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Durante un largo momento, Isabeau permitió que su cuerpo se recostara en el consuelo de Conner. Sería preferible morir intentando huir que ser disparada por los asesinos de Imelda Cortez o muerta en su fuego. Era un argumento para tratar de trepar al árbol, mucho mejor que querer complacerlo, demostrarle que tenía tanto valor como él, bien, que probarse a sí misma. Una cuestión de orgullo. Cerró los ojos y se forzó a pensar en un leopardo, a imaginarse a la gran gata en su mente. Necesitaba el sonido de la voz de Conner, su ánimo.
– Dime cómo es ella.
Ella sintió más que oyó la rápida inhalación de Conner. Los labios cuchichearon sobre el lugar vulnerable entre el hombro y el cuello.
– Es hermosa, como tú. Muy inteligente y eso se muestra en sus ojos. Todo era siempre un desafío para ella y podía estar de un humor muy variable, un momento amorosa, al siguiente, arañándome con las garras.
Había una suave nota casi seductora en su voz y él no parecía notar que estaba hablando como si hubiera conocido a su leopardo íntimamente.
– Adoraba la noche, y a menudo, teníamos que salir bajo las estrellas y caminar durante horas. Recela de los intrusos, tarda en confiar y arde con fuego. Es tan hermosa, Isabeau, y reservada, misteriosa y evasiva. Tiene una mente rápida e inteligente.
– ¿Qué aspecto tiene? -Las palabras fueron estranguladas. Describía su personalidad, pero no. Ella se identificaba con todo lo que decía y la voz de Conner se había vuelto más ronca, sexy, mientras articulaba un conocimiento íntimo de su ser más interno y protegido.
– Es elegante. Chiquitita para una de nuestra clase. Su fuego se asoma en los brillantes ojos junto con su inteligencia. Más dorados que verdes, las pupilas dilatadas y oscuras, brillantes, reflejando la luz. Los ojos penetrantes y magníficos. Una vez que los ves, nunca los olvidas. Puedo cerrar los ojos y verlos entre todas esas manchas oscuras que se dispersan por su pelaje. Es leonada, como tu cabello. -Le acarició el espeso cabello con la cara-. Es suave y musculosa, con un pelaje leonado dorado y patrones de manchas que se parecen al cielo nocturno que ella adora tanto. Las patas son delicadas, como tus manos.
Las manos cubrieron las de ella.
– ¿La sientes cerca de ti?
Isabeau lo hacía. La gata casi estaba emergiendo, parte de ella, casi como un recuerdo. Podía ver a la felina como él la describía, y las manos atrapadas bajo las de él, dolieron y ardieron.
– Duele, Conner -cuchicheó, asustada.
– Lo sé, nena. -Su voz bajó una octava. Se volvió ronca-. ¿Recuerdas la primera vez que te hice el amor? Hubo dolor, Isabeau, pero tanto placer. Respira y déjala salir. Llámala, deja que se derrame sobre ti.
Su voz era puro terciopelo negro, una seducción irresistible. Su aliento cálido. Su calor. Su cuerpo apretado tan fuertemente contra el suyo. Cada detalle vívido de esa primera vez. Las manos sobre ella. Su boca. La manera en que su cuerpo se movió en el de ella, tan seguro, tan experimentado, duro, fuerte y correcto, como si estuvieran hechos el uno para el otro.
– Déjala ir -animó él, como había hecho tantos meses antes.
Su voz devolvió una inundación de recuerdos, enviando el fuego que crujía en la maleza directamente al centro de su cuerpo. Estaba mojada. Los senos le dolían, hinchándose con la necesidad, los pezones endurecidos, desesperados por su toque. Los labios arrastraron besos desde el lóbulo de la oreja al hombro. La boca la acarició, enviando chispas de electricidad saltando por su sangre.
Isabeau alcanzó a la felina hembra que acechaba en su cuerpo. Inmediatamente sintió el salto de respuesta, como si su gata hubiera estado esperando simplemente. Los dedos de las manos y pies ardían y crepitaban, un fuego candente. Involuntariamente sus manos se curvaron. La piel se sintió como si se abriera de par en par. El aliento se le quedó atrapado en la garganta y se tensó, sintiendo que algo se movía dentro de sus manos y pies. Cuando estaba a punto de retroceder, Conner se inclinó y hundió los dientes en su hombro, una mordedura muy nostálgica de cuando había tomado su virginidad, distrayéndola, manteniéndola quieta, el placer y el dolor atravesando su cuerpo, volviéndola líquida y conforme.
Unas navajas como estiletes estallaron de su piel, unas garras gruesas y curvadas conectadas por un ligamento al hueso en la punta de cada dedo. El movimiento más diminuto de los músculos y tendones le permitía mover las garras.
– Respira, Hafelina, lo has hecho. Subamos.
Otra vez no hubo impaciencia en su voz, sólo orgullo. Isabeau tembló mientras él tomaba sus muñecas y le extendía los brazos sobre la cabeza, anclando las garras en el árbol mismo.
