173268.fb2 Fuego Ardiente - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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Capítulo 17

Conner estaba nervioso. No había previsto estar nervioso. También estaba emocionado y había esperado eso, pero de repente, estar delante del juez con una audiencia mucho más grande de la que había esperado era un poco desconcertante. Rio seguía sonriéndole y encontró que era mejor no mirar a Leonardo ni a Felipe. Incluso Elijah le había disparado una rápida sonrisa antes de irse a patrullar. Se pasó el dedo en torno al cuello y se ajustó la corbata una vez más. Había que admitir que esta había sido su idea, así que no podía huir.

Quería casarse con Isabeau. No era eso lo que le ponía nervioso. ¿Pero que si había cambiado de opinión? No debería haberla empujado con tanta fuerza. Era joven. Casi diez años más joven que él y había estado protegida. ¿Qué había hecho él? Entrar en su vida, exponer a su padre, revelar que había sido adoptada y entonces la había arrastrado a una situación muy peligrosa. Respiró y se pasó las palmas sudorosas por los muslos. Bien, ella había sido la que había buscado al equipo para el trabajo presente, pero verdaderamente, si él hubiera averiguado lo de su hermano, habría ido de todos modos y podría haber, debería haberla protegido más…

La música comenzó. Los murmullos subieron de volumen y giró la cabeza. El corazón le dejó de latir. El aliento se le quedó atascado en los pulmones. Isabeau estaba de pie enmarcada por la puerta, la mano enguantada metida en el hueco del codo de Doc. Llevaba un vestido largo hasta el suelo que acentuaba las curvas de su cuerpo a la perfección. Los diamantes chispeaban en la garganta y en las orejas. Parecía etérea, una princesa de algún cuento de hadas. Parecía tan hermosa que los ojos le ardieron y la garganta se sintió en carne viva. El corazón logró arrancar otra vez, golpeando con fuerza esta vez en el pecho. Un rugido comenzó en su cabeza y los músculos se le anudaron en el estómago. El cabello salvaje de Isabeau parecía elegante, y aunque mantenía su apariencia indomada, se añadía al latido en su ingle.

Se dio cuenta de que tenía la boca abierta y que la estaba devorando con los ojos, pero no podía detenerse. No había manera de apartar la mirada de ella, una visión, que caminaba hacia él. Sintió una mezcla de emociones, humillación por el hecho de que ella pudiera amarle después de lo que había hecho y lo que quizás tuviera que hacer. Ella lo era todo para él y sabía que la emoción era cruda y absoluta en su cara para que todos la vieran, pero no podía enmascararla. Ni siquiera quería intentarlo.

Mary sollozó en primera fila y varias otras mujeres se tocaron ligeramente los ojos. Uno de los hombres se sonó la nariz fuertemente. Y entonces ella se movió, andando hacia él, su mirada en la de él y el amor de Conner creció con cada paso que ella daba hasta que sintió como si él fuera a estallar con ello. Él no sabía si todos los novios se sentían así, pero en su mundo, donde todo era vida y muerte, donde veía lo peor de las personas, este momento, rodeado por amigos y buenas personas, era perfecto.

Miró una vez más a Rio para cerciorarse de que tenía el anillo. Una amiga del doctor, una mujer mayor de nombre Monica Taylor, le había traído varias cajas para permitirle escoger un anillo para su novia. Nunca había visto un trabajo tan hermoso y cuando se dio cuenta de que el joyero era Monica, se impresionó aún más. Ella tenía las manos torcidas y nudosas por la artritis y cuando le mostró los anillos, habían temblado.

Rio pareció comprender su preocupación, asintió con la cabeza y fingió tocarse el bolsillo, dejando a Conner capaz de concentrarse únicamente en la novia que avanzaba por el pasillo hacia él. Quiso que el momento durara para siempre, que esa imagen de ella se moviera hacia él. Todo en el patio desapareció. Incluso su sentido de supervivencia. Había sido educado para estar siempre, siempre, en alerta ante el peligro. Había una parte de él consciente de los alrededores, constantemente atento, pero en ese momento, estaba enteramente concentrado, incluso toda la atención del felino estaba centrada completamente en Isabeau.

Oyó que el juez preguntaba quien entregaba esta mujer a este hombre como desde una gran distancia. La voz del doctor murmuró una respuesta y entonces colocó la mano de Isabeau en la de Conner. El cerró los dedos alrededor de los de ella y atrajo la mano hacia sí. Ella se inclinó, su mirada fija en la de él.

– Eres tan hermosa, Isabeau. Gracias por esto.

Sus pestañas revolotearon. Parecía realmente tímida. Conner sintió como curvaba los dedos en torno a los suyos y el corazón le saltó otra vez. Nunca se había sentido tan protector con nadie en su vida. La empujó cerca de él mientras se giraban para encarar al juez. Quería que su calor corporal la rodeara, su olor, que llenara sus sentidos de la misma manera que ella llenaba el suyo.

Podía oír al hombre hablando acerca del sagrado vínculo del matrimonio y por fin comprendió lo que estaba sintiendo. Ella era su otra mitad. Estaba completo con ella y ella con él. Se habían escogido el uno al otro para compartirlo todo, lo bueno y lo malo. Conocían lo malo. Conocían lo peor de la humanidad y lo mejor. Y habían escogido caminar juntos. Quería que ese camino fuera lo mejor que podía hacer por ella.

