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Día de la Manifestación de Nuestro Señor Jesucristo a los Reyes Magos y los gentiles, pensó Bernal: esto era lo que significaba. Paseaba arriba y abajo por el pasillo de la parte oriental del palacio de Oriente, esperando que todas las demás precauciones que él y el secretario del Rey habían convenido con la JUJEM evitaran el golpe. Sabía que una sección especial de cincuenta miembros de los GEO y un destacamento de trescientos números de la Policía Nacional estaban ocultos en la planta de entresuelo inmediatamente superior a las salas oficiales en que se iba a celebrar la Pascua Militar.
El secretario le había dicho que el Rey había decidido proceder como de costumbre, y en aquellos momentos, a las nueve en punto de la mañana, se encontraba ya con la Reina en la capilla real, oyendo misa.
Bernal, desde el pasillo, podía oír al capellán, que recitaba las palabras del introito del día: «Ecce advenit dominator Dominus: et regnum in manu ejus, et potestas et imperium» («ved que llegó ya soberano el Señor; en su mano están los reinos y los imperios»). Muy nefasto, pensó Bernal, si se aplicaba sólo al contexto temporal.
Se aseguró una vez más de que sus hombres estaban apostados en la Gran Escalinata y el Salón de Columnas, y advirtió que los invitados comenzaban a subir. Había insistido ante el secretario del Rey que a todos los militares, que eran mayoría entre los invitados, se les pidiese que dejaran las armas en el vestíbulo con el pretexto de que la antigua costumbre hispana no permitía que nadie estuviese armado en presencia del Rey. Había hecho instalar asimismo un detector de objetos metálicos junto a la puerta, y a todos los civiles que, al pasar, provocaban el pitido de alarma de la máquina, Miranda y Lista los conducían aparte y les rogaban vaciasen los bolsillos.
Sus Majestades salieron de la capilla en aquel momento. La Reina llevaba un vestido de gala blanco con un hermoso collar de grandes esmeraldas engastadas con diamantes blancos, mientras que el Rey llevaba el uniforme de capitán general, adornado con el collar del Toisón de Oro y la faja y estrella de comendador de la Orden de Carlos III.
Bernal inclinó la cabeza cuando pasaron. Doña Sofía se detuvo al llegar a su altura y se le acercó.
– ¿Comisario Bernal? -dijo-. Queremos darle las gracias por todo lo que ha hecho. Es algo que no olvidaremos. Tengo entendido que su hijo y toda su familia están a salvo. No sabe cuánto nos alegramos.
– Gracias, Majestad.
El Rey bajaba ya por la Gran Escalinata para pasar revista a la guardia de honor formada en la plaza de la Armería, en tanto que la Reina esperaba en el Salón de Alabarderos charlando amistosamente con los invitados. Bernal pudo oír los lejanos compases de la Marcha Real que la banda militar comenzó a tocar cuando el Rey apareció en el lugar del desfile.
Miranda apareció en aquel momento.
– Jefe, ¿qué hay de la guardia de honor? Dice el mayordomo que suele formar en la Gran Escalinata y en el Salón de Alabarderos para presentar armas al Rey cuando éste llega para dar comienzo a la ceremonia.
– Bueno, hoy va sin armas, o, por lo menos, las armas no deben estar cargadas.
– Pero es que no hay tiempo de descargarlas, jefe. Son más de trescientos hombres.
– Es de vital importancia que dejen las armas en la puerta, como todos los demás. Hablaré inmediatamente con el secretario del Rey y el jefe de Seguridad al respecto.
Tras una acalorada discusión, prevaleció la opinión de Bernal y entre él y Miranda comprobaron la entrega de las armas cuando terminó el breve desfile. Cuando la dotación formó en el interior, Bernal advirtió con alarma que la sección que tenía que formar dentro del Salón de Columnas estaba al mando del coronel de artillería de la academia de Ocaña.
– Por favor, diga a sus hombres que dejen los fusiles y pistolas aquí -le dijo Bernal.
El militar empezó a protestar, pero el secretario del Rey salió en apoyo de Bernal.
– Es la costumbre, coronel. En la sala del trono nadie debe llevar armas en presencia del Rey.
Tras mucho murmurar y protestar, los mandos accedieron y todas las armas quedaron a buen recaudo en el recibidor de la planta baja. Cuando todos hubieron subido por la escalera, Bernal llamó aparte a Miranda.