– Sube con tus garras. Confía en la fuerza de tu gata. Estaré contigo a cada paso del camino y no te dejaré caer.
Ella le creyó. Parte de la razón por la que se había enamorado tan fuerte y tan rápidamente había sido el modo en que la hacía sentirse completamente protegida. No podía imaginarse que nada le sucediera siempre que estuviera con él. No importaban las circunstancias, era un hombre que inspiraba confianza.
Clavó las garras en el árbol. Él estiró sus propios brazos por encima de ella, enjaulándola, haciéndola sentirse segura conforme se empujaba. Ella se horrorizó de la fuerza que corría por su cuerpo. Era estimulante subir con tal facilidad, las garras se curvaban en el tronco, haces de músculos se deslizaban bajo su piel mientras se elevaba hacia el dosel. No miró abajo, sino arriba, a las anchas ramas entretejidas como una carretera. El espeso velo de hojas ocultaba la vida de tantas criaturas a una treintena de metros por encima del suelo. Había todo un mundo nuevo allí arriba.
Casi se olvidó del fuego y las armas. No había más viento y olió el humo, sacándola de repente de la experiencia surrealista y devolviéndola a la vida real. Así había sido siempre cuando había estado con Conner. Cada cosa que habían hecho juntos, cada lugar al que habían ido, había sido como una vida propia. Casi había tenido miedo de dormir, atemorizada de perderse algo. La vida con Conner era vívida, eléctrica, apasionada, todo lo que siempre había deseado.
Trepó metódicamente, encontrando un ritmo en el movimiento mientras se empujaba por el tronco del árbol. Conner siempre la cubrió, en sincronización perfecta, como si bailaran o hicieran el amor. Sentía los músculos de su cuerpo, duro y definido, deslizándose contra el suyo. Los muslos gruesos permanecieron bajo ella siempre, sus brazos la rodeaban, su pecho apretado contra la espalda mientras se movían juntos, casi como si fueran una persona, no dos.
Gotas de agua salpicaron cuando las nubes que bullían encima del dosel explotaron y descargaron cascadas de agua sobre los árboles que ardían, mojando las llamas rugientes. Un humo negro se mezcló con el espeso vapor grisáceo que rodeaba el dosel, creando un velo denso. Conner dio un paso con facilidad sobre una rama y la tiró cerca de él, manteniendo el brazo alrededor de la cintura. Ella se sentía como si hubiera entrado en los cielos.
Conner tenía razón: Los pistoleros no les podían ver en las ramas gruesas, no con la niebla densa que les cubría.
– Quiero que sigamos moviéndonos. Dudo que adviertan las marcas que hemos hecho en el tronco, pero no quiero correr ningún riesgo. Los otros irán al río y si se topan con problemas, estaremos allí para ayudarlos.
Ella se miró fijamente las manos. Las garras se habían retractado como si nunca hubieran estado allí. Giró las manos una y otra vez, inspeccionándolas.
– Las he visto, pero no lo puedo creer.
– Vamos. -La tomó de la mano-. Estará resbaladizo con la lluvia, así que mira dónde pones el pie y no me sueltes. Si resbalas, Isabeau, confía en tu gata. No te asustes.
– Me dices eso muchas veces.
– Nuestra capacidad de aterrizar de pie es legendaria por una razón -le recordó-. Es verdad. Incluso si das un salto mortal al revés, tu felina te enderezará en dos segundos. Estarás bien y yo estaré detrás de ti.
Ella respiró y se le escapó una risa nerviosa.
– Creo que te tomaré la palabra y me saltaré la experiencia verdadera, si no te importa.
Él le sonrió. Allí, con el humo y las nubes que lo rodeaban, la fuerte cara marcada y los ojos de un whisky profundo conteniendo una huella de diversión, ella le encontró demasiado atractivo. Tuvo que apartar la mirada. Los animales estaban por todas partes, el dosel en constante movimiento, salvándola del desconcierto.
– Esto es asombroso.
– Sí, lo es.
De cerca, el colorido de los pájaros era vívido, brillantes azules, verdes e incluso rojos. Ella nunca había advertido las plumas individuales y cuán largos y afilados podían parecer los picos. El tiró de su mano.
– Vamos. Tenemos que salir de este árbol.
– Nunca creerán que hemos podido subir aquí.
– Cortez tiene dos leopardos renegados en nómina. Ellos nos podrían seguir.
El corazón de Isabeau saltó.
– ¿Hombres como tú?
– Hombres mucho peores que yo. -Le deslizó la mirada sobre la cara-. Puedes no creerme, Isabeau, pero yo tengo un código. La jodí contigo, pero tengo uno. Esos hombres no.
Ella agachó la cabeza. No quería hablar del pasado. Era demasiado doloroso. Él la había roto, dejado medio viva, una concha vacía que nunca podría amar a otro hombre. Sabía eso con absoluta certeza. Siempre sería Conner al que anhelara, por mucho que lo despreciara.
