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El lunes por la mañana, el comisario Bernal tomó su acostumbrado segundo desayuno diario en el bar de Félix Pérez, tras haber mordisqueado apenas el rancio pan frito con aceite casero (del que su mujer era proveedora), y haber sorbido un poco del sucedáneo de café que Eugenia preparaba moliendo bellotas tostadas. Cada vez que entraba en el bar, se quedaba más consternado al ver las reformas, ostentosas y un tanto chabacanas, que se habían hecho en el interior, invadido ahora por dos relucientes máquinas electrónicas, la una bautizada Crash Road, la otra Hell Drivers; lamentaba que de la pared del fondo se hubieran quitado los recuerdos futbolísticos del Real Madrid, así como la desaparición de las banderitas blancas con el escudo de Castilla que los habían coronado. ¿Irían a cambiarse todos los antiguos rincones por plástico y acero inoxidable para que su nieto no llegara a ver jamás aquel Madrid que incluso en días de grave penuria había sabido conservar de su pasado tantas cosas pequeñas pero dignas de ser apreciadas? En fin, en vista de lo urgente que era explicar el encargo del Rey a los miembros de su grupo, decidió no demorarse más ni con meditaciones ni con la lectura de La Hoja del Lunes.
A las ocho y veinte llegó Bernal a su viejo y algo destartalado despacho del edificio de la Puerta del Sol, que en el curso de unos meses abandonarían definitivamente para instalarse entre los vidrios ahumados y el aluminio, brillantes pero impersonales, del nuevo edificio del barrio de Chamberí. La antigua Dirección General de Seguridad, reestructurada en la primera época de la dictadura de Franco, se había rebautizado con el nombre de Dirección de la Seguridad del Estado y sus partes constitutivas habían sido objeto de una reorganización. Como casi siempre que se emprendían reformas en la Administración, se ascendió a buena parte de la plantilla, se contrató personal nuevo y hubo que construir más edificios. Hasta la antigua Policía Armada, con sus uniformes grises, había cambiado el nombre por Policía Nacional y había adoptado una indumentaria de color pardo con boina marrón oscuro. Bernal no era ajeno a la tradición madrileña y española en general de poner pintorescos apodos a los guardias, desde los «guindillas», cuando era niño, pasando por los «grises» de Franco, hasta llegar a los «marrones», de hoy, si bien en un bar de trabajadores de su nativo barrio de Lavapiés les había oído llamar al principio, con donoso juego de palabras (aunque un poco largo) los «cafés con porras».
Bernal encontró ya trabajando a su inspector más antiguo, Francisco Navarro, en el despacho exterior, como siempre se lo había encontrado desde hacía cinco lustros.
– Buenos días, jefe. Estoy terminando el informe sobre ese homicidio que ha habido en un piso de Vallecas. Te lo pasaré a media mañana para que lo revises.
– Me alegro de que hayas venido tan pronto, Paco. Tendremos que limpiar los escritorios y hacer sitio a un caso de importancia que nos ha llovido de pronto. Pero antes ven al despacho interior y cierra la puerta.
Bernal estaba bastante seguro de que Navarro no pondría la menor objeción al encargo real. Hombre imperturbable y discreto, era básicamente un oficinista nato que apenas si dejaba el despacho, donde sobresalía en la ordenación de los detalles de cualquier caso en ficheros y expedientes. Frisaba ya en la cincuentena y había servido a Bernal con fidelidad canina mientras sostenía una familia de diez hijos que estaba bajo la firme custodia de Remedios, su animosa cónyuge.
– Tenemos un trabajo de lo más insólito, Paco, pero en el que la participación va a ser del todo voluntaria. En este sentido quiero insistir en que nadie del grupo está obligado a colaborar.
