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Expectación del Parto de la Virgen

(18 diciembre)

Luis Bernal y su mujer, demasiado inquietos (cada uno a su manera) para dormir con tranquilidad mientras los secuestradores tuvieran a Diego en su poder, estaban ya despiertos antes del alba de aquel día en que los dos sabían que se iba a intentar liberarle del cortijo que el marqués tenía en Estrella. Y Bernal quería a toda costa llegar al despacho antes de las siete y media, hora en que comenzaría la operación rescate.

– No quiero desayunar, Geñita -dijo con cansancio.

– Como quieras; yo tampoco tomaré nada hasta más tarde. Hoy quiero comulgar en la primera misa. Es Nuestra Señora de la Esperanza, ¿recuerdas? María de la O. ¿No te acuerdas de lo popular que era esta fiesta cuando éramos jóvenes? Y la cantidad de niñas a quienes se bautizaba con ese nombre. Anda, Luis, vente a misa, y rezaremos juntos por la liberación de Diego. Estoy guardando vigilia desde que lo secuestraron. Y creo firmemente en la eficacia de las oraciones.

– Y tú sabes, Geñita, que yo considero que hace falta apoyarlas con un poco de acción. Ahora te acompaño hasta la iglesia, pero tengo que estar en Gobernación antes de que la policía sevillana intente el rescate; compréndeme, he de mantener los contactos con Miranda y los demás agentes.

Para complacerla, sin embargo, en aquella tribulación mutua en que Eugenia se mostraba más humana con su descendencia que de costumbre, accedió a sentarse al fondo de la iglesia casi vacía, mientras que los dos policías de paisano que les protegían se quedaban incómodos en la puerta. El celebrante, vestido de blanco, comenzó la primera misa, con su liturgia particular, que era propia de la primitiva iglesia hispanogoda, y que se remontaba al siglo séptimo. Por el comentario contenido en el misal de su suegra, Bernal había notado que algunos entendidos atribuían la festividad de la Expectación del Parto a San Ildefonso, ya que le adjudicaban el traslado de la Anunciación, del 25 de marzo, que solía coincidir con Cuaresma y que por tanto no se podía celebrar como era debido, al 18 de diciembre. El resultado era que España y unos cuantos países más habían venido celebrando la Anunciación dos veces en el curso del año litúrgico.

Escuchó el introito, la colecta y la epístola -de Isaías, 7, versículos 10-15-, y cuando el celebrante llegó al gradual, «Tollite portas, principes, vestras: et elevamini, portae aeternales…» («Levantad, príncipes, vuestras puertas, alzaos, oh! puertas de la eternidad!»). Bernal repitió aquellas palabras para sí y las aplicó mentalmente a las puertas del cortijo del marqués. No tardó en marcharse, seguido de su guardaespaldas, y casi inmediatamente tomaron un taxi que les condujo a la Puerta del Sol.

Allí encontró Bernal al fiel Navarro, presidiendo ya la conexión telefónica permanente que había establecido con Sevilla.

– El pelotón de asalto ha partido ya, jefe, un poco después de lo previsto.

– Bernal consultó su reloj Bulova Accutron.

– Pues no empiezan nada mal los andaluces. Son sólo las siete y cuarenta y dos. Haz que nos suban un poco de café y unos croasanes. La espera será larga.

Mientras desayunaban llegó Varga con aspecto más animado de lo habitual.

– Jefe, ¿recuerdas el misal del hermano Nicolás, el que mandó a su hermana? Me he estado devanando los sesos estos días para ver si le sacaba alguna otra información más interesante que las siete fechas señaladas por medio de estampitas religiosas -dijo de un tirón y deteniéndose para respirar.

– Me acuerdo. Sigue -dijo Bernal con impaciencia.

– Yo partía de que lo más seguro era que no hubiese tenido acceso a ningún tipo de tinta sintética invisible, de modo que hice las pruebas acostumbradas con cristales de yodo, calor y luz negra, con la esperanza de que hubiera escrito alguna cosa con un alfiler mojado en leche o zumo de frutas. Muchos curas viejos conocían todos estos trucos y los utilizaban durante la guerra civil cuando quedaban cogidos en territorio republicano.

– Bueno, dinos de una vez qué has descubierto -le presionó Bernal.

– Pues que el muy zorro utilizó orina. Un sistema ya muy antiguo, pero que sigue siendo eficaz. He hecho fotos de las páginas en cuestión y éste es el resultado.