– No va a ser fácil, Carlos, pero hay que comprobar a toda prisa la culata de los fusiles de la gente de Ocaña.
– De acuerdo, jefe. Aunque no tenemos mucho tiempo. Lo que buscamos es rastros de sangre o de pelo en los resquicios de las armas, ¿no?
– Sí. Hay que mirar sobre todo las culatas, a ver si encontramos de una vez el arma con que se provocó la muerte del hermano Nicolás. Hay aquí unos cuantos jefazos que todavía creen que España es un coto de caza privado y que se consideran por encima de la ley, pero no estoy dispuesto a que triunfe la injusticia y se pueda delinquir impunemente. Por lo menos, es deber nuestro el impedirlo.
Habían inspeccionado ya la mitad de los fusiles cuando Bernal lanzó una exclamación y llamó a Miranda.
– Echa un vistazo a éste -dijo con excitación-. ¿Ves esas muescas irregulares en el borde y esas manchas oscuras en la contera? ¿No tendrás una lupa encima?
Miranda sacó del bolsillo una pequeña lupa de relojero y, tras coger el fusil por el cañón, examinó detenidamente la culata.
– Aquí, en esta hendedura, hay tres pelos muy pequeños, jefe. Es posible que sea el arma homicida.
– Sigue sujetándola por el cañón y no la envuelvas con nada para que la fricción no destruya la prueba. Llévala inmediatamente a Varga para que la compruebe en el laboratorio. ¿Se ve claramente el número?
– Sí, jefe.
– Lo buscaremos entonces en el registro correspondiente. Hay que saber quién tiene asignado el fusil.
Mientras llevaban a cabo la rápida inspección, la ceremonia había comenzado en el Salón de Columnas bajo los molestos focos instalados por el personal de televisión. Bernal se colocó en un punto estratégico junto a una pequeña escalera que llevaba al entresuelo y desde donde observó el imponente espectáculo.
El primero en tomar la palabra fue el ministro de Defensa, que pronunció un discurso de una hora, en que hizo recuento del año militar transcurrido y se extendió largamente sobre la futura entrada de España en la OTAN y sobre el nuevo papel que iban a desempeñar las fuerzas armadas en la defensa de Occidente; en términos generales, como es costumbre en los políticos, dijo pocas cosas con muchas palabras. Los generales, jefes y oficiales allí congregados, así como los ministros que estaban presentes, a duras penas podían reprimir su aburrimiento, mientras el Rey y la Reina, en el estrado real, se mantenían atentos e impasibles.
Cuando terminó el ministro, hubo un momentáneo movimiento de pies y tosecillas y el teniente general Baltasar se acercó a los micrófonos. Como jefe de la primera región militar le correspondía hacer una manifestación de lealtad. Bernal advirtió que la atmósfera se condensaba mientras el general sacaba del bolsillo un grueso fajo de notas.
– Majestades -comenzó solemnemente-, señor presidente del Gobierno, señores miembros del Estado Mayor y compañeros todos: en los últimos años hemos visto que la patria se acercaba al borde del abismo. El territorio español se ha fragmentado en regiones, la delincuencia crece sin que se le ponga freno, la economía se viene abajo de manera catastrófica. Estamos en una situación que no puede continuar. Necesitamos un Gobierno de salvación nacional, en que participen todos los partidos políticos y con un hombre enérgico en cabeza.
Un estremecimiento de expectación recorrió la sala. ¿Iba a haber un pronunciamiento militar? El Rey y la Reina seguían impasibles. El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– ¿Seguimos emitiendo?
– Sí, nada de censuras. Pero recuerde que también hay que emitir el discurso del Rey. Es posible que se intente cortar la emisión cuando termine de hablar el teniente general.
– Con profundo dolor, Majestades -prosiguió Baltasar-, me veo en la necesidad de comunicaros que algunos de nosotros nos hemos sentido en la obligación de impedir el derrumbe total de España; un derrumbe que no es cuestión de meses, ni de días, sino de horas -los presentes volvieron a removerse con inquietud y el presidente del Gobierno se puso a cuchichear con el ministro de Defensa-. Permitid que os asegure a todos que no es nuestra intención dar ningún golpe de Estado, ni instaurar una dictadura castrense, que, a fin de cuentas, constituiría un delito sin previo consentimiento de la Corona, sino exigir la inmediata formación de ese Gobierno de concentración que casi todos los partidos políticos, incluido el comunista, han pedido más de una vez. Sólo de este modo podremos atajar la creciente ola de vergüenza e incertidumbre que asola a la patria, que nos hunde en el fango de la inmoralidad y nos hace morder el polvo del deshonor.