Isabeau le miró a los ojos mientras pronunciaba sus votos con voz suave y firme. El fue más claro, seguro, sabiendo que su elección era correcta. Con cada momento que pasaba de la ceremonia de unión, sentía cómo los hilos que les ataban se volvían más fuertes hasta que fueron lazos irrompibles. Ella pareció un poco sorprendida cuando él le quitó el guante y empujó el anillo en su dedo. Isabeau parpadeó hacia él con un pequeño jadeo y luego giró la cabeza para buscar y encontrar a Monica con una pequeña sonrisa feliz y una cabezada.

Entonces él la envolvió en sus brazos, atrayéndola contra el pecho y sellando los votos con un beso mientras todos se ponían de pie y aplaudían. Rio le palmeó en la espalda y Felipe y Leonardo hicieron lo mismo, le dejaron casi sin respiración.

Besó las puntas de los dedos de Isabeau.

– No puedo creer cuán hermosa estás. -Inhaló su perfume; olía a flores de cerezo y bosque fresco después de la lluvia.

– Las mujeres me ayudaron. Han sido tan maravillosas.

Ella parecía tan feliz que Conner la besó otra vez, prometiendo en silencio intentar encontrar un modo de devolvérselo a las personas del valle. Habían convertido este día en algo mágico. Su generosidad parecía ilimitada. Mientras los invitados les felicitaban, apretaban un pequeño regalo en sus manos. Cada artículo estaba hecho con manos amorosas. Todo parecía inapreciable. Un cuchillo agudo de caza, el metal forjado y afilado con un borde que brillaba. Un suéter tejido para Conner. Un cárdigan y una bufanda para Isabeau. La lana había sido hilada y teñida allí en el valle. El favorito de Isabeau era una pequeña estatua de bronce de dos leopardos, uno un macho fiero en actitud protectora encima de una hembra que le acariciaba la garganta con la nariz. La belleza de la pieza le provocó un nudo en la garganta.

La conversación se arremolinó alrededor de ellos y la música comenzó. Las mesas del buffet estaban llenas de una comida que olía maravillosamente y varias de las mujeres se turnaron llevando platos y café a Elijah mientras éste rondaba por los terrenos y cerca del bosque para mantenerlos a todos seguros. Marcos coqueteó escandalosamente con las mujeres y la risa corrió a través del valle.

Conner tiró a Isabeau a sus brazos, la música latía por sus venas al mismo ritmo que el latido del corazón. Ella encajó perfectamente y el olor de ella vagó a sus pulmones como un vino selecto. Descansó la mejilla contra la seda suave del cabello, contento de mecerse suavemente con el ritmo.

– No puedo creer que hayan hecho esto para nosotros, Conner -dijo Isabeau-. Tuve miedo de sentirme sola y triste pero ellos nos han transportado a algún reino mágico. -Inclinó la cabeza para mirarle-. Hicieron esto por tu madre, por Marisa. Está aquí con nosotros. Todos la amaban y nos han aceptado, nos han convertido en familia a causa de ella.

– Ella era mágica -asintió Conner-. Tenía la costumbre de hacer que cada persona se sintiera importante, quizá porque para ella, todos lo eran. Nunca le oí decir una palabra poco amable. Aceptó a Mateo y lo crió como propio. Y cuando digo «como propio» quiero decir que le amó como a mí. Con toda su alma. -Apretó los brazos en torno a ella-. Estoy contento de que tuvieras la oportunidad de conocerla.

– La veo en ti, Conner.

– ¿De verdad? -Lo preguntaba de verdad. Lo esperaba realmente-. Tenía miedo de ser como mi padre. -Duro. Malvado. Un hombre que los otros evitarían.

– Ella está en tus ojos, Conner. Y en la manera que amas. No vacilaste en aceptar a Mateo, incluso si significaba perderme. Te sacrificarías por un pequeño chico que ni siquiera conoces. Su bondad vive en cada uno de las personas que tocó, en ti y con suerte en tu hermano.

Él le rozó la comisura de la boca con besos.

– Lo veremos.

– No estás preocupado, ¿verdad, Conner? -preguntó-. Le encontraremos y lo sacaremos a salvo.

– Nunca he pensado acerca de ser padre. Primero estaba preocupado por no estar a la altura como tu compañero y ahora tengo que preocuparme por qué clase de padre seré.

Ella se acurrucó contra el pecho.

– No creo que tengas que preocuparte. Tuviste un gran ejemplo en tu madre y, aunque mi padre hiciera muchas cosas equivocadas, fue un buen padre para mí. Me quiso y me hizo sentir importante para él. Se aseguró de que tuviera una buena educación y siempre me sentí querida. Puedo no haber tenido una madre pero tuve un padre. Tú no tuviste un padre pero tuviste una gran madre. Entre los dos, hemos recogido unas cuantas cosas.

Conner echó una mirada a los hombres y mujeres que se habían establecido en el valle retirado. Cultivaban alimento en sus granjas y la mayoría trabajaban en sus ocupaciones, pero ahora estaban comprometidos con el bien de la comunidad.