Navarro y Bernal se inclinaron sobre las ampliaciones, que decían:

29 de nov. Control de los abastecimientos eléctricos y teléfonos de los palacios de Oriente y la Zarzuela.

8 de dic. Reforzar vigilancia y guardia en todas las bases MAGOS.

13 de dic. Supresión de permisos en todas las bases MAGOS.

24 de dic. Comienza la alerta inicial.

1 de en. Estado de excepción en todas las regiones militares.

5 de en. Movilización: fuerza principal ocupará en Madrid las posiciones acordadas.

6 de en. Ocupación del palacio de Oriente durante la Pascua Militar y pronunciamiento del nuevo Gobierno.

– ¡Fenomenal, Varga! ¡Menudo tesoro has descubierto! Voy a llamar ahora mismo al secretario del Rey. ¿No había ningún nombre? ¿Ninguna clave para identificar a los cabecillas de Magos? ¿A Melchor en particular?

– Mi ayudante sigue en ello, jefe, pero date cuenta de que el misal tiene 1224 páginas de papel biblia. Nos va a llevar mucho tiempo hacer las pruebas pertinentes en todas las páginas. Aceleraríamos si nos autorizaras a desencuadernarlo.

– Desencuadérnalo, destrípalo, haz lo que haga falta, pero compruébalo página por página. Cuánto admiro a aquel pobre fraile; aunque le diera por empinar el codo de vez en vez, no cabe duda de que estaba en sus cabales cuando se esforzó por denunciar una trama neofascista que pretende apoderarse del Estado. Lo único que lamento es que va a ser muy difícil, si no imposible, empapelar a su asesino.

Cuando Varga hubo vuelto al laboratorio, Bernal descolgó el teléfono rojo con selector y llamó al secretario del Rey. Tras escuchar éste la detallada versión que Bernal le hizo de la conspiración Magos, dijo:

– Estamos tomando contramedidas, comisario. Estamos seguros de la lealtad de la Policía Nacional y de la mayor parte de las fuerzas armadas, así como de la Guardia Civil. El Rey telefoneará a todos los capitanes generales y, por supuesto, a los gobernadores militares de las cincuenta provincias.

– Pero que no se le ocurra aconsejar a la JUJEM que ponga en marcha la Operación Mercurio, señor secretario. Como ya le he dicho, la Operación Magos es un calco de la Mercurio, un plan en la sombra, imitativo, sostenido sin duda por unos exaltados, pocos pero bien diseminados en buena parte de los regimientos y unidades. Si la Operación Mercurio se pone en marcha, no se hará sino secundar la Operación Magos y ello nos sumirá en un mar de confusiones. Los generales leales a la Corona podrían caer en la trampa y ayudar a los conspiradores sin darse cuenta. Espero se dé usted cuenta de lo astuto que es este plan.

– Nos damos cuenta, comisario, nos damos cuenta. El Rey está informado de todo. Se ha resuelto que Su Majestad en persona enviará por teléfono y por télex una orden general a todos los capitanes generales y gobernadores militares de no hacer absolutamente nada, a fin de evitar cualquier clase de movilización o desplazamiento de tropas. En tales circunstancias, las unidades que se movilicen se considerarán sediciosas por haber desobedecido las órdenes reales. Aquí, en Madrid vamos a hacer que ciertas compañías de la Policía Nacional y de los GEO vigilen los dos palacios y varios puntos estratégicos.

– No descuide las carreteras de acceso a Madrid, las estaciones ferroviarias, el aeropuerto de Barajas, los aeropuertos militares de Torrejón y Getafe y el aeroclub de Cuatro Vientos.

– Está todo arreglado, comisario. Su Majestad quiere, por otro lado, que usted y sus hombres estén presentes en el palacio de Oriente el seis de enero. Tiene pensado cumplir todos sus compromisos, incluida la celebración de la Pascua Militar, aunque en palacio y calles anexas se tomarán precauciones discretas.

– Que sean efectivas -dijo Bernal-. ¿Se da cuenta de que muchos conspiradores, si no todos, figurarán en la lista de invitados de la ceremonia matutina del seis de enero?

– Nos damos cuenta. Su Majestad dice que así será más fácil manejarles.

– Ojalá no se equivoque -dijo Bernal.

– ¿Qué hay de su hijo, comisario? Nos preocupa la falta de noticias.

– Aun no sabemos nada. Las unidades de la policía sevillana acaban de ponerse en movimiento.

– Téngame al corriente, por favor.

