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Arte primitivo
El señor William y su esposa estaban subiendo al Hummer cuando salí. El Porsche pertenecía a Jacqui y Gary, cosa nada sorprendente. El tercer coche, un Jaguar sedán, seguramente era de Linus Rankin. Los demás hijos parecían sentirse lo bastante energéticos o seguros como para ir y venir a pie.
Aguardé a que Gary y William se hubiesen marchado antes de hacer lo propio; no quería que William me viera utilizar el acceso posterior de la casa que conducía a la vía de servicio.
Cuanta tirantez se acumula con los años cuando se vive tan apiñado. El conflicto entre William y su padre era el más evidente, pero William me había dicho que los hermanos se peleaban entre sí; Jacqui, que gastaba con suma liberalidad en vestuario y trabajaba servilmente en su figura, inspiraba su propia dosis de hostilidad en la familia. No era de extrañar que Annie Lisa hubiese buscado refugio en un mundo imaginario, y su hija, en el sexo y las drogas. Pobre Candace, ¿cómo le iría la vida en Corea?
Salí por la verja trasera sin que nadie me viera. Una vez en Silverwood Lane apagué los faros y avancé lentamente por la carretera a oscuras hasta que me incorporé a una arteria principal. Me detuve en la primera estación de servicio que encontré para llenar el depósito del Mustang y comprobar mi ubicación en el plano. Estaba a unos tres kilómetros de una autovía cercana que me llevaría de regreso a la ciudad. Me pareció más sencillo optar por el camino más rápido hasta mi casa que volver a cruzar el entramado urbano hasta la de Morrell, habida cuenta de que estaría pasando la velada en compañía de Don. Saqué el móvil para llamar a Morrell y entonces recordé el consejo que yo misma le había dado a Billy: mi teléfono también emitía una señal GPS fácil de rastrear. Así era como Carnifice, o quienquiera que fuese, seguía mi pista, igual que la de Morrell o la de ambos.
Lo apagué. Se me ocurrió buscar un teléfono público para llamar a Morrell por una línea convencional, aunque si habían pinchado su teléfono también localizarían la llamada. Salí de la gasolinera sintiéndome curiosamente liberada gracias a mi anonimato y me deslicé a través de la noche sin que nadie supiera dónde estaba. Al entrar en la autovía me puse a cantar «Sempre libera» a grito pelado pese a ser consciente de que desafinaba de un modo atroz.
Había tan poco tráfico a esas horas que subí la aguja hasta los ciento veinte, circulando por autovías y autopistas de peaje, aminorando tan sólo en el inevitable nudo de O'Hare, para luego proseguir sin más tropiezos hasta mi salida en veintisiete minutos. Con tan preciso cómputo del tiempo, podría reemplazar a Patrick Grobian controlando a sus camioneros al segundo. Sonreí para mis adentros imaginándome la reacción de la familia si se lo propusiera.
Me pregunté por qué me habían convocado aquella noche. ¿Para demostrar que podían? Desde luego me habían obligado a salir de casa de Morrell, quizá querían que Carnifice volviera a entrar para efectuar un registro más concienzudo. O quizás habían actuado movidos por una sincera preocupación a propósito de Billy. Me figuré que podía ser cierto en lo que atañía a su abuela, pues ni su padre ni su madre habían mostrado ni una décima de la angustia que corroía a Rose Dorrado desde la desaparición de Josie.
Ojalá hubiese aprovechado la oportunidad para hacer más preguntas, como qué había sido del Miata de Billy; ¿lo tendrían en casa como recuerdo o lo habrían vendido como chatarra? Quizá debería ir otra vez al descampado de la Skyway para ver si hallaba algún resto.
Lo habían desmantelado, me había dicho William por la tarde; no quedaba nada del coche. Y lo que hubiese quedado seguramente habría sido examinado bien a fondo por los ultra equipados agentes de Carnifice. Quizá se habían llevado los restos del coche a su laboratorio particular y analizado todas las fibras del suelo para que les dijeran cuándo lo había conducido Billy por última vez. Tal vez se encontrara en algún lugar de las cinco hectáreas de coches del depósito de la calle Ciento tres pero, en cualquier caso, lo más probable era que los restos no estuvieran a mi alcance.