Los militares presentes, todavía inmóviles, fueron otra vez presa de un nuevo estremecimiento.
– Emplazo aquí a todos para que apoyen cuanto decida hoy el Rey y para que, si quiere concederme tal honor, se me reconozca, no como un dictador militar, no como un nuevo caudillo, sino como presidente de un enérgico consejo de ministros civiles, elegidos por sus cualidades de entre todos los partidos con representación parlamentaria: un nuevo y auténtico Gobierno de hombres de talento.
Cuando terminó la arenga se impuso un silencio de muerte y Bernal miró por la ventana lo que ocurría en la plaza de Oriente. La gente comenzaba a concentrarse en las puertas de palacio que daban a la calle Bailén. Se preguntó si serían contingentes de MAGOS que acudían para presenciar el golpe.
El general rebelde volvió a su puesto, en la primera fila de los militares presentes, algunos de los cuales le felicitaron por sus palabras y le estrecharon la mano.
Qué casta tan singularmente selecta, pensó Bernal. Vivían y trabajaban totalmente aislados del resto de los ciudadanos en sus propios cuarteles y campos de entrenamiento, con barrios y pueblos construidos especialmente para sus mujeres e hijos, y que contaban incluso con colegios y academias propios. Eran toda una élite, y no precisamente reducida: con más de 1.300 generales y 25.000 jefes y oficiales al mando de cientos de miles de reclutas que prestaban servicio en los tres ejércitos, la cúpula de mando española era más numerosa que la de todos los países de la OTAN juntos. Esta flor y nata de la sociedad española disponía de sus propios economatos, tenía sus propios lugares de descanso en la playa y en el monte y contaba con medios de transporte exclusivos. Y todo se lo pagaba el Estado, es decir, el resto de los ciudadanos, a cambio de defender a esa sociedad con unas armas que ésta había costeado.
En aquel momento, el Rey avanzó con solemnidad hacia los micrófonos. Bernal advirtió que la tensión aumentaba. ¿Aprobaría Don Juan Carlos aquel pronunciamiento, el último de una larga serie de tales declaraciones que se remontaba hasta el siglo dieciocho e incluso antes?
Mientras el Rey se situaba ante los micrófonos, Bernal comprobó por la ventana que la multitud de fuera alcanzaba grandes proporciones; ocupaba ya los jardines de la plaza de Oriente y de la plaza de la ópera se acercaban nutridos contingentes.
Don Juan Carlos abrió la carpeta donde tenía el texto del discurso preparado mientras Doña Sofía se situaba a su lado con sencilla dignidad.
– Señores -dijo-, el ministro de Defensa nos ha recordado los progresos del año militar recién transcurrido. Pronto estaréis ante la perspectiva de ingresar en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y de participar de manera activa en Europa, en la defensa conjunta de los valores de Occidente. Las Reales Ordenanzas que promulgué dentro del marco de nuestra Constitución han dado hasta ahora excelentes resultados en términos generales, a despecho de algunos pequeños problemas locales en la interpretación de su aplicación -esta velada alusión a la toma temporal del Congreso de los Diputados en febrero de 1981 despertó algunas sonrisas-. España -prosiguió-, como todos los demás países de Europa y del mundo libre, sufre una recesión económica que conlleva muchos problemas sociales. Ninguna de estas dificultades es exclusiva de España; todas ellas se dan en mayor o menor medida en el resto del mundo al que pertenece.
El jefe del grupo de televisión se acercó a Bernal y le susurró:
– No sabemos qué ocurre, pero nos han cortado el fluido eléctrico; hemos empalmado inmediatamente con el generador de emergencia que tenemos en el camión.
– Sigan emitiendo a toda costa. Opónganse a cualquier intento de cortar la transmisión.