– Tenemos conocimiento en abundancia aquí mismo -cuchicheó contra la oreja-. Míralos a todos. Ellos ya han luchado sus batallas y aprendido sus lecciones. Nos asentaremos en algún lugar cerca de ellos. Puedes trabajar con tus plantas en la selva tropical, podemos criar a Mateo y a cualquier niño que tengamos.

– ¿Qué hay de tu trabajo?

Él se encogió de hombros.

– No es tan difícil. Rio nos llama cuando tenemos un trabajo.

Ella le frunció el ceño.

– No creo que vaya a estar dispuesta a que seduzcas a una mujer después de esto. Me gustaría decir que mi leopardo no estaría celosa…

Él se rió suavemente.

– Tu leopardo estaría bufando de celos. Se volverá feroz si encuentra a su compañero cerca de cualquier otra mujer. No te preocupes, cedo alegremente mi trabajo a uno de los otros. Cuando vaya -porque ella tenía que saber que este era el trabajo de su vida- iré como uno del equipo, no el líder.

Elijah terminó su turno de patrulla y una de las mujeres le entregó una limonada de fresa. La sonrisa de él fue verdadera, pero ella no pudo imaginarse que pensaba. ¿Conocían ellos su pasado? Probablemente. Los hombres y las mujeres en el valle parecían saberlo todo, leopardo o humano. Aceptaban, eran personas tolerantes con cualquiera que les dejara vivir sus vidas. Nadie le hacía preguntas y era tratado con abierta amistad.

Isabeau inhaló bruscamente, queriendo recordar cada detalle, el sol poniente convirtiendo el cielo en una llama anaranjada rojiza, el bosque una silueta de árboles oscuros y maleza, y especialmente los perfumes que se mezclaban en el aire. Los podría separar a todos si optara por eso, el alimento, el bosque y a cada individuo. Sabía exactamente donde estaban Mary y Doc en cualquier momento. Entrelazó los dedos con los de Conner mientras caminaban por el patio hablando con varios invitados.

Mary, Ruth y Monica insistieron en que cortaran el bizcocho y se alimentaran el uno al otro con un trozo, Isabeau lo hizo, riéndose ante la expresión retorcida de Conner. La boda había sido su sugerencia, pero él no había contado con que las mujeres llevarían a cabo una boda tradicional. Descansó la espalda contra él y echó una mirada alrededor, guardando su boda mágica en la memoria.

Una oleada de calor se vertió sobre ella inesperadamente, nada parecido a las otras veces. Esta fue caliente, rápida y le robó de aliento. Casi dejó caer su plato con el trozo de bizcocho. No era un mero picor bajo la piel, sino un empujón fuerte, una presión tremenda. Con mucho cuidado puso el plato sobre la mesa, cada movimiento preciso. Saboreó el temor en la boca. Supo que el leopardo no iba a esperar mucho más. La piel se sentía demasiado apretada y la boca y la mandíbula le dolían, los dientes sensibles. Su vista se enturbió, los ojos le dolieron.

– Conner -cuchicheó su nombre como un talismán.

– ¿Qué pasa, amor? -preguntó y bajó la mirada.

Ella vio el reconocimiento instantáneo. Los ojos habían tomado el brillo nocturno de un gato, enteramente leopardos ahora. Había pánico en la cara, algo que ella no podía evitar. Sabía que era diferente esta vez. El latido del corazón era diferente. La piel le ardía, el peso del vestido era doloroso. Quiso desgarrarlo del cuerpo, clavar las uñas en su propia piel y destrozarlo, quitárselo. El calor entró en oleadas, derramándose sobre ella hasta que apenas pudo respirar.

El puso su plato de bizcocho al lado del de ella, tan cuidadosamente como ella había hecho.

– No tengas miedo, Isabeau. Estaré contigo. Experimentarás el correr libre, te sentirás casi eufórica. No hay nada de lo que tener miedo.

Ella respiró profundamente, grandes tragos de aire, tratando de suprimir el impulso de frotarse por todas partes contra él. Había pensado que su adición por el cuerpo de él era poderosa antes, pero ahora, con las necesidades del leopardo emergiendo a la superficie, no podía mantenerse quieta. Miró a la cara de Conner, con desesperación en su mirada. No quería arruinar su momento perfecto desgarrando el vestido inapreciable de su cuerpo, su leopardo emergía para saltar, para lanzarse sobre la mesa de buffet y aplastar el bizcocho. Por un momento atroz, se imaginó la matanza.

– Sigue respirando, nena -susurró, envolviendo el brazo alrededor de su cintura y empujándola a la puerta trasera de la casa. Echó un vistazo por encima del hombro-. ¡Mary! -Su llamada fue aguda. Imperativa.

Cuando Isabeau trató de contestar, ningún sonido coherente surgió, no con la garganta cerrada e hinchada. Era agudamente consciente de los mecanismos de su cuerpo. La manera en que tomaba aire, la manera en que se movía por su cuerpo. Cada mechón individual de cabello de su cabeza. Los olores se volvieron más fuertes, inundando su sistema hasta que temió que lo colapsara. El cuerpo ardía, la tensión subía más y más, la picazón creciendo no sólo por su piel, sino por cada célula de su cuerpo.