Tampoco había sacado a colación el documento que había mencionado April, el que su padre le había dicho que tenía, el que demostraba que la empresa se había avenido a pagar las facturas del tratamiento de April o, al menos, a darle dinero para cubrirlas. Estaba cruzando Belmont cuando caí en la cuenta de que cualquier documento que tuviera Bron podía muy bien ser el trozo de papel que William buscaba con tanto ahínco. Por supuesto, Bron no tenía un papel firmado que demostrara que la empresa se haría cargo de las facturas médicas de April; tenía algo que utilizaba para chantajearlos, y By-Smart le había perdido la pista y quería recuperarlo.
Fuera lo que fuese estaba claro que tendría que aguardar a la mañana siguiente. Aparqué en el garaje trasero de mi edificio: sólo había tres plazas en él, y cuando una de ellas quedó disponible el verano anterior, mi nombre por fin pasó a encabezar la lista de espera. En invierno resultaría agradable poder entrar directamente al edificio desde el coche, y también lo era a tan altas horas de una noche como aquélla no tener que preocuparse de dejar el coche en la calle, donde cualquiera que me estuviese siguiendo lo encontraría enseguida.
Al subir desde el sótano vi que el señor Contreras todavía tenía las luces encendidas. Me detuve para decirle que ya estaba en casa. Mientras tomábamos una copita de su grapa casera, que huele a gasóleo y pega más fuerte que la coz de seis mulas, llamé a Morrell por el teléfono fijo de mi vecino para explicarle dónde estaba. El y Don aún seguían levantados, discutiendo de geopolítica o rememorando aventuras, pero en cualquier caso de muy buen humor y desde luego no me echaban en falta. No había entrado nadie en el piso, que ellos supieran; y tampoco parecía que les importara demasiado.
Por la mañana me levanté temprano para llevar a los perros a correr con tiempo para llegar puntual a mi cita de las nueve con Amy Blount. Aún notaba los miembros rígidos, pero los dedos ya habían recuperado su tamaño normal, cosa que me alegraba en gran manera: conducir me resultaría más fácil y, si tuviera que usar la pistola, no tendría que inquietarme por meter el índice entre la guarda y el gatillo.
Amy llegó a mi oficina a la hora convenida. Fue un alivio tenerla allí, no tanto porque se encargaría de buena parte del trabajo atrasado sino por contar con alguien con quien revisar los casos abiertos. Francamente, trabajando sola, una se siente sola. Entendía que a Bron le gustara llevar a Marcena o, ya puestos, a cualquier otra mujer, en la cabina de su camión: ocho horas dando vueltas por el noroeste de Indiana y el sur de Chicago por fuerza tenía que acabar sabiendo tedioso después de veintitantos años.
Amy y yo revisamos mi abultado número de casos. Le expliqué cómo conectarse a LifeStory, la base de datos que utilizo para comprobar antecedentes y obtener información personal de la gente que investigo para mis clientes; o para mí misma, como había hecho el día anterior con la familia Bysen.
Me encontré contándole a Amy toda la historia de los Bysen, Bron Czernin y Marcena; incluso mis celos salieron a relucir. Amy tomó notas con su minúscula y pulcra caligrafía. Cuando terminamos, dijo que trasladaría todo el relato a un diagrama de flujo; si le surgían preguntas o sugerencias, me llamaría por teléfono.
Terminé mis quehaceres a las once. Tenía que acudir a una cita en el Loop, una presentación en un bufete de abogados que es uno de mis clientes más importantes. Había deseado llegar a South Chicago con tiempo para explorar el descampado bajo la Skyway antes del entrenamiento de baloncesto, pero mis clientes se mostraron inusitadamente exigentes, o yo estuve inusualmente poco centrada, y apenas tuve tiempo de engullir un cuenco de sopa de fideos chinos antes de salir pitando hacia el South Side. También me detuve un momento en una tienda de telefonía para comprar un cargador para el teléfono de Billy; podría dárselo a April después del entrenamiento. Y entré en un colmado a comprar comida para Mary Ann; hacía tanto frío que la leche y el queso se conservarían bien en el maletero. Al final llegué al Instituto Bertha Palmer sólo unos minutos antes que mi equipo.
