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Kerrigan tiene en sus manos el cable del consulado, una nota de uso interno del Foreign Office, redactada con el característico estilo rutinario de los informes biográficos sobre personalidades destacadas. Sus ojos van saltando con precipitación de una línea a otra:
Francisco Franco. General de División. Nacido en Ferrol el 14 de Diciembre de 1892. Sirvió con gran distinción en Marruecos, donde estuvo al mando de la Legión extranjera desde 1923 a 1926. Tuvo un papel destacado en la ocupación del sector de Ajdir, gracias al cual fue ascendido a general de brigada. Al crearse la Academia General Militar de Zaragoza en 1928, el general Primo de Rivera, le nombró su director. Cuando ésta fue clausurada por el primer gobierno republicano, el general Franco fue destinado a la XV Brigada de Infantería. En 1933 fue nombrado gobernador militar de las islas Baleares y en febrero del presente año comandante en jefe de las fuerzas de Marruecos. Pero en mayo, siendo Gil Robles ministro de la Guerra, le nombró Jefe del Estado Mayor Central. Oficial táctico y hábil, el general Franco es uno de los hombres más sobresalientes del Ejército español y ostenta casi en exclusiva el mérito, sin precedentes entre los altos oficiales, de ser ahora tan apreciado por los ministros republicanos como lo fue antes por los de la Monarquía. Está considerado un gran valor nacional. Actuó como asesor principal del ministro de la Guerra en la campaña militar de octubre de 1934 en Asturias. Pertenece a una familia de soldados distinguidos.
– Todo empieza a encajar -dice dirigiéndose a Elsa Quintana que lo está observando con una mirada reflexiva y un poco desconcertada-. Lástima que no podamos contar con Garcés.
– Creo que no le entiendo.
Está sentada en un taburete bajo junto a la mesa moruna con las piernas cruzadas. Tiene la espalda apoyada contra la pared, bajo la lámina que representa a una ninfa con los ojos vendados. Va vestida con pantalones y una camisa blanca remangada por encima de los codos y desabrochada en el cuello. Kerrigan puede ver el comienzo del escote en el vértice del triángulo entreabierto ascendiendo y descendiendo al ritmo de la respiración.
– Nos faltaba un líder y ya lo tenemos. Llevamos varias semanas detrás de esto -replica el periodista dando un trago largo al vaso de bourbon que sostiene en la mano derecha-, y cuando las cosas empiezan a aclararse, nuestro amigo se esfuma sin despedirse siquiera.
– De mí sí que se despidió -objeta ella, alzando los ojos. Lo dice sin presunción, con naturalidad, y Kerrigan puede adivinar un vago reflejo melancólico rozándole los labios-. Pero me gustaría que me explicara qué ocurre exactamente.
El corresponsal del London Times se inclina hacia adelante para ofrecerle fuego protegiendo la llama en el hueco de las manos, después se vuelve contra el respaldo de la silla y aplica la llama del mechero a la punta de su propio cigarrillo frunciendo los ojos como si le molestara el humo.
– Ocurre que su país está al borde de una guerra civil. Ocurre que el hombre que la ha estado extorsionando, el capitán Ramírez, es el intermediario entre los militares golpistas y la empresa alemana H &W para el suministro de armamento y que la operación evidentemente no es un simple negocio entre particulares, sino un acuerdo entre el Alto Estado Mayor nazi y los fascistas españoles. Ocurre que durante los últimos meses han llegado al puerto de Tánger más de doscientas toneladas de bombas, municiones y explosivos. Y ocurre finalmente que el gobierno de mi país no sólo está al tanto de todo, sino que incomprensiblemente acepta que la situación política en España derive hacia una dictadura.
Kerrigan alza los hombros y señala el cablegrama que está encima de la mesa.
