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Contra la ventana sucia del café Tindouf, como queriendo atravesarla, revolotea aturdido un moscardón de coraza verdosa. Alonso Garcés espía su zumbido. La vibración enloquecida de los golpes en el cristal no llega a apartarle del todo de sus suposiciones, como si existiera una vaga relación entre el círculo de pensamientos que lo asedian y el vuelo acorralado del insecto.
El teniente Orgaz da un trago largo a la botella de agua mineral. Mira a Garcés con expresión de camaradería, quizá tratando de reconstruir el simulacro de una antigua amistad. Dos líneas de saliva le humedecen la comisura de la boca.
– No has cambiado desde la Academia -dice limpiándose el mentón con el dorso de la mano-. Así que sigues obsesionado por lo que creíste ver durante las maniobras de Llano Amarillo.
– No por lo que creí ver, sino por lo que vi -responde Garcés escuetamente.
– ¿Y qué viste? Cinco grupos de regulares indígenas, catorce escuadrones de caballería mora y nueve baterías de artillería haciendo maniobras. ¿Es eso tan raro?
– Estoy convencido -insiste Garcés- de que el capitán Ramírez se sirve de las maniobras para otros fines.
– Ramírez es un hijo de puta, al que lo mismo le da ocho que ochenta y ocho. No movería un dedo por nada ni por nadie, si eso no le reportase algún beneficio particular.
– ¿Y qué te hace pensar que no se lo va a reportar? Además no se trata sólo de Ramírez. En el banquete que ofrecieron en el campamento después de las maniobras, aún no habíamos empezado con los entremeses y ya la mayoría de los oficiales levantaba la taza pidiendo «CAFE»; ¿crees que no sé lo que significan esas siglas?
– Todo el mundo lo sabe: Camaradas Arriba Falange Española. Pero eso fue una broma sin importancia.
– Ya. ¿Y por qué se esfumó de repente toda la oficialidad del batallón? ¿Adonde fueron?
– Al casino militar, supongo, pero…
– ¿Y qué me dices del cargamento que llegó a la Comisión de Límites?
– Mira, Garcés, no le des más vueltas. Tú dedícate a lo tuyo -dice Orgaz, repentinamente serio, como si de golpe hubiera perdido las ganas de disimular-. El otro día hablamos de ti y todos estuvimos de acuerdo. Eres el tipo más raro del regimiento, el mejor cartógrafo y uno de los más hábiles jugando al póquer, pero vives en otro mundo. La gran mayoría de los españoles no está de acuerdo con el rumbo que están tomando las cosas. El propio Gil Robles dijo hace poco en una alocución que un país puede vivir en monarquía o en república, en un sistema parlamentario o en un sistema presidencial… Pero como no puede vivir es en anarquía y ahí precisamente es adonde nos llevará toda esa coalición del Frente Popular.
– O sea que es verdad. Estáis conspirando.
– Qué cosas tienes… Tú a la exploración, que es lo tuyo. ¿Cuándo sales para el Sahara?
La puerta del bar, de tablones muy separados pintados de amarillo, cruje ligeramente con la entrada de dos parroquianos. Garcés es consciente de pronto de su escasa capacidad para cambiar el curso de los acontecimientos. Por encima de la barra transversal que divide la ventana, mira la calle de tierra, la línea apenas distinguible en la que se junta el suelo con las paredes terrosas de las casas, una frontera tan difusa como la que separa los recuerdos de antiguas farras, que nunca fueron verdad del todo, de los sucesos o conjuras no conocidas por él. No cree que el teniente Orgaz sea un mal militar, no peor que cualquier otro, pero como tantos inclinado a actuar mecánicamente siguiendo pensamientos transferidos, propenso a esa farsa tan atizada en el Ejército que tiende a confundir la acción, por deleznable que sea, con la hombría; la insensatez con la vocación de una vida. Sabe que un soldado exaltado por esa fe emana sudores fosfóricos ante la mínima disidencia. Entonces, es la propia vanidad la que ataca y se defiende pisando ferozmente cabezas y amistades y todo lo que encuentra a su paso. Piensa que tal vez aún no ha llegado ese momento, pero sabe que cuando llegue todo estará perdido. Después, cautelosamente, sin que su rostro trasluzca ningún desafío, vuelve de nuevo la vista hacia el teniente Orgaz.
– Salgo mañana, a primera hora. Acabo de recibir la orden -dice mostrando el sobre que acaba de recoger en la comandancia-. Supongo que resulto incómodo aquí.