El entrenamiento no fue tan intenso como el del lunes, aunque las chicas se aplicaron de modo encomiable. Julia Dorrado acudió con María Inés y Betto, que plantó el cochecito del bebé en las gradas y estuvo jugando con sus Power Rangers durante el entrenamiento. Julia estaba en baja forma pero entendí que Mary Ann McFarlane fuera una entusiasta de su juego. No era sólo la manera de moverse sino el hecho de que era capaz de ver toda la cancha, tal como lo habían hecho grandes jugadores como Larry Bird o M. J. Celine, mi pandillera, que era la única del equipo que realmente tenía ese don. Ni siquiera Josie y April, a quienes necesitábamos en la alineación, tenían el sentido de la sincronización que tenía Julia.
Después del entrenamiento los llevé a todos a comer pizza a Zambrano's, incluso a Betto y al bebé, aunque no dejé que se entretuvieran mucho rato con la cena. Ya estaba oscureciendo, y quería ir al lugar donde se había estrellado el Miata de Billy antes de que las calles quedaran completamente desiertas. Dejé a Julia en su casa, con su hermano y el bebé, pero no subí a ver a Rose, limitándome a enviarle el mensaje de que Josie y Billy seguían escondidos.
– Creo que están a salvo -dije a Julia-. Creo que están a salvo porque los Bysen están gastando un montón de dinero para buscar a Billy; a estas alturas, si les hubiese ocurrido algo malo a él y a Josie, ya los habrían encontrado. Di a tu madre que puede llamarme al móvil si quiere que hablemos de ello, pero ahora quiero ir a echar un vistazo a un sitio que no creo que los detectives hayan investigado. ¿Lo entiendes?
– Sí, vale… ¿Cree que puedo seguir jugando en el equipo?
– Está claro que eres lo bastante buena como para jugar con el equipo, pero tienes que volver a ir a clase si quieres seguir entrenando. ¿Serás capaz de hacerlo entre hoy y el próximo lunes?
Asintió solemnemente y bajó del coche. Me preocupó que dejara que Betto se ocupara de sacar el cochecito del bebé del asiento trasero pero no podía añadir una lección de puericultura a mi ya de por sí apretada agenda; me limité a vigilar hasta que el bebé estuvo a salvo dentro de la portería y luego giré hacia el sur para dirigirme al lugar donde había encontrado el Miata de Billy.
Carnifice quizás hubiese inspeccionado la zona para William, sobre todo si era cierta mi corazonada de que ardía en deseos de encontrar el documento que Bron había usado para chantajear a la empresa. Aun así, South Chicago era mi coto. Me negaba a creer que Carnifice fuese a pensar en él del mismo modo que yo. La familia Bysen era un trabajo para ellos, no una compleja parte de sus raíces.
El primer tramo de la Skyway está construido sobre un terraplén que divide South Chicago; de hecho, su construcción supuso el derribo de un montón de pequeños talleres y fábricas que formaron parte del paisaje de mi niñez. Pero cuando se aproxima a la frontera con Indiana, la autovía discurre sobre pilotes; los sin techo construyeron barracas debajo pero, sobre todo, tanto los vecinos como quienes la transitan a diario entre el centro y los barrios periféricos utilizan la carretera como un práctico cubo de basura. Me detuve en el arcén conduciendo con cuidado, pues lo último que quería era que se me pinchara una rueda en aquellos andurriales, y dejé los faros encendidos, apuntando hacia el matorral de ramas muertas trufado con electrodomésticos abandonados.
Los heléchos todavía mostraban el trayecto que siguió el Miata al estrellarse. Ya habían transcurrido tres días y había mucho movimiento en la zona, gente que se ocultaba en la maleza o que buscaba cosas salvables entre los desechos, pero gracias al frío las roderas del coche aún eran bien visibles. Yo no era una experta forense, pero me dio la impresión de que el coche lo habían metido deliberadamente en el solar, como si alguien hubiese querido esconderlo: no vi marcas de un giro brusco ni otros indicios de que el conductor (¿Marcena? ¿Bron?) hubiese perdido el control del coche.
