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La vieja mecedora de madera crujió al mismo tiempo que la brisa soplaba entre los árboles. Las ramas temblaron y las hojas se arremolinaron en el aire cuando el viento sopló por el valle. Una segunda silla gimió y raspó en contrapunto con la primera. Una tercera agregó un chirrido leve a la sinfonía. Conner se inclinó sobre el bastón e inspeccionó a los tres hombres que se mecían en el porche de Doc, en las mecedoras talladas a mano.
– Bien -dijo Conner-, quemamos su casa hasta el suelo. Imelda no puede herir a nadie más. Debemos sentirnos bien por lo menos acerca de eso. -Mientras hablaba giró la cabeza para mirar al pequeño chico que tiraba piedras con suficiente fuerza para hacer bollos en la cerca de madera.
– Por lo que sabemos, nadie vivo sabe de nuestra gente -dijo Rio-. Y la tribu de Adán debe estar bastante a salvo.
– Hasta que el próximo monstruo venga -dijo Felipe con tristeza.
Jeremiah se revolvió.
– Nosotros le cortaremos la cabeza de nuevo. -Su voz era ronca, baja, apenas allí, como si cuchicheara en vez de hablar. Su expresión, cuando miró a los otros, era beligerante-. Voy a unirme a vuestro equipo.
Rio le dirigió una pequeña sonrisa.
– No sería de ninguna otra manera, chico. Bienvenido al infierno.
Conner estudió las tres caras cansadas y demacradas.
– Sois una vista penosa -observó-. Viejas cotilleando.
Jeremiah, Felipe y Rio se miraron el uno al otro.
– No creo que tú tengas mejor aspecto -indicó Rio-. De hecho, pareces peor que cualquiera de nosotros.
– Las cicatrices se añaden a mi apariencia desvergonzada.
– Asustará al niño -dijo Jeremiah.
Conner suspiró.
– ¿No es verdad?
Rio frunció el entrecejo.
– Conner, el chico quiere gustarte. Lo intenta con tanta fuerza como puede. Te mira todo el tiempo.
Conner bufó.
– Me rehúye. Me mira porque tiene miedo de que me lo coma para cenar.
– Trata de sonreír -ofreció Felipe amablemente.
Conner giró la cabeza para observar al chico pequeño que hablaba tan seriamente con Isabeau. Mateo no había sonreído ni una vez en las tres semanas transcurridas desde que le habían rescatado. Era un hermoso chico, de cuerpo compacto al modo del pueblo leopardo, ojos grandes y más dorados que amarillo, muy parecido a Conner. De hecho, con su cabellera desgreñada y despeinada y sus facciones, se parecía mucho a Conner.
Conner suspiró. No tenía la menor idea de cómo hablar con niños. El chico le evitaba. Era un niño pequeño serio con ojos grandes que tenían demasiada pena y una rabia terrible. Conner comprendía la intensidad de ambas emociones, pero no sabía cómo alcanzar al chico. Mantuvo los ojos en Isabeau. Ella estiró la mano hacia Mateo. Conner contuvo la respiración. Un latido del corazón. Dos. Deseaba que el chico tomara la mano, que hiciera contacto humano.
Isabeau nunca se movió. Nunca dijo una palabra. Si alguien iba a llegar a él, sería Isabeau, no él. Era tan paciente. Nunca se tomaba sus negativas personalmente. Nunca dejaba de intentarlo con él. El chico tomó la mano y Conner dejó salir el aliento.
Mateo no quería amar otra vez. O confiar. Había perdido demasiado en su joven vida. Tenía pesadillas casi cada noche y era casi imposible consolarle. Conner sabía que el leopardo del chico estaba cerca, tratando de protegerlo con la fuerza completa de la ira, construyendo una pared alrededor de él. No sabía cómo derribar esa pared.
– Funcionará -dijo Rio suavemente.
Conner sacudió la cabeza y empezó el lento y más bien humillante viaje cojeando a través del patio hacia Isabeau y Mateo. Tenía que seguir estirándose, esperando encontrar un modo de alcanzar al chico, de hacerle saber que entendía y que el chico podía contar con que le vería en los años venideros.