En cuanto colgó el auricular, Bernal vio que Navarro le hacía señas desde el antedespacho, y corrió a reunirse con él.

– La furgoneta de Ángel ha llegado a la entrada del cortijo del marqués. Parece que el aviso que Elena les mandó anoche ha hecho maravillas. Le han dejado pasar.

Bernal encendió un Káiser con el anterior, que había dejado a mitad.

– Todo bien por ahora.

El altavoz que Navarro había acoplado a la conexión telefónica volvió a crepitar.

– Unidades de apoyo al pie de la loma -dijo la voz impersonal-. La furgoneta de reparto casi ha llegado ya a la mansión. Dobla a la derecha hacia las dependencias laterales -hubo una pausa, pasada la cual la voz siguió informando-. Están descargando paquetes de la caja de la furgoneta -el tono de creciente incredulidad de la voz del observador desconocido pudo advertirse incluso a 550 kilómetros de distancia-. El inspector Gallardo cierra en este momento las puertas de la furgoneta. La unidad de comandos GEO no ha salido, repito: no ha salido. El inspector vuelve al volante. ¡La furgoneta se pone en marcha! ¡Vuelve por la pista de acceso!

– ¿Qué ocurre, Paco? -exclamó Bernal-. ¿Por qué no han entrado en acción?

El altavoz volvió a crujir.

– La furgoneta se ha detenido en la puerta principal -continuó el observador con el mismo tono asombrado-. El inspector Gallardo charla amistosamente con los vigilantes, les ofrece tabaco. Le abren la puerta, la cruza. Las demás unidades K reciben órdenes de retirarse por la autopista A-4.

De pronto reinó un silencio sepulcral.

– ¿Qué es lo que ha fallado, Paco? ¿Por qué se ha marchado Ángel sin que el pelotón de asalto haya hecho ningún intento de liberar a Diego?

– ¿Quieres un poco de coñac en ese café? -dijo Navarro, procurando calmar los nervios de su superior-. No podemos hacer otra cosa que esperar a los acontecimientos.

Mientras se prolongaba aquella espera y se crispaban más y más los nervios de todos, llamó Consuelo preguntando por el comisario Bernal.

– Es para ti, jefe. Una señorita del Banco Ibérico.

Consuelo no le había llamado nunca a la DSE, pero la urgencia parecía ser tal que se había sentido autorizada a hacerlo. Bernal cogió el teléfono del despacho interior.

– ¿Hay alguna novedad? -preguntó la joven con voz apocada.

– No, todavía no. Te llamaré dentro de unos minutos, cuando sepamos algo.

De pronto, la transmisión desde Sevilla volvió a dar señales de vida y Bernal se precipitó al antedespacho para reunirse con Navarro.

– Atención, Madrid. Hemos establecido contacto radiofónico con el inspector Gallardo. Es para ustedes.

Bernal cogió el micrófono.

– ¿Eres tú, Ángel? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no se ha movilizado el comando?

– Tranquilo, jefe. Tengo a Diego en el interior de la furgoneta.

– ¿Qué? ¿Le has podido liberar? -exclamó Bernal con incredulidad-. ¿Está bien?

– Muy bien, aunque los muchachos dicen que apesta un poco. Tiene un pequeño corte en la muñeca nada más. Haré que le llame en cuanto lleguemos a Sevilla.

– Pero ¿cómo lo habéis conseguido sin forzar las puertas de la bodega?

– No hubo necesidad, jefe. Él ya había salido solito. La chica estaba encerrada con él y le ayudó a cortar las cuerdas con que le habían atado las muñecas sirviéndose de una botella de vino rota. Como ella conocía el lugar desde niña, le dijo cómo salir por una rampa que había al lado de las escaleras de la bodega.

– Y sin duda pensó que era el cielo quien te enviaba, Ángel.

– Más o menos. Dijo que era como una película «B» de Hollywood.

– Mi mujer dirá que ha sido gracias a la eficacia de la oración. ¿Os habéis llevado también a la chica?

– No, jefe. Diego dice que se negó de plano a escapar. Estaba muy mal a causa del mono, pues hacía tiempo que no se chutaba e insistió en quedarse atada y amordazada como los vigilantes del marqués les dejaron anoche. Prefirió hacer como que Diego se había escapado sin ayuda alguna.

– Pero la matarán si sospechan…

– Dijo a Diego que, de todas formas, la encontrarían donde quiera que estuviese y que la torturarían hasta matarla si escapaba con él. Esto es como un sindicato de mafiosos, jefe. Tienen memoria de elefantes.

