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Los salones de la planta baja del Hotel Excelsior están iluminados y refulgen en la noche con la fastuosidad de los palacios coloniales, mostrando al exterior un mundo lujoso y centelleante de arañas de cristal, quinqués y escalinatas de mármol por donde se mueven los invitados como en un decorado de sombras chinescas. Fuera, los hombres y las mujeres de piel oscura contemplan desde lejos el espectáculo del mundo inaccesible. Es medianoche en Tánger.
Elsa Quintana permanece de pie junto al buffet, frente a los ventanales abiertos que dan al jardín adornado con guirnaldas. Lleva un vestido largo de color marfil, ajustado en la cintura con una gasa de tul, los hombros desnudos. Mira a su alrededor con aire distraído, sosteniendo una copa en la mano. La desnudez del escote trasluce la estructura de los huesos en la clavícula. El pelo recogido en la nuca acentúa la claridad del rostro, el cuello demasiado largo, su frente alta y sombría. Los ojos contienen el indicio de una incesante preocupación, permanecen fijos, sin que los párpados parezcan moverse. No se molesta en sonreír para expresar cuando menos cortesía, sino que se limita a mirar a su alrededor con una especie de fatiga paciente en la que tal vez hay algo de tesón ante la adversidad. Pero eso, ¿quién podría asegurarlo? El rostro de las personas resulta a veces tan hermético… No conoce a ninguno de los presentes, no sabe por qué la han invitado y nadie tampoco parece saber quién es ella. Ese desconocimiento la protege, pero al mismo tiempo la desarma sumiéndola en una expectación constante. El no saber despierta las sospechas. Siente las pupilas de algunos de los asistentes clavadas en ella, detenidas en el límite último de la buena educación, un segundo más y el halago se convertiría en ofensa. Percibe el rumor espaciado de las conversaciones a su alrededor como un murmullo de preguntas no formuladas, mezclado con un tintineo de joyas y copas de cristal, y con el crujir de los vestidos de seda que llevan las mujeres al rozar con la tela dura de los uniformes o contra el paño negro de un esmoquin. La extrañeza aumenta aún más su sensación de aislamiento y de inquietud. La brisa que llega del jardín, el revuelo de los invitados por encima de la música muy lenta del piano que está sonando al fondo, los callejones sombríos que se extienden al otro lado de la verja; todo acrecienta su inseguridad como si estuviera exponiéndose demasiado. El miedo es un sentimiento tan íntimo como el amor. Alarga la copa hacia el barman con turbante que está sirviendo el champán y bebe lentamente con los ojos cerrados para infundirse valor.
La asistencia al cóctel es relativamente numerosa. Está todo el cuerpo diplomático de las cancillerías, oficiales del Ejército y las fuerzas vivas de la sociedad tangerina, comerciantes, hombres de negocios, armadores, altos funcionarios de las embajadas…
En un ángulo del salón, un coronel español conversa amigablemente con el ministro plenipotenciario italiano en Tánger y con el agregado militar de la Embajada. Hablan de Abisinia. El ministro italiano se queja de las sanciones que le han sido impuestas a su país por la Liga de las Naciones y después pasa a comentar la política española, criticando con fanfarronería que el gobierno español permanezca sin hacer nada mientras los soviéticos están infiltrándose a través de los sindicatos por medio país. Un hombre corpulento, de bigote curvado al antiguo estilo centroeuropeo y vestido de frac, se incorpora al grupo con una voz ruidosa de marcado acento alemán. Su aire de camaradería demuestra que existe una complicidad previa con sus contertulios. La conversación deriva hacia los recientes decretos de Núremberg contra los judíos. Su pronunciación es cortante como el borde de una sierra. Habla haciendo inflexiones bruscas, lo que confiere a sus palabras una peculiar impronta taladradora tanto por la fonética como por lo que dice. Se complace ensalzando una escenografía de estadios abarrotados, calles profanadas, banderas con esvásticas y brazaletes rojos y negros, lápidas con la estrella de David saqueadas. Al oírle casi se puede sentir el retumbar de botas por las avenidas al compás de las marchas militares, el sonido de las voces que entonan el Horst Wessel Lied, el humo de las hogueras destinadas a la quema de libros y partituras, el deambular de los escuadrones con sus camisas pardas y sus correajes por la Friedrichstrasse dejando a su paso cerraduras rotas, cristales, muebles destrozados, papeles dispersos. Un país hambriento de autoridad, catártico, inundado por el olor a incendio y a talabartería, ávido de insignias y voces de mando. La nación que se vanagloria de representar la limpieza de sangre, de ser el pueblo elegido, la raza superior.