Navarro pareció sorprenderse un poco, pero no reveló ninguna otra emoción mientras Bernal le bosquejaba la petición que le había hecho el secretario del Rey. Bernal no había cavilado mucho acerca de la filiación política de los miembros de su grupo y, desde luego, jamás había hecho preguntas al respecto, pero estaba bastante seguro de poder confiar en la lealtad profesional de Navarro.
– Creo que hay que aceptar, jefe. En realidad es un gran honor que se haya pedido nuestra colaboración.
– Paco, es un alivio oírtelo decir. No me importa confesar que la petición me ha causado un buen dolor de cabeza. Yo me temo que la principal responsabilidad afecta al futuro profesional, pero al vuestro, no al mío, dada mi edad. En última instancia, si la investigación no sale bien…
– ¿Cuándo no ha salido bien? -exclamó Navarro en son de broma-. Lo único que tendremos que hacer es andar con cautela. En cualquier caso no se espera que obremos en consecuencia una vez que descubramos algo, sólo que sirvamos de «segundo canal» de información.
– Así lo deseo de veras -dijo Bernal-. ¿Cómo crees que reaccionarán los demás? ¿Tenemos alrededor algún extremista de izquierda o de derecha?
– Estoy seguro de que no -Navarro titubeó un poco-. Bueno, claro, está el padre de Elena Fernández. Es muy de derechas. Pero ella es una muchacha sensata, entregada a su profesión.
Bernal había estado preocupado a causa de la inspectora Fernández incluso mientras se encontraba en el palacio de la Zarzuela el día anterior, pero, tras reflexionar un rato, se inclinó también por el punto de vista de Paco.
A través del vidrio de partición que les aislaba del despacho externo, Bernal vio que acababan de llegar a Gobernación otros dos miembros del grupo: el inspector Juan Lista, inconfundible por su alta estatura y su cara de aldeano, y el inspector Carlos Miranda, cuyo aspecto era más bien corriente y moliente.
– Paco, dile a Lista que pase. Prefiero darles las explicaciones uno por uno. Mientras tanto, ahí tienes la autorización real que se te tenía preparada; quisiera que echaras una ojeada al expediente que me entregó el secretario del Rey.
Juan Lista manifestó inmediatamente su deseo, incluso su gran interés por participar en aquella investigación. Su ágil cerebro calculó en seguida las posibles ramificaciones políticas.
– Confiemos en que no se trate de otro estúpido golpe de mano como esos tres o cuatro que según los rumores iban a darse en primavera, jefe.
– ¿Es que hubo tantos, además del «Tejerazo»? -ironizó Bernal.
– Más o menos. Lo que ocurre es que estaban planeados para fechas distintas y ninguno de ellos contaba con apoyo unánime.
– ¿Piensas, Lista, que todos esos salvadores de la patria no pudieron ponerse de acuerdo sobre cuál de ellos iba a acaudillar la cosa?
– Algo por el estilo, si es que no se quedaron con el dedo en el gatillo en espera de que los tiros sonaran por otra parte.
– ¿Te das cuenta de que quiero mantener esta investigación en un marco estrictamente criminal? Por supuesto que la política estará por medio, pero nosotros nos ocuparemos sólo de la legalidad de la actuación de la gente implicada e informaremos en consecuencia. No tenemos que tomar partido.
– Supongo que no, jefe, pero ya sabe usted que en este país no hacer nada es ya una manera de apuntarse a un bando.
Bernal tendió a Lista la autorización real correspondiente y le dijo que hiciera entrar a Miranda.
– Carlos, primero te pondré en antecedentes y luego me dirás si quieres desempeñar algún papel en esta investigación -dijo Bernal, que recordaba que Miranda había sido trasladado a su grupo en 1970 y había demostrado que su verdadera vocación era trabajar en la calle, en particular siguiendo a sospechosos. Su facilidad para pasar inadvertido era sin duda la clave de sus resultados en aquella especialidad, pensaba su jefe-. Por si pensabas que el presente caso puede poner en peligro tu profesión de algún modo, quiero que sepas que no tengo la menor intención de obligarte -añadió, tras explicarle las líneas generales.