– Te tengo -le aseguró Conner, empujándola al primer cuarto que vio.

Ella se movía continuamente, incapaz de permanecer quieta. El calor perfumado del interior de la selva tropical la llamaba. Las paredes parecieron opresivas. Se sentía enjaulada y claustrofóbica. Los senos se sentían hinchados y doloridos, los pezones duros y tan sensibles que con cada paso que daba, rozaban la tela del corpiño, las terminaciones nerviosas crepitaron y las cargas eléctricas corrieron directamente a su centro. Se estaba derritiendo de dentro a fuera. El olor masculino de Conner la abrumaba, su calor corporal le hacia entrar en combustión cuando los dedos de Conner manosearon los botones de su vestido de novia.

Mary abrió la puerta, vio la cara ruborizada de Isabeau y su expresión inquieta y se deslizó en el cuarto, cerrando la puerta detrás de ella.

– Consigue todo lo que necesitarás -le dijo a Conner-. Ayudaré a Isabeau. He pasado por eso. -Sus manos reemplazaron las de Conner en los botones. Aunque era mayor, desabrochó cada botón de raso hábilmente, abriendo rápidamente la espalda del vestido.

Conner se inclinó para darle a Isabeau un beso rápido.

– Dame cinco minutos, amor.

Isabeau honestamente no sabía si tenía cinco minutos. La casa era demasiado agobiante y la presencia de Mary, tan cerca de Conner, volvió loca a su gata. Ejerció control sobre su felina, molesta porque una mujer que la había tratado como una madre con tanta bondad pudiera provocar una conducta mala en su leopardo.

– Está bien -aseguró Mary-. La manejarás. Está surgiendo y todos sus instintos están centrados en Conner. Déjala correr con él y coquetea hasta que esté agotada. Querrá aparearse con el gato de Conner. Necesitará a su felino. Y esa es la manera en que se supone que es. Una vez que sea consciente de que nadie va a apartar a su compañero de ella, se calmará. -Sostuvo el vestido para que Isabeau pudiera salir de él.

– ¿Duele?

Mary le sonrió.

– Es un alivio. Cuando surge, querrás estar con cualquier cosa que se parezca a un hombre. Cuando ella empiece, sólo deja que suceda. No desaparecerás, pero la primera vez, se siente como si ella te tragara. Cuanto más rápido permitas que suceda, menos desgarrador será. Tu hombre estará allí contigo y no permitirá que nada vaya mal.

Isabeau no podía soportar la sensación de ropa sobre su piel, pero no podía correr por la extensión de terreno hasta entrar al bosque desnuda delante de los invitados. Mary le empujó una delgada bata en las manos y se la puso sin mirarla siquiera.

– Has sido tan buena -le dijo Isabeau, o trató de hacerlo así. Su voz se había vuelto a convertir en grava, pero estaba decidida a permitir que Mary supiera lo que había hecho por ella, lo que este día había significado para ella-. No recuerdo a mi madre, a ninguna de ellas, la de mi nacimiento ni la madre adoptiva, pero si tengo niños, trataré de ser como tú. -Ignorando a su gata que arañaba dentro de ella, se abrazó a la otra mujer, negándose a asustarse. Si esta mujer tranquila y calmada le decía que todo estaría bien, entonces encararía este emocionante y excitante momento con valor.

– Gracias, Mary, por todo.

Apenas podía hablar con el dolor en la mandíbula y la boca. La piel se sentía en carne viva, cada terminación nerviosa inflamada. La matriz se le apretó y plumas de excitación estimularon su vientre y muslos. El rugido en su cabeza casi ahogó el sonido de la voz de Mary. Apenas podía oírla, como si estuviera muy lejos. Su visión era completamente felina ahora, las manos se curvaron hasta que tuvo miedo de esperar a Conner.

– Tengo que irme. -Su voz ya no era la suya, estrangulada y llena de gruñidos, la garganta cambiaba de forma.

El pelaje onduló y retrocedió por sus brazos, por las piernas y le dejó el cuerpo arrastrándose con la sensación. Las llamas le lamieron el estómago mientras los músculos ondulaban como si estuvieran vivos. El ardor aumentó hasta que casi se retorció. La bata ligera hacía daño donde tocaba la piel. Todo dolía.

Conner empujó la cabeza por la puerta, le echó una mirada y le cogió de la mano, tirándola bajo la protección de su hombro.

– Vámonos.

– ¡Espera! -Mary les agarró-. Sus joyas. Ponlas en tu bolsa.

Conner le quitó el anillo mientras Mary desabrochaba el collar y los pendientes. Cuando estuvieron a salvo en la mochila, Isabeau dio un suspiro de alivio.

– Gracias por todo, Mary -dijo Conner.

– Fue un placer -contestó Mary-. Ten valor, Isabeau -agregó.

Conner estaba descalzo y sin camisa, sólo llevaba unos ligeros vaqueros y la mochila colgada de su cuello. Se apresuraron por la puerta trasera y empezaron a correr hacia la selva.