– Todo son alabanzas a los méritos profesionales, al posibilismo y el protagonismo antirrevolucionario del joven general. Apostaría doble contra sencillo a que, llegado el caso, el gobierno británico cerraría los puertos de Gibraltar y Tánger a la flota de tropas republicanas en el Estrecho.
Elsa Quintana permanece inmóvil, los ojos quietos. No parece excesivamente sorprendida. Si experimenta alguna inquietud interior, se guarda de manifestarla. A Kerrigan le desconcierta esa especie de serenidad algo altiva por la que ella parece regirse en ocasiones.
– ¿Qué podemos hacer? -pregunta finalmente con voz resuelta.
– De momento será mejor que deje el hotel y se traslade a mi apartamento. Puede ocupar el cuarto de Ismail. Nadie la molestará aquí.
Ella se queda un momento pensativa mirando hacia la ventana, como si estuviera dándole vueltas a alguna idea.
– Gracias -dice al fin bajando la cabeza y acariciando la piedra roja del anillo que luce de nuevo sobre su dedo anular-. Gracias, de verdad -repite, ahora en voz muy baja y suave-. Aunque creo que, después de todo, esta sortija no merecía tantos esfuerzos.
Kerrigan desde su posición la mira con curiosidad y su boca adopta una momentánea expresión jovial que transforma su rostro. Es una sonrisa dulce e incluso soñadora. Hubiera querido conocer uno por uno todos los lugares e instantes de la vida de Elsa Quintana, no sólo los momentos dramáticos que ella había accedido finalmente a relatarle, al verse descubierta, cuando la encontró llorando y encogida junto al terraplén que limita el barrio de Sidi Bu Knadel, un montículo de basura hedionda por donde deambulan los perros y los mendigos y los traficantes. Kerrigan había acudido a aquel lugar siguiendo los pasos de Ramírez, pero cuando llegó sólo la encontró a ella, aunque al principio casi no la reconoció, así, tan demacrada, con el rostro descompuesto, el pelo desmadejado y un brillo sucio de lágrimas bajo los párpados pintados. Tal vez fue necesario ese momento de fealdad para que su desconfianza se relajara. La belleza intacta es como el éxito, no deja lugar para la comprensión humana. Las luces de la ciudad aún no se habían encendido y las únicas que se veían eran las de las pequeñas hogueras al pie de las chozas donde se hacinaban los indigentes. A Kerrigan le pareció milagroso que las llamas desguarnecidas en medio de aquel secarral rodeado de maleza no llegaran a provocar un incendio. Observó a la mujer en la penumbra durante unos minutos y esperó a que sus sollozos se fueran espaciando antes de ofrecerle un pañuelo. Escuchó su relato sin interrumpirla, creyéndola esta vez, a pesar de que la forma en la que ella hablaba le parecía en algunos momentos exaltada e incongruente. De la naturaleza humana había aprendido que la mentira nunca se expresa en términos tan crudos y contestables. Sólo la incoherencia es patrimonio de la verdad. El modo en que describió la muerte de los dos falangistas, por ejemplo, le recordó a Kerrigan la versión de uno de esos crímenes que se cometen en sueños. Su huida, la extrañeza de llegar a Tánger y dejar transcurrir los días como a la espera de una desgracia imaginada hasta que efectivamente ésta se hace real y se convierte en la voz que amenaza y extorsiona, en la mano acusadora, en los ojos fríos que exigen, chantajean, coaccionan, acechan. La voz, la mano, los ojos del capitán Ramírez. Elsa Quintana hablaba para sí misma, impúdicamente, como si no necesitara ser creída, sin importarle ya lo que él pudiera pensar o decir. Y en efecto, él no pensó nada, no dijo nada, sólo miró al descampado, la puerta de la carpa donde una muchacha amamantaba a un niño enrojecido por el llanto, el aire que empezaba a mecerse en el crepúsculo centelleando entre los restos de latas esparcidas sobre la dureza de la tierra. Después le ofreció su brazo para salir de allí.