Avancé despacio, inspeccionando el suelo centímetro a centímetro. Cuando llegué al final de las ramas rotas, me arrodillé; después del entrenamiento me había puesto unos vaqueros viejos ex profeso para la ocasión.
Agradecí los mitones mientras apartaba la maleza e inspeccionaba la zona en busca de algún indicio de… de cualquier cosa. Encontré un trozo pequeño del parachoques delantero; la pintura aún brillaba, distinguiéndolo del aspecto apagado u oxidado de los demás restos metálicos que había por doquier. No significaba nada pero aun así me lo metí en el bolsillo de la parka.
Arriba, el tráfico circulaba lentamente. Era el momento álgido de la hora punta de la tarde y todo el mundo abandonaba el centro a paso de tortuga, camino de los pulcros barrios residenciales de la periferia. También comían y bebían, cosa que sabía porque arrojaban sin ningún miramiento las latas y envoltorios vacíos que flotaban en el aire hasta el mar de basura donde yo me hallaba. Por poco me alcanzó un botellín de cerveza cuando comencé a explorar la zona a la izquierda de las rodadas del coche.
Seguí recogiendo trozos sueltos de papel esperando que el documento que los Bysen estaban buscando hubiese caído fuera del coche mientras lo desmantelaban. No paraba de decirme a mí misma que aquello era fútil, un signo de mi desesperación, pero no podía dejar de hacerlo. Casi todo lo que veía eran anuncios viejos, alfombras orientales por cinco dólares, lectura de manos por diez, lo cual, supongo, indicaba que necesitamos garantías sobre el futuro más de lo que necesitamos cubrir el suelo de nuestras casas; aunque desde lo alto de la Skyway se tiraban toda clase de cosas: facturas, cartas, incluso extractos de cuentas bancarias.
Llevaba en ello cosa de una hora cuando di con los dos libros que había encontrado en el maletero de Billy; La violencia del amor de Óscar Romero y el libro que tía Jacqui había dicho que la había vuelto anoréxica, Cristianos ricos en una era de hambre. Los metí en el bolsillo de la parka. No sabía qué esperaba, pero aquello parecía ser todo lo que iba a en encontrar. Contemplé desconsolada la zona que había estado inspeccionando. Ya no quedaba nada de luz diurna y mis faros también parecían estar perdiendo potencia. Vi un último trozo de papel cerca de donde había encontrado los libros. Lo metí en Cristianos ricos y volví a subir al coche con las piernas entumecidas.
Giré en redondo para enfilar hacia el norte pero detuve el coche mientras el motor se calentaba para ver mi botín. Hojeé a conciencia los libros de Billy esperando hallar algún documento misterioso, su testamento, por ejemplo, revisado para dejar todos sus bienes a la iglesia del Mount Ararat, o una proclama dirigida a la junta directiva de By-Smart. Lo único que apareció fue una serie de notas de Billy en los márgenes del libro del arzobispo Romero con la caligrafía redonda propia de un colegial. Eché un vistazo a las anotaciones, pero lo que acerté a ver con tan poca luz no me pareció muy prometedor.
El papel que había encontrado junto a los libros parecía el dibujo de un niño. Era un burdo bosquejo de una rana, hecho con Magic Marker, con una gran verruga negra en medio de la espalda, sentada en lo que podría ser un tronco. A punto estuve de tirarlo por la ventanilla pero el South Side era el vertedero de todo el mundo; yo, al menos, podía guardarlo con los papeles de mi casa para reciclarlo.
El coche por fin se caldeó; pude quitarme los mitones, que eran un engorro para conducir, y enfilar hacia el norte. Tenía que pasar por casa de Mary Ann; en el maletero le llevaba comida y tenía ganas de hablar con ella sobre Julia y April. Además, me preguntaba si Mary Ann tendría alguna corazonada sobre dónde podría haberse escondido Josie.