Le siguió, sorprendida por la facilidad con que podía equilibrarse cuando dio un paso sobre la red de ramas a la rama de un árbol vecino. La lluvia aumentó en fuerza, como a menudo hacía en la temporada húmeda. No hacía frío y con la avalancha de humedad y calor, el vapor se alzó en torno a ellos, convirtiendo el dosel en un mundo misterioso.
Los dedos de Conner se apretaron en torno a los de ella, pidiendo silencio. Ella oyó el sonido de voces a la deriva por el velo de niebla y mil mariposas revolotearon en su estómago. La boca se le secó. Conner nunca vaciló, caminaba por las ramas como si fueran una acera, yendo de árbol en árbol. Dos veces hizo un ruido de resoplidos como si advirtiera a alguna criatura más grande de su presencia, pero gran parte del tiempo, los sonidos que hacía estaban en algún lugar entre un extraño ronroneo y unos gruñidos bajos y retumbantes. En vez de amenazar, las notas eran tranquilizadoras.
Ella empezó a ser consciente de las criaturas del dosel. Donde antes los animales habían estado frenéticos, escapando del fuego y gritándose advertencias los unos a los otros, ahora estaban mucho más tranquilos, como ella. Era la voz de Conner, esa hermosa, tranquilizadora y calmante voz. No tenía sentido. Debería haber estado aterrorizada. Estaba a unos treinta metros del suelo de la selva, rodeada por humo y una niebla tan espesa que era casi imposible ver la mano delante de la cara, colocando con cuidado los pies en ramas resbaladizas. En algún lugar de abajo, hombres con armas les estaban cazando y ella estaba con el hombre que había roto su mundo en pedazos y lo había dejado en ruinas.
Los pájaros se asentaban en los árboles en torno a ellos en vez de volar con temor. Los monos solamente les miraban con curiosidad, pero el frenético parloteo había descendido a algo normal. La lluvia caía de forma constante y la vida parecía volver a la normalidad rápidamente. Miró al hombre que la guiaba con tal confianza por la carretera retorcida de ramas. Era Conner. La pura fuerza de su personalidad extendía calma no sólo a ella, sino a los animales.
Ella le siguió, tratando de averiguar cómo frenar su reacción a él. ¿Cómo bloqueaba uno su voz, su carisma, su puro magnetismo? Era el tipo de hombre que destacaba en una multitud. ¿Cómo se suponía que iba a enfriar su sangre y calmar su pulso después de compartir un incendio descontrolado con él? Cada vez que él la miraba estaba allí otra vez, esa respuesta salvaje y apasionada que no podía evitar.
Debería haberlo sabido. Ella no era la clase de mujer que un hombre como él desearía. Su mirada era demasiado concentrada, demasiado absoluta, haciéndola sentir como si fuera la única mujer en su mundo. Como si él nunca pudiera ver a nadie excepto a ella. Era el animal en él. El leopardo. Acechando a la presa. Ella había sido su presa. Un solo sonido escapó, un grito bajo y herido que estranguló apresuradamente.
Inmediatamente él se dio la vuelta, su cuerpo elegante y fluido, casi de ballet en la rama estrecha. Se inclinó sobre ella, tirándola al refugio de su cuerpo.
– ¿Qué es?
Tú. La acusación estaba allí en su mente. En su corazón. Que Dios la ayudara, en su alma. Él era lo que estaba mal. El modo en que se movía. El sonido de su voz. El recuerdo de sus manos, boca y cuerpo perteneciéndole a ella. Isabeau sacudió la cabeza. No había sabido que sería tan difícil verlo, olerlo. Ese olor salvaje y peligroso.
– Es sólo un poco de miedo aquí arriba -mintió. Y ella oyó la mentira en su voz. Podía decir por sus ojos que él la oyó también.
– Las mentiras tienen un olor propio -dijo él.
– ¿De verdad? Me enseñaste muchas cosas, pero descuidaste enseñarme eso.
– No todo fue mentira, Isabeau.
Ella sacudió la cabeza, el corazón tan dolorido que levantó una mano para presionar contra el pecho.
– No te creo. Y ya no importa, ¿no? Tenemos que encontrar un modo de recuperar a esos niños. Eso es todo lo que importa. -Se forzó a decirlo. No era una cobarde-. No estabas equivocado con respecto a él, mi padre. Excavé mucho y averigüé la verdad. Estaba implicado con la célula terrorista que destapaste. Aceptaba su dinero. -Se encontró con sus ojos-. Eso no significa que no le quisiera, ni que lo que hiciste estuviera bien, pero él no era inocente.
– Lo siento, Isabeau. Averiguar esas cosas debe haberte herido.
– No tanto como verlo morir. -O averiguar que el hombre al que amaba por encima de todo sólo la había utilizado para acercarse a su padre. Había creído en él con cada fibra de su ser, le había dado todo lo que ella era o sería jamás. Y todo había sido una mentira.
El corazón de Conner se apretó. Isabeau nunca sería experta en ocultarle sus sentimientos. Herida no era la palabra para lo que le había hecho. La había roto y la había desilusionado. Había culpa y humillación mezclados con dolor.