– ¿A dónde vais ahora?

– Derechos al aeropuerto; Miranda, Lista y yo volaremos con Diego a Barajas en el primer avión que salga. Procuraremos que se afeite, se duche y se cambie de ropa antes de partir.

– Espero que las experiencias de estos días le hayan servido de escarmiento. Lo más seguro es que quiera recoger el equipaje que tiene en el hotel, aunque no tienes que permitírselo de ninguna manera, Ángel. El marqués descubrirá su fuga dentro de nada y alertará a sus contactos sevillanos.

– Tranquilo, jefe, lo protegeremos hasta el aeropuerto.

– No creo prudente que lo traigas aquí a Gobernación -Bernal se concentró con gran esfuerzo hasta que dio con una solución-. Llévalo a casa de su hermano, en plaza Castilla, al menos por el momento. Yo avisaré a Santiago que Diego está en camino y mandaré una escuadra de policías de paisano armados para que velen por su seguridad.

– De acuerdo, jefe.

– No vuelvas al periódico, Ángel. Tu identidad falsa se habrá ido a pique a estas horas. Puedes entregar la furgoneta a la policía de Sevilla. A partir de ahora y hasta el seis de enero, tú te encargarás de la seguridad de Diego.

Navarro entró en el despacho con una botella de coñac.

– ¿Una copa para celebrarlo, jefe?

– En seguida, Paco. Antes pensemos en las medidas de seguridad. Creo que lo mejor es que Eugenia vaya a casa de mi hijo casado, en la plaza de Castilla, y que pase allí la Navidad con Diego. Hay sitio de sobra y el piso está en la décima planta, es un edificio nuevo y será fácil de custodiar.

– Si lo prefieres, podríamos habilitar una de nuestras casas de seguridad de la periferia.

– No, no creo que sea conveniente. Estarán más seguros en Madrid y hemos de tener en cuenta lo próximas que están las Navidades. No querrán quedarse aislados en un lugar apartado. Voy a llamar a mi mujer para darle la buena nueva. Luego llamaré al secretario del Rey. Mientras tanto, sal y cómprame una botella de champán. Hay que celebrarlo a lo grande.

Una vez que Navarro se hubo ido, Bernal marcó el número de su casa.

– Está a salvo, Geñita, Ángel Gallardo lo ha rescatado. Ahora van camino del aeropuerto de Sevilla. Esta misma tarde estarán en Madrid.

– Estaba segura de que María Santísima intercedería por él, Luisito, y más hoy que es el día especial de esperanza en la venida del Señor. ¿Os preparo comida a los dos?

– No va a ir a casa, Eugenia, sería demasiado peligroso -cuando le explicó lo que había planeado, su mujer se negó de plano a cambiar de domicilio.

– Luis, yo no puedo pasar la Navidad en la plaza de Castilla. Está demasiado lejos de la iglesia. Y hago falta para ayudar allí en todos los preparativos.

– Pero ¿no te das cuenta de que te pueden secuestrar a ti en lugar de Diego?

– ¿A mí? ¿De qué les iba a servir yo? -dijo Eugenia con incredulidad-. Pero si tengo a ese policía de paisano que me sigue a todas partes. ¿No sería mucho peor que me quedara encerrada en casa de Santiago? Además, estoy preparándole el belén a nuestro nieto, como todos los años, para cuando venga a cenar con toda la familia en Nochebuena. Y recuerda que tenemos que ir todos juntos a la misa del gallo que oficiará el padre Anselmo. La portera y yo estamos limpiando los ornamentos dorados que se pondrá.

– ¡Por todos los santos, Geñita! ¿No te das cuenta de que este año las cosas no pueden hacerse como de costumbre? ¿Que estamos amenazados por todas partes?

– Paparruchas -replicó la mujer-. Pase lo que pase, yo haré lo que todos los años. Y si Dios quiere que me secuestren, hágase su voluntad; no podemos eludir lo que Él nos tenga destinado.

Bernal comprendió que su mujer estaba resuelta a no entender el problema, y que incluso adoptaba una actitud totalmente fatalista.

– Pero, Geñita, la mínima prudencia aconseja…

– ¡La cobardía querrás decir! -le espetó ella-. Y no quiero oír más insensateces. Voy a seguir haciendo lo que tengo por costumbre -manifestó con gran firmeza de intenciones-. Pero si prefieres que Diego se quede en casa de su hermano estos días -concedió empero-, por mí, de acuerdo; de todos modos yo me quedaré aquí como siempre.