– En ese caso habrá que tomarse una copa de despedida esta noche, ¿no?
El teniente Orgaz inclina la cabeza hacia Garcés con un gesto de complicidad y se ajusta el cinturón en el estómago sintiéndose aliviado al dar por concluida la parte más delicada de la conversación.
– Tal vez me pase por la cantina después del teatro -responde evasivamente Garcés.
Una vez en el exterior los dos hombres siguen caminos diferentes. El teniente Orgaz se dirige hacia el sector meridional por una callejuela serpenteante empedrada con puntiagudos guijarros, Garcés enfila hacia el Marxan en la parte oeste de la ciudad. Contempla de lejos las lujosas quintas construidas por los alemanes, las Renschhausen, sus tapias blancas y las enredaderas que coronan las bardas. Su mente está ocupada en buscar alguna salida a la madeja de hechos que conforma la tela de araña de sus pensamientos. Trata de invocar un hombre de confianza entre los altos mandos, alguien de probada lealtad al gobierno y sólo le viene a la cabeza el nombre del coronel Morales. Piensa que debe ponerlo al tanto de lo que sabe; pero es tan hermético, tan solitario, que no imagina cómo abordarlo. Embebido en estas meditaciones va dejando atrás los despachos de las principales compañías de navegación, el colegio de Saint-Aulaire, el edificio del Monopolio de Tabacos hasta que vislumbra de frente la fachada ocre del Gran Teatro Cervantes y la aglomeración engalanada que se apiña junto a la entrada: caballeros de frac, mujeres vestidas de largo compitiendo calladamente por el lujo de los respectivos atuendos, el relumbre de las joyas, lo elaborado de los peinados en una perpetua sucesión de besamanos y frases de envarada cortesía. Un gran cartel festoneado por una guirnalda de bombillas cuelga de la balconada principal, anunciando el título de la obra que se va a representar: Otelo, de William Shakespeare.
Dentro del edificio, el tapiz de los asientos y el olor a maderas trajinadas por la carcoma le hace evocar a Garcés la atmósfera cerrada del desván de la casa de las Marinas, y el baúl donde se guardaba en naftalina un uniforme de teniente de húsares perteneciente a uno de sus antepasados que había luchado a las órdenes del general Prim en la revolución de 1868. El patio de butacas está completo al igual que los palcos de las galerías. Sin embargo, el estrado de honor, con su baldaquino de brocado, reservado a las autoridades, permanece vacío. De pronto, entre los espectadores que todavía se están acomodando, descubre en la segunda fila, entre un nutrido grupo de huéspedes del Excelsior, el perfil de esfinge de Elsa Quintana, una visión fugaz como el aleteo de un abanico que desaparece súbitamente cuando se apagan las luces y se abre el gran telón de terciopelo granate.
El decorado del primer acto va mostrándose paulatinamente en una sutil gradación de luz que acaba destapando una encendida selva de velámenes y estandartes sobre proas de naves en el lado derecho del escenario, mientras a la izquierda, empavesando las macizas murallas de un palacio renacentista ondean oriflamas y banderolas de púrpura y amaranto en medio de un gran despliegue de figuración. En el centro del escenario, el general moro se enfrenta a las acusaciones vertidas contra él ante la corte del anciano senador de Venecia. Las palabras condenatorias retumban en el escenario ahondadas por el silencio sepulcral del público:
vuestra hija se rebela contra vos
entregando belleza, razón y ventura
a un extranjero errátil y sin patria.
Bajo un resplandor de luces amarillas que se van aclarando hasta casi parecer un refectorio conventual, Desdémona, ataviada como una dama de Tiziano, entra en la última escena del primer acto para defender su amor contra la autoridad paterna, y un suave adagio musical acompaña la hábil mutación del decorado en el que aparece ahora la plaza de San Marcos y los canales que confluyen hacia ella surcados de góndolas.