– Crrréanme, no hay nada más herrrmoso que las hogueras que arrrden en Berrrlín. Un mundo nuevo y purrrificado.
La llegada de las mujeres del cónsul español y del ministro italiano que irrumpen animadamente en el círculo masculino, hace que la conversación cambie de rumbo. Se habla de la boda celebrada en Roma entre don Juan de Borbón y doña Mercedes de Borbón y Orleans. La esposa del ministro italiano se queja de la humedad de Tánger, es una mujer pequeña, con la cara chata y al hablar muestra unas encías muy rojas. Alguien dice algo de la dama morena que está junto al buffet. Todos miran en esa dirección. Elsa Quintana les devuelve la mirada con una deliberada sonrisa de provocación. El alcohol ha empezado a surtir su efecto.
Alonso Garcés hace su entrada en el salón en ese momento. Va vestido con el uniforme de gala. Mira a su alrededor sin ver y se pasa la palma de la mano por la sien con un gesto de desorientación. Saluda a los anfitriones, avanza con lentitud entre los corros de oficiales, y finalmente la ve. Sobre todo la ve. A ella, la mujer que va vestida de claro y está ahora de perfil en el umbral de la terraza. Su indumentaria, la suave vaporosidad de la tela ondulada construye en torno a su cuerpo un aura bamboleante contra el temblor del aire procedente del jardín, algo indefinible que la particulariza distinguiéndola de los demás invitados. Pero al mismo tiempo hay algo en ella que no anima precisamente a acercarse, una especie de ensimismamiento pertinaz, como si quisiera marcar a fuego la distancia. Por un momento duda. Después ya no. Después se acerca, silencioso, con cierta timidez que es su modo natural de dirigirse a los desconocidos. Todo lo que va a pasar con una mujer se adivina en el primer instante, o tal vez no se adivina sino que se teme. Sin embargo es imprevisible la forma en la que se encadenan las cosas. De qué modo puede un hombre empezar a explicarle a una extraña que la música que está sonando es un viejo vals vienés, de qué manera ella finge no querer saber nada de valses y él se resiste a aceptar la evasiva, encogiendo los hombros y acompañando su nueva tentativa de una sonrisa. Cómo de pronto ella abandona su copa sobre el mantel sonriendo también un poco como si le hiciera gracia la forma algo cohibida, pero al mismo tiempo limpia y sin disimulos, que él tiene de abordarla o apreciara su esfuerzo y quisiera gratificarlo. Garcés habla de nuevo, tímidamente, sin alardes presuntuosos. Dice lo que cree que debe decir, y luego se queda allí, acariciándose el lóbulo de la oreja y conteniendo el aliento como un reo que aguardara sin demasiada esperanza un veredicto. Pero no son sus palabras sino la mirada, su inseguridad, la que impulsa a la mujer a decir que sí, que por qué no, con una condescendencia casi maternal. Después el brazo de Alonso Garcés la sostiene levemente por el talle. Están ya en el centro del salón de baile. El cuerpo de ella es muy flexible, sin embargo no se deja llevar del todo, mantiene una rigidez resistente al movimiento, como si no lograra concentrarse en el compás. El hombre lo advierte e intenta bailar con más lentitud.
– ¿Se adapta usted bien a Tánger? -pregunta Garcés.
Ella no sabe todavía. En realidad lleva muy poco tiempo.
– No hay muchas cosas en las que una mujer pueda ocuparse en una ciudad como ésta.
Garcés se separa un poco ladeando la cabeza y se fija en sus ojos oscuros con pequeños filamentos dorados.
– Me gusta observar -dice ella resueltamente-. La gente es tan distinta aquí.
– ¿Y es eso sólo lo que hace en Tánger; observar?
– No -responde mirando hacia el suelo, para recuperar el paso, con las puntas del cabello oscilando sobre los hombros y por un brevísimo instante permanece así, cabizbaja, antes de alzar el rostro con una expresión distinta para añadir-: También espero. Todo el mundo espera ¿no?
Garcés, de pronto, la ve diferente, aprisionada, como si tuviera miedo o estuviera arrepentida de haber hecho una gran confidencia. ¿Cómo puede ser que él, que con frecuencia no percibe las cosas más obvias, pueda advertir en una desconocida la más leve mutación interior? No lo sabe. Se aparta un poco de nuevo para mirarla con unos ojos rebosantes de curiosidad, pero no pregunta nada más. Es ella ahora la que habla:
– Me llamo Elsa Quintana. Todavía no sé su nombre.
Garcés se disculpa por no haberse presentado antes.
– Soy Alonso Garcés. Estoy destinado en el regimiento de cazadores de África -deja caer las palabras, despacio, como intentando llenar una pausa demasiado prolongada.
