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El viento cortante que soplaba en los picachos de la Sierra de Guadarrama sacudía con fuerza la capucha forrada de piel del chaquetón de los celadores de línea que se afanaban por reparar el grueso cable eléctrico, cubierto de una capa de hielo. El más joven, Julio Prat, escaló hasta media altura la torre de conducción de estructura acerada; las botas de suela recauchutada y los guantes aislantes se le adherían al frío metal de manera molesta. Allí soltó un tramo del cable más fino con que se izaría la línea de alta tensión una vez que se hubiese hecho la soldadura y los empalmes pertinentes.
Mucho más abajo percibía, de manera ocasional, por entre los copos arremolinados, el tejado del palacio real de La Granja emblanquecido por la nieve, y más allá aún las ventanas iluminadas de las casas de San Ildefonso. La primera ventisca del invierno amordazaba todavía los pálidos rayos del amanecer y los pensamientos de Prat se recrearon con avidez en la perspectiva del café caliente con coñac que iban a tomar en el pueblo en cuanto se reparase aquel fallo del fluido eléctrico. Cuando hubo pasado el alambre por la polea que había colocado encima de los aisladores principales, gritó al capataz:
– ¡Vamos, tira! ¡Rápido, antes de que se congele la polea!
El capataz hizo un gesto de comprensión y mandó a los otros cuatro que se pusiesen a tirar del cable.
Después de un trajín de cuarenta minutos a una temperatura de ocho o nueve grados bajo cero, terminaron la reparación, y Julio Prat, que fue el último en bajar de la torre, advirtió las exageradas quemaduras que había en las planchas de acero; cuando un hueco abierto entre los densos nubarrones dio paso a una momentánea claridad, entrevió allá abajo, en la cuesta, un manchón negro que la violencia del viento había dejado al descubierto en medio del polvo de nieve y que se le antojó tenía forma de cruz transversal. Mientras sus compañeros subían al jeep y se daban con los brazos en el pecho en un esfuerzo inútil por entrar en calor, Prat tuvo de pronto ganas de orinar. Bajó unos metros por la pendiente para protegerse del viento y mientras se quitaba el grueso guante de la mano derecha, oyó que los compañeros le gritaban:
– ¡A ver si se te hiela y se te cae!
– ¡Tíranos un par de pelotitas de nieve, macho!
Hallándose cerca del manchón observado en la nieve, Prat se quedó intrigado por algo que sobresalía de la parte superior del mismo; y tras vaciar la vejiga con cierto esfuerzo, salvó un montículo de nieve a fin de ver mejor el objeto misterioso. El capataz, que estaba acelerando el motor del jeep, le oyó gritar en aquel momento:
– ¡Jefe, ven a ver esto! ¡He encontrado un cadáver quemado!
El capataz bajó la cuesta a regañadientes y los dos se quedaron mirando con asombro el cadáver totalmente carbonizado tumbado de espaldas sobre lo que parecía una armazón de madera chamuscada. Lo que más les llamó la atención fue la posición pugilística del cadáver, que tenía los puños en guardia como si hubiera querido defenderse de un atacante.
A una hora más avanzada de aquella mañana, a unos setenta y cinco kilómetros al sureste, en el mismo centro de la capital, al comisario Bernal le despertó de un intranquilo sueño el animado parloteo de voces femeninas. Se volvió para quedar tendido boca arriba y procuró despegar los párpados, pero los multicolores y cambiantes reflejos del sol en el ajado papel de la pared y en el agrietado techo del dormitorio no tardaron en deslumbrarle. Cerró otra vez los ojos y lanzó un gruñido, aunque, alertada su curiosidad, se frotó los ojos y echó un vistazo a través de las rendijas de las contraventanas. Percatado ya de que era el único ocupante de aquella cama de deforme colchón relleno de borra, le pareció reconocer el timbre grave de la voz de su mujer, Eugenia, que se encontraba en la azotea, al otro lado del hondo patio de vecinos.
