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La casa de la pradera
– Pero, abuelo, no he intentado…
– Delante de todo el personal. Nunca pensé que pudieras mostrar tan poco respeto hacia mí. Tu hermana, sí, pero tú, William, pensaba que valorabas lo que he construido a lo largo de mi vida. Y no voy a tolerar que un falso asistente social incapaz de mantenerse a sí mismo y a su familia venga a robarme a mí y a la mía.
– Abuelo, no es ningún asistente…
– Ya sé lo que ha ocurrido: igual que todo bicho viviente, se ha dado cuenta de lo bueno que eres y se ha aprovechado de ti. Si eso es lo que está ocurriendo en esa iglesia, deberías alejarte de ellos tanto como sea posible.
– No es como crees, abuelo. Se trata de la comunidad.
Yo estaba en la antesala del despacho de Bysen, la habitación donde sus secretarias custodiaban la puerta del gran hombre. Una de las puertas interiores sólo estaba entornada; los bramidos de Buffalo Bill salían por la rendija con la misma facilidad con que atropellaban los esfuerzos que hacía el joven Billy para explicarse.
No había nadie sentado al gran escritorio que presidía la estancia, y cuando me dirigía hacia el fragor de la batalla, alguien me llamó desde un rincón. Era una mujer flaca y anodina sentada a una pequeña mesa metálica en la que había un ordenador; me preguntó, con el característico timbre nasal del viejo South Side de la ciudad, quién era y qué quería. Cuando le dije que Billy me había organizado una reunión con su abuelo, dirigió una mirada nerviosa al despacho interior y luego a la pantalla de su ordenador, pero contestó al teléfono antes de responderme.
– No la veo apuntada en la agenda del señor Bysen, señorita -dijo al fin.
– Seguramente Billy pensó que podría presentarme a su abuelo después del servicio religioso.
Sonreí con soltura, como queriendo decir: «No soy una amenaza, jugamos en el mismo equipo».
– Un momento. -Volvió a contestar al teléfono, tapando el micrófono para dirigirse a mí-: Tendrá que hablar con Mildred; no puedo autorizarla a ver al señor Bysen sin su consentimiento. Tome asiento; volverá enseguida.
El teléfono siguió sonando. Sin quitarme el ojo de encima, la secretaria decía con su afectada voz gangosa:
– Despacho del señor Bysen. En realidad no ha sucedido nada grave, pero si desea hablar con el señor Bysen, Mildred se pondrá en contacto con usted para concertar una entrevista telefónica.
Yo deambulaba por la habitación contemplando los cuadros de las paredes. A diferencia de la mayoría de sedes corporativas, allí no había ninguna obra de arte digna de mención, sólo fotografías de Bysen. Saludando al presidente de Estados Unidos, poniendo la primera piedra del enésimo edificio del emporio By-Smart, posando junto a un antiguo avión de la Segunda Guerra Mundial (supuse que era Bysen: un muchacho con casco de cuero y gafas de aviador con la mano apoyada en uno de los motores). Lo miré fijamente, aguzando el oído para escuchar la discusión que tenía lugar en el despacho interior.
– Billy, ahí fuera hay un millón de historias lacrimógenas y un millón de timadores. Si vas a ocupar un puesto en la empresa, tendrás que aprender a reconocerlos y plantarles cara.
Esta vez el que hablaba era el atiplado barítono petulante que había concluido el servicio religioso: el señor William tratando con suma seriedad a su impulsivo hijo. Miré ansiosamente hacia la rendija de la puerta, pero la mujer del rincón parecía dispuesta a echárseme al cuello si hacía algún movimiento en falso.