– No se preocupe. Los nombres no son importantes para conocerse. No dicen mucho.
La presentación, lejos de aumentar la intimidad, dificulta aún más la conversación. Garcés se siente un poco torpe, incapaz de hilvanar las frases. No está acostumbrado a hablar de ese modo con una mujer. No sabe cómo comportarse ante esa manera que tiene ella tan poco convencional de usar las palabras, como si tratara de inducirle a un mayor acercamiento, pero a la vez marcando una distancia irreductible.
Los dos callan. Se advierte en el desconcierto de ambos una raíz común, difícil de desentrañar. Es ella la que rompe nuevamente el silencio:
– Como verá usted, es sumamente complicado bailar y conversar al mismo tiempo; me refiero a una verdadera conversación, no a hablar sobre el clima de Tánger. Pero si lo prefiere, podemos hacerlo -dice de un modo en que es evidente su incomodidad-. Sabe usted que hay tanta humedad que…
– No se esfuerce. Creo haberla comprendido -la interrumpe Garcés con una voz extrañamente carente de timbre.
Su dificultad para reconducir el diálogo es cada vez mayor. Por momentos siente el impulso de abandonar el galanteo. Ni siquiera sabe si está casada o hay algún hombre en su vida.
– Perdone, no pretendía resultar desagradable -dice ella, quizá arrepentida por haber sido demasiado brusca-. Me gusta estar bailando con usted.
– ¿Debo interpretar eso como un halago? -Garcés recupera el tono tranquilo, más dueño de sí mismo, aunque un leve hormigueo le recorre el estómago.
Ella no sabe cómo responder. Alza la cabeza y se echa a reír de un modo que a Garcés le parece bellísimo. Mientras ríe su cabeza se desplaza ligeramente, llegando a rozarle el rostro con sus cabellos. El gesto no tiene nada de atrevimiento pero es de una precisión turbadora. Después se queda seria repentinamente, sintiendo el calor de la mano de él a través de la tela del vestido. Da la impresión de que esa clase de intimidad la importuna. Baja los ojos como si se avergonzara y sintiera un súbito malestar o quisiera protegerse de algo. Los secretos de los seres humanos son como esos cristales empañados que no dejan vislumbrar lo que hay detrás del aliento que oscurece el vidrio. El misterio de los pensamientos. Cada uno de los gestos de la mujer le parecen a Garcés pequeños huecos que la descubren fugazmente, dejando adivinar algo de lo que no quiere mostear: pasado, enigmas, intenciones, temores… Todo lo que no se sabe de una persona y, sin embargo, puede llegar a saberse, es como un abismo sin fondo que ejerce un atractivo irresistible. Se oye un revuelo de ventilador por encima de la música. Ella se da cuenta de que el hombre la está pensando desnuda, lo percibe en su mirada, en la forma en que la estrecha con firmeza, en la proximidad de su boca. Siente el cuerpo ligero, como si estuviera flotando, sin rastro de la rigidez inicial. Sabe que no deberían bailar así. El cónsul español los observa, otros invitados también los miran. Garcés piensa que tal vez está poniéndola en evidencia, pero no puede dejar de enlazarla como lo hace, dominado por una especie de hechizo casi ceremonial que lo impulsa a girar y acoplarse a la cadencia del sonido como quien se somete al ritmo inmemorial de los sucesos que acontecen dentro del orden de la naturaleza, no a las convenciones impuestas posteriormente por los hombres. Cuando un vals se ejecuta de esa manera, el movimiento no es una elección sino una fatalidad.
Ella está mareada. Sabe que bailan sobre el murmullo de los demás. Ya no hablan, sólo se miran, manteniendo retadoramente las miradas igual que en un duelo. De las lámparas del techo cae una luz anaranjada y tenue que los envuelve. Las manos de Garcés son fuego ahora. Ella advierte que la cabeza le da vueltas. No quiere pensar, cierra los ojos y apoya la frente sobre el hombro de él con cierta actitud entregada, de prisionera. Se mantiene así, ajena a todo lo que los rodea, en silencio, con un último rasgo débil de antagonismo desvaneciéndosele en la frente. Garcés percibe de algún modo el abandono de la mujer, pero no sabe a qué se debe su cambio de actitud. Quizá tampoco ella lo sepa. Se fija en los labios levemente hinchados, la suave curva de la nariz, el principio del escote. Empieza a notar esa vibración interior, sin epicentro definido, que se manifiesta segundos antes de que a uno se le cruce por la mente la idea de besar a una mujer que apenas conoce.