Isabeau captó los murmullos bajos detrás de ellos, pero nada le importaba excepto su extraña visión, la audición aguda y la miríada de sensaciones no familiares que corrían por su cuerpo.

Se sentía como si tuviera una fiebre que seguía subiendo hasta que estuvo ardiendo de dentro a fuera. Todo se sentía demasiado apretado, especialmente su cráneo. Los árboles les tragaron y siguieron corriendo a lo más profundo de la oscuridad, pero no estaba ciega. No había temor de ese interior oscuro; en vez de eso, su cuerpo abrazó el roce de las hojas, los susurros de los insectos, el constante zumbido interminable de las cigarras y el revolotear de pájaros y monos de árbol en árbol.

Las piernas eran de goma y se encontró en el suelo del bosque, los músculos se le retorcieron. Las manos se le curvaron y llenaron de nudos, extendiendo los nudillos. Los músculos se retorcieron y una vez más una oleada de pelaje corrió por su cuerpo y desapareció. Los huesos y articulaciones saltaron. Gritó, el sonido extraño, las cuerdas vocales casi aplastadas bajo los cambios en la garganta.

Conner estuvo a su lado en un instante, enmarcando su cara con las manos.

– Deja que pase, Isabeau, no luches. No hay nada que temer.

A Isabeau las lágrimas le ardían en los ojos. Deseaba esto, de verdad, pero las sensaciones eran tan aterradoras. El temor a lo desconocido. El cuerpo parecía darse la vuelta, de dentro a fuera al retorcerse y girar. Su espina dorsal se dobló, un instrumento largo y flexible que le permitía retorcerse y saltar, girar en medio del aire. Respiró profundamente, tratando de llamar a su gata. Sí, deseaba esto. Esto formaba parte de su vida con Conner y deseaba su vida con él, sin importar que les arrojaran. Podía hacer esto, tumbarse en el suelo del bosque, su cuerpo retorciéndose, el rugido fuerte en la cabeza y el temor que brillaban en el vientre, por Conner. Podía hacer cualquier cosa por él.

Conner se agachó al lado de ella, sacudiendo la cabeza cuando ella se estiró hacia él.

– Esto es para ti. Esto es quién eres.

Oyó sus palabras como si estuviera lejos. La noche ya se apresuraba hacia ella, las vistas y los sonidos mientras su cuerpo cambiaba de forma, los tendones y músculos protestando y doliendo. Unas puñaladas agudas de dolor le cortaron por toda ella, pero ahora apenas podía reconocer la transformación mientras su cuerpo cambiaba de forma. Sintió a su felina, su otra mitad. El cuerpo ágil y compacto, los sentidos realzados, las furiosas necesidades, pero sobre todo, que nunca estaría sola. El sentido de unidad se había ido cuando su gata surgió, el cuerpo rodó por un momento en la espesa vegetación, pero saltó elegantemente poniéndose de pie y dejó salir su primer resoplido ronroneante.

El leopardo se estiró lánguidamente, de modo seductor y miró por encima del hombro al gran macho que surgió a su lado. Inmediatamente se movió, tentándolo, frotando su olor en árboles y maleza, dejándole saber sin ninguna duda cuán seductora era. El macho la siguió a un ritmo más cauteloso, sabiendo que las hembras tenían su propia línea de tiempo y que sólo cuando estuviera lista se sometería a su posesión.

Ella le provocó deliberadamente y lo sedujo, rodando por las hojas, frotando su hermoso y largo pelaje por la corteza de los árboles, dispersando las hojas con un roce de su pata. Conner podía ver que disfrutaba de su nueva libertad. La vida salvaje era un cebo al que todos habían tenido que enfrentarse. La ley natural de la selva tropical era fácil de seguir con respecto al mundo humano. La avaricia y el engaño no tenían lugar aquí.

Conner abrió los ojos y apretó las orejas hacia adelante, señalando al leopardo hembra que quería jugar. Todos los gatos disfrutaban jugando, incluso los grandes. En unos momentos, se estaban persiguiendo el uno al otro, luchando y derribándose una y otra vez en la alfombra gruesa de hojas. Jugaron al juego del escondite. Isabeau se ocultó y Conner la acechó y la emboscó, abalanzándose sobre ella, haciéndola rodar en un enredo de colas y patas y luego se alejó riéndose.

Todo el tiempo, el leopardo hembra continuó provocando al macho con su seductora comunicación vocal mientras rodaba y se estiraba. Conner se acercó, mirándola a los ojos a la manera de un leopardo macho. Al principio fue recíproco, ella le miró profundamente, pero cuando se movió ligeramente hacia ella, Isabeau lo rechazó con un gruñido, escupiendo y siseando su negativa mientras saltaba lejos con un movimiento seductor e invitador.

Conner corrió a su lado, frotando su olor de una punta a otra de su cuerpo revestido de pelaje. La encontró hermosa y sensual, una mezcla vertiginosa para su leopardo macho. Ella se movió por delante de él en el estrecho sendero, zigzagueando entre los árboles, dirigiéndose al río. Cada pocos minutos se paraba y se agachaba delante de él. Él se acercó cautelosamente. Una hembra no preparada era peligrosa. Esperó a que estuviera segura. Cada vez que se acercaba, ella saltaba alejándose, siseando y golpeándole con una pata.