Eran las siete y media. Arriba, el tráfico circulaba deprisa, pero las calles donde me encontraba estaban de nuevo desiertas; quien las hubiese cruzado para regresar a casa lo había hecho hacía rato. Mi ruta me llevó cerca de la esquina donde vivían los Czernin pero no llegué a ver su casita. Me partía el corazón pensar en April, tendida en la cama con el oso, el oso de su padre, mientras su corazón hacía algo desconocido y que daba miedo dentro de su cuerpo.
Mi madre falleció cuando yo tenía sólo un año más que April y fue una pérdida terrible, algo que todavía me atormenta, pero al menos nadie había matado a Gabriella; no había muerto en un hoyo junto a un amante desconocido. Y el marido que dejó atrás la había adorado en vida y me adoraba a mí: un viaje más fácil que el que aguardaba a April con el resentimiento implacable de su madre bullendo en la casa. Tendría que hablar con los profesores de April, ver qué podía hacerse para que sus notas alcanzaran niveles que le abrieran la posibilidad de acceder a la universidad, suponiendo que surgiese la manera de costearle los estudios.
Que Sandra me hubiese exigido que demostrase que Bron estaba trabajando cuando murió era la única esperanza de April, tanto para su corazón como para sus estudios, y nada me inducía a ser optimista. William había dejado bien claro que la empresa se opondría sin cuartel a cualquier solicitud de indemnización. Si dispusiera de los recursos de Carnifice quizá podría rastrear el paradero de Bron en las horas precisas que Grobian había mencionado, las diez y algo en Crown Point, Indiana, demostraría que había muerto trabajando, pero ni siquiera sabía dónde buscar su camión. Por lo que a mí respectaba, lo mismo se hallaba en el depósito de vehículos de la calle Ciento tres, junto con el Miata, que mezclado con un montón de otros tráilers de By-Smart en cualquier lugar entre South Chicago y South Carolina.
Me daba dolor de cabeza pensar en la infinidad de cosas que quedaban por hacer si pretendía averiguar algo allí abajo. Y aún seguía sin saber dónde se habían metido Billy y Josie. Había desperdiciado una hora en un vertedero y lo único que podía mostrar eran dos libros religiosos y el dibujo que había hecho un niño de una rana sentada en… Pisé bruscamente el freno y me detuve junto a la acera.
El dibujo que había hecho un niño de una rana sentada en un trozo de caucho. Como el trozo de cable pelado que Bron tenía en su taller de detrás de la cocina. Un dibujo de cómo hacer un cortacircuitos de ácido nítrico. Póngase un tapón de caucho en una jabonera con forma de rana. Póngase encima de la conexión a la red de Fly the Flag. Viértase un poco de ácido nítrico. Al cabo de un rato, el ácido corroerá el tapón, luego la funda de caucho del cable de red, los cables desnudos se cortocircuitarán, saltarán chispas y prenderán en la tela cercana.
Traté de figurarme por qué Billy tendría aquel bosquejo cuando era Bron quien había estado haciendo experimentos con el cable. No me imaginaba a Billy cometiendo sabotaje en Fly the Flag, salvo si el pastor le hubiese pedido que lo hiciera porque supondría una mejora para la comunidad. El pastor era la única persona en quien ahora confiaba, había dicho Billy, pero aun así no veía su rostro de joven testarudo cerniéndose sobre un cable con una jabonera llena de ácido.
A Bron sí, Bron lo haría, pero si hubiese montado el dispositivo, ¿se habría llevado el diagrama consigo al marcharse de casa? ¿Cómo se había apoderado de la maldita rana, además? Julia, Josie, April. Julia había comprado la jabonera en forma de rana, según dijo, como regalo de Navidad para Sancia. En su momento pensé que se trataba de una burda mentira; ahora estaba segura. Josie pudo quitársela a Julia y regalársela a April, aunque eso tampoco me acababa de cuadrar.
Me puse a tamborilear con los dedos contra el volante. A April, con el corazón lastimado en todas las acepciones de la palabra, no quería presionarla más de la cuenta, pero tenía el cargador para el teléfono de Billy; podría interrogarla mientras se lo daba, aunque reservaría esa opción como último recurso. Ahora bien, Julia… Julia era otra historia. Giré el volante todo a la izquierda y di media vuelta para regresar a South Chicago.