Mateo no giró la cabeza, pero por la ligera tensión de su cuerpo, Conner supo que era agudamente consciente de él. Una sombra se deslizó sobre la cara del chico mientras se acercaba. Sintió la vacilación. ¿Debía interrumpirlos? ¿Dejarlos solos para permitir que el chico tuviera un poco de paz? ¿O debería continuar intentando insertarse en la vida del chico? ¿Cómo su madre parecía saber siempre hacer lo correcto? Isabeau, por fin, había conseguido que Mateo le cogiera la mano, quizá este era el momento equivocado.
Antes de poder darse la vuelta, Isabeau se detuvo, con la mano del chico firmemente en la suya.
– Pareces tan triste, Conner.
Isabeau. Dulce Isabeau. Le estaba dando una apertura. Deseando que él fuera lo bastante fuerte para hablar al niño sobre su madre. Había sacado el tema anoche, mientras estaban en la cama, sosteniéndole cerca. Ella pensó que la oscuridad le ayudaría a enfrentarse mejor, pero él no podía hablar de su madre ni de su muerte. Las lágrimas habían amenazado con estrangularlo. No era la clase de hombre que hablaba de cosas como perder a una madre. Él no lloraba. No reconocía el dolor si podía evitarlo. Pero Isabeau tenía la convicción de que si podía bajar la guardia, eso permitiría al chico hacer lo mismo.
La expresión de Mateo estaba cerrada, pero aún así muy vulnerable. Conner era un hombre y Mateo esperaba rechazo de Conner. Esos ojos. Los veía cada día en el espejo. Tanto dolor. Tanta rabia. Tanta vulnerabilidad.
Eres como ella. Tu madre. No como él. Las suaves palabras de Isabeau de la noche antes reverberaron en su mente. Eres como ella. Ella te dejó un legado tan maravilloso, Conner. Te enseñó lo que es el amor.
Estudió esos ojos levantados tan parecidos a los suyos propios y sintió el cambio dentro de él. Algo duro pareció fundirse en una suavidad que no comprendía mucho. Marisa había dejado a este niño con él, creyendo que él le daría al chico los mismos regalos que ella había dado a Conner. Amor incondicional. Un sentido de pertenencia. Libertad. Familia. Miró a Isabeau. Su mujer. Su esposa.
Ahora sabía porqué Isabeau le hacía sentirse completo. No era la risa, ni el sexo. Eran momentos como éste. Momentos que contaban para una vida. Esa confianza en ella, esa fe, la serenidad en la cara. Como si supiera sin una sombra de duda que él era como su madre, como Marisa y que encontraría un modo de desatrancar el corazón de este chico.
– Vamos a andar donde pueda sentarme -sugirió Conner.
Porque no podía escoger sus palabras con cuidado cuando la cadera inflamada protestaba al estar de pie. O quizá, postergaba un enfrentamiento mientras fuera posible. El chico parecía tan asustado.
Giró sin esperar, sin darle a Mateo una oportunidad de protestar. Simplemente se dirigió al granero donde sabía que Doc tenía un banco y los gatitos. Isabeau le siguió con Mateo. Les podía oír andando detrás de él. El chico era sorprendentemente un experto en andar silenciosamente, aunque Marisa probablemente hubiera utilizado con él las mismas tácticas que había usado con Conner, dejándole salir a hurtadillas pensando que huía para que el chico pudiera practicar.
Se hundió en el banco y esperó hasta que el chico se paró delante de él. Isabeau tomó asiento a su lado. Podía ver a Mateo prepararse para el rechazo.
– Han sido un días duros, ¿verdad?
Mateo parpadeó. Asintió. Permaneció silencioso.
– La cosa es, Mateo, que tuvimos suerte. No se siente así en este momento, pero tuvimos una madre que nos amó y nos dejó el uno al otro. Cuando me sienta sólo sin ella, siempre sabré que te tengo a ti y a Isabeau. Cuando tú te sientas sólo, nos tendrás a Isabeau y a mí.
Mateo siseó, sonando exactamente como un cachorro de leopardo, escupiendo. Los ojos dorados destellaron y sacudió la cabeza violentamente, retrocediendo.
– Se ha ido.
– ¿Te habló de mí, Mateo?