Bernal busco el reloj en la silla rota que había junto a la cama y comprobó que sólo eran las ocho y diez. El sol tenía que haber salido hacía un momento. ¿Qué diantres hacía Eugenia en la azotea de la comunidad a aquella hora del domingo por la mañana? ¿Sería la portera quien estaba con ella? Consiguió ponerse el reloj de pulsera y acto seguido sus torpes manos, medio dormidas todavía, tropezaron con un sobre, que fue a parar al suelo de baldosas. Lo recogió y al ver el membrete azul al dorso que decía Real Casa, así como el imponente escudo, recordó el singular contenido de la misiva: «El secretario particular de Su Majestad se sentiría muy honrado si el comisario Bernal tuviera a bien visitarle en el palacio de la Zarzuela el domingo 29 de noviembre a las 11.05 de la mañana.» Se había añadido a tinta una extensión telefónica a la que podía llamar. Luis se había quedado muy confundido a la vista de aquella nota que un mensajero especial dejara en su casa durante la tarde anterior, mientras él se encontraba por casualidad en el teatro de La Latina. En principio no había dado aún ninguna respuesta, pero pensaba hacerlo en cuanto fuera probable que el secretario del Rey se hubiese levantado. Lo que le desconcertaba era el día elegido para una cita tan insólita: era rarísimo que en un domingo se resolvieran asuntos oficiales, a no ser que éstos fueran de extrema gravedad. Idéntico sentimiento le suscitaba la hora propuesta, las once y cinco. ¿Por qué aquella precisión tan meticulosa? Lo máximo que podía deducir de todo aquello era lo siguiente: la misa se celebraba a las nueve o a las once, de modo que probablemente casi todos los habitantes de la casa real estarían en la iglesia a la última de las horas mencionadas; de ello infirió que la cita en cuestión se había planeado para que fuera lo más discreta posible. No estaba en situación, sin embargo, de adivinar para qué se le citaba; y nada al respecto le había dicho ninguno de sus superiores del Ministerio del Interior.
– ¡Luis! -gritó Eugenia desde el otro lado del patio de vecinos, interrumpiéndole en sus cavilaciones-. Ya veo que te has levantado. Vístete y ven a echarnos una mano. Nosotras solas no podemos con todas estas cosas tan pesadas.
Luis se agachó, apartándose del alféizar y de la vista de su mujer, y se calzó las zapatillas. Al salir al frío pasillo de baldosas se arrebujó en la bata de lana que se había puesto sobre los hombros. En el cuarto de baño, cuya ventana había dejado Eugenia abierta de par en par, se puso a tiritar a consecuencia del aire helado que allí imperaba; y esquivando una estropeada planta de Ficus elastica que había en una maceta dentro del resquebrajado bidet, exclamó:
– ¡Geñita, primero tengo que afeitarme y que vestirme!
Vio Luis que la cabeza de su mujer volvía a desaparecer entre los remolinos de brocado de seda, cayó en la cuenta de que éstos habían sido la causa de la calidoscópica serie de reflejos por él observada en la pared al levantarse, y columbró el movimiento de dos sacudidores de mimbre, en forma de trébol, cayendo con fuerza sobre unos gruesos paños que pendían polvorientos de las cuerdas del tendedero.
Cuando Bernal consideró que tenía ya un aspecto lo bastante presentable para aparecer ante la portera a aquella hora desacostumbrada, cruzó el rellano de la escalera y salió a la terraza empavesada de antenas de televisión. A lo lejos se divisaban, formando una línea accidentada en el horizonte septentrional, los blancos picachos de la Sierra de Guadarrama tamizada por una cortina de copos de nieve bajo el cielo plomizo que contrastaba extrañamente con el aire transparente y soleado de la meseta en que se alzaba Madrid.
– ¿Qué haces aquí, Geñita? -dijo; y luego, con cierto retraso, dio los buenas días a la solterona de faz cetrina que solía sentar sus reales en el zaguán como si fuera la guardiana de un convento.