Adoraba la vista salvaje de ella. Su olor, llamándole, era abrumador, un afrodisíaco vertiginoso mientras seguían a lo más profundo del bosque. Las criaturas de la noche se gritaban atrás y adelante. El continuo batir de las alas de los murciélagos señalaba que las criaturas estaban cazando insectos en el cielo de la noche. Este era su mundo y él gobernaba. Se acercó a ella otra vez, esta vez entrando directamente detrás de ella cuando se agachó. Isabeau permaneció en esa posición y todo en él se tranquilizó.

Su compañera. Suya. Rugió un desafío a cualquier macho en la vecindad y luego estuvo sobre ella, le hundió los dientes en la nuca para evitar que se moviera, le cubrió el cuerpo con el suyo. Todos los machos eran posesivos y atentos cuando su hembra estaba en celo y el sexo entre gatos podía ser rudo. El gran leopardo macho se tomó su tiempo con ella, el camino para reclamar a su compañera abrumador. Ella gritó cuando él se retiró, dándose la vuelta para amenazarle con sus costados subiendo y bajando y una mueca en la cara, pero cuando él frotó el morro sobre ella, se calmó.

Se tumbaron juntos en un montón de piel, las colas se trenzaron la una en la otra mientras él descansaba y luego estuvo sobre ella otra vez. Pasaron varias horas juntos, pero el macho siguió moviéndoles lenta pero constantemente de vuelta hacia la pequeña cabaña donde sus contrapartes humanas permanecían. Se aparearon con frecuencia y ferozmente al modo de los leopardos.

Cuando se acercaron a la cabaña, la hembra comenzó a darse cuenta de donde estaban e intentó volver al bosque y a la libertad de vivir salvaje. El macho, conociendo el tremendo atractivo, lo evitó, utilizando la fuerza del hombro y la parte superior del cuerpo para empujarla de vuelta hacia la casa. La reacción era muy común en la primera salida, pero era necesario dominarla rápidamente. Permanecer en forma de leopardo durante espacios de tiempo largos podía ser peligroso, aumentando los rasgos del leopardo en el humano.

Isabeau olió la civilización y supo que Conner la forzaba a casa. El cambio ya empezaba. En el momento que ella reconoció el intelecto, supo que el cerebro ya funcionaba como un humano. El cambio comenzó allí, en su mente, alcanzando el cuerpo humano. Casi inmediatamente hubo la reacción, un desgarro de músculos y huesos. Escapó un pequeño grito medio humano, medio salvaje.

Ella sentía el aire de la noche en la piel y se encontró boca abajo en el porche de su cabaña, completamente desnuda, su cuerpo en un estado terrible de excitación. No tenía sentido cuando su leopardo había sido saciada completamente, pero aparentemente la necesidad violenta se manifestaba en el humano, por lo menos en ella. Levantó la cabeza para mirar a su marido.

Conner estaba agachado a medio metro, los ojos dorados fijos en su cara. No hizo ningún intento de ocultar la necesidad absoluta y cruda que ardía en su cuerpo. Con deliberada intención la alcanzó, rodó sobre ella para ponerla de espaldas, allí mismo en el porche. Su mirada era violenta, casi tan salvaje como el leopardo cuando fue sobre ella, buscando la boca con la de él. Estaba hambriento del sabor de ella, las manos se movían, amasando, explorando, hambrientas de la sensación de su suave piel.

Ella levantó la cabeza para encontrarlo, las bocas se fundieron, se soldaron, se unieron, las lenguas se batieron en duelo mientras las manos de Conner amasaban y masajeaban los senos, tironeaban y rotaban los pezones hasta que unos pequeños sollozos de desesperación empezaron en la garganta de Isabeau. Hasta que ninguno pudo respirar y fueron forzados a separarse unos pocos centímetros, atrayendo el aire con fuerza a los pulmones ardientes y devorándose el uno al otro con los ojos. Las manos de Conner nunca se detuvieron, bajando por el vientre hasta que los dedos se hundieron dentro de ella y ella corcoveó con impotencia contra él. Ella se sentía como si estuviera tan caliente que su centro se fundía.

– De prisa, Conner. Por favor deprisa -imploró.

Él se arrodilló entre las piernas y le levantó las caderas, vacilando un momento en su entrada. Ella se retorció, sacudiendo la cabeza, sin querer esperar, tratando de empalarse en él. El avanzó hacia delante y ella gritó, un sonido roto y lloriqueante de placer intenso mientras le sentía entrar hasta el fondo. Su vagina apretada le agarró con fuerza, reacia a abrirse, forzándole a empujar a través de los pliegues calientes para que ella pudiera sentir cada centímetro de grosor.

Los suelos eran lisos y cuando la sostuvo inmóvil y golpeó en ella, las llamas lamieron sobre ella como un fuego fuera de control, barriendo a un vórtice de placer. Cada vez que él entraba en ella, parecía estirarla al límite, su pesada erección quemaba como una marca entre los muslos y en esta ocasión profundamente, tan profundamente, que sintió como si Conner estuviera alojado en su estómago. Podía sentir su propio cuerpo latiendo y pulsando alrededor del de él, agarrándolo con avidez, deleitándose en el salvaje placer que él le daba.

