173258.fb2
– El barco llegó hace una semana. El servicio de vigilancia costera no encontró nada, pero sólo registraron la bodega, como de costumbre, no los camarotes de primera clase.
Kerrigan alza las cejas con expresión demostrativa y hace una pausa para aplastar el cigarrillo en el cenicero hasta que la última partícula de brasa queda completamente extinguida. Después, sin alterar el tono neutro de voz añade:
– Ismail los ha visto descargar de madrugada en la playa, detrás de la escollera.
El reservado del restaurante El Club la Kasbah, al principio del bulevar Pasteur, es el lugar más frecuentado por los funcionarios de las embajadas. Garcés mira pensativamente el mar a través de la galería acristalada del primer piso, el barco anclado en el puerto, la estela rizada, dejada por las lanchas patrulleras sobre el agua. Su expresión es perpleja, reflexiva, como si estuviera tratando de atar cabos sin lograrlo. El corresponsal del London Times permanece sentado frente a él, con la cabeza inclinada en medio de las franjas diagonales de sol que rayan la atmósfera y el pesado sopor de la sobremesa, mirando fijamente la hoja de papel timbrado que hay sobre el mantel. La palabra tungsteno está escrita con tinta azul sobre una columna de cifras y de fechas como si se tratara de un diario comercial. A la izquierda figuran las siglas H &W y debajo otra columna de cifras.
– Lo siento, pero no acabo de entender a dónde quieres ir a parar -dice el español cambiando inquieto la posición de sus piernas.
– ¿Alguna vez has oído hablar de un tal Wilmer? -pregunta el periodista.
Garcés hace memoria un instante. El nombre le resulta desconocido.
– Es el director de ventas de H &W y actúa como representante comercial en Tánger para varias empresas alemanas de productos como cables, congeladores, equipos de transmisión y materiales eléctricos y ópticos. Y por lo que parece también tiene que ver con la producción de explosivos -Kerrigan deshace minuciosamente el envoltorio de los terrones de azúcar y revuelve el café antes de proseguir con la información-. Desde hace algún tiempo mantiene frecuentes contactos con altos oficiales del ejército español en Tetuán y Melilla -dice esto con el mismo tono impasible, pero después observa fijamente a Garcés mientras da un sorbo largo a la taza, como si pretendiera calcular el efecto que provoca en él la última frase.
– Probablemente les compremos suministros para los cuarteles o blancos de práctica para la artillería. ¿Qué tiene eso de extraño?
– Nada, si no fuera porque las reuniones siempre tienen lugar de noche y fuera de los cuarteles -aclara Kerrigan-. Demasiadas precauciones para un intercambio comercial legal. Además a la embajada han llegado ciertos rumores que apuntan a una conspiración militar, aunque esto no parece preocupar demasiado al gobierno de Su Graciosa Majestad Británica.
El periodista pronuncia las últimas palabras con un peculiar énfasis; su dominio del español es suficiente para permitirse alguna ironía. Garcés lo mira interrogante, trata de ordenar la información, de valorar su alcance. Recuerda alguna conversación escuchada al vuelo en el casino militar de Tetuán, meses atrás. Muchos oficiales miraban con alarma la creciente agitación social sobre todo en Asturias y en Andalucía. Algunos incluso consideraban que se trataba de una clara ofensiva comunista, pero de ahí a pensar en una conjura para alzarse contra el gobierno de Madrid, había una diferencia. La verdad es que no veía a ninguno de los 84 generales en activo capaz de llegar a ese extremo salvo, en todo caso, al general Mola. Sin embargo, las frases oídas en aquella sala del casino militar revestida de madera de roble, resplandecen ahora en su memoria como brasas en la oscuridad y cobran otro sentido ante las insinuaciones apuntadas por Kerrigan. Pero lo cierto es que a él la política nunca le ha importado gran cosa. Lo suyo era la exploración, por eso se había hecho militar. Recuerda el momento en que adoptó esa decisión irrevocable, como todas las que se toman en la infancia. Estaba corriendo de un extremo a otro del pasillo que bordeaba la biblioteca, en la casa de las Marinas. La madera del suelo crujía con una resonancia honda bajo sus pasos, un sonido que le hacía pensar en la cámara secreta de un buque -siempre estaba inventando fábulas y misterios que llenaran los salones vacíos de aquella mansión tan solitaria.