Kerrigan la observa de refilón. Se fija en el gesto casi masculino con el que ella aplasta el cigarrillo contra el cenicero que hay sobre la mesa moruna, el pómulo en punta alzado obstinadamente junto al cuello de la camisa. Es una mujer fuerte, piensa, puede tener algún momento de debilidad, pero por dentro debe de estar templada a acero. Si no, no hubiera podido soportar sola toda la presión a la que se ha visto sometida, ni tendría esa mirada desafiante que a veces le asoma a los ojos, ni apagaría los cigarrillos de ese modo.
La apreciación que el periodista hace para sus adentros, le lleva de nuevo al tema principal. Los constantes viajes del capitán Ramírez a la capital del protectorado español, sus negocios particulares con Wilmer, los contactos de éste con la cúpula del partido nazi para la puesta en marcha de la operación de suministros, todo eso era algo que se había ido desvelando poco a poco, como el desarrollo de una trama cuyo ensayo general, según todos los indicios, tendría lugar en España. Pero su representación definitiva quizá estuviese aguardando un escenario más amplio. Eso, al menos, es lo que opina Kerrigan. Sus pensamientos le hacen regresar siempre al mismo lugar, al territorio sangriento en el que la historia salda implacablemente sus cuentas, como la fría mañana de febrero de 1916 cuando los cañones alemanes abrieron fuego sin previo aviso sobre las posiciones francesas en torno al frente de Verdún, del mismo modo que los ejércitos medievales se lanzaron siempre sobre ciudades fortificadas y aldeas y campos de cultivo en los que, si se excavaba bajo los surcos dejados por los tanques, se encontrarían hachas de obsidiana o cuchillos de sílex y restos arqueológicos de otras contiendas que empezaron mucho tiempo atrás, en la medianoche de la horda cuando los hombres aún a cuatro patas comían raíces y se devoraban unos a otros, aullando de pavor bajo la luna. Nada es nuevo y todo se perpetúa, aunque parezca haber cambiado a un ritmo vertiginoso, porque siempre hay un momento en que se despierta otra vez la gran hidra de la locura colectiva, la civilización sucumbe y los países se estremecen dentro de sus fronteras. Tiempos de cólera y fuego. Se llenan los estadios donde el Führer congrega a sus adeptos. Por las calles desfilan bárbaros escuadrones que expurgan museos y bibliotecas y cualquier vendedor de artilugios eléctricos como Wilmer acaba adscrito a un importante organismo, trastocando su maletín de viajante por la espada de Sigfrido.
El corresponsal del London Times piensa que la forma en que las vidas individuales se ven afectadas por los derroteros de una época es siempre una cuestión fatigosa de entender. De qué manera el conflicto de intereses entre Wilmer y Ramírez y sus posibles desavenencias por el porcentaje de beneficios en las operaciones de la empresa H &W habían acabado por atañer directamente a Elsa Quintana e indirectamente a él mismo era algo con lo que no había contado al principio de la investigación. Pero ahí estaba ella sentada frente a él, con la cabeza ladeada y las manos sobre el regazo en actitud de espera. Kerrigan la mira, tratando de imaginar el caudal de pensamientos ocultos que ensombrecen su frente. Era la misma mujer de la que había recelado desde el instante en que Alonso Garcés había mencionado su nombre por primera vez en el Café de París y, después, en todas las ocasiones en que la había admirado a distancia, la misma sugestión, los mismos ojos. Sin embargo, su tez había adquirido en todo ese tiempo una tonalidad tostada igual que la tierra de aquel país, que la hacía parecer más fatigada y menos joven, pero con la consistencia corpórea del barro que se solidifica al envejecer. Ahora todos los terrores y miedos nocturnos y decepciones que se alzan en ella, con causas antiguas o recientes, se evidencian en su rostro, en su manera de respirar moviendo la cabeza confusamente entre los tajos de luz de las cortinas.