Bernal se rindió y comprendió que tendría que organizar un sistema de seguridad más complejo para proteger a su familia en dos casas distintas hasta que hubiera pasado el seis de enero. En el caso de que el éxito coronase el intento golpista Magos, puesto que él estaba en la lista negra de los conspiradores, haría que sus hijos salieran del país.

Recordó entonces que tenía que llamar a Consuelo para contarle lo del rescate, y le dijo que procuraría dar esquinazo a su guardaespaldas a las tres de la tarde y que se reuniría con ella en el piso clandestino.

En el momento en que iba a utilizar el teléfono rojo con selector para llamar al secretario del Rey, sonó el otro teléfono, lo descolgó y comprobó que se trataba del inspector Ibáñez.

– ¿Nos vemos para comer, Luis?

– Va a ser difícil, Esteban, tenemos aquí un lío impresionante. Pero podemos tomar un aperitivo a eso de la una.

– Está bien. En Lhardy, abajo, en la parte de atrás.

Cuando volvió Navarro con una botella de Codorníu Etiqueta Negra y dos copas, Bernal le contó el problema creado con los detalles de seguridad.

– O sea, que a la señora Bernal no la mueven de allí.

– Ni con un tractor. Pienso por tanto que lo mejor será que me quede con ella mientras que mis dos hijos, mi nuera y mi nieto se quedarán bajo custodia en plaza Castilla. Esto es la caraba.

– ¿Por qué no damos un golpe de mano anti-MAGOS ahora mismo, detenemos al marqués y sus esbirros, los acusamos de secuestro y retenemos al padre Gaspar bajo arresto domiciliario en su convento por cómplice?

– ¿Y qué ocurrirá con el teniente general Baltasar? -preguntó Bernal-. ¿Quién se atreve a detenerle? ¿Y al director de La Corneta? La extrema derecha pondría el grito en el cielo. Sin embargo, consultaré con el secretario del Rey. No nos vendría mal detener a alguno de ellos en calidad de rehén.

Un poco alegre a causa del champán de la celebración, Bernal salió del despacho por Carretas, seguido de su guardaespaldas armado. Cuando se mezclaron con la multitud de transeúntes en Sol y pasaron ante la librería San Martín, Bernal no pudo por menos de recordar que había sido ante aquella misma librería donde el presidente de gobierno José Canalejas había muerto a manos de un anarquista en 1912, mientras contemplaba desprevenido los libros del escaparate. Tales son los riesgos de la curiosidad literaria, se dijo.

Las aceras de la Carrera de San Jerónimo estaban atestadas de gente que iba de compras y el guardaespaldas se pegó cuanto pudo al costado de Bernal. El gentío fue disminuyendo a medida que se acercaban a los notables y antiguos faroles destacados ante el célebre restaurante suizo. El guardaespaldas armado optó por quedarse vigilando en la puerta mientras Bernal buscaba al inspector Ibáñez en la parte trasera del establecimiento.

Una vez que se hubieron servido sendas tazas de consomé de un gran receptáculo caliente, más parecido a una urna que a una sopera, llamaron al anciano camarero, que tenía el aspecto de un mayordomo de otros tiempos, y le pidieron unas barquillas de riñones picantes, especialidad de la casa, que regaron con oporto.

– Después de esto ya no voy a poder comer, Esteban. Están deliciosos, pero llenan mucho.

– Están de rechupete -echando un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie les vigilaba, Ibáñez entregó a Bernal un sobre lacrado-. He indagado sobre Melchor en los antiguos archivos. En el ordenador central no había nada en absoluto, pero hace cinco años cuando introdujimos el sistema de clasificación electrónico, advertí ya que muchos expedientes políticos de la época franquista desaparecieron por las buenas, en particular los correspondientes a los primeros incondicionales del Caudillo. Algunos han experimentado una asombrosa metamorfosis, de esbirros fascistas que eran en 1940 a políticos liberales en 1981, e incluso gozan del mayor símbolo de prestigio: una invitación para escribir algún artículo en El País sobre el futuro democrático de España. Naturalmente, en tu terminal no encontrarás ni rastro de sus expedientes.

– Pero no recuerdo a nadie que se llamase Melchor.