Garcés, con los codos apoyados en la balaustrada del palco, inclinado hacia adelante y exaltado por el drama que está siendo representado, se deja ganar por la ensoñación, mezclando la ilusión escénica con sus deseos, y trata de orientar su mirada en la oscuridad hacia la mujer que permanece sentada en la segunda fila de platea, con la cabeza muy erguida. Imagina el júbilo de besar su boca vuelta hacia él tras el efecto neblinoso de un alumbrado en sordina y, olvidado momentáneamente del espectáculo, divaga con fantasías y satisfacciones que le procuran una evasión inmediata. Todavía inmerso en el abrazo imaginario piensa en el viaje que ha de iniciar al alba, en la oscura trama que continúa su progresión imparable hacia un futuro cargado de incógnitas, en la fugacidad de todo. Si fuera el personaje de una farsa, podría aspirar a un merecido papel, pero se siente sólo parte del decorado, algo en su interior le incita a retraerse y sin embargo ¿cómo dejar de pensar? Elsa Quintana es apenas una silueta difusa e inmóvil, su espalda y su piel forman parte de la oscuridad. Garcés apoya la frente en las manos y cierra los ojos para sentir más intensamente su presencia. Son apenas unos segundos, porque al momento la misma ensoñación le devuelve al tablado en el que transcurre la obra.
Toda la escenografía de decorados y tramoyas, los coros de centuriones con sus lanzas doradas, las vestimentas y los efectos lumínicos ensalzan y desmienten al mismo tiempo el majestuoso empaque del gigante negro, su angustia de héroe destrozado cuando en el último momento entra sigilosamente con un candil en la habitación donde duerme su amada y dirigiéndose a la invisible blancura de Desdémona, cisne agónico, pronuncia el misterioso monólogo final de la tragedia:
Es la causa, es la causa, alma mía,
no permitáis que os la nombre castas estrellas.
Es la causa. Y sin embargo, no derramaré su sangre,
ni señalaré su piel más blanca que la nieve,
más suave que alabastro de sepulcros.
Pero ella debe morir…
Cae el telón y el público se levanta para aplaudir y va saliendo de la luz amarillo-naranja a las penumbras de los pasillos con sus rellanos y alfombras que conducen a la noche demorada. Animado por la fuerza del espectáculo al que acaba de asistir, Garcés se acerca a Elsa Quintana que trata de abrirse camino entre los asistentes a la representación, intercambiando comentarios y saludos mientras se dirige a la guardarropía para recoger su chal.
– ¿Puedo acompañarla? -pregunta, sin recibir más que una sonrisa por respuesta.
Ya en el exterior, la mujer señala una calleja próxima, por la que se adentran confiando en la penumbra clareada, con estrella aquí, estrella allá, que les permite contemplar ciertos aleros, cimborrios de estilo neoárabe, columnas y peristilos teñidos de un amarillo singular en la noche blanca, espolones de cemento que difícilmente se definen en cabalidad de formas y que por un momento les crea la ilusión también a ellos de ser personajes de un drama que quizá alguna imaginación aviesa en algún lugar ha trazado para sus destinos.
Caminan en silencio, a cierta distancia uno de otro. Garcés siente de nuevo el mismo aroma que había percibido al bailar con ella, un olor indefinido que no proviene de ningún perfume sino de la piel que imagina tibia de una suavidad tersa y vibrante.
Ella no habla mucho sobre sí misma. Breves comentarios referidos a un pueblo de Andalucía con dehesas y olivares que evoca con nostalgia, algo sobre un viaje sin billete de vuelta, pequeños detalles que lejos de desvelar nada sobre su vida, aumentan aún más su misterio.
– Y eso es todo -concluye.
Garcés sabe que eso no es nada, pero no saca a relucir a Ramírez hasta más tarde, cuando ya están en la ciudad vieja, al pie de las murallas que parecen oscilar con la tenue reverberación de los faroles.
– ¿Quién?
– El militar que se acercó a ti en la recepción del Excelsior -aclara Garcés.
Se tutean desde hace apenas unos minutos.
– Ah, ése.
Ella tarda más de lo necesario en responder, como si estuviera tratando de ganar tiempo, y Garcés percibe la demora.
Elsa Quintana no precisa nada más de momento, pero las líneas de su rostro se endurecen repentinamente.
– Es un antiguo conocido -dice al fin, evasiva.
Luego inclina un poco la cabeza y le pregunta a Garcés por sus proyectos, de un modo en que resulta evidente su deseo de cambiar de conversación.
Ahora es él quien habla de su expedición al Sahara. Lo hace despacio y seguro de sí mismo, sonriendo ligeramente en las pausas, mirándola de refilón antes de proseguir. Le cuenta hasta qué punto se llega a perder la conciencia de lo permanente en el desierto, espacios de arena que el viento cambia cada día enterrando las huellas de un poblado o levantando dunas donde antes sólo había una explanada vacía. Le explica la forma en la que los guías beduinos señalan los recintos en los que excavar para buscar las bolsas de agua y los ríos subterráneos. Pasa de una descripción a otra como un halcón sobrevolando el cielo.