– Le prometimos al padre Anselmo -dijo Eugenia- que le limpiaríamos toda esta vestimenta la primera mañana que hiciera buen tiempo -Bernal vio entonces que tanto la portera como su mujer se habían envuelto la cabeza, incluso tapado la boca y la nariz con sendas bufandas-. Limpiarla en seco resulta muy caro, Luis, y, además, el padre tiene miedo de que se le haga jirones si la meten en una máquina y la empapan de bencina. Algunas de estas prendas tienen más de cien años, ¿sabes? Mira, mira el bordado de esta cenefa; es de oro -La mujer acarició con la mano la espalda de una casulla descolorida-. Ésta le hará falta esta mañana; como hoy es Domingo Primero de Adviento, cambia el color de las vestiduras, aunque no creo que tú te hayas enterado, enfrascado como estás en los asuntos mundanos -la portera escuchaba aquella perorata en respetuoso silencio mientras miraba a Bernal con reprobación-. Así que, venga, ayúdanos a doblar un juego -prosiguió Eugenia en tono enérgico-; vendrás luego con nosotras a la iglesia y de paso oirás misa.
Luis calculó que lo mejor era satisfacer la primera parte de la petición para no tener que satisfacer la segunda.
– Encantado de ayudarte, pero a las nueve y media tendré que irme al trabajo… Los delincuentes -añadió sonriendo a la portera- no van a misa, se lo aseguro, a no ser que se propongan robar los cepillos de la iglesia.
– Y usted que lo diga, don Luis, con esta horrible ola de delincuencia que nos ha caído encima -replicó la portera, dilatando los ojos con dramatismo por sobre el tenso borde de la bufanda-. Desde que el Caudillo, que en paz descanse, nos dejó, España no hace más que irse derecha al infierno.
Bernal sabía que aquel preámbulo daría paso a una larga letanía de quejas exasperadas.
– ¿Y por qué han quitado a los serenos? -dijo Eugenia con brusquedad, atacando por el flanco-. Por lo menos, con ellos estaban seguras las calles por la noche.
– Geñita, se está probando un nuevo servicio de vigilancia nocturna, compuesto de hombres jóvenes y armados con pistola; además, ha aumentado el número de coches patrulla. Los últimos índices de delincuencia demuestran que ha habido una disminución…
– ¿Disminución? ¡Un cuerno! -protestó su mujer-. Todo eso es propaganda que hacen tus superiores. Todo el mundo sabe que ya no se está seguro después de anochecido. ¡Y hasta los guardias visten ahora que parecen soldados yanquis!
Tras ayudar a las dos mujeres a transportar a la sacristía de la iglesia parroquial un gran cesto de mimbre, Bernal estaba ya casi echando el bofe. Saludó al padre Anselmo con la mayor cordialidad que pudo, encontrándose algo violento por no haber frecuentado los confesionarios desde hacía lustros y, mientras la pareja de beatas y un monaguillo mariposeaban alrededor del cura y le ayudaban a ordenar los indumentos eclesiásticos, se escabulló de la sacristía y, para recobrar el aliento, fue a sentarse en la parte de atrás del vistoso templo. No había más de una docena de fieles que esperaba la misa de nueve y el comisario pensó que podía descansar el tiempo suficiente para que los bares abrieran y las máquinas de café exprés entraran en funcionamiento.
Tras asistir al introito, que advirtió seguía diciéndose en latín en aquella parroquia seguidora a ultranza de todo lo tradicional, y a la colecta de limosnas, y viendo que Eugenia y la portera sentadas en el primer banco, se ensimismaban en sus devotas meditaciones, se puso en pie y se encaminó quedamente hacia la puerta en el momento mismo de comenzar la epístola, que aquel día correspondía a la carta del apóstol Pablo a los romanos: «Nox praecessit, dies autem appropinquavit. Abjiciamus ergo opera tenebrarum, et induamur arma lucis.» («La noche está ya muy avanzada, y va a llegar el día. Dejemos pues las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.»)