– Desde luego que no. No era una persona, sino una compañía. Tenía fábricas en Bilbao y Barcelona antes de la guerra; suministraron armas y municiones, primero a la República, y luego a ambos bandos, como correspondía, tras la caída de Bilbao en manos de Franco el diecinueve de junio de 1937.

– Y esa casa, Melchor, S. A. o como se llame, ¿figura aún en el Registro Mercantil de Sociedades?

– No, Luis, pero fui a los archivos del Ministerio de Justicia, en la calle San Bernardo, y encontré las antiguas Memorias sociales, en las que figuran los consejeros de 1934.

Bernal, tras asegurarse de que nadie les miraba, abrió el sobre de color beige y sacó el contenido. Miró la lista de nombres y lanzó un silbido.

– ¡Casi todos son de la misma familia, y es una de las más ricas de España!

– De Europa, diría yo -añadió Ibáñez-. La familia Lebrija es una nadería al lado del clan Malthius.

– De origen centroeuropeo, ¿verdad?

– Es probable. Se instalaron en Alemania en el siglo diecinueve y la casa familiar está en Colonia. Fueron muy poderosos durante el Tercer Reich y ayudaron a Hitler a tomar el poder. La rama española la creó el benjamín del fundador de la dinastía, que se había peleado con el viejo Malthius. Empezó haciendo contrabando menor entre Tánger y Gibraltar antes de la primera guerra mundial, e incluso se le hizo una ficha que fue a parar a los archivos de los Carabineros, pero en 1923, durante la dictadura de Primo de Rivera, alguien borró de la ficha los datos comprometedores.

– Y se hizo millonario con la industria bélica, ¿no es verdad?

– Con eso y con muchas cosas más. Gottlieb Malthius hizo también de espía para Inglaterra y Alemania, y ambas partes le pagaron muy bien. Su pequeña flota cargada de alijos estaba bien emplazada para espiar los barcos de los países beligerantes. El rey inglés Jorge V incluso llegó a condecorarle en 1919.

– De modo que se ganó la respetabilidad.

– Podrías decir que se la compró. Se casó con una joven española de familia aristocrática, se convirtió en filántropo y en su testamento dejó una gran cantidad de dinero para que se crease una fundación en memoria suya. Es curioso ver que la mayor parte de los grandes piratas de la historia quieren comprar un lugar en el paraíso.

– Pero murió hace tanto tiempo que no puede ser Melchor.

– No, ya me doy cuenta, pero sus herederos siguen invirtiendo en nuestra industria de armamento, y además está la rama ex-nazi de la familia. Éstos se refugiaron en España en 1943, cuando estaba claro que Hitler iba a perder la guerra. Tienen ahora en España dos bancos, muchas compañías fabricantes, cinco empresas constructoras, una cadena de grandes almacenes, un buen pellizco de la industria vinatera andaluza y una multinacional dedicada a la fabricación de armas. Al marqués de la Estrella lo han hecho miembro del consejo de administración de algunas de sus compañías.

– Pero ¿hay algún miembro de esta familia que esté irrebatiblemente complicado en la conspiración Magos?

– Tendría que habérseme ocurrido antes que el hijo de Gottlieb Malthius, Hermann, es demasiado viejo para participar de manera activa. Vive retirado en Menorca y sólo viene a la península una vez al año, para asistir a la reunión anual del clan.

– Es probable que todos los miembros de la familia estén complicados, para proteger o aumentar sus intereses financieros. Es obvio que son enemigos de nuestra última Constitución y las nuevas libertades, que han permitido los partidos políticos y las actividades sindicales. Sin duda temen por sus beneficios -dijo Bernal-. No me sorprende que manejen los hilos de la organización Magos, en particular si tuvieron contactos con la Casa Apostólica de Colonia en los años treinta. Podemos pedir más datos a la policía de Alemania Federal.

– Hay una cosa que aún no entiendo. ¿Por qué se han infiltrado en la iglesia española?

– Al financiar la Casa Apostólica se diría que se sirven de la iglesia para convencer al Ejército, o a un sector del mismo, para derrocar nuestra joven democracia y volver a una dictadura de derechas. El teniente general Baltasar es sólo un figurón útil. Si se salen con la suya, conseguirán una alianza de los poderes fácticos con los grupos sociales y económicos que siguen dominando el país y volveremos a ver a los viejos perros del franquismo con distintos collares.

– Me pregunto si se habrán infiltrado en la policía. Es seguro que lo habrán intentado.

– Lástima que no dispongamos de una lista detallada de los conspiradores, aunque si el Gobierno quiere evitar el golpe, ya tiene información de sobra para detener a los dirigentes.