El Rey continuó y pasó revista a los cambios políticos acontecidos en el país desde la muerte del general Franco, así como a los incontables sacrificios realizados por las fuerzas armadas y la policía, sobre todo en el País Vasco. Bernal advirtió que la multitud de fuera había alcanzado ya proporciones gigantescas. ¿Serían todos falangistas y extremistas de derecha que habían acudido a instancias de los MAGOS para apoyar el planeado cambio de Gobierno? Tenía ya el aspecto de las conocidas manifestaciones que se celebraban anualmente en aquella misma plaza el 20 de noviembre. ¿Ondearían las banderas nacionales, se gritaría «¡Viva Franco! ¡Arriba España!» y se exigiría que el teniente general Baltasar se asomase a los balcones?
El Rey cerró la carpeta de tafilete y observó a los reunidos.
– Uno de vosotros, hace unos momentos, en esta celebración de la Pascua Militar en que conmemoramos la manifestación de Cristo al mundo pagano y en que ratificamos nuestra confianza en nuestra alta misión constitucional, uno de vosotros, digo, ha solicitado un Gobierno más enérgico, un Gobierno de concentración. Desde esta tribuna, yo quiero recordar a todos que hice solemne juramento de servir al pueblo soberano de España y de respetar su voluntad manifestada en las urnas. Un pueblo que en un referéndum y dos elecciones generales, según prescribe la ley, optó por la Constitución de 1978 y todo lo que de ella ha emanado. Por ello insisto en que la Corona no tolerará que ningún intento de golpe de Estado se escude tras el Rey. Tal intento no se haría con el consentimiento del Rey, sino contra el Rey. Ahora, señores, me permito recordar a todos que nos aguarda la comida en la sala de banquetes.
Por la ventana del primer piso Bernal vio que la multitud, acaso unas cuatrocientas mil personas, había empezado a aplaudir y que en las filas delanteras se había desplegado una gran pancarta con una inscripción que decía: «¡Viva el Rey! ¡Viva la Constitución!»
Los invitados advirtieron el griterío de la multitud congregada en la plaza y fueron a las ventanas para ver qué ocurría.
Bernal se acercó a la pareja real.
– Majestades, sería muy oportuno que os asomaseis. El pueblo reclama vuestra presencia.
– Saldremos con el presidente del Gobierno -dijo el Rey- y con los jefes de. Estado Mayor.
– Yo creo que sería mejor que primero aparecieseis solos, Majestades -sugirió Bernal.
– Sí, tiene usted razón. Pero diga a sus colegas que no quiero que se detenga aquí hoy a nadie, ¿entendido? A nadie. Ya verá usted qué pronto se tranquilizan todos.
Bernal observó la erecta y gallarda figura de Don Juan Carlos mientras avanzaba hada el balcón principal abierto. Éste daba a la plaza llena hasta los topes de ciudadanos que atraídos por la emisión radiofónica y televisiva en directo de la ceremonia, deseaban hacer patente su soberana voluntad ante su soberano. Cuando el monarca apareció, los aplausos atronaron el aire e hicieron vibrar hasta los cristales de las grandes ventanas, mientras los gritos de entusiasmo democrático llegaban a los disgustados oídos de los generales más derechistas reunidos dentro del palacio.
Una vez comenzado el almuerzo oficial y cuando la multitud comenzaba a dispersarse, Bernal se puso en contacto con el jefe de Seguridad y con el secretario del Rey, que estimaron que el peligro había pasado y que la JUJEM se reuniría más tarde para considerar qué medidas se tomarían contra los conspiradores MAGOS. Bernal se reunió luego con Lista y juntos volvieron al despacho de la calle Carretas, donde encontraron a Elena Fernández, que les esperaba con excitación.
– El director de La Corneta ha ordenado quemar toda la edición del número especial que tenía que salir hoy a mediodía -dijo a Bernal de un tirón-. Pero pude hacerme con tres ejemplares.
Desplegó el periódico para que los demás viesen los titulares. «¡El teniente general Baltasar toma el mando!», decían. «¡El Rey aprueba la formación de un Gobierno de concentración nacional!» Debajo podía verse una foto en que aparecía el Rey prendiendo una medalla en la anchurosa pechera del teniente general, junto con otras más pequeñas de generales decimonónicos que habían asumido el poder mediante pronunciamientos y una de buen tamaño del general Franco.
– Mandaremos un ejemplar al secretario del Rey, como recuerdo -dijo Bernal-. ¿Dónde está el director del periódico ahora?
– Se fue corriendo tras decir a su secretaria que destruyese sus ficheros privados. El marqués de la Estrella pasó a recogerle a eso de las dos con su Mercedes y se largaron a todo correr.