Una vez en la calle de Alcalá, Bernal se dio cuenta de que el lugar en que solía tomar el desayuno, el barde Félix Pérez, estaba cerrado a aquella hora del domingo, de modo que fue andando hacia Independencia. Le sorprendió la exactitud de las palabras de la epístola del día, ya que en aquel momento vio un camión con un grupo de trabajadores que, situados en lo alto de una plataforma, colocaban hileras de bombillas blancas en los plátanos que flanqueaban las aceras, adorno que formaba parte de las galas navideñas y que daría una luminosidad tan glacial como esplendorosa a la calle de Alcalá.
Cruzó Cibeles con el ánimo más levantado y se puso a silbar unos compases de una de las canciones nostálgicas de La violetera, interpretada la noche anterior por Sarita Montiel, ídolo de los primeros años de su madurez. Su amiga, Consuelo Lozano, no había tenido al principio muchas ganas de ir a verla, aduciendo que la Montiel estaba ya entradita en años y que ella era, a fin de cuentas, una joven todavía (Consuelo era en realidad casi veintiocho años más joven que él), pero hasta ella había admitido que Sarita aún tenía duende. Para celosa sorpresa de Consuelo, Bernal había salido del teatro de La Latina sumido en una especie de aturdimiento semirromántico, ya que la cantante, al caer el telón, le había arrojado a las rodillas un clavel de color rojo encendido. Todavía llevaba aquella flor ya casi mustia en la solapa del abrigo de mezclilla cuando cruzó Alcalá para dirigirse a una de las cabinas telefónicas que había frente al Banco de España.
Colocó tres monedas de duro en la bandejita superior y marcó el número del palacio de la Zarzuela. Sonaron dos timbrazos prolongados antes de que la máquina se tragase el primer duro y una agradable voz femenina dijese:
– Zarzuela, dígame.
– Extensión 22, por favor -dijo Bernal, y pensó que lo mejor era no revelar por aquella línea general para qué llamaba a menos que la operadora de palacio lo preguntase.
Sonó el número de la extensión y descolgaron en seguida.
– Secretario particular de Su Majestad.
– Soy Bernal. Lo siento, pero anoche era demasiado tarde para llamar.
– ¿Podrá venir a las once y cinco?
– Sí, desde luego.
– ¿Vendrá usted en su coche?
– Pues… no… -a Bernal no le gustaba admitir que no sabía conducir y que por tanto no tenía coche.
– Lo mejor entonces será que venga en taxi hasta la puerta de Somontes, donde yo mismo le estaré esperando junto a la garita de centinela.
Bernal convino en ello, pero se sintió más intrigado aún. Algo, con todo, estaba claro: la discreción iba a ser la tónica dominante. Tras detenerse en un quiosco para comprar El País, Bernal resolvió seguir andando por Alcalá hasta la cafetería Nebraska, donde se tomaría un café con un par de croasanes calientes, mientras hojeaba el suplemento dominical del periódico.
El taxista miró a Bernal con curiosidad por el espejo retrovisor. ¿Para qué querría ir nadie al palacio de la Zarzuela a aquella hora del domingo? ¿O a la hora que fuese, para el caso, puesto que no estaba abierto al público? Claro que su cliente, un hombre bajo y panzudo, con un pequeño bigote gris, ni tenía pinta de turista ni hablaba como tal. En realidad, según advirtió el taxista con secreto regocijo, se parecía un poco al finado Generalísimo. Así que procuró trabar conversación con Bernal.
– Ya va haciendo mucha falta que llueva, ¿verdad? Los chubascos del otro día apenas mojaron el suelo, y el campo sigue seco.
Bernal se preguntó si sería prudente adentrarse en algún tipo de charla amistosa. Algunos taxistas eran policías fuera de servicio y sabía de sobra que otros solían pasar informes sobre los clientes y sus puntos de destino a la policía y demás cuerpos de la seguridad del Estado.
– Sí, ha sido un mal año para toda la península, no sólo para la meseta.