– Sólo un hombre se interpone en su camino.

– ¿Te refieres al Rey? Tienes razón. Pero ¿podrá enfrentarse él solo a un asalto montado por tantos poderes?

– Depende de cómo reaccione. Hasta ahora ha sabido andar con pie firme, ateniéndose estrictamente al mandato constitucional y manteniendo a las fuerzas armadas dentro de lo previsto en las Reales Ordenanzas de 1978. Además, puede apelar al pueblo directamente.

– Si es que le dejan, Esteban, si es que le dejan.

Cuando salieron de Lhardy se reunieron con el guardaespaldas de Bernal y éste se despidió del inspector Ibáñez, cuyo amplio conocimiento de los archivos policiales le había sido a menudo de gran utilidad.

– Vamos andando un rato -dijo Bernal al policía de paisano-, luego tomaré un taxi y usted podrá irse a comer.

Fueron por la Carrera de San Jerónimo hasta llegar a Casa Mira. A Bernal se le pusieron los ojos como platos al contemplar las tradicionales golosinas expuestas en la célebre turronería. El surtido no parecía haber cambiado nada por lo que recordaba de su niñez, cuando en esos mismos días anteriores a Navidad, se asomaba a aquel escaparate para mirar la gran foto sepia del señor Mira, fundador del establecimiento, que aún presidía en espíritu las inasequibles bandejas de ciruelas, albaricoques, mandarinas y peras escarchadas, los gruesos bloques del blando turrón de Jijona y del duro de Alicante, amén del delicioso mazapán tostado, el praliné de chocolate y el turrón de yema, así como los pequeños bombones variados, envueltos en rizadas tiras de papel coloreado. En los años veinte no tenía bastantes cuartos para comprarse ni siquiera el menor de aquellos tentadores dulces, mientras que ahora, alejado de tales gollerías para siempre, tenía la cartera abultada de billetes de cinco mil y podía comprar cuanto quisiera de todo aquello que se le ofrecía a la vista. Ah, pero la ilusión ya no era la misma.

Resolvió sumarse a la larga cola de la entrada y comprar una modesta selección para su nieto de cinco años y para Consuelo. El guardaespaldas le esperó con gesto de reconvención, pero sin hacer el menor comentario. Bernal escuchó pasmado los voluminosos pedidos hechos por las amas de casa de clase media alta que se desabrochaban los abrigos de pieles y rebuscaban en el bolso de mano para sacar las quince o veinte mil pesetas con que pagar la tradicional mercancía recién adquirida para los festejos de la Nochebuena y la Navidad. Pensó que tenían que tener muchos amigos y parientes, a no ser que comprasen todo aquello solo para impresionar a las vecinas cuando entrasen a tomar una copa.

Una vez que la atareada dependienta le hubo preparado medios kilogramos de varios turrones que fabricaban en la casa, Bernal volvió al frío viento de la calle y pensó cómo se las apañaría para dar esquinazo al guardaespaldas.

– ¿Le importaría pararme un taxi? Luego se podrá ir a comer. Nos encontraremos en Gobernación a las cinco.

– Tengo que ir con usted, comisario. Son las órdenes.

En aquel momento, uno de los nuevos taxis blancos con diagonal roja en los costados -el cambio más visible acaecido en Madrid desde que la ciudad tenía alcalde socialista- se detuvo a una brusca señal del comisario y éste cerró la portezuela tras meterse en él a toda prisa.

– No se preocupe -dijo al guardaespaldas-, llevo encima la pistola reglamentaria; además, voy sólo a cuatro pasos de aquí.

Al entrar en la calle Barceló, Bernal dijo al taxista que le dejara delante del teatro. Se dirigió entonces al piso secreto, donde encontró a Consuelo, que tenía un aspecto radiante y le recibió con una botella de champaña en la mano.

– Es francés, Luchi, y de los mejores: Krug 1971. Lo guardaba para esta ocasión -dijo, mirando con expectación los paquetes de Casa Mira. Bernal le entregó el más grande de ellos y abrazó a la mujer.

– ¡Con lo que me mola el turrón! Anda, abre la botella. La he tenido en el frigorífico -la joven se precipitó sobre el paquete y desató el envoltorio con avidez-. No vamos a esperar a Navidad. Vamos a celebrarlo por anticipado.