Isabeau se retorció y corcoveó bajo él, las caderas sintonizadas con su salvaje ritmo, penetrando repetidamente y con fuerza. El aliento entraba en desiguales jadeos, entrecortadamente y se empujó con los talones, queriendo tomarlo aún más profundo. Ese grueso miembro, tan caliente, golpeó en ella, le acarició, varió el ritmo hasta que ella se estremeció una y otra vez con tal placer que sólo pudo jadear su nombre y clavar las uñas en sus brazos para anclarse. La tensión creció, su cuerpo serpelnteó para apretarse más y más mientras él empujaba en ella, las manos de Conner la anclaron. Él ajustó el ángulo del cuerpo de ella, agachándose sobre ella, entrando con más fuerza.

El grito suave y agudo de ella vagó desde el porche a la selva, el sonido de sus cuerpos juntándose en el apareamiento rítmico y frenético se vertió sobre el cuerpo de ella como fuego fundido y el placer explotó como una ráfaga de droga. Comenzó a moverse con fuerza bajo él, su respiración era un sollozo ahora mientras el placer se incrementaba hasta que pensó que quizá no sobreviviría.

La cara de Conner era una máscara de líneas duras, la lujuria grabada profundamente, el amor ardía en sus ojos dorados cuando furiosamente la reclamó, poniéndose las piernas sobre los hombros de un tirón, golpeando más hondamente que nunca hasta que ella se tensó y su cuerpo se apretó como un torno alrededor suyo. El orgasmo rompió por ella, llevándose a él con ella, Isabeau pudo sentir la salpicadura caliente de su liberación en medio de las olas feroces que la desgarraban. Ella gritó, un fuerte y largo gemido de placer cuando la liberación la atrapó y se negó a soltarla, un infierno llameante que les quemó vivos.

Conner se desplomó sobre ella, su respiración tan dura como la de ella. Isabeau podía oír el corazón de Conner latiendo desenfrenadamente cuando entrelazó los dedos detrás de su cuello. Ella le habría dicho que le amaba, pero no pudo encontrar suficiente aire. Él sonrió y se arrodilló retrocediendo, muy lentamente y pasando deliberadamente las manos sobre los senos, vientre y más abajo, y ella supo que era una reclamación. Suya. Adoraba ser suya.

Le sonrió, embebiéndose de él ahí en la oscuridad. Se sentía como el día perfecto. Había tenido una boda de cuento de hadas y su leopardo había surgido por fin. Había experimentado el correr libre así como la bondad de los extraños. Habían hecho el amor hasta que ninguno podía moverse y ahora estaban aquí en su propio pequeño mundo donde la fealdad de alguien como Imelda Cortez no podía tocarles.

– Algunos días son simplemente perfectos -susurró.

Él se inclinó otra vez, la besó en la boca, mordisqueando el labio inferior y luego lamiendo la garganta hasta el seno izquierdo.

– Eres tan hermosa para mí, Isabeau. Cuando te vi caminando hacia mí con ese vestido, mi corazón se paró. -No podía soportar el separar su cuerpo del de ella. Sabía que la boca de Isabeau crearía milagros si le daba la oportunidad, pero su cuerpo era un caldero de fuego rodeándole. Las pequeñas réplicas que ondulaban dentro de ella enviaban ondas de placer a su vientre y muslos.

– Han sido todos tan amables -dijo. Se estiró para acariciarle la mejilla, las cuatro cicatrices se añadían a la perfección masculina.

– No quiero que esto se acabe. -Conner echó la cabeza atrás y miró al cielo nocturno. Las estrellas eran tan densas que la oscuridad parecía lechosa.

– Hombre tonto. -Le empujó-. Adoro mantenerte feliz.

Sólo su respuesta fue suficiente para enviar una oleada de calor al cuerpo de Conner. Los leopardos a menudo podían oír las mentiras e Isabeau nunca le mentía. Ella adoraba atender su cuerpo y era generosa con su atención.

Ella se rió suavemente, sintiendo como su erección se hinchaba, se volvía más dura cuando él empujó suavemente más profundamente. Los dedos de Conner se apretaron en sus caderas cuando levantó la cabeza al cielo. El viento cambió un poco y la cabeza de Conner giró bruscamente, los ojos ardiendo mientras escudriñaba la línea de árboles y el dosel. Muy lentamente, se enderezó, todavía de rodillas, el cuerpo enterrado apretadamente en el de ella. En el fondo su leopardo gruñó y arañó, la furia estalló por él.

Inhaló profundamente y olfateó, enemigo. Fue breve, un olor apenas discernible que desapareció casi inmediatamente, como si el leopardo macho hubiera cambiado de posición con el viento. No había advertencia del dosel, nada indicaba que hubiera un enemigo cerca, pero Conner sabía que no estaba equivocado, había olfateado otro leopardo macho brevemente. Permaneció inmóvil, barriendo con la mirada el bosque circundante.

– ¿Hay algo mal? -preguntó Isabeau, reconociendo la calma en él. Comenzó a girar la cabeza, pero él clavó los dedos en sus caderas y se inclinó hacia adelante, enviando ondas de réplicas a través de ella.