El taxi corría ya por la casi vacía calle de la Princesa, donde los fieles que habían ido a la primera misa charlaban al sol.
– ¿Qué puerta quiere del palacio? -preguntó el taxista.
– Bueno, la de Somontes. Total, voy a ver a mi cuñado, que trabaja allí de jardinero. Como es su cumpleaños, mi mujer se empeñó en que le llevara un regalo -Bernal esperaba que aquello satisficiera la curiosidad del taxista en lo tocante a sus propósitos.
– ¿Quiere que le espere?
– No, no hará falta. Lo más seguro es que me invite a tomar una copa en las dependencias del personal.
Ya en la entrada de palacio, Bernal despidió al taxi y cuando se acercó a la garita de centinela le saludó uno de los dos guardias reales. Bernal vio al otro lado de la puerta un pequeño Fiat blanco estacionado junto al comienzo de la pista de acceso.
– El secretario del Rey me espera, sargento.
– Sí señor, acaba de llegar. ¿Tendría la bondad de enseñarme la documentación?
Bernal le enseñó la chapa de policía con la estrella dorada de comisario, y el guardia se cuadró de nuevo y le abrió la puerta lateral.
Mientras el funcionario le llevaba en su Fiat entre las altas verjas blancas hasta la entrada lateral de aquel viejo palacio construido en el siglo diecisiete como albergue cinegético del rey, se excusó por haber sacado de su casa al comisario a una hora dominical tan temprana.
– La situación, comisario, es muy especial y por tanto hay que tomar medidas especiales.
Cuando entraron por la puerta lateral en la Zarzuela, no encontraron a nadie; acto seguido, el secretario condujo a Bernal hasta su oficina particular, que daba a un prado en pendiente y desde la que se gozaba de una panorámica de los lejanos y nevados picos de la Sierra de Guadarrama.
– Siéntese, comisario, por favor. Iré derechamente a lo que nos interesa. Su Majestad querría contar con su ayuda y ya ha convenido con el ministro lo necesario para que usted y su grupo habitual queden francos de servicio en la Brigada Criminal durante el tiempo que haga falta. Ni que decir tiene que puede usted declinar nuestra oferta, pero el Rey, que recuerda un breve encuentro que tuvo con usted hace cinco años, está muy interesado en que esté usted temporalmente a su servicio a fin de resolver un asunto a la vez apremiante y de lo más secreto.
Bernal se quedó tan intrigado como alarmado al oír aquellas manifestaciones.
– ¿Podría decirme usted, antes de comprometerme, si es un asunto político? Su Majestad me honra mucho con esta oferta, pero a lo largo de mi vida me he dedicado casi siempre a capturar delincuentes comunes y me he esforzado por apartarme de los asuntos políticos.
– Es posible que se trate de un asunto de Estado, comisario, si bien no nos parece por ahora más que un contratiempo de delincuencia común, no obstante con un cierto aire político.
– ¿Tendría que seguir informando a través del Ministerio, según las ordenanzas, durante las pesquisas proyectadas? -preguntó Bernal con tiento.
– No, usted tendría que informarme a mí o bien al Rey en persona. Tendrá una autorización especial que le otorgará plenos poderes para investigar cualquier cosa y a cualquier persona si usted lo estima necesario.
– ¿Y mi grupo? Como usted comprenderá, sin conocer aún los detalles del problema es lógico pensar en principio que necesitaré la ayuda de mis cinco inspectores y cierto acceso al personal técnico y forense.
– Su autorización incluirá a todos cuantos considere usted necesarios para su trabajo, pero tiene usted que tener presente desde el principio que la participación de sus colegas debe ser voluntaria y que se mantendrá en secreto. Una vez que hayan aceptado, no podrán volverse atrás. ¿Confía usted en ellos políticamente, comisario?
– ¿En el sentido de si están de acuerdo con la Constitución de 1978 y con la monarquía parlamentaria? Mire usted, secretario, nadie puede leer los pensamientos de nadie, pero siempre me han sido fieles, incluso cuando una investigación ha rozado lo político; estoy seguro de que en mi sección no hay extremistas.