Quería entrar antes de que Marcena terminase de desayunar y viniera a mi encuentro. Lo último que deseaba era que sus ganas de conseguir una entrevista con Bysen interfirieran en mis propios planes. Y se le daba demasiado bien llamar la atención de la gente como para que yo pudiera aspirar a que Bysen siguiera prestándome atención una vez que ella hubiera entrado en escena. Pocos minutos antes, en la cafetería, había vuelto a hacer gala de sus dotes: había convencido al tipo con quien habíamos estado hablando de que se sentara con ella a tomar un desayuno caliente completo. Tal como había hecho con las chicas del equipo de baloncesto, Marcena supo cómo conseguir que el tío (llámame Pete; estoy en el departamento de compras y puedo ofrecerte lo que se te antoje, ja, ja, ja) la considerase una interlocutora dotada de una empatía perfecta. Cuando aún estaban de pie ante los huevos revueltos, ya había conseguido que él procediera a contarle la historia de By-Smart con los líderes sindicales. Me enseñó algunas cosas sobre cómo llevar un interrogatorio.
Miré con añoranza los huevos pero me conformé con un yogur que engullí mientras buscaba el despacho de Buffalo Bill: no sólo quería verlo a solas, también quería dar con él mientras el joven Billy estuviera presente. Confiaba en que el cariño del abuelo hacia su nieto bastara para disculpar el lamentable error cometido por el predicador, y creía que las cosas me irían mejor con el viejo si contaba con el apoyo del Niño.
Tal como estaba yendo todo, aquél no iba a ser un buen día para que el abuelo picara el anzuelo. Si un pastor que sermoneaba sobre prácticas laborales justas era un timador disfrazado de asistente social, no quería ni imaginar cómo llamaría a un grupo de chicas sin recursos para pagar a su propio entrenador. No obstante, el ataque del barítono atiplado contra Billy pareció calmar el genio del viejo; le oí murmurar:
– Grobian infundirá carácter a Billy; por eso está en el almacén.
– Eso no mejora las cosas, padre. Si es tan ingenuo como para que un predicador se aproveche de él, no debería trabajar a solas sobre el terreno -dijo el señor William.
Justo entonces, se sumaron tantas voces a la vez que no conseguí aislar ni una frase coherente. A mis espaldas, el teléfono seguía sonando; según parecía, el altercado durante el oficio estaba enviando ondas sísmicas por toda la empresa. Mientras la secretaria repetía con insistencia que el sermón no tenía mayor importancia, dos hombres entraron con aire resuelto en la oficina.
– ¿Y Mildred? -preguntó el de mayor estatura y edad.
– Está dentro con el señor Bysen, señor Rankin. Buenos días, señor Roger. ¿Les apetece un café?
– Entremos.
El más bajo y joven, el señor Roger, era claramente otro Bysen. A diferencia del señor William, presentaba un parecido asombroso con Buffalo Bill: el mismo cuerpo bajo y fornido, las mismas cejas pobladas y la misma nariz con forma de tenaza.
Cuando ambos abrieron la puerta del despacho interior, los seguí haciendo caso omiso de la protesta procedente del rincón. Bysen estaba de pie ante su escritorio con Billy, William y Mildred, la mujer con cara de sartén. Otro hombre, alto y delgado como William, estaba con ellos, pero los dos a quienes yo había seguido ignoraron a todos salvo a Bysen y a Billy.
– Buenos días, padre. Billy, ¿cómo diablos se te ha ocurrido traer a un agitador a la plegaria matutina?
Aquel nuevo ataque contra Billy por parte de uno de sus hijos hizo que Bysen saliera en defensa de su nieto.
– No ha sido tan grave, Roger. Tendremos que pasar la mañana apagando fuegos y ya está; la mitad del consejo de administración ya está enterada. Son un puñado de viejas histéricas: las acciones han caído dos puntos y medio por el rumor de que vamos a dejar que el sindicato entre en la empresa. -Le dio una colleja a su nieto-. Sólo un par de tipos con más celo que previsión, eso es todo. Billy dice que ese predicador hispano no es un dirigente sindical.
A Billy le brillaban los ojos de emoción.