Anochecía y la oscuridad empezaba a puntearse de pequeñas luces amarillas. Entonces su abuelo abrió la puerta del despacho donde trabajaba y con la austeridad que lo caracterizaba le enseñó un atlas geográfico encuadernado en tela azul, con grandes letras doradas en el lomo. Afuera la lluvia del Norte golpeaba los castaños con un rumor de tempestad. Aquel día aprendió el nombre de los océanos y de los continentes, le cautivó la forma de África como un corazón grande y se juró que un día recorrería palmo a palmo aquellas montañas escarpadas que tenían un color parduzco en el mapa, las islas perdidas, las selvas misteriosas cuya humedad vegetal casi podía sentir bajo los pies, los arenales como yunques al sol, la madera de juncos en la desembocadura de los ríos y la ruta de los antílopes sobre las praderas, los lugares lejanos que iba señalando con el dedo mientras leía sus nombres con una devoción ignota que lo hacía estremecerse al pronunciarlos: el Nilo, el desierto de Libia, los Grandes Lagos, el Kilimanjaro… Todo empezó ahí: la tentación cautivadora de los vientos, sus caóticas mareas de aire, la sugestión por las constelaciones rotatorias, por las señales bioluminiscentes que guiaban a las aves en sus migraciones, escuchar el débil gemido de una roca a través del cronómetro de radiocarbono. La memoria humana está codificada también en lascas y sedimentos y magnetismos. Se anhela un lugar con la misma extraña fidelidad con la que los minerales imantados señalan el polo magnético. Garcés evoca el recuerdo de aquellos diarios de viajes emprendidos por la Asociación Española para la Exploración de África, que su abuelo conservaba en varios tomos encuadernados, las expediciones del siglo XIX por el norte de Marruecos para localizar la fortaleza de Santa Cruz de Mar Pequeña, el actual Sidi Ifni, los primeros intentos de penetración hacia Río de Oro, el reconocimiento del territorio litoral desde Oued Dráa hasta cabo Juby… Casi podría reproducir de memoria los dibujos a plumilla que ilustraban el texto, la calidad de las representaciones cartográficas. Los nombres de Joaquín Gatell, Fernández Duro, Cervera, Quiroga, Rizzo o Bonelli pertenecían para él a una categoría heroica. No sabe exactamente en qué momento se perdió esa fascinación, pero piensa que hace ya tiempo que la relación del hombre con el territorio está envenenada. ¿Qué puede tener en común el patriotismo de las salas de banderas con las superficies oscuras, las llanuras vastas y silenciosas, solas en la noche, las regiones infructuosas entre países que no están hechas para pertenecer a nadie?
La voz del periodista lo saca de sus meditaciones. Kerrigan lleva varios minutos hablando sin apenas interrupción, el tono neutro, los brazos cruzados en el borde de la mesa, fechas, detalles, conjeturas… una reciente gestión secreta en Londres por la que se advertía a las autoridades británicas de la inminencia del golpe.
– Eso es todo lo que he podido averiguar -concluye finalmente.
La única luz que rodea el reservado del restaurante es la procedente del mar, el cielo amarillo y blanco por encima del agua. Unas rápidas ondas de música árabe suben del piso de abajo. El camarero pasa con una bandeja serpenteando entre las mesas. Garcés mira abstraído hacia las instalaciones del puerto, por encima de los tejados de cinc: los marineros martilleando el casco de un carguero para limpiar el óxido, la calle inundada de sol, el trajín de los empleados de los almacenes. Reflexiona sobre las palabras de Kerrigan y opina que quizá estén pagados por los alemanes o por los italianos o por los ingleses o por todos ellos al mismo tiempo. La imparcialidad siempre es ilusoria ante los asuntos económicos y una ciudad que vive del contrabando sólo se mantiene bajo la máxima de que nadie puede confiar en nadie. Al otro lado del muelle un camión que maniobra frente al destacamento de la policía aduanera lo hace salir de su abstracción; y espasmódicamente su vista recupera el foco normal y vuelve al tema de conversación que les ocupa.
