos nombres desconocía.
Roger, el gato de la señorita Pickery, se revolcó en el escalón de la puerta y me ofreció la panza para que se la acariciara. Accedí, gustosa.
– Gatito bueno, Roger -le dije-. ¿Dónde está la señorita Pickery?
El animal se alejó despacio en busca de algo interesante que observar y yo llamé a la puerta. No hubo respuesta. Me dirigí al jardín trasero, pero al parecer no había nadie en casa.
De vuelta en High Street, tras detenerme a echar un vistazo a los mismos y mugrientos tarros de botica del escaparate de la farmacia, estaba cruzando Cow Lane cuando por casualidad miré a la izquierda y vi a alguien entrar en la biblioteca. Desplegué los brazos, incliné las alas y viré noventa grados, pero cuando llegué a la puerta, quienquiera que fuese ya había entrado. Giré el pomo y, en esta ocasión, la puerta se abrió.
La mujer estaba dejando su bolso en el cajón y acomodándose tras la mesa. Me di cuenta de que jamás en mi vida la había visto. Tenía la cara tan arrugada como esas manzanas olvidadas que de vez en cuando se encuentra uno en el bolsillo del abrigo que llevaba el invierno anterior.
– ¿Sí? -dijo, contemplándome por encima de sus gafas.
«Eso se lo enseñan en la Real Academia de Biblioteconomía.» Reparé en que las gafas tenían un tono ligeramente grisáceo, como si se hubieran pasado la noche macerando en vinagre.
– Esperaba ver a la señorita Pickery -dije.
– La señorita Pickery ha tenido que ausentarse por cuestiones familiares.
– Ah -dije.
– Sí, una historia muy triste. Su hermana Hetty, que vive en Nether-Wolsey, sufrió un trágico accidente con una máquina de coser. Al principio parecía que no iba a ser nada, pero luego la cosa dio un giro inesperado y ahora es muy posible que tengan que amputarle un dedo. Qué lástima… Y la pobre tiene gemelos. La señorita Pickery, como es lógico…
– Sí, claro, es lógico -dije.
– Soy la señorita Mountjoy, y estaré encantada de poder ayudarte en su lugar.
¡La señorita Mountjoy! ¡La que estaba retirada! Había oído contar historias acerca de «la señorita Mountjoy y el reino del terror». En los tiempos de Matusalén había sido la directora de la biblioteca pública de Bishop's Lacey. Una mujer muy dulce por fuera, pero por dentro era «el palacio de la maldad». O eso me habían dicho (y, de nuevo, me lo había contado la señora Mullet, que leía novelas de detectives). Los lugareños aún rezaban novenas para que no se le ocurriese abandonar el retiro.
– ¿En qué puedo ayudarte, tesoro?
Si hay una cosa que odio de verdad es que me llamen «tesoro». Cuando escriba mi obra magna, Tratado de todos los venenos, y llegue a «Cianuro», en el apartado de «Usos» escribiré lo siguiente: «Especialmente indicado en la cura de aquellos que llaman a los demás "tesoro".»
Y, sin embargo, una de las reglas que siempre observo en la vida es ésta: si quieres conseguir algo, muérdete la lengua. Sonreí débilmente y dije:
– Me gustaría consultar la hemeroteca.
– ¡La hemeroteca! -gorjeó-. Caramba, tú eres muy lista, ¿verdad, tesoro?
– Sí -dije, intentando aparentar modestia-, lo soy.
– Los periódicos están colocados en orden cronológico en las estanterías de la sala Drummond, que está en el ala trasera oeste. A la izquierda, al final de la escalera -dijo con un vago gesto de la mano.
– Gracias -respondí, encaminándome hacia la escalera.
– A menos, claro está, que estés buscando algo anterior al año pasado. En ese caso, los periódicos están en uno de los edificios exteriores. ¿Qué año necesitas exactamente?
– La verdad es que no lo sé -dije.
Un momento… ¡sí que lo sabía! ¿Qué era lo que había dicho el desconocido en el estudio de papá? «Twining… El viejo Cuppa lleva muerto…» ¿Cuánto? Oí perfectamente la voz empalagosa del desconocido en mi mente: «El viejo lleva treinta años muerto.»
– El año 1920 -dije, y me quedé tan pancha-. Me gustaría consultar los periódicos de 1920.
– Me temo que aún siguen en el cobertizo del foso…, a no ser, claro está, que se los hayan comido las ratas.