– El pastor Andrés sólo se preocupa por el bienestar de la comunidad, tío Roger. Allí abajo el desempleo alcanza el cuarenta por ciento, por eso la gente tiene que coger empleos…
– No es cuestión de aquí o allí -lo interrumpió William-. Francamente, padre, estás dejando que Billy se salga con la suya. Si Roger, Gary o yo hiciéramos algo que provocase una caída semejante de las acciones, te pondrías…
– Venga, ya volverán a subir, ya volverán a subir. Linus, tú te ocupas del personal de comunicación de la empresa. ¿Son de fiar? ¿Y ésta quién es? ¿Una redactora de discursos?
Todos los presentes se volvieron hacia mí: la mujer con cara de sartén, que estaba de pie junto al escritorio de Bysen con un ordenador portátil abierto delante de ella, los dos hijos y el hombre llamado Linus.
Sonreí alegremente.
– Soy V. I. Warshawski. Buenos días, Billy.
El semblante de Billy se relajó por primera vez desde que su abuelo se había marchado hecho una furia del oficio religioso.
– Señora War… sha… sky, perdone que me haya olvidado de usted. Tendría que haberla esperado después de las plegarias, pero he acompañado al pastor Andrés hasta el estacionamiento. Abuelo, padre, ésta es la señora de quien os hablé.
– ¿La asistente social del instituto? -Buffalo Bill bajó la cabeza hacia mí como un toro dispuesto a embestir.
– Soy como usted, señor Bysen: me crié en el viejo South Side pero hace mucho tiempo que no vivo allí -dije con desparpajo-. Cuando me avine a sustituir a la entrenadora del equipo femenino de baloncesto me quedé francamente consternada ante los terribles cambios que vi en el barrio y en el Bertha Palmer. ¿Cuándo estuvo usted por última vez en el instituto?
– Lo bastante recientemente como para saber que esos chavales cuentan con que el gobierno se lo dé todo. Cuando yo estudiaba, trabajaba para…
– Lo sé, señor: su ética del trabajo es extraordinaria, y su energía es conocida en el mundo entero.
Se quedó tan pasmado de que interrumpiera su arenga que me miró boquiabierto.
– Cuando yo jugaba en el equipo del Bertha Palmer -continué-, el instituto tenía medios para pagar a un entrenador, le alcanzaba para comprar uniformes, tenía un programa de educación musical en el que mi madre enseñaba, y los muchachos como usted por entonces fueron a la universidad gracias a la ley de integración de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, que cubría el coste de la formación profesional y la enseñanza universitaria.
Hice una pausa esperando que estableciera una mínima conexión entre su propia educación, financiada por el gobierno, y los chicos del South Side, pero no vi aparecer ni un pequeño signo de empatía que iluminara su rostro.
– Ahora el instituto no tiene presupuesto para nada de eso. El baloncesto es una de las cosas…
– No necesito que ni usted ni nadie me dé una conferencia sobre lo que los chavales necesitan o dejan de necesitar, señorita. Crié a mis seis hijos sin ninguna ayuda del gobierno ni de ninguna institución benéfica, y si esos críos tuvieran un poco de carácter, harían lo mismo que yo. En lugar de llenar el South Side de niños a los que no pueden alimentar y luego esperar que yo les compre las botas de baloncesto.
Tuve tantas ganas de arrearle una bofetada que, para evitar hacerlo, le di la espalda y metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta.
– En realidad no son así, abuelo -intervino Billy-. Esas chicas trabajan duro, cogen los empleos que pueden en el barrio, en McDonald's o incluso en nuestra tienda de la calle Noventa y cinco. Muchas de ellas trabajan treinta horas a la semana para ayudar a sus familias además de intentar seguir en el instituto. Me consta que si las vieras te quedarías impresionado de verdad. Y están locas por la señora War…shas…ky, pero ella no puede seguir entrenándolas.