– En el Sahara -dice- nada es estable, sólo el viento decide el paisaje abrasándolo con sus numerosas lenguas o con una repentina tormenta de polvo rojo que puede durar más de cinco o seis horas, una cortina opaca que se alza desde el suelo hasta mil metros de altura, filtrándose incluso en las más pequeñas rendijas de las herramientas y los aparatos de observación, coagulando las bisagras, los cerrojos, dejándolos inservibles. Es como si la superficie del desierto, palmo a palmo, a través de millones de poros impulsara hacia arriba ráfagas circulares de arena en diminutos rizos cuya velocidad va aumentando hasta ocultar todo el espacio circundante. Otras veces adopta la forma de un remolino teñido de cobre que se desliza hacia el oeste, arrancando tiendas y amarras, sillas de montar, cacerolas, enseres de aldeas enteras, arrastrándolos durante kilómetros enroscados en una columna de fuego.
En ese momento se detiene y mira hacia atrás, creyendo ver una sombra entre las arcadas. Pero si alguien los sigue, lo hace concienzudamente, asegurándose de que ellos no lo adviertan. Continúan caminando del mismo modo que antes: ella, algo adelantada, y mirando el suelo.
– Así que eso es lo que haces… -susurra con una voz mínima en la que casi no se trasluce el deseo de captar los motivos que él pueda tener para vivir de ese modo.
– Sí, pero no lo digas como si fuera una adversidad. No huyo de nada.
– Todos nos ocultamos de algo. De una creencia, del miedo, de un error…
En el rumor espaciado de la conversación parpadea la llama temblorosa y emocionante de una amenaza que los cerca quizá por esa creencia, por ese miedo, por ese error. Las calles angostas, cada vez más desiertas, parecen trasmutadas en una de las inverosímiles noches de las novelas de capa y espada donde dos amigos podrían acuchillarse en duelo feroz por no haberse reconocido las caras. Esquinas borrosas, inesperados salientes, encrucijadas que se abren en la negrura como los mismos caminos de la vida. Como el amor que se vive sin certeza alguna. La forma en que llega a ocurrir no se sabe tampoco, ni el porqué. Un hombro redondeado que de pronto absorbe toda la luz y al ser observado aisladamente del resto del cuerpo, alberga por sí solo la conciencia del deseo, algo futuro e inalcanzable que no se puede poseer, como las colinas desmembradas que encuadran una dimensión única dentro del horizonte o la depresión del cuello, el lugar íntimo de donde procede la voz, cada uno de los sonidos que destruyen el anonimato. Hay un instante involuntario antes del enamoramiento en el que todos los sentidos se concentran en una dirección. La memoria, la intuición, el momento que atraviesa uno mismo, la propia inteligencia se tensa a la espera de algo. El amor se manifiesta con el espíritu del halcón.
Garcés se gira hacia ella, contempla las líneas de su perfil entre el cabello que le oscila sobre los hombros al caminar; el trazo limpio de la frente, la curva del cuello prolongándose hacia el escote. Se pregunta si algún hombre habría acariciado aquella piel alguna vez, sin prisa, demorándose en cada centímetro, del mismo modo en que él desea hacerlo. Es entonces, al levantar los ojos, cuando inesperadamente cambia el registro de la conversación, impulsado por una incontenible exaltación verbal, absuelto y locuaz, como si sólo ahora tuviera la ocasión y el derecho de decir en voz alta todo lo que hasta ese momento ha callado. Va despojándose de sí mismo; enumera para Elsa Quintana las palabras que jamás se hubiera atrevido a pronunciar si no fuera inminente su partida y si no temiera que pudiesen ocurrir hechos capaces de alterar sus vidas para siempre. Se siente amparado por la fatigada complicidad de la noche como si se hallase inmerso en un escenario intacto del que hubieran desertado hace ya tiempo los actores, dejando en el aire una intimidad acogedora donde encuentra eco el estremecimiento desnudo de sus sentidos. Elsa Quintana levanta la vista y ve los ojos de Garcés, repentinamente serios, clavados en ella, el pelo negro, la tez olivácea y aquella mirada… No fue nada, apenas un momento, un simple signo en el morse del entendimiento, pero tan intenso y perturbador que ella siente la necesidad de cubrirse los hombros con el chal y regresar cuanto antes al subterfugio de las palabras. El propio sigilo de la voz, honda y masculina, le hace olvidar por momentos la ciudad en la que se encuentra y las razones que la han llevado hasta allí, sin entender los hilos que otra vez de forma imprevisible va tejiendo la urdimbre del azar. Pero le gusta la sensación de estar ahora mismo recorriendo los barrios occidentales de Tánger al lado de este hombre: la calle lunar, el diminuto círculo rojo de la lumbre del cigarrillo que él mueve en la penumbra, las paredes sucias donde relampaguean sus sombras como un reflejo aguado… Se siente tan conmovida y halagada como perpleja. Prefiere no saber, renuncia a la potestad de la clarividencia que algunas personas tienen para entender lo que sucede en tiempo presente y que ella sólo alcanza a vislumbrar cuando ya son pasado. Le gustaría responder orgullosa a esa imagen enaltecida que el hombre se ha hecho de ella. En su interior pugnan con igual fuerza los propósitos de retraimiento y entrega, pero el combate íntimo concluye en ascética renuncia.