– No tienes nada de lo que avergonzarte, Isabeau. Soy el único que actuó sin honor. Tú no hiciste nada malo.
– Me enamoré del hombre equivocado.
– No lo hiciste, Sestrilla, yo soy el hombre correcto. Sólo era el tiempo equivocado para nosotros.
Ella levantó el mentón, los ojos echando fuego.
– Vete al infierno, Conner. Yo no soy tu trabajo esta vez. No te molestes en practicar conmigo, no lo necesitas.
Su voz cortó como un cuchillo, lo bastante para hacerlo respingar. Aunque se lo merecía. Movió la mirada sobre la cara de ella con intensidad melancólica. Parecía rebelde, desafiante, tan hermosa que dolía por adentro. Se había dicho que se alejaría de ella, ¿pero cómo? ¿Cómo podría dejarla? Estaba ya tan enamorado de ella que no había salida. Levantó la mano de ella a su pecho, apretó la palma sobre el corazón.
– Tú nunca fuiste mi trabajo, Isabeau. -Iba a encontrar un modo de ganarse su confianza otra vez. Tenía que haber una manera.
Ella tragó con fuerza y apartó la mirada, pero no antes de que él captara el brillo de lágrimas.
– Vamos.
– Maldita sea, Isabeau. ¿Cómo conseguiremos superar esto?
– ¿Superarlo?
Furiosa, Isabeau liberó la mano de un tirón y se alejó, dando un paso hacia atrás, al espacio vacío. Echó las manos al aire pero ya estaba cayendo. El terror la atrapó cuando miró arriba y vio la máscara resbalar de la cara de Conner para ser reemplazada por el temor. Vio la mandíbula endurecerse cuando saltó de la rama tras ella. Entonces dio un salto mortal por el aire. El pánico inundó el cuerpo de Isabeau con adrenalina helada.
Respira. Alcanza a tu gata. Juró que oía la voz de Conner, tan tranquilo como siempre, inundando su mente, expulsando el susto para ser reemplazado por una calma extraña.
Sintió su cuerpo retorcerse hasta que la parte superior señaló hacia abajo y las piernas hicieron lo mismo. Parecía estar cayendo fuera de control y ella misma se rindió a la felina para que luchara por venir en su ayuda. La piel picó y el pelaje estalló por su cuerpo, frenando el descenso. Instintivamente abrió los brazos y se dobló por la mitad. Su espina dorsal se flexionó. Los oídos le ardían, casi como si su cuerpo se afinara para saber qué era arriba y qué abajo. Los ojos centrados en el suelo que corría para encontrarla.
Se encontró metiendo los brazos hacia adentro y extendiendo las piernas para que su cuerpo girara, la parte delantera bajando mucho más rápido que la parte de abajo. Inmediatamente metió las piernas y extendió los brazos para darse la vuelta. Había girado completamente en el aire, justo como Conner había dicho que haría. Trató de relajarse mientras sentía una sensación abrasadora en pies y manos, indicando a las garras que se abrieran camino a través de la piel sensible poco antes de golpear el suelo. Las almohadillas ayudaron, pero golpeó con fuerza, las piernas y manos absorbieron la tremenda caída a través de las patas.
El dolor chocó por su cuerpo, muñecas, codos, rodillas y tobillos desmoronándose bajo ella mientras se extendía en el suelo del bosque.
– No te muevas -siseó Conner cuando aterrizó al lado de ella, agachándose con un movimiento perfecto.
Lo odió en ese momento. Tenía que ser bueno en todo. Ella se había caído del dosel en la selva tropical, arreglándose para enderezarse y aún así se había hecho daño. Las manos de Conner se movieron sobre ella, examinándola rápida y eficientemente en busca de daños.
– Acabamos de aterrizar en medio de territorio enemigo -recordó-. No hagas ni un sonido.
Ella se dio cuenta de que estaba gimiendo suavemente y se forzó a tranquilizarse, aunque no pudo detener las lágrimas que le caían por la cara. Respingó cuando los dedos de él se movieron a la muñeca izquierda.
– Cuán malo -articuló.
Ella alzó la mirada a su cara seria y trató de parecer valiente cuando lo que realmente quería era curvarse en una pelota y sollozar. Las puntas de los dedos de él le rozaron suavemente las lágrimas, haciendo que su corazón doliera.
– Una torcedura, creo. El resto de mí sólo está contusionada, me he golpeado por todas partes cuando he aterrizado. He tenido suerte. -Recordó cuchichear las palabras, utilizando un hilo de sonido que la aguda audición de Conner podía captar fácilmente.
Su cuerpo se sintonizaba una vez más al ritmo de la selva tropical. Oyó el susurrar en la maleza y supo que era un hombre, no un animal, el que rozaba las hojas bastante cerca de ellos. Demasiado cerca. Olió sudor, temor y putrefacción. Los ojos se encontraron con los de Conner. Allí estaba otra vez, esa mirada implacable, despiadada y peligrosa que significaba que estaba a salvo. Él se puso el dedo en los labios y le indicó que retrocediera a la cobertura de la maleza. Ella utilizó los dedos de los pies y los codos para deslizarse sobre el vientre, moviéndose con cuidado sobre la alfombra gruesa de hojas caídas, hasta que las hojas más anchas y gruesas de los arbustos le proporcionaron una pantalla.