– Haré lo que hagan los demás, jefe -replicó Miranda con serenidad-. Siempre hemos fracasado o acertado juntos hasta ahora.
– Entonces, ahí tienes tu autorización especial, firmada por el Rey. Paco te enseñará la escasa documentación de que disponemos sobre el caso. Veo que Elena ha llegado ya y que Ángel aún no lo ha hecho.
– Sería madrugar demasiado para el señorito del grupo -bromeó Miranda-. Tiene que estar todavía en el baño, despegándose los párpados después de alguna juerga de anoche.
Cuando la inspectora Elena Fernández entró en el despacho de Bernal, ataviada con un atractivo traje sastre beige adornado de marta cebellina y emitiendo discretos efluvios de perfume de París, Bernal se preparó para afrontar una negativa, aunque ya tenía una idea de lo útil que podía resultar la muchacha.
– Por favor, Elena, siéntate. Nos ha surgido un caso difícil y, tras oír los puntos principales de lo que se nos pide, puedes optar por no tomar parte en él. Si así lo decides, no quiero que creas que ello va a afectarte para nada profesionalmente. Es casi seguro que pueda hacer que te trasladen temporalmente a otro grupo, incluso a las oficinas locales de la Interpol para que allí adquieras experiencia.
Elena Fernández mantuvo una expresión seria, aunque con excitación contenida, mientras oía en silencio a su superior. Bernal terminó de exponerle la situación y acto seguido aludió directamente a la posibilidad de disentir en punto a lealtad.
– Sé que tus obligaciones para con tu padre y sus concepciones políticas merecen el mayor respeto y lo entenderé si eliges permanecer al margen.
Elena estuvo un rato pensativa mientras Bernal encendía un Káiser con mano nerviosa. Luego, la joven habló con rapidez.
– Soy la primera mujer a quien se ha concedido el honor de un nombramiento de inspectora de la Brigada Criminal y quiero que se me trate como a mis colegas masculinos en todos los sentidos, jefe. Lo que yo quiero es enseñar a nuestros superiores que una mujer puede ser tan buena investigadora como un hombre, quizá mejor, dadas determinadas ventajas naturales -Bernal podía, sin duda, apreciar algunas de aquellas ventajas, que en aquel momento tenía seductoramente ante sí, y, como en otras ocasiones, sentía un poderoso deseo paternal de proteger la vulnerabilidad femenina, como si la joven ocupase el puesto de la hija que nunca había tenido.
– En cuanto a mi padre -prosiguió la muchacha con firmeza-, le quiero y respeto sus ideas, pero es un hombre que pertenece a la España antigua, tradicional y anterior a la guerra civil -«lo mismo que yo», se dijo Bernal, aunque guardó silencio-. Y me exasperan los miembros de la generación más antigua, partidarios de uno u otro extremismo, que se niegan a ver las realidades de la moderna sociedad industrializada. Para ellos, como para los turistas, el lugar de las mujeres españolas es la casa y sus labores. Esperan vernos en las corridas vestidas de mantilla y peineta, tirando claveles al torero, o, por las noches, en algún tablao flamenco, bailando con castañuelas y echándoles miradas ardientes a los guitarristas. Estoy harta de esos estereotipos. ¡Ya va siendo hora de que nos comportemos todos como adultos! -acabó por estallar.
– También yo pertenezco a esa generación a que aludes, Elena, pero supongo que no pensarás…
– No, jefe, claro que no, ni por asomo. Usted tiene una forma particular de ver el mundo, con una especie de escepticismo sereno, como si ya lo hubiera conocido todo antes. Y si la monarquía parlamentaria da al país la mejor oportunidad de estabilizarse y despojarse de todas esas rencillas ridículas, entonces yo soy más monárquica que el Rey.