– Ni siquiera me conoces -dice con un punto de dureza en la voz que le da a la frase un tono de reprimenda-. No sabes nada sobre mí.
Junto a la verja del Hotel Excelsior, él reprime el impulso de tocar reverencialmente sus mejillas como si temiera profanarla, los pómulos, la comisura de los labios, comprendiendo que lo daría todo a cambio del olor tibio del cuerpo de ella cuando alza el brazo para recoger detrás de la oreja un mechón de pelo. Ve oscilar en sus pupilas la luz de una farola, la cabeza levemente inclinada contra las rejas, la boca silenciosa tan próxima ahora a su cara que puede percibir su tibieza. Entonces, sin apenas pensarlo, acerca los labios, entornando los ojos, despacio, estremeciéndose, sintiendo durante un instante la piel entregada de la mujer, cálida y acogedora, muy adentro; la firmeza del pecho que viene a apretarse tensamente contra el suyo de un modo grave, casi sacrificial, el fluir de toda aquella sangre que percibe desbordada bajo sus caricias con un rumor tan intenso como el del aguacero en la arena. Garcés se pregunta qué aspecto tendría ella en el invierno del Norte, asomada a una ventana con los brazos desnudos para recibir la lluvia de una tormenta. Se enamora de esa imagen. El escenario secreto de las vidas soñadas, la profundidad de campo mínima, su intimidad cerrada en el contacto del beso. Después, Elsa Quintana retrocede desconcertada como volviendo en sí, alargando la mano temblorosa hasta el portón de hierro, desviando el rostro hacia las sombras retintas del jardín. Se oye un murmullo de voces femeninas que se acerca, tacones repiqueteando en la escalera, un tintineo de pulseras. Garcés recompone su actitud, permanece un momento inmóvil, tratando de prolongar el singular ensueño, mirando la luna pequeña que trepa entre el ramaje de un sauce, buscando las palabras para despedirse:
– Me gustaría saber si podré encontrarte aquí a mi regreso -pregunta sin dejar de mirarla. Mirándola en realidad hasta deshacerla.
Pero los ojos de ella se han apartado ya, aumentando el espacio que los separa, la escalinata de mármol, la puerta giratoria del hotel, un código de aire en el que aprender a leer la escritura jeroglífica interior.
Demasiados sucesos, demasiadas emociones para una sola noche que, sin embargo, todavía reserva su mayor incógnita. Garcés se dirige ahora solo al puesto de guardia local donde le espera el chófer que le ha de conducir hasta el acuartelamiento de Tetuán. En ese instante la validez de su existencia se fundamenta en el supuesto de que ella pueda verlo todavía desde la ventana de su habitación, como efectivamente lo ve, bajando rítmicamente la calle a través de las sombras. Piensa en todo y en nada. La parte de sí mismo que se rebela hace que dé una patada a una piedra haciéndola rodar hasta el final de la cuesta.
Ya en la explanada del cuartel español, el patio de tierra permanece iluminado por las luces de los reflectores que se entrecruzan en giratorias intersecciones. A la izquierda, en el polígono de oficiales, se observa una inusitada actividad. Cuando Garcés entra en el pabellón se escuchan voces de alarma, alboroto de pasos, timbrazos, carreras, una voz enérgica grita en el teléfono desde el despacho de comandancia…
– ¿Qué pasa? -pregunta Garcés a un sargento que baja apresuradamente las escaleras con varios soldados.
– Se trata del coronel Morales. Se le disparó el arma cuando la estaba manipulando. Se ha matado.