– Bueno, a la vista de todas estas garantías, ¿no le tienta la idea de convertirse en el detective del Rey durante un tiempo, Bernal?
– ¡Vaya pregunta para un antiguo republicano! -exclamó Bernal en tono humorístico-. Estoy seguro de que usted encontraría gente mucho más joven y brillante. ¿Se da usted cuenta de que tengo ya casi sesenta y dos años y que podría pasar a la reserva? -hacía meses que Bernal pensaba en jubilarse.
– El Rey ha leído su expediente y está totalmente enterado de su edad y sus antecedentes políticos. A decir verdad -el funcionario titubeó aquí-, yo creo que su edad ha sido un factor decisivo en su elección.
– ¿Quiere usted decir que si fracaso se me podrá pasar tranquilamente a la reserva? -apuntó Bernal.
– De ningún modo -replicó el funcionario afablemente-. El Rey piensa por el contrario que usted, dadas su edad y experiencia, gozará de una autoridad natural entre aquellos que pueda tener que investigar.
Bernal encendió un Káiser y aspiró una bocanada de humo mientras echaba una ojeada al parque.
– Muy bien. Si mi sección está de acuerdo, aceptaré.
El funcionario pareció quitarse un peso de encima.
– Me alegro. Su Majestad le estará personalmente reconocido. Ahora está en misa, pero le gustaría saludarle en cuanto termine. Mientras tanto, podría usted examinar el contenido de esta carpeta.
La carpeta de anillas y tapas rojas contenía menos de una docena de hojas a las que se había pegado algunos recortes de periódico con la fecha y procedencia de los mismos escritas en la parte superior.
El primer recorte databa del 14 de noviembre y una nota en tinta roja indicaba que se había tomado de la sección de anuncios por palabras de un ejemplar del diario derechista La Corneta. Entre los demás anuncios, al parecer totalmente normales, de viudos ricos y jubilados que buscaban señoritas de buen carácter, hacendosas y honradas, o de señoras virtuosas de cierta edad y con problemas económicos que buscaban benefactores discretos, la misma pluma roja de antes había trazado un redondel en torno del siguiente anuncio: «Magos Morado A.l. San Ildefonso». Las cuatro hojas siguientes de la carpeta eran fotocopias de dos artículos exaltados que llevaban las firmas de sendos militares en activo y que se habían publicado en los dos últimos números de El Toque, semanario castrense que circulaba por todos los cuarteles. Aunque no los había leído, Bernal había oído hablar de ellos, ya que habían despertado muchos comentarios y especulaciones en los periódicos corrientes. El meollo de los dos artículos era que habían pasado ya seis años desde que falleciera el general Franco en noviembre de 1975 y que los intentos de dar a España una monarquía democrática habían sido un desastre en todos los frentes -el social, el político y el económico- y que la única solución encubiertamente invocada era la toma del poder por los militares.
Tras dirigir una mirada al secretario, que contemplaba pensativo las lejanas montañas, Bernal leyó por encima las páginas que tenía delante, sin mucho detenimiento. La siguiente contenía otro recorte tomado de la sección de anuncios por palabras de La Corneta del 20 de noviembre y decía: «Magos Azul A.l. El Pardo»; y la siguiente, un nuevo anuncio del mismo periódico, concretamente del número 27 de noviembre, es decir, de hacía dos días tan sólo, y que decía: «Magos Rosa A.l. Segovia». Las restantes hojas de la carpeta estaban en blanco.
El secretario se volvió a Bernal con aire de expectación.
– ¿Qué le parece, comisario?
– ¿Esto es todo lo que hay? ¿No le ha echado ya el ojo a esto la Segunda Bis?