¿Locas por mí? ¿Eso decían las chicas en el Mount Ararat, o era lo que Billy interpretaba? Me volví.
– Billy, no haces más que meter tu ingenua nariz en cosas de las que no sabes una puta mierda. -El hombre que ya estaba en el despacho junto a William habló por primera vez-. Jacqui me dijo que tenías la descabellada idea de que padre iba a financiar tu proyecto para niñas mimadas; dice que te advirtió de que no le iba a interesar lo más mínimo, y ahora, precisamente hoy, cuando has hecho lo peor que podías hacer para acabar con nuestra buena fama ante los accionistas, desperdicias más tiempo útil alentando a esta asistente social a venir aquí.
– Tía Jacqui ni siquiera se dignó escuchar a la señora War… shas… ky, tío Gary, así que no sé cómo puede saber si es una buena propuesta o no. Tiró su dossier a la papelera sin ni siquiera echarle un vistazo.
– Déjalo, Billy -dije-. ¿No han entendido que no soy asistente social? Estoy haciendo un trabajo voluntario para el que no tengo cualificación ni tiempo. Puesto que el gobierno, a través del Ministerio de Educación, no puede proporcionar a las chicas del Bertha Palmer la ayuda que necesitan, confío en que el sector privado aproveche la ocasión de cubrir esa carencia. By-Smart es el mayor empleador de la comunidad, ustedes tienen un historial de obras benéficas allí y me gustaría alentarlos a convertir el equipo femenino de baloncesto en uno de sus proyectos. Me encantaría que asistieran a uno de nuestros entrenamientos.
– Mis hijas también hacen trabajo voluntario -apuntó Bysen-. Es bueno para ellas y bueno para la comunidad. Seguro que también es bueno para usted.
– ¿Y qué me dice de sus hijos? -no pude resistirme a preguntar.
– Están demasiado ocupados dirigiendo este negocio.
– Mi problema es una minucia, señor Bysen -dije con una sonrisa-. Soy dueña de mi propio negocio, y también estoy demasiado ocupada dirigiéndolo como para ser una buena voluntaria. Permítame llevarle allí y mostrarle en qué consiste el programa. Me consta que el instituto estaría encantado de recibir la visita de su graduado más famoso.
– Sí, abuelo, deberías ir conmigo. Cuando conozcas a las chicas…
– Eso sólo las animará a esperar limosnas -dijo el tío Gary-. Y, francamente, mientras arreglamos el follón que ha armado Billy, no disponemos de tiempo para obras benéficas.
– ¿No puedes dejar eso al margen por un momento? -exclamó Billy, con lágrimas en los ojos-. El pastor Andrés no es un líder sindical. Sólo está preocupado porque en su congregación hay personas que no pueden hacer cosas tan elementales como comprar zapatos a sus hijos. Y me consta que trabajan muy duro, lo veo en el almacén cada día. Tía Jacqui y Pat se sientan en ese cuarto de atrás y los insultan, pero esas personas trabajan cincuenta o sesenta horas a la semana, y se merecen que las tratemos mejor.
– Fue un error dejar que te involucraras tanto en esa iglesia, Billy -dijo Bysen-. Han visto que eres de buena pasta y se aprovechan de ello, te explican cosas distorsionadas sobre nosotros, sobre la empresa y sobre sus propias vidas. Esa gente no es como nosotros, no cree en el valor del trabajo tal como lo hacemos nosotros, por eso dependen de otros para tener empleo. Si no estuviéramos en esa comunidad proporcionándoles un salario, andarían todo el día holgazaneando a costa de las ayudas sociales, o apostando.
– Cosa que seguramente hacen, de todos modos -apuntó el señor Roger-. Quizá deberíamos sacar a Billy del almacén y enviarlo a la sucursal de Westchester o a la de Northlake.