– Después del fracaso de la sanjurjada, no creo que haya nadie en el Ejército que se atreva a repetir semejante aventura suicida, si es eso en lo que estás pensando -dice con más optimismo que convencimiento.
En realidad, no quiere considerar esa posibilidad. Pero enseguida se arrepiente del comentario, porque Kerrigan se queda mirándolo con un pequeño brillo en los ojos, la boca apretada y una expresión de burla impasible en el rostro.
– ¡Por el amor de Dios, Garcés! Alguien tendría que contarte alguna vez la historia del mundo.
– Está bien -replica finalmente el español, frunciendo el ceño, algo molesto por el comentario. Da una calada profunda al cigarrillo que sostiene entre los dedos, el humo sube casi en línea recta hasta el ventilador-. Veré de qué me puedo enterar.
Sabe exactamente que investigar el asunto significa días o semanas de retraso en su expedición. Además, piensa que Kerrigan concede demasiada importancia a algunas cosas. En más de una ocasión ha tenido que escuchar sus críticas al gobierno británico y a las democracias occidentales por negarse a ver el giro que, a su juicio, estaban tomando los acontecimientos en Europa. Alemania era otro de sus temas. Garcés considera que muchas de sus opiniones continúan ancladas en un pasado tan lejano como la fotografía que ha visto en su cuarto de la rue des Chrétiens en la que un Kerrigan increíblemente joven permanece de pie junto a un convoy militar con el anticuado uniforme de la Gran Guerra. Sus temores le resultan a Garcés disparatados, pero a veces estas charlas le producen un extraño sentimiento premonitorio que se suma a la sensación de estar asistiendo a la explicación didáctica de un maestro a su discípulo. Tal vez por eso añade con cierto deseo de resarcimiento:
– Pero a cambio tendrás que cederme a Ismail cuando salgamos para el Sahara.
La respuesta cambia la expresión grave del periodista y lo hace reír sordamente y mover la cabeza hacia los lados con una mezcla de complicidad y reconocimiento.
– De acuerdo -responde, aceptando el trato.
Obstinado, ese era el adjetivo que mejor definía a su amigo: de piñón fijo. Podía hundirse el mundo, pero eso no iba a alterar sus proyectos. El corresponsal del London Times piensa que nunca acabará de entender a aquel tipo.
– Discúlpeme -dice una voz-, ¿no es usted Philip Kerrigan?
El periodista levanta los ojos hacia un barman de rostro africano impecablemente vestido con chaquetilla blanca de botones dorados y fajín granate.
– Sí, yo soy -responde con cierta sorpresa.
El camarero le acerca deferentemente una pequeña bandeja sobre la que reposa una tarjeta con el emblema del Foreign Office, firmada por Mr. George Masón, convocándole para una entrevista urgente en la embajada.
– Debe de ser importante. Tal vez quieran retirarme el permiso de circulación -bromea Kerrigan al tiempo que se levanta y se despide de Garcés con un rápido apretón de manos.
Pero cuando ya se ha dado la vuelta, gira de nuevo sobre sus pasos como si de pronto hubiera recordado algo, y añade sonriendo con un guiño cómplice:
– Por cierto, creo que he visto a tu dama esta mañana en el Tingis.
Después encoge levemente los hombros antes de irse, dejando la frase en suspenso, sin esperar respuesta.
Garcés observa pensativo cómo Kerrigan le da la espalda y avanza hacia la puerta saludando a su paso, con su habitual cortesía inglesa, a algunos de los comensales que ocupan las mesas del fondo. Las últimas palabras han provocado un cambio en su estado de ánimo. Se recuesta hacia atrás en la silla con un gesto evocador. Siente una especie de calor hormigueante que no guarda relación con la temperatura que marca el termómetro, y que le produce una sensación física de lasitud, una vaga sensualidad ingrávida, distinta a la que marca los ciclos de la vida en Occidente. Las normas que rigen en las capitales europeas no tienen vigencia en Tánger. Tal vez la culpa sea de la ciudad, piensa, demasiado abyecta, demasiado hermosa. En un lugar así cualquiera puede arruinarse por amor o por odio antes de darse cuenta.