El último miembro del equipo llegó tarde, y como disculpándose. Moreno, bromista y vivaz, Ángel Gallardo había hecho sin duda durante la noche pasada un recorrido por las boîtes para tomar notas mentales, como siempre argüía, con destino a los ficheros de la Brigada; y Bernal no ignoraba que Gallardo poseía un conocimiento inigualado de la vida nocturna y hamponesca de la ciudad. Sin hacer la menor objeción, aceptó participar en la investigación inspirada por la Corona y se guardó en el acto la autorización especial.
– Lo mejor será -dijo Bernal- que tengamos una rápida conferencia para resolver sobre los primeros pasos que hay que dar.
Al dirigirles la palabra, de manera tan llana y poco ceremoniosa como siempre, el comisario no volvió a aludir a la extraña posición en que todos se encontraban, sino que fue directo al grano.
– Tenemos poco para empezar, pero hay dos líneas de actuación que destacan por sí solas. Hay que investigar a propósito de la compañía eléctrica y tendremos que comprobar el corte de energía que se produjo ayer en el palacio de la Zarzuela. Lista, ¿te importaría encargarte tú de esto? -el alto inspector asintió-. A continuación tenemos los mensajes cifrados que aparecieron en La Corneta. Es posible que aparezcan más y sería útil saber quién los envía y, desde luego, qué significan. No sería muy prudente ir por las buenas a ver al director, habida cuenta de sus conocidas ideas políticas. Tendremos que servirnos de métodos más sutiles. Elena, tú, con tus antecedentes familiares, podrías ver si te dan algún trabajo en la redacción; lo ideal sería un empleo en los archivos. Creo que trabajaste como secretaria antes de ingresar en nuestras filas, ¿no?
– En efecto, pero era un desastre con la taquigrafía. ¿Cómo explicaré el motivo de mi baja en la DSE?
– Si surge el tema, y es casi seguro que surgirá, puedes decir que has dimitido porque te han desalentado todos los cambios producidos. Ya arreglaré yo las cosas con la dirección de personal para que confirmen tu versión en caso de que alguien busque comprobación.
Se volvió entonces a todo el grupo y durante unos instantes su expresión adoptó un talante más severo.
– No olvidéis en ningún momento que estos grupúsculos ansiosos de dar la vuelta a la tortilla suelen contar con excelentes relaciones, a menudo con ganchos que están muy arriba. No inventéis nunca nada que no case con cuanto sea susceptible de una comprobación minuciosa. Si tienes suerte, Elena, nos informarás a Paco o a mí a horas establecidas de antemano y en lugares concretos, ya que sería demasiado peligroso para ti que anduvieses entrando y saliendo de este despacho. Tú, Ángel, ayudarás a Elena cuando sea preciso.
– ¿Qué hay de los servicios técnicos? -preguntó Navarro.
– Estoy autorizado a servirme del departamento de Varga y del Instituto Anatómico Forense, si hace falta. Y en ti confío para que coordines la investigación desde aquí, como de costumbre. Por último, quiero deciros que, sea lo que fuere aquello que estamos investigando, es probable que estalle pronto, en el curso del mes que viene más o menos. No me hago a la idea de que se haya elegido la clave Magos por casualidad y sin duda tiene que referirse al seis de enero. Así que no tenemos mucho tiempo para aclarar el asunto.
Muy poco después de la conferencia llegó un técnico de la telefónica para instalar un nuevo teléfono rojo y un dispositivo selector del tipo scrambler; cuando terminó, explicó a Bernal y Navarro cómo funcionaba.
A las 11.15 telefoneó Lista desde las oficinas de la compañía eléctrica.
– Se ha localizado el lugar del corte, jefe; es en las montañas que dan sobre el palacio de La Granja, en San Ildefonso, y acaba de subsanarse. Pero hay algo más y serio: los celadores de línea han informado por radio que han descubierto un cadáver quemado junto al