El pecho del chico subió y bajó, parpadeó rápidamente, tratando de encubrir su profunda agitación. Asintió, sin confiar en hablar.
– ¿Qué dijo nuestra madre acerca de mí?
Mateo apretó la mandíbula.
– Que eras mi hermano. -Su voz rompió-. Que me querrías. Dijo… -Se apretó los ojos con los puños y sacudió la cabeza.
Conner rodeó la muñeca del chico con dedos suaves.
– Durante mucho tiempo después de que entendiera que mi padre no quería tener nada que ver conmigo, pensé que era porque algo estaba mal en mí. Que la culpa era mía. -Sacudió la cabeza-. La culpa era suya. Hay algo malo en él.
El chico levantó las pestañas con las puntas mojadas de lágrimas y le miró solemnemente.
– Eso es lo que mi mamá dijo.
– Sabes que ella nunca mentía, Mateo. Somos leopardos. Podemos oler una mentira. Ella te dijo la verdad. Acerca de él. Sobre mí. Te quiero. Isabeau también te quiere. Somos una familia.
El chico apretó la boca y se encogió de hombros.
Conner miró a Isabeau con impotencia. Ella le acarició el muslo con la mano. Un compromiso suave de fe.
– Cazo tipos malos. Eso es lo que hago. Entro en combates y a veces gano y a veces el otro tipo hace…
– En su mayor parte ganas -exclamó Isabeau.
Conner asintió.
– Tengo que ganar si quiero vivir. Pero lo importante es, Mateo, que durante mucho tiempo pensé en ser un hombre fuerte que no podía mostrar emoción. Que no podría perder jamás el control. Ciertamente, nunca podría llorar, sin importar las circunstancias. Pero estaba equivocado acerca de ser emocional y no ser un hombre. Un hombre verdadero sabe que está bien mostrar emociones cuando está herido. Nunca superaré la muerte de nuestra madre. Jamás. Pienso en ella cada día y cada noche, lloro cuando la echo de menos. Isabeau pone sus brazos a mí alrededor y entonces no me siento tan solo.
Mateo arrancó la muñeca y envolvió ambos brazos en torno a su estómago, como si se abrazara.
– Yo no lloro sobre eso.
– ¿Sobre qué? -incitó Conner.
– Mi mamá dejándome.
– Ella no te abandonó, Mateo -dijo Conner. Cuando el chico se quedó mirando tercamente al suelo, Conner puso un pulgar bajo el mentón y le forzó a levantar la cabeza.
– Mírame.
Los ojos del chico destellaron sobre él. Ira. Una pena insoportable. Temor. El corazón de Conner se contrajo.
– Ella no nos abandonó, Mateo. Alguien nos la arrebató. Isabeau y yo le matamos.
Isabeau jadeó, arrancando la mano del muslo. Conner no la miró, sabiendo que rechazaría sus métodos, pero él había sido este pequeño chico con la misma rabia, ese mismo temor. Y sentía la misma pena intolerable.
– Somos leopardos, Mateo, y no siempre es fácil contener tanto odio y rabia, aunque nuestra madre nos dijera que debemos perdonar. Nunca podemos justificar el tomar una vida porque estemos enfadados, pero a veces es necesario, no tenemos elección. ¿Comprendes? Nuestra madre no desearía que hiciéramos daño a otros, ni siquiera cuando estamos heridos, pero tenemos el derecho y la obligación de defendernos y defender a nuestras familias.
– Le odio.
Conner asintió.
– Yo también le odio. Pero eso no nos la devolverá. Ella nos dejó el uno al otro, Mateo. Cuando te miro, la veo en ti. Espero que cuando tú me mires puedas verla también. Haremos que esté orgullosa de nosotros. Cuando tenga problemas, cuando esté tan enfadado que quiera herir alguien, hablaré contigo acerca de ello y tú me recordarás lo que ella desearía. Cuando tú te sientas enfadado, habla conmigo y yo te lo recordaré. Podemos pasar por esto juntos.
Mateo le miró a los ojos y Conner pudo ver el leopardo allí, juzgando, sopesándole, queriendo creer que podía confiar el niño al hombre. Conner abrió los brazos. Los ojos de Mateo se volvieron líquidos, empapados en lágrimas y dio un paso a los brazos de Conner.