Lo dijo en un tono burlón mientras me contemplaba por encima de las gafas, como si esperara que al oír mencionar las ratas yo me llevara las manos a la cabeza y echara a correr como una loca.
– Ya los encontraré -repuse-. ¿Tiene la llave?
La señorita Mountjoy rebuscó en el cajón de su mesa y desenterró un aro de llaves de hierro que tenían aspecto de haber pertenecido en otros tiempos a los carceleros de Edmond Dantès en El conde de Montecristo. Las hice tintinear alegremente y salí por la puerta.
El cobertizo del foso era el edificio exterior más alejado del recinto principal de la biblioteca. Se tambaleaba peligrosamente en la orilla del río y, en realidad, no era más que un montón de tablones gastados y chapa ondulada medio oxidada, todo ello cubierto de musgo y enredaderas. En los buenos tiempos del salón de ventas de automóviles había sido el garaje en el que se cambiaba el aceite y los neumáticos a los coches, se lubricaban los ejes y se llevaban a cabo otros delicados ajustes en los bajos.
Desde entonces, sin embargo, el abandono y la erosión habían convertido el lugar en algo que más bien parecía la casucha de algún ermitaño que viviera en el bosque.
Hice girar la llave y la puerta se abrió de golpe con un herrumbroso lamento. Me adentré en la oscuridad, procurando rodear los laterales cortados a pico del profundo foso que, aunque estaba cubierto por pesadas planchas, seguía ocupando buena parte de la estancia.
El lugar en sí despedía un penetrante olor a almizcle con algún que otro toque de amoníaco, como si bajo los tablones de madera vivieran animalillos. La mitad de la pared más cercana a Cow Lane estaba ocupada por una puerta de fuelle, que en otros tiempos se recogía para que los automóviles pudieran entrar y aparcar sobre el foso. El cristal de las cuatro ventanas estaba pintado, por motivos incomprensibles para mí, de un horrendo color rojo a través del cual se colaba el sol, dándole a la estancia un aspecto sangriento y de lo más inquietante.
En las tres paredes restantes, sobresaliendo como si fueran literas, se alineaban las estanterías de madera, todas ellas repletas hasta los topes de periódicos amarillentos: The Hinley Chronicle, The West Counties Advertiser, The Morning Post-Horn… Estaban ordenados por año y clasificados gracias a etiquetas, medio descoloridas, escritas a mano.
No me costó mucho encontrar el año 1920. Bajé la pila de periódicos que estaba arriba de todo y me atraganté con la nube de polvo que salió volando directamente hacia mi cara, como si de una explosión en un molino de harina se tratara. Al suelo, cual copos de nieve, cayeron minúsculos fragmentos de periódico mordisqueado.
Baño y esponja de lufa esa noche, tanto si me gustaba como si no.
Divisé junto a una mugrienta ventana una pequeña mesa de madera de pino que me ofrecía la luz y el espacio suficientes para desplegar los periódicos, aunque tuviera que hacerlo de uno en uno.
Me llamó la atención The Morning Post-Horn, un tabloide cuya portada, igual que el Times of London, aparecía repleta de anuncios breves y consultorios sentimentales:
Perdido: paquete envuelto en papel marrón y atado con cordel de carnicería.
De gran valor sentimental para el afligido propietario. Se ofrece generosa recompensa.
Preguntar por «Smith» en The White Hart, Wolverston.
O este otro:
Querida mía: él nos observaba. El próximo jueves a la misma hora. Trae esteatita. Bruno.
Y entonces, de repente, ¡me acordé!: papá había estudiado en Greyminster y… ¿no estaba Greyminster cerca de Hinley? Devolví The Morning Post-Horn a su sepulcro y bajé la primera de las cuatro pilas que ocupaba The Hinley Chronicle.
El Chronicle era una publicación semanal y salía los viernes. El primer viernes de aquel año era el día de Año Nuevo, es decir, que el primer número se publicó el siguiente viernes: el 8 de enero de 1920.
Una tras otra, se sucedían las páginas que comentaban noticias relativas a las vacaciones: visitantes llegados del continente para pasar las fiestas navideñas, una reunión aplazada de las mujeres de la Cofradía del Altar, un «cerdo de buen tamaño» a la venta, la celebración del 26 de diciembre en The Grange, la rueda desaparecida del carro pesado de un cervecero… Las sesiones de los tribunales superiores constituían un macabro catálogo de robos, cacerías furtivas y agresiones en general.