– ¿Se sabe algo de Hermann Malthius, Paco? -preguntó Bernal.
– Su avión particular salió de Barajas hace media hora -informó Navarro-. Según la jefatura del aeropuerto, iba rumbo a París.
– ¿Y del padre Gaspar? ¿Se sabe algo?
– Tomó el Europa Express en Chamartín; el policía de paisano que le siguió hasta las taquillas dice que sacó un billete de primera a Colonia, vía París.
– Así pues, todo está desmantelado; el Rey los conocía mejor de lo que nos figurábamos.
Varga entró en aquel momento con un informe provisional sobre el fusil que Bernal y Miranda habían encontrado en el palacio de Oriente.
– Es sangre humana, jefe, sin lugar a dudas; he hecho la prueba de la leucomalaquita a modo de comprobación preliminar. El hematólogo hará otras más precisas para ver si hay coincidencia con las muestras de sangre del hermano Nicolás. Los cabellos enganchados en la culata son semejantes, probablemente idénticos, a los de aquél, y pertenecen a la cabeza; pero, claro, este tipo de pruebas no es tan definitivo como la de las muestras de sangre, de sobra lo sabemos. Por lo demás, no hay sino unas cuantas huellas borrosas de guantes, al margen de las de Miranda en el cañón, por supuesto.
– Pero ¿se sabe de quién es el fusil? -preguntó Bernal a Navarro-. Me encantaría sentar en el banquillo de los acusados al asesino del pobre monje.
– En la academia de artillería nos han dicho que hace tiempo se le asignó al capitán Lebrija Russell para las clases prácticas de la instrucción.
– Pero Lebrija murió, al parecer por accidente, cuando trataba de dinamitar la torre de conducción eléctrica casi una semana antes de que el hermano Nicolás fuera asesinado -exclamó Bernal-. En consecuencia, el fusil tuvo que manejarlo otro. Probablemente el soldado que lo cogió para la ceremonia palaciega de esta mañana. Alguien sin duda que había estado a las órdenes de Lebrija, quizá quien le acompañó a aquella fatídica misión en San Ildefonso. Nuestro último recurso es averiguar en palacio quién se ha quedado sin fusil hoy al efectuarse el relevo de la guardia a la hora de comer. Aunque si ese soldado es el culpable, se las habrá apañado para jugárnosla a última hora.
Volvía Bernal a casa, molesto porque se había enterado, tras las oportunas diligencias, de que ningún soldado había pedido el fusil que le faltaba al salir de palacio, e intranquilo porque no podría aplacar el alma del hermano Nicolás entregando a la justicia al autor de un crimen que el misal catalogaba entre los que clamaban al cielo pidiendo venganza. Ya dentro de la casa, quedó sorprendido al ver que toda su familia se había reunido allí y que reinaba un clima de fiesta.
Eugenia y su nuera estaban en la cocina, preparando la paella de cangrejitos, mientras sus dos hijos descorchaban botellas de Codorníu Etiqueta Negra.
– Al final -dijo Eugenia a su marido- me pareció justo que celebrásemos la Navidad el día de Reyes, ya que no pudimos celebrarla aquí a su debido tiempo. Y, para bien de todos, procura no fastidiarnos la comida con tus indigestiones.
– ¡Yayo, yayo! -exclamó el nieto con animación-. Ven y ayuda a Quique a poner el belén. ¿Dónde pongo a los Reyes Magos? ¿Con los animales?
– Pues no es mala idea, Quique. Ahí estarán pero que muy bien.
Mientras se dejaba arrastrar por el contentísimo niño hacia el comedor, vio en el televisor en blanco y negro que comenzaba el telediario. La pantalla mostraba a la multitud congregada en la plaza de Oriente tres horas antes y a Don Juan Carlos de Borbón saludando a sus fieles súbditos desde el balcón principal. Como antiguo republicano que era, Bernal no pudo por menos de recordar las palabras atribuidas a Talleyrand a propósito de los Borbones: «Ils n’ont rien appris, ni rien oublié» («No han aprendido ni olvidado nada»). En el presente, sin embargo, tenía que admitir que el único Borbón reinante del mundo actual había aprendido algo importante en muy poco tiempo: que ninguna facción interna, civil o militar, derrotaría fácilmente una alianza sólida entre una monarquía constitucional y el pueblo.