En ese momento la música cesa y los dos se detienen desconcertados. Es como si de repente se hubieran despertado bruscamente de un sueño anómalo o algo les hubiera sido arrebatado de golpe. Ella sonríe vacilante y aturdida, con los brazos caídos sobre el vestido y un gesto de alivio casi imperceptible en la comisura de la boca. El barman pasa con una bandeja de bebidas entre los invitados. Desde el jardín llega el perfume de los rosales recién regados. La orquesta inicia de nuevo su actuación, esta vez con los acordes de un viejo fox-trot inglés. Pero antes de que Garcés se dé cuenta, el cónsul español y su esposa han iniciado, con hábil discreción, una maniobra de cambio de parejas y Elsa se aleja hacia el centro de la pista del brazo del cónsul. La espalda desnuda, la curvatura del cuello, la luz relampagueando en los pliegues del vestido… Garcés a duras penas puede ocultar la expresión contrariada. La esposa del cónsul es una mujer algo gruesa, de las que se creen obligadas a hablar todo el tiempo. Él no la escucha, aunque trata de disimularlo moviendo de vez en cuando la cabeza en señal de asentimiento, como un autómata, los ojos inmóviles, la mano ocupada en hundir distraídamente un cubo de hielo en el vaso. Absorto, pensativo, desterrado del mundo.
En una mesa al borde de la pista de baile, Philip Kerrigan conversa con el corresponsal del Daily Telegraph y otro periodista de la agencia Reuters. Garcés aprovecha el final de la pieza para acercarse a ellos.
– ¿Qué hay de nuevo, español? -pregunta Kerrigan alzando las cejas con una expresión irónica que lo rejuvenece momentáneamente.
Frente a ellos, barajados en un creciente remolino de grupos, los invitados adquieren la apariencia de un tornasol en movimiento, policromía de telas y brillos, donde se entremezclan los negociantes con los altos dignatarios, las mujeres hermosas y las que no lo son tanto, los barones de la banca y los grandes artífices de la política, los militares de distintos ejércitos y las mayores fortunas de Europa. Todos revueltos, rotando al compás de la orquesta como un carrusel. Metáfora o preludio.
El corresponsal del London Tunes, en un aparte, le indica a Garcés que mire hacia el arco que separa las dos partes del salón.
– ¿Ves a ese tipo de frac, con cara de bóxer y bigote al estilo austrohúngaro? -pregunta el periodista con tono confidencial, encogiendo los ojos por el humo del cigarrillo-. El que está a la derecha del ministro italiano.
Garcés echa un discreto vistazo y asiente con un gesto.
– Es nuestro hombre, Klaus Wilmer.
– ¿El representante de H &W? -pregunta Garcés bajando la voz.
– No sólo -responde Kerrigan, inclinándose hacia adelante con las manos sobre las rodillas-. También está vinculado al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán. Se dice que tiene línea directa con Göering. ¿Y tú? ¿Has podido averiguar algo?
– Creo que sí -contesta Garcés-. Pero éste no es el lugar más indicado para hablar. Mañana me pasaré por tu casa.
Elsa Quintana atraviesa con pasos lentos el salón en dirección a la terraza.
– Algunas mujeres tienen el don de volvernos locos de esperanza -dice Kerrigan.
– ¿Crees entonces que es eso?
– ¿Qué?
– ¿Lo que nos atrae?
Kerrigan sonríe sin responder. Garcés inicia el movimiento de levantarse para acercarse a ella, pero desde la mitad del recinto observa cómo el capitán Ramírez, avanza en la misma dirección y se le adelanta. Garcés se detiene con repentina desconfianza y observa. Está demasiado lejos como para poder oír lo que dicen. Se fija en que Ramírez tiene alzada una mano con un dedo apuntando a la mujer. Ve que ella niega categóricamente con la cabeza y retrocede un paso. Ramírez no se da por vencido, musita algo entre dientes, apenas una frase, pero cuidadosamente pensada. Un pequeño temblor de satisfacción se le queda agazapado en el mentón, en posición de acecho. Ella vuelve el rostro repentinamente pálido hacia su interlocutor, los ojos agrandados con una expresión equívoca que puede indicar sorpresa pero también enojo o pánico, aunque se mantiene erguida. Garcés advierte la presión de la mano enguantada de Ramírez que sujeta el codo de la mujer, tal vez no de modo violento sino persuasivo, mientras la conduce hacia un rincón escondido del jardín. La expresión de Ramírez es aparentemente amable, casi demasiado cortés. La sonrisa bajo el bigote cuadrado podría engañar, pero la forma en la que sus dedos rodean el brazo femenino, no. Sin embargo, Garcés piensa más en la mirada de ella que no acierta a catalogar, la forma demasiado sumisa en que se deja llevar hacia afuera, sus gestos, precavidos y tan confusos que no sabe si… Pero tal vez se equivoca.