Fui pasando más y más páginas mientras las manos se me iban quedando negras por culpa de una tinta que se había secado veinte años antes de que yo naciera. La llegada del verano trajo más visitantes del continente, días de mercado, ofertas de trabajo, campamentos para exploradores, dos ferias y varias obras previstas.
Al cabo de una hora empezaba a desesperarme. La gente que leía aquellas noticias debía de haber poseído una vista sobrehumana, dado lo terriblemente pequeña que era la letra. Si seguía leyendo mucho rato, me iba a entrar un espantoso dolor de cabeza.
Y entonces lo encontré:
Conocido profesor muere tras caer al vacío
En un trágico accidente ocurrido el lunes por la mañana, Grenville Twining, licenciado en Letras por la Universidad de Oxford, respetado latinista y director de una de las residencias de Greyminster School, cerca de Hinley, halló la muerte al precipitarse al vacío desde la torre del reloj de la Residencia Anson de Greyminster. Quienes presenciaron los hechos afirman que el accidente sufrido por Twining, de setenta y dos años, es «simplemente inexplicable».
«Trepó al parapeto, se recogió la toga y se despidió de nosotros con el saludo romano de la palma abajo. "Vale!", les gritó a los chicos que estaban en el patio interior -explicó Timothy Greene, alumno de secundaria en Greyminster-… y se precipitó al vacío.»
¿«Vale»? El corazón me dio un vuelco. Era la misma palabra que me había exhalado en plena cara el moribundo del jardín. «Adiós.» Difícilmente podía tratarse de una coincidencia, ¿verdad? Era demasiado raro. Tenía que haber alguna conexión entre ambas cosas, pero… ¿cuál?
¡Caray! Mi mente trabajaba a toda velocidad, pero no conseguía dar con la solución. El cobertizo del foso no era el lugar más indicado para hacer conjeturas, así que decidí que ya pensaría más tarde sobre el tema.
Seguí leyendo:
«Por la forma en que revoloteaba su toga, parecía un ángel que estuviera descendiendo», dijo Toby Lonsdale, un muchacho de mejillas arreboladas que estaba al borde de las lágrimas cuando sus compañeros se lo llevaron y que poco después se desmoronó muy cerca de allí.
Grenville Twining había sido interrogado recientemente por la policía en relación con un sello de correos desaparecido. El sello en cuestión era una rara variante, de incalculable valor, del tradicional Penny Black.
«No hay relación entre ambas cosas -dijo Isaac Kissing, director de Greyminster desde 1915-. No existe ninguna relación en absoluto. Todos los que conocían a Twining le tenían mucho respeto, e incluso me atrevería a decir que también un gran afecto.»
Según ha podido saber este diario, la policía sigue investigando ambos incidentes.
La fecha del periódico era el 24 de septiembre de 1920. Devolví la publicación a su estantería, salí al exterior y cerré la puerta. La señorita Mountjoy seguía sentada a su mesa sin hacer nada cuando fui a devolverle la llave.
– ¿Has encontrado lo que buscabas, tesoro? -me preguntó.
– Sí -dije mientras me sacudía ostentosamente el polvo de las manos.
– ¿Y puedo preguntarte de qué se trataba? -añadió en tono coqueto-. A lo mejor puedo remitirte a otros materiales relacionados.
Traducción: se moría de curiosidad.
– No, señorita Mountjoy, muchas gracias -le dije.
Por algún motivo, en ese momento me sentí como si acabaran de arrancarme el corazón y me lo hubieran sustituido por uno falso hecho de plomo.
– ¿Te encuentras bien, tesoro? -me preguntó la señorita Mountjoy-. Te veo un poco paliducha.
¿Paliducha? Me sentía como si estuviera a punto de vomitar. Tal vez fueran los nervios, o tal vez se tratara de un intento involuntario de conjurar las náuseas, pero para mi consternación, de repente me oí a mí misma decir con voz ronca:
– ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un tal Twining, de Greyminster School?
La señorita Mountjoy reprimió una exclamación. Se le puso la cara roja y luego gris, como si se hubiera incendiado delante de mis propios ojos y luego se hubiera desmoronado en una avalancha de cenizas. Se sacó un pañuelo de la manga, lo anudó, se lo metió en la boca y, durante unos segundos, se quedó allí sentada, meciéndose en su silla y mordiendo el pañuelo de encaje como si fuera un marinero del siglo XVIII al que están amputando una pierna por debajo de la rodilla.
Por último, me miró con los ojos rebosantes de lágrimas y dijo, con voz temblorosa:
– Twining era el hermano de mi madre.