Kerrigan se pasa la mano por las sienes, como si lo acabaran de despertar. Dobla cuidadosamente el cablegrama y lo introduce en el interior de un cartapacio junto a otros documentos.
– ¿Sabe que el coronel Morales murió más o menos a la misma hora en que ustedes salían del teatro? ¿Le dijo Garcés algo relacionado con este asunto? ¿Si tenía una cita con él o si sospechaba algo?
– No. Solamente habló de la expedición y… bueno, de cosas personales.
– Entiendo -replica Kerrigan acariciándose el mentón-. Es extraño que decidiera asistir a la representación la noche antes de su partida y no hubiera intentado ponerse en contacto conmigo.
– Tal vez lo intentó y no pudo hacerlo o quizá necesitaba distraerse.
– ¿Distraerse? -Kerrigan esboza una sonrisa asombrada.
– Todos tenemos momentos en que necesitamos una tregua, alejarnos de las preocupaciones y dar prioridad a nuestros propios asuntos. ¿O usted nunca lo hace?
– No. Supongo que no.
Durante un momento el rostro del periodista permanece oculto por la pantalla de la lámpara y Elsa Quintana no alcanza a ver su expresión.
– ¿Cree que corre peligro? -pregunta ella poniéndose repentinamente en pie. Su tono es grave y bajo, los ojos atravesados por un reflejo de alarma.
Kerrigan había visto muchas veces ese mismo fondo de preocupación en la mirada de otra mujer. Sólo que entonces era él el objeto de la inquietud.
– El mismo peligro que usted o yo -responde con una chispa de melancolía desalentada y solitaria brillando en el fondo de sus pupilas-. Pero no se preocupe, es joven y sabe defenderse. Si la inminencia de su partida se debe, como parece, a una táctica de los implicados para alejarlo, es probable que hayan incorporado a la expedición a alguien que vigile de cerca sus movimientos, un infiltrado. Por otra parte, la muerte del coronel Morales sólo puede significar que los conspiradores empiezan a impacientarse. Así que lo más urgente ahora es encontrar el modo de alertar al gobierno de Madrid de lo que se avecina.
– No será fácil encontrar un contacto de fiar aquí -comenta Elsa Quintana dejándose caer sobre la esquina del sofá en la que están amontonados los cojines-. ¿Cómo piensa hacerlo?
– No lo sé.
Kerrigan la espía subrepticiamente preguntándose por qué hasta el más torpe de los movimientos de ella posee esa especie de gracia descuidada. Luego con brusquedad se da la vuelta, irritado consigo mismo por la constante injerencia de estas observaciones involuntarias que lo distraen de la conversación y hace un esfuerzo por volver al hilo del tema que les ocupa.
– Desde luego no podemos contar con el consulado británico -dice aclarándose la voz-. Tengo la impresión de que se está gestando una operación de más alcance que las realizadas hasta ahora. No sería descabellado pensar que traten de recurrir a la aviación para pasar a la Península, ya que todo parece indicar que, haga lo que haga el cuerpo de oficiales, la flota española permanecerá leal a la República. Y eso supondría la implicación no sólo de empresas particulares o de la Ausland organisation nazi como hasta ahora, sino del propio Ministerio de Asuntos Exteriores alemán.
– Usted es inglés. Ni su periódico ni su país quieren inmiscuirse en este asunto. ¿Por qué hace todo esto?
Los ojos de ella están ahora fijos sobre él en una especie de meditación. Kerrigan se sube las mangas de la camisa. El tono dulce de la mujer, su voz rápida, lo coge desprevenido. Busca algo, cualquier cosa que aleje de su mente esa impresión. Mira la hora en la esfera de su reloj.
– Las cinco y diez -dice con el cigarrillo en la mano, brillando la brasa.
Después, da una última calada reteniendo el humo antes de exhalarlo. La edad le había enseñado a qué clase de preguntas debía contestar y a cuáles era preferible no responder.