Todo el tiempo mientras se escabullía, Conner permaneció en su terreno, escudándola con su cuerpo. Él le hacía difícil despreciarlo totalmente cuando se ponía continuamente en peligro para protegerla. Y deseaba, necesitaba despreciarlo. Tenía que permanecer alerta para evitar caer bajo su hechizo. Fuera en el bosque donde una ley más alta prevalecía, la vida pareció muy blanquinegra.
Sólo cuando estuvo a salvo bajo la cobertura, Conner comenzó a moverse. El arma siempre lista, la mirada examinaba inquietamente cada pulgada de los alrededores, sin perderse nada. Retrocedió lentamente en la maleza para tumbarse al lado de ella. Con paciencia infinita empujó el arma en sus manos, le colocó el dedo en el gatillo y le advirtió que estuviera en silencio otra vez. Su propia mano, casi a cámara lenta, fue a los pequeños pedazos de metal parecidos a dagas que tenía en los lazos del cinturón. Sacó dos de ellos sin un sonido.
Ella nunca los había notado, tan pequeños y de aspecto inofensivo, pero vio, antes de que los dedos los ocultaran, que eran puñales mortales. El arma de un asesino. Cerró los ojos por un momento, preguntándose cómo había llegado a este lugar con este hombre. Le tocó el dorso de la mano y esperó hasta que ella se atrevió a mirarlo otra vez. Él le guiñó y justo así la tensión se alivió.
La noche descendió rápidamente en la selva tropical y, aunque ella estaba acostumbrada a acampar durante largos periodos de tiempo mientras trabajaba, solía estar a salvo de la tierra y fuera del camino de los millones de insectos que convertían el suelo de la selva en una alfombra viviente. Podía sentir a los bichos moverse por su piel y habría tratado de moverse para quitárselos, pero Conner le había tocado la mano y le había dado ese guiño lento y sexy.
A Isabeau el aliento se le quedó atascado en la garganta y se congeló cuando dos botas inmensas dieron un paso a centímetros de su cabeza. Conner nunca se movió. Estaba tumbado a su lado, la respiración tranquila y silenciosa, pero podía sentir la tensión arremolinándose en su cuerpo, los músculos juntarse mientras se preparaba para el salto. El hombre se agachó y empezó a introducirse centímetro a centímetro en la maleza. El vapor se alzaba del suelo, rodeando las botas y pantorrillas a cada paso que daba.
La vista debería haber golpeado el temor en su corazón, pero Conner era demasiado sólido cerca de ella, demasiado un cazador, los ojos fijos en su presa, impasible, como los ojos de un leopardo. Los ojos de Conner ardían, el ámbar se oscureció a un amarillo verdoso, ardiendo con la tensión, con fuego, pero en su mayor parte con una astuta inteligencia. Su mirada era penetrante y ella no podía apartar los ojos de su cara, ni siquiera para ver a dónde se dirigía el hombre que se arrastraba por el bosque.
Isabeau oyó retumbar a su corazón, pero Conner nunca se movió, utilizando toda la paciencia natural de un leopardo, completamente inmóvil mientras el hombre giraba la espalda y daba varios pasos alejándose, alertado por un suave ruido justo delante. El aliento se le paró en los pulmones cuando captó el olor de Adán. Estaba cerca y el hombre oculto en la maleza le oía.
Conner se deslizó hacia adelante, acechando lentamente sobre el vientre, propulsándose adelante palmo a palmo. Se arrastraba y se congelaba, utilizando la exigua cobertura para avanzar hasta estar a treinta centímetros de su presa. Cuanto más se acercaba, más lentamente se movía, mientras seguía acechando de esa manera congelada hasta que estuvo casi sobre el hombre. Una vez que se centró, su mirada dilatada nunca se movió del objetivo. Estalló desde el suelo, lanzándose sobre su presa, agarrando los dos puñales y acuchillando. Con su enorme fuerza sostuvo a su presa fácilmente, mientras el hombre grande se resistía, tratando de defenderse, dejando caer el arma en el proceso, incapaz de gritar.
Isabeau trató de apartar la mirada, pero la vista de la lucha a vida o muerte la hipnotizó. En su mayor parte miraba a la cara de Conner. Su expresión nunca cambió. Los ojos parecían salvajes, de ese extraño dorado ardiente, pero la cara era una máscara de resolución implacable. Ella no le podía imaginar derrotado por nada. Parecía invencible. Parecía despiadado. Mortal. Y que Dios la ayudara, ella era atraída como una polilla a la llama en vez de ser repelida como debería haber sido.