– Eso es lo que nos preocupa, Bernal. Le supongo enterado, desde luego, de que los servicios de información se han reorganizado unas cuantas veces en los últimos tiempos. El SIM, Servicio de Información Militar, o sea, la Segunda Sección Bis de cada Estado Mayor, se organizó en un solo cuerpo, el Centro Especial para la Información de la Defensa, en 1977, durante la segunda presidencia de Adolfo Suárez. Depende ahora del Ministerio de Defensa e informa al presidente y al Rey por mediación de ese ministerio. A consecuencia de ello se desmanteló el antiguo SPDG organizado por el almirante Carrero Blanco durante los últimos años de Franco. Naturalmente, hay muchos funcionarios que trabajan en el nuevo cuerpo como lo hacían en el antiguo. Yo les llamé la atención sobre esos anuncios crípticos que han venido apareciendo en La Corneta, pero dicen que hasta el momento no han averiguado nada.
– ¿Y qué dicen los de la Brigada de Información del Ministerio del Interior? ¿Se les ha consultado?
– Se les ha consultado, comisario. La DGS, o DSE, como ahora se le llama, está investigando, pero sin que haya sacado nada en limpio.
– En tal caso, no sé de qué modo podría ayudar yo. Mi sección es pequeña y aunque tiene experiencia en el terreno de la delincuencia común, no dispone de facilidades ni contactos para afrontar una intriga política, porque no otra cosa insinúan esos recortes.
– Ahí está la cuestión, comisario. Nosotros esperamos, por supuesto, que los servicios de seguridad nos tengan informados de posibles golpes de Estado, pero lo que nos preocupa son las referencias que hay en esos mensajes cifrados a los reales sitios.
Bernal se sorprendió ante aquello.
– No está tan claro que se aluda a los reales sitios. Por lo menos a mí no me parece tan evidente. San Ildefonso es el nombre de una iglesia madrileña y presumiblemente de algunos otros lugares también, además de ser el nombre oficial del palacio de La Granja. Y El Pardo, aparte de ser la sede del museo Francisco Franco, es también el cuartel de la principal división acorazada. En el caso de la ciudad de Segovia, podría aludirse a los cuarteles y no al Alcázar. Otra cosa sería si en alguno de estos reales sitios viviera la familia real.
– Sí, tiene usted razón, pero admitirá que es una coincidencia.
– Y los especialistas del Ejército en eso de los códigos, ¿han investigado algo sobre estos misteriosos mensajes? -preguntó Bernal.
– Sí, lo han hecho, incluso se han servido de descifradoras, pero no han sacado nada en concreto. Han llegado a la conclusión de que no están cifrados según pautas tradicionales, sino que se basan en un código especial cuya referencia sólo conocen los emisores y los receptores.
– ¿Y qué me dice de lo de Magos? -preguntó Bernal-. Es una clara alusión a los Reyes Magos.
– Los expertos piensan que es una clave para avisar a los destinatarios -el secretario volvió al escritorio y cogió unos cuantos papeles de un expediente-. Respecto de los tres colores mencionados, creen que aluden a las diferentes secciones de una organización secreta, o bien a diferentes fases de un plan acordado, donde A.l podría ser la denominación en clave del remitente.
– ¿Y los tres toponímicos que acaso se refieran a sitios reales?
– Los expertos militares dicen sencillamente que no saben qué pensar, Bernal. Por eso necesitamos la ayuda de usted.
– ¿Tendría inconveniente en detallarme un poco más lo que piensa usted?
– Se trata de reforzar la seguridad de las residencias reales, sobre todo, naturalmente, de las que utiliza la familia real. En esta época del año la principal es el palacio de la Zarzuela, pero tanto Don Juan Carlos como Doña Sofía visitan el de Oriente para asuntos oficiales, como recibir embajadores extranjeros, representantes civiles y militares, etcétera. No tendría usted que encargarse de la seguridad personal de los reyes porque no tenemos motivos para pensar que el cuerpo habitual de protección sea ineficaz. Sin embargo, cualquier incidente anómalo en los dos palacios madrileños que acabo de indicarle, o en los que fuere, caerían dentro de su competencia, si bien su papel sería el de informarnos, no el de actuar. El rey no desea que nadie haga nada anticonstitucional.