Garcés, embebido en estas meditaciones, se da tiempo para acabar de saborear el café y encender un cigarrillo. Trata de dibujar en su mente el rostro de Elsa Quintana, pero sucede como tantas veces, que al recordarla su imagen se le niega o no acude por lo menos en toda su nitidez sino ambigua e indefinida, igual que una ilusión. Se pregunta cómo puede ser que una mujer de la que no sabe nada y que apenas ha visto durante unos minutos, acuda a su mente con tanta insistencia. Permanece así un rato, asomado al pozo sin fondo de todo lo que ignora, sin pretender tampoco buscar una explicación racional.
Al salir del restaurante las ondas de música se hacen más intensas. Garcés trata de descubrir en ella alguno de los secretos motivos que pueden llevar a los hombres a abandonar su país natal para vivir lejos y encontrar dentro de sí mismos la singularidad de otros compases que también sirven para magnificar la existencia. La inconsciencia y el sonido o la inconsciencia a través del sonido. Enfila por el malecón que delimita la dársena de pesca y se interna por la calle que sube en fuerte pendiente hacia la medina. Junto a la plaza de la kasbah los barberos trabajan al aire libre. Más arriba, dos niñas se demoran a la puerta de una casa en la interminable tarea de trenzar sus cabellos encrespados untados de aceite, y un vendedor, sentado en cuclillas, ordena sobre una estera la colección de pequeñas botellas de óleos y perfumes. Cuando Garcés pasa a su lado, descorcha uno de los frascos con gesto de ofrecimiento. La fragancia del ungüento se extiende dejando una estela dulzona de jazmín y glándula de gacela. Garcés sale de la medina y continúa caminando hacia el bulevar Pasteur, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, vagamente mareado, sin ser muy consciente del rumbo que van tomando sus pasos hasta que vislumbra, al fondo de la calle, la verja de hierro del Hotel Excelsior y entonces sabe de pronto, con un amago de condescendencia hacia sí mismo, que es exactamente ahí a dónde se dirige impulsado por una especie de tenacidad sin sentido, igual que si acudiera a una cita secreta que nadie ha concertado.
Viéndolo así, sentado en uno de los taburetes de la barra, mirando constantemente hacia el fondo de la puerta del bar, entre los huéspedes que entran y salen, podría parecer uno más de los muchos clientes habituales del hotel que a esa hora se resguardan de la fuerza del sol buscando la atmósfera refrescante de uno de los pocos locales de la ciudad donde se sirve alcohol. Pero Garcés se siente en ese momento tan inmune al calor como al hielo que tintinea contra el cristal de su vaso de whisky, atento sólo a la remota posibilidad de que el azar le conceda otra oportunidad de volver a ver el rostro que apenas recuerda. Hay tipos así, obsesivos, contumaces, que funcionan por corazonadas, individuos que van por la vida cargados de brújulas, barómetros, sextantes y mapas; que no aspiran a más gloria que la de contemplar los halos verde lima del amanecer por encima de una loma del desierto, los estratos de nubes alargadas sobre el horizonte, las manchas azafranadas del sol en las dunas para después alzar su perfil sobre hojas de papel milimetrado en precisos croquis topográficos; especímenes raros acostumbrados a tratar con los nómadas, amantes de la soledad y de los silencios geológicos de la tierra; personas que se sienten dioses cuando descubren una montaña negra de basalto, un lago carbonífero o la composición extraña de una roca; que nunca se acostumbran al cómodo ceremonial de la vida cotidiana con horarios establecidos y afeitado diario; tipos que aman los paraísos rotos, el lugar en el que no están y la mujer que no conocen, que tienen nostalgia de cosas imposibles de ser recordadas con claridad, tan huidizas como el rastro de una hoguera que humea en la oscuridad, entre las tiendas de un campamento; sujetos inadaptados, hombres que se dejan fascinar por el misterio de una voz, de un rostro en el que intuyen alguna clase de derrota. Y serían capaces de dedicar su vida a inventar un pasado para un nombre.