Conner bajó el cuerpo al suelo en silencio y dejó salir una serie de resoplidos. El sonido perforó el velo de niebla que se alzaba como nubes alrededor de ellos, reverberando en la oscuridad, mezclándose con los sonidos naturales del bosque. A lo lejos, ella oyó una respuesta, el ronroneo de saludo común de un leopardo, parecido al bufido de un caballo. Otro contestó con una combinación que se parecía al arrullo de una paloma y el agua corriendo sobre rocas. Un tercer leopardo sonó como un breve estornudo amortiguado, formando un triángulo con Conner e Isabeau en el centro. La vocalización duró menos que un segundo, pero los sonidos fueron escalofriantes.
Allí en la noche, frente a enemigos invisibles, estar rodeada por animales peligrosos y salvajes aterrorizaba. Sabía que los leopardos estaban más extendidos que cualquier otro felino, porque eran más adaptables, más astutos y audaces. Eran conocidos por acechar a las personas en sus aldeas, yendo directamente a las casas y tomando sus presas. Eran reservados y se suponía que eran solitarios, así que ¿por qué había al menos tres de ellos? A menos que el fuego los hubiera conducido al río como había hecho con Conner y Isabeau. Sabía que los leopardos eran extremadamente peligrosos, como Conner. O quizá él lo era más, al ser hombre también. ¿Le daba eso más inteligencia? ¿Más control? O quizá él no era el único leopardo en el equipo.
La boca se le quedó tan seca que temió no poder tragar y en algún lugar el temblor comenzó. Conner avanzó de vuelta a ella de esa manera silenciosa suya y la levantó del suelo, poniéndola de pie. El dolor se sacudió por su cuerpo y la muñeca latió donde se la había torcido. Se mantuvo quieta mientras él cepillaba los insectos de su tembloroso cuerpo. Ella no vivía así, con grandes aventuras. Vivía una vida de soledad, oculta del mundo en su preciosa selva tropical, trabajando con sus plantas. Gran parte del tiempo estaba sola o con un guía, y ciertamente no se metía con cárteles de droga u hombres peligrosos, hasta Conner.
– Te sacaré de esto -dijo él.
Su voz fue apacible, una voz arrastrada, como una droga, algo que una vez experimentó, que ahora siempre anhelaba, como su toque. Como la concentrada y aguda mirada de sus ojos. Tan intensa. Tan completamente centrada en ella. Era estimulante y desconcertante al mismo tiempo. El roce de los dedos contra la piel envió temblores por su cuerpo, olas de conocimiento la atravesaron hasta que su centro se convirtió en líquido caliente. Rodeada por la muerte y el peligro, estaba más susceptible a él que nunca.
– Sé que lo harás. -Mantuvo la voz baja, atemorizada de traicionarse-. Ésos eran leopardos, ¿verdad?
– Amigos. Les advertí que tenían dos más yendo hacia ellos. Rio tiene a Adán a salvo.
– Los leopardos no son leopardos verdaderos -adivinó. Debería haber sabido que eran los amigos de Conner contestando a su llamada. Isabeau dejó salir el aliento. Amigos. Tenían amigos en medio de esta locura-. ¿Son como tú?
– Como nosotros -corrigió y le quitó las hojas del pelo-. Son como nosotros, Isabeau.
Ella no se movió, absorbiendo la sensación de los dedos en el pelo. Él tenía un modo de hacerla sentir especial y cuidada, protegida y amada, pero sabía que era una ilusión. Lo había contratado por esos rasgos, para seducir a otra mujer con ese magnetismo. Ahora no estaba segura de que pudiera observarlo hacer eso.
– No debería haberte traído aquí. -La confesión escapó a pesar de su resolución de no abordar con él el pasado.
La palma áspera le ahuecó el lado de la cara, la almohadilla del pulgar se deslizó de modo seductor de aquí para allá, casi hipnotizándola tan completamente como hacía su voz.
– No, no deberías haberlo hecho, no si querías estar a salvo. Pero es demasiado tarde para lamentarse. Estamos ya aquí y completamente metidos en este lío. No podemos dejar a esos niños con Imelda Cortez y no podemos fingir que somos indiferentes. Espero un poco de odio, Isabeau, pero eso no es todo lo que sientes por mí y espero honradez entre nosotros.
El fuego destelló por ella, una tormenta de tal calor que se sacudió con ella.
– ¿Esperas honradez entre nosotros? ¿Tú? -Vertió desprecio en su voz-. No conocerías la honradez si te mordiera en el culo. No te atrevas a sermonearme. Me mentiste. Me usaste. Me hiciste creer que me amabas y que íbamos a tener una vida juntos. Y entonces mataste a mi padre. Todo acerca de ti es una mentira, una ilusión. Ni siquiera eres real.
La rabia ardió como una tormenta de fuego en su estómago, revolviéndose salvajemente, estallando en una conflagración llameante que no podía o no quería apagar. Había una parte de ella que sabía que su hambre sexual era un buen porcentaje de lo que abastecía de combustible las llamas de la ira, que la intensidad de su justificada furia era el celo de su gata y su absoluta necesidad física del macho dominante que estaba delante de ella, pero se sintió tan bien al tirarle el arma al suelo y columpiar el puño apretado contra la masculina sonrisa afectada pagada de sí mismo, deseando poder quitársela de la cara.