Bernal quitó el papel plateado y el alambre, mientras recordaba el único truco práctico que le había enseñado su suegro en toda su vida y que consistía en abrir las botellas de champán girando la botella, pero no el tapón. Por sorprendente que pareciera siempre daba resultado.

– Me alegro mucho de que todo haya salido bien -dijo Consuelo, que ya se había servido un trozo de praliné de chocolate-. ¿No es asombroso que Diego se escapara sin ayuda de nadie? Y precisamente cuando tus hombres llegaban.

– Bueno, nos evitó el escándalo de una pequeña escaramuza con los conspiradores -dijo Bernal.

– Y yo, por mi parte, puedo contarte por fin nuestro secreto -respondió ella excitada.

Bernal advirtió que Consuelo había usado el adjetivo posesivo con una entonación especial.

– ¿Nuestro secreto?

– Te lo he estado ocultando desde hace más de una semana, pero no podía decírtelo mientras andabas preocupado por tu hijo.

– Pero ¿de qué secreto hablas? -preguntó Bernal, sinceramente intrigado.

– Bueno, ya te dije que había pedido un permiso especial al banco, pero el director, que es un encanto, me ha propuesto una solución mejor. Me ha conseguido un traslado a Canarias, a partir de enero y durante seis meses, que pasaré en la sucursal de Las Palmas. Ya he alquilado un pequeño chalé en una de las lomas que dan a la ciudad, para no pasar tanto calor.

– ¿Te vas?

Bernal se sintió perdido y se preguntó qué haría sin ella. Se dio cuenta de pronto de cuánto debía a la tranquilidad diaria que ella le ofrecía. Y no se trataba tanto de la relación sexual, aunque había sido ésta lo más importante que había habido entre ellos durante sus primeros años juntos, cuanto del amor y compañía compartidos. Ella representaba todo lo que él no había tenido en su propia casa en los últimos cuarenta años.

Consuelo se echó a reír al ver la cara de desánimo, de desesperación incluso, que ponía Bernal.

– No voy a dejarte, bobo; sencillamente, me voy para evitar un escándalo.

– Pero ¿de qué escándalo hablas, demontre?

– Ya verás como no se organiza ninguno. Bueno, es que voy a tener un hijo tuyo -dijo por fin, con la cara resplandeciente de felicidad-. ¿Es que ni siquiera lo sospechabas?

Bernal se quedó de piedra y se derrumbó en un sillón.

– No te creo -murmuró.

– No pongas esa cara de susto, cariño. Estas cosas ocurren todos los días. Es de lo más normal.

– Pero tengo sesenta y dos años, ¿cómo voy a ser padre a estas alturas? -dijo, aturdido aún por la noticia.

– Pero yo no tengo más que treinta y tres. Ya verás como no hay peligro alguno. Vamos, Luchi, ¡era lo que yo siempre había deseado! Además, ya lo he preparado todo. Mi hermano y su mujer cuidarán de mamá, que ya sabes que anda muy delicada últimamente, y cuando yo vuelva con el niño, me traeré a una canaria para que haga de niñera y así podré volver a trabajar. Siempre puedo decir que el niño es adoptado, ¿no te parece? O que es un sobrino que estoy cuidando. En cualquier caso, hoy en día hay muchas madres que viven sin más compañía que su hijito, y habrá más aún con la nueva ley del divorcio.

La joven estaba tan eufórica que Luis ni siquiera se atrevió a preguntarle qué había fallado en aquellas «precauciones de costumbre» que ella le había dicho que tomaba, por no hablar ya de si había considerado la posibilidad de un aborto, aunque posiblemente se habría ofendido ante tal sugerencia. Y no por escrúpulos religiosos, puesto que Bernal sabía que Consuelo no era creyente, sino porque manifestaba todos los signos de querer ser madre. ¿Radicaba aquí la causa subyacente de su alegría, a pesar de todos los inconvenientes sociales con que tropezaría? Se dijo que tenía que divorciarse; la nueva legislación se había promulgado en verano, si bien la gente decía que los trámites eran muy engorrosos y lentos. Sin embargo, tenía que proponérselo.

– Le pediré a Eugenia el divorcio para que podamos casarnos.

Consuelo le dio un beso.

– Es una idea maravillosa, pero no lo conseguirías antes del dieciocho de julio.

– ¿Es esa la fecha prevista por el médico?

– Sí, y ahora se calcula con gran exactitud. Aunque me parece una fecha detestable para que nazca el hijo de una madre socialista. Ojalá sea prematuro, aunque sea de cuatro días.