Conner le envolvió apretadamente y sostuvo al chico que sollozaba. Había tanto dolor en esa pequeña forma que Conner sintió la misma emoción en su interior.
– Tenemos un vínculo que nadie jamás nos puede quitar, Mateo. Nuestra madre. Ella nos atará siempre juntos, nuestro amor a ella, nuestras recuerdos de ella. Siempre será nuestro, tuyo, mío y de Isabeau.
Mateo sollozó fuera su ira y su pena, ocultando la cara contra el pecho de Conner. Conner le sostuvo cerca y recordó todas las veces que su madre había hecho lo mismo por él. Finalmente acarició el pelo del chico, esperando los hipos que señalaban el final de la tormenta.
– Isabeau me ha dicho que Doc rescató algunos gatitos de un cazador furtivo. ¿Te gustaría enseñárnoslos?
Mateo cabeceó y olió.
– Dijo que estaban en un buque de carga, apretados en una caja con serrín y tienen los pulmones sucios.
– Doc no los puede mantener a todos -dijo Isabeau amablemente.
El chico le miró con un rayo de esperanza en los ojos.
– Alguien tiene que ayudarle.
La ceja de Conner se disparó hacia arriba. Ahora sabía lo qué los padres sentían cuando su hijo les daba esa mirada. El corazón se le fundió de alguna manera graciosa y se encontró mirando un poco impotente a Isabeau. Ella se rió suavemente y tomó la mano libre.
– Vamos. Estos gatitos son bastante grandes, Mateo. Tendrías que ayudarnos con el cuidado, la alimentación y el ejercicio.
– Lo haría. De verdad, lo haría. -Mateo saltó delante de ellos al rincón del granero donde cuatro pequeños leopardos nublados gruñían y escupían.
Conner cojeó detrás del chico, Isabeau a su lado.
– Gracioso lo que ya estoy sintiendo por él.
– Yo también -reconoció Isabeau.
– Comprobé a Teresa, esa criada por la que estabas preocupada -dijo Conner-. Es una madre soltera y estaba desesperada por dinero, así que fue a trabajar para Sobre a pesar de los rumores. Enviaba el dinero a casa a su madre, quien cuidaba de su hijo. Está feliz de haberse reunido con ellos. Adán le encontró un trabajo.
Ella le sonrió.
– Gracias. No podía sacármela de la cabeza. -La mirada siguió a Mateo cuando él se hundió cerca de los cuerpos de los pequeños leopardos que se retorcían y caían, mirando sus bufonadas con enormes ojos-. Puedo ver porqué ella haría cualquier cosa por su hijo. Mateo ya me ha llegado y ni siquiera le di a luz.
Él bajó la cabeza a la tentación de la boca. Una vez que tocó los labios con los suyos, fue el mismo estallido de calor, encendiendo una cerilla a un explosivo. Los dedos se curvaron en torno a la nuca para anclarla a él mientras él se perdía en el sabor exquisito de ella.
– Ahjjj. Eso es asqueroso -dijo Mateo-. ¿Vais a estar haciendo eso todo el tiempo?
Conner le sonrió.
– Todo el tiempo -confirmó.
La sonrisa de respuesta de Mateo tardó en llegar pero cuando lo hizo, le alcanzó los ojos.
– Adivino que puedo vivir con eso.
– Adivino que puedo vivir con uno de esos gatitos entonces -concedió Conner y vio como explotaba la alegría por la cara del chico-. Pero no sé qué dice Isabeau. Es una decisión familiar. ¿Correcto?
Mateo giró su atención a Isabeau y allí había alegría, como si él ya supiera que la tenía envuelta alrededor del dedo.
Isabeau le guiñó un ojo y giró la cara para mirar la de Conner. Había amor brillando en los ojos de ella.
– Creo que toda la familia está de acuerdo. Definitivamente necesitamos uno de esos gatitos.
Mateo lanzó el brazo alrededor de su pierna y alrededor de una de las de Conner. Conner dejó caer la mano sobre la cabeza del chico mientras besaba a Isabeau otra vez. De algún modo sentía como si Marisa estuviera justo allí, en el granero con él, compartiendo su felicidad.