La diversión se arrastró en el ámbar de los ojos de Conner cuando esquivó el golpe, le mostró los dientes en una sonrisa.
– ¿Estás tratando de golpearme?
– Patearé tu culo -escupió, rodeándolo, un lento siseo escapó de su garganta. Su risa sólo avivaba las llamas.
– Hafelina. -La voz de Conner ardía con sexo y el cuerpo traicionero de ella reaccionó con un espasmo de necesidad.
– ¿Qué significa eso? -preguntó y lanzó una patada a su muslo.
Él apartó el pie de un golpe.
– Gatita. Y te estás comportando como una en este momento. No quiero herirte, Isabeau, así que detén estas tonterías.
– ¿Crees que eres el único con entrenamiento? -Ahora era un asunto de orgullo que lograra un tanto con él. Sólo uno.
Atacó con fuerza, una serie de patadas rápidas como el relámpago. Él bloqueó cada una con un golpe casi casual de la mano. Los golpecitos picaban pero no dolían realmente. Ella no apartó los ojos de él, una furia sexual se manifestaba en la rabia violenta.
– ¿Sabes lo que hace una gata cuando está en celo y su macho la rodea?
La voz de él bajó una octava. Ronroneó. Le acarició la sensible piel y encontró nervios ardientes en carne viva. Un calor líquido la abrasó. Los pechos le dolieron. La piel se sintió demasiado tensa, la necesidad y un hambre enojada que no podía controlar se mezclaron.
– No estoy en celo -siseó y atacó otra vez, esta vez con las manos, lanzando un izquierdazo, un derechazo y luego un gancho.
Él bloqueó cada movimiento con la palma abierta, ese mismo golpe casual que era tan enfurecedor como el hambre cruda y nerviosa que guiaba su necesidad de atacarle.
– Seguro que lo estás. -Su voz bajó aún más y sus ojos vagaron posesivamente sobre el cuerpo de ella-. Estás tan caliente como el infierno. Tu aroma me está volviendo loco.
Ella se ruborizó, volviéndose casi carmesí y corrió hacia él otra vez. Él dio un paso al lado y la atrapó, girándola hasta que su espalda se apretó contra él, los brazos sujetos a los costados atrapándola con fuerza contra su cuerpo. El olor de Conner era potente, salvaje, sexy. Cada aliento entrecortado ardía en los pulmones de Isabeau. La adrenalina era caliente y el líquido se precipitaba por sus venas.
Siseó otra vez. Él bajó la cabeza, sujetándola en un puño irrompible, su fuerza era enorme. Le lamió el lado del cuello con una lenta y lánguida demostración de propiedad, enviando temblores por todo su cuerpo. Lenguas de llamas le lamieron la piel. Los dientes rasparon por el cuello, la garganta y luego los labios presionaron contra la oreja.
– El leopardo hembra siempre rechaza a su compañero, dándole una exhibición de garras, siseando y escupiendo como la gatita que eres. Todo el tiempo ella es seductora, conduciendo a su compañero a un frenesí de hambre incluso mientras lo aparta de ella. Su cuerpo llama al de él. Como el tuyo hace al mío. ¿Sabes por qué, Hafelina?
Ella se quedó muy quieta, presintiendo peligro. Peligro absoluto. Los dientes se deslizaron por su cuello hasta que le acarició el hombro con la nariz.
– Porque me perteneces.
Los dientes se hundieron profundamente en la nuca, el dolor y el placer le quemaron el corazón, crepitaron por las venas y abrasaron su centro más femenino. Su matriz se tensó y se apretó. El calor húmedo se congregó entre las piernas. No podía detenerse de rozarse contra él, casi desesperada por el alivio. La rodilla de Conner subió entre sus piernas, yendo al calor que se apretaba. Las chispas estallaron detrás de sus ojos. Se quedó sin respiración y cada músculo en su cuerpo se tensó. Casi sollozó con el placer que chocaba con su cuerpo.
Era humillante pero no podía parar de moverse contra él, frenética ahora, cada terminación nerviosa en carne viva. Él gruñó una advertencia suave cuando ella luchó. Conner movió la boca por su cuello, la lengua se arremolinó sobre la mordedura que picaba, enviando olas de calor abrasador a través del sistema sobrecargado de ella.
– Soy tu compañero, Isabeau. Ahora. Siempre. No hay nada más. Me perteneces a mí y yo te pertenezco a ti. No tiene que gustarte pero no puedes negarlo. Tu cuerpo lo sabe. Tu gata lo sabe. Lucha contra mí todo lo que quieras, pero lo sabes también.