– ¿Es que ha habido incidentes? -preguntó Bernal, sospechando que el asunto tenía más miga de lo que parecía.
– Hasta el momento, nada más que una minucia. Ayer, a última hora de la tarde, se fue la luz aquí en la Zarzuela. Al cabo de media hora conseguimos que funcionara el generador de seguridad, y todavía lo utilizamos, en espera de que la compañía repare la avería.
– ¿Le ha preguntado a la compañía lo que ocurrió?
– Sí, atribuyen la avería a una tormenta de nieve que cayó ayer en la sierra y que originó la ruptura de un cable entre Segovia y El Pardo, que también fue afectado.
– ¿Hay algún motivo para sospechar que se trate de un sabotaje?
– Según la compañía, no. Dicen que no es infrecuente en los puntos más elevados de la Sierra, pero aquí es la primera vez, que recordemos, que ocurre un apagón de esta índole. Lo que nos ha hecho sospechar han sido los mensajes cifrados que acabo de enseñarle. El resultado del corte del fluido eléctrico fue que nos interrumpió las comunicaciones con el exterior, salvo las que permite la línea telefónica corriente de la centralita que aquí tenemos. Ya puede usted figurarse lo que esto representaría en el caso de que hubiera una crisis nacional.
– A modo de precaución, señor secretario, le sugiero que soliciten de la compañía la instalación de un cable alternativo procedente de otra sección del tendido eléctrico, y ello aparte de que se haya efectuado la reparación de la línea normal. Mientras tanto, haré algunas indagaciones personales sobre las causas de ese fallo.
– Es una idea excelente, Bernal. Me pondré a ello en seguida.
– Necesitaré además una lista de los compromisos que tenga Su Majestad para el mes que viene y, a ser posible, de los desplazamientos que la familia real haya planeado.
– Lo tengo ya todo preparado en una carpeta, comisario. Está también la cuestión de cómo ponernos en contacto para los informes. Haré que le instalen un selector de frecuencia de los más modernos en el teléfono de su oficina. Aquí tiene una lista de las distintas claves para cada uno de los días, a comenzar, por ejemplo, desde el martes 1 de diciembre. Sólo el rey o yo contestaremos a las llamadas de las claves secretas.
– ¡Esperemos que no nos corten la línea! -bromeó Bernal al despedirse.
Repantigado en el asiento del taxi que le habían pedido para que le recogiera en la Puerta de Somontes, Bernal se preguntaba cuántas molestias e inconvenientes iba a depararle aquel servicio real. En los seis años de existencia de la restaurada monarquía borbónica se habían hecho muchas y rápidas reformas en el Gobierno, la Administración y las instituciones, pero casi ninguna en lo relativo a los individuos. Reflexionó, con cierta sorpresa, a propósito de que el período de transición que los españoles vivían era ya mucho más largo que el iniciado con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931 y abortado por la rebelión franquista del 18 de julio de 1936, en el cual se habían intentado grandes reformas -demasiado grandes, pensó- que la guerra civil había reducido a escombros. La mayor parte de los últimos cambios sociales habían tenido lugar en los años postreros de la dictadura de Franco, aunque habían tenido poco que ver con ella directamente: el llamado boom de los años comprendidos entre el cincuenta y tantos y el final de la década de los sesenta, testigos del rápido proceso de industrialización y secularización de la sociedad española. ¿Permitirían los poderes fácticos, como la prensa llamaba al Ejército, la Iglesia, los banqueros y empresarios, que se llevasen a cabo las reformas inherentes a la nueva Constitución de 1978? No, desde luego, si se tocaba alguno de sus intereses básicos. La intranquila tregua que se vivía a la sazón atribuíala él a un conflicto de intereses entre los distintos elementos constitutivos de los poderes tácticos, cuyas fuerzas unidas podrían derrotar fácilmente, pensó Bernal, a los partidos políticos que parecían haberse convertido en castrados tigres de papel desde la intentona golpista de 23 de febrero de 1981, del «23-F», como la apodó la prensa.