– No pienso irme de South Chicago -dijo Billy-. Os comportáis como si tuviera nueve años, no diecinueve, y ni siquiera sois lo bastante educados como para hablar con mi invitada u ofrecerle una silla o una taza de café. No sé qué diría la abuela al respecto, pero no es eso lo que me ha enseñado durante todos estos años. Lo único que os importa es el precio de las acciones, no las personas que hacen que nuestra empresa funcione. Cuando llegue el día del Juicio Final, a Dios no le importará el precio de las acciones, podéis estar seguros de ello. -Se abrió paso a empujones entre su abuelo y sus tíos y se detuvo un instante para estrecharme la mano y asegurarme que hablaría conmigo en persona-. Tengo mi propio fondo de inversiones, señora War… shas… ky, y me importa de veras lo que ocurra con ese programa.
– Tienes un fondo que no puedes tocar hasta que cumplas veintisiete, y si así es como vas a ir por la vida te lo congelaremos hasta los treinta y cinco -gritó su padre.
– Vale. ¿Crees que me importa? Puedo vivir de mi sueldo como hace todo el mundo en el South Side.
Billy salió hecho una furia del despacho.
– ¿Qué les dais de comer Annie Lisa y tú a vuestros hijos, William? -preguntó el tío Gary-. Candace es una yonqui, y Billy, un crío exaltado.
– Ya, bueno, al menos Annie Lisa ha criado una familia. No se pasa la vida delante del espejo probándose trapos de cinco mil dólares.
– Reservad la mala leche para la competencia, chicos -gruñó Buffalo Bill-. Billy es un idealista. Sólo tiene que canalizar esa energía en la dirección adecuada. Y no vuelvas a amenazarlo así a propósito de su fideicomiso, William. Mientras yo esté en este planeta, me encargaré de que el chico reciba su parte de la herencia. Cuando llegue el día del Juicio Final, seguramente Dios querrá saber cómo traté a mi nieto.
– Sí, diga lo que diga y haga lo que haga, estoy seguro de que tú lo rebajarás -dijo William fríamente-. Y usted, quienquiera que sea, creo que ya lleva suficiente rato merodeando por nuestras oficinas.
– Si es una de las personas que está influyendo sobre Billy, creo que será mejor averiguar quién es y qué le está diciendo -dijo el señor Roger.
– Mildred, ¿tenemos tiempo para eso?
La secretaria pulsó un par de teclas del ordenador.
– En realidad no lo tienen, señor Bysen, sobre todo si quiere atender las llamadas del consejo.
– Diez minutos, entonces, podemos tomarnos diez minutos. William llamará luego al consejo, no hace falta ser un genio para decirles que están dejando que un simple rumor los amilane.
Las mejillas del señor William se tiñeron de rojo.
– Si se trata de algo tan trivial, que se ocupe la propia Mildred de hacerlo. Ya tenía la agenda muy apretada antes de que Billy le prendiera fuego a la casa.
– Eh, no te lo tomes tan a pecho, William. Eres muy susceptible, siempre lo has sido. Veamos, ¿me repite su nombre, señorita?
Repetí mi nombre y repartí tarjetas de visita a todos los presentes.
– ¿Investigadora? ¿Investigadora? ¿Cómo es posible que Billy se relacione con una detective? Y no intente escurrir el bulto con mentiras sobre baloncesto femenino.
– No he dicho más que la verdad sobre el equipo de baloncesto -repliqué-. Conocí a su hijo el jueves pasado, cuando fui al almacén a hablar con Pat Grobian para pedirle que By-Smart apoyara a las chicas. Billy se entusiasmó, como ya saben, y me dijo que viniera aquí.
Buffalo Bill me miró fijamente y luego se volvió hacia el hombre a quien llamaba Linus.
– Que alguien se ocupe de esto, veamos quién es y qué está haciendo aquí. Y mientras realizas tus llamadas, los demás iremos a la sala de juntas y tendremos una breve charla. Mildred, páseme las llamadas de Birmingham, las contestaré desde allí.