Ella odió el conocimiento en los ojos de Conner cuando él miró por encima del hombro, su mirada de párpados pesados. Parecía tan sensual. Tan masculino. Tan intenso. La miraba como si supiera que nadie más la satisfaría jamás. Nadie más la podría mantener tan quieta, tan hipnotizada, mientras frotaba el muslo sobre y en ella, haciendo que unas ondas de pulsante necesidad se estrellaran contra ella. Su agarre era posesivo. Frotó la cara sobre su cuello, el hombro, el pelo, casi como si estuviera dejando su olor por todas partes. Reclamándola. Advirtiendo a todos los demás machos.
A Isabeau los músculos se le arremolinaron en el estómago, la excitación le excitó los muslos y pechos, el aliento se volvió entrecortado. Un sollozo escapó. El cuerpo de él estaba lleno y pesado, presionando, apretando con urgente demanda contra la parte baja de su espalda. Su olor le llenó los pulmones. Él estaba por todas partes y la piel se sentía demasiado apretada, la ropa le hacía daño.
Manteniéndole los brazos sujetos con un brazo envuelto apretadamente alrededor de ella, le agarró el pelo con el puño y le echó la cabeza atrás. Ella lo miró a los ojos dorados, oscuros ahora con calor. Con hambre intensa. Tanta posesión. Miró cómo bajaba la boca hacia la de ella, y debería haberse movido, debería haber luchado contra él, pero el aliento dejó los pulmones en una ráfaga y estuvo perdida en su propia necesidad. Su boca fue dura y exigente, una orden aplastante tomando, marcando, y saboreó lujuria, saboreó pecado y sexo. Ella le saboreó.
Había olvidado ese sabor adictivo. Abrió la boca para él y se dio el gusto de su necesidad, alimentándola, sintiendo cuando todo lo que él hacía era besarla, una y otra vez, los labios ásperos, la boca caliente, la lengua la rozaba con caricias de fuego que amenazaban con consumirla. Oyó su propio quejido estrangulado, un sonido de intensa necesidad escapó antes de que pudiera pensar en evitarlo.
Ya no podía pensar claramente, su cerebro estaba empañado, su cráneo demasiado apretado y el hambre latía como una taladradora en la cabeza. Los senos le dolían, los pezones duros estiraban la delgada tela del sujetador. No podía dejar de frotarse contra él, necesitando la dura presión del muslo para aliviar el terrible dolor que no pararía, sabiendo que no sería suficiente hasta que él la llenara completamente. La boca de Conner se movió al hombro, una marca abrasadora, y susurró bajo y sexy en su oído.
– Para de luchar, Sestrilla, deja que suceda.
Su voz, ese susurro de terciopelo sexy y pecaminoso provocó el orgasmo que estalló por su cuerpo como una tormenta de fuego. Se retorció totalmente avergonzada, mientras su corazón golpeaba con demasiada fuerza en su pecho y las ondas de calor ondulaban y latían por ella.
Él lo sabía. Sabía lo que le hacía, podía oírlo en la satisfacción que le retumbaba en el pecho, el ronroneo que procedía de su garganta. Las lágrimas le ardieron detrás de los ojos. Odiaba su falta de control, la necesidad cruda que la atormentaba en su presencia. Él debería haber sido la última persona cuyo toque necesitara, pero aquí estaba, unas pocas horas en su compañía y permitiendo su toque, anhelando su toque.
¿Cómo arrancaba ella su alma de él? ¿Cómo recuperaba el corazón? ¿Cómo detenía la respuesta de su cuerpo? Él la había dejado vacía. Rota. Era una terrible obsesión que no podía superar, no importaba con cuánta fuerza luchara. No tenía la menor idea de cómo detener el hambre mortal cada vez que lo miraba. Su voz sólo la provocaba. Estaba atrapada en su trampa, en la ilusión que él tejía y no podía escapar.
Él la dejaría otra vez. Había venido a la selva tropical a seducir a una mujer. Ella le había traído a la selva tropical para seducir a otra mujer. Y él había aceptado el trabajo hasta que supo quién era el cliente. ¿Qué estaba mal con ella? ¿Dónde demonios estaba su gata ahora? El animal traicionero se acercaba a la superficie, revelando su celo y su hambre, luego desertaba cuando Isabeau más necesitaba las garras y la fuerza. Se sentía sin potencia. Destrozada. Humillada. No era un igual para un hombre como Conner Vega. Ni siquiera estaba en su liga.
– Suéltame. -Su voz temblaba, pero las palabras salieron. Su cuerpo se estremecía con el placer ilícito incluso mientras empezaba a enfriarse rápidamente después de la terrible necesidad abrasadora que había ardido. La había dejado drenada, saciada y confusa.
– Isabeau, mírame.
El sonido de su voz la hizo cerrar los ojos como una niña tratando de bloquear al fantasma que siempre la atormentaba.
– Déjame.
Porque si no lo hacía, iba a echarse a llorar y a sollozar lo bastante fuerte como para que cualquier enemigo en las cercanías viniera corriendo.
– Relájate. No estamos fuera del bosque todavía, cariño. No puedo tenerte luchando contra mí cuando estamos en medio del territorio enemigo. Sólo cálmate para mí.
– Estoy perfectamente tranquila. -Destrozada. Rota. Pero tranquila.