– No te muevas. Sólo mírame.

– Oh mi Dios -cuchicheó-. ¿Alguien nos está mirando? -Tiritó, de repente asustada. La selva tropical nunca la había asustado, pero ahora las sombras parecían estar acechando detrás de cada árbol.

– Está ahí afuera. Mirándonos.

Ella no tuvo que preguntar quién era «él». Ottila Zorba.

– ¿Cuánto tiempo ha estado ahí?

– No tengo la menor idea. Vamos adentro. Quiero que te encierres. Sabes cómo disparar. Llamaré para que venga el respaldo y entonces cambiaré y le cazaré.

Ella quiso negar con la cabeza, atemorizada por él. Conner se arrancó de ella y movió su cuerpo para bloquear la vista de Ottila de ella mientras la ayudaba a levantarse y abría la puerta, casi empujándola adentro.

Ottila no había cortado las comunicaciones, probablemente no queriendo avisar de su presencia. Conner hizo la llamada a Rio y luego comenzó a moverse por la cabaña, preparándose para dejarla.

– Espera a Rio, Conner -advirtió Isabeau-. Hay algo acerca de él que es simplemente aterrador. Me sentiré mejor si esperas.

El leopardo de Conner no lo permitiría. Dudaba si el hombre lo haría. Ella no tenía la menor idea de cuánta naturaleza e instintos tomaban parte en su vida, dominando el buen sentido a veces. Su gato rugía, una neblina negra de celos que se esparcía por su mente. Sacó armas y se las mostró a ella, pegando una bajo la superficie de la mesa, poniendo otra en un cajón, ocultando cuatro armas y dos cuchillos para ella.

– Estará demasiado ocupado tratando de matarte -indicó Isabeau-. Él no quiere matarme, pero a ti te desea muerto. Si es realmente él y no lo sabemos con seguridad…

– Lo es -dijo Conner con certeza-. Mi felino sabe que es él. Cierra las puertas, Isabeau. Permanece dentro y mantén las luces apagadas. Llamaré cuando vuelva, de otro modo dispara a cualquiera que trate de entrar.

Ella se adhirió a él.

– Por favor, escúchame por una vez. Eres tú a quien persigue. Te quiere muerto. Quiere que vayas a la selva tras él. De otro modo, ¿por qué te avisa de su presencia?

– Nadie puede predecir el cambio de viento. Fue atrapado y probablemente está a medio camino de la siguiente aldea ya, corriendo como un conejo.

Ella sabía que no, sabía que Ottila no tenía la intención de huir. El corazón retumbaba con temor por Conner. Él estaba sumamente seguro, pero no había conocido a Ottila como ella había hecho. El leopardo renegado cambiaba sus lunares continuamente y ella tenía el presentimiento de que ocultaba algo.

Conner suavemente la apartó, se inclinó y la besó una vez nada más. Entonces levantó la ventana de atrás y cambió mientras se zambullía. Desapareció casi inmediatamente en las sombras. Isabeau cerró y trabó la ventana y luego las contraventanas, asegurándose de que todo estuviera en su lugar y nadie pudiera entrar por la ventana.

Con manos temblorosas, Isabeau se vistió, poniéndose su ropa como una armadura. Capas de ellas. Ropa interior, vaqueros, calcetines pesados, una camiseta, antes de envolverse en el suéter de Conner. Se sentó a esperar, el corazón palpitaba rápidamente y tenía el sabor del temor en la boca. No tuvo la menor idea de cuánto tiempo había estado sentada allí, pero se dio cuenta de que lágrimas le enturbiaban la visión. No podía quedarse sentada. Caminó un rato y por último abrió las contraventanas del porche delantero y miró fuera, tratando de ver lo que sucedía en la selva tropical. Podía oír los sonidos de los insectos y criaturas de la noche, el bosque tenía su propia música nocturna, pero no había interrupción, ningún combate entre leopardos y ninguna advertencia de los animales de que había leopardos en la vecindad.

Por ahora, se consoló, Rio se habría unido a Conner en la búsqueda. Y quizá él estaba equivocado. Quizá no había captado realmente el olor de un leopardo macho, aunque ella no lo creía realmente.

Después de un tiempo se dio cuenta de cuán desesperada era la tarea de mirar la selva tropical, esforzando los ojos cuando no había nada que ver, así que cerró con cuidado las contraventanas otra vez antes de poner el hervidor. El té combatiría el susto que sentía. Por lo menos el ritual de hacer té la mantenía ocupada. Una vez que el agua hirvió, la vertió en la pequeña taza sobre las hojas de té y colocó una toalla para macerarlo. Necesitaba algo para revitalizarla. No había manera de relajarse, no con Conner en peligro.

Se giró para volver a la ventana. El corazón saltó. Comenzó a golpear. El temor le secó la boca. Ottila Zorba estaba a menos de medio metro de ella, los ojos le brillaban en la oscuridad, su mirada fija sobre ella como si fuera su presa. Obviamente había cambiado. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba allí, pero su cuerpo desnudo, todo haces de músculos y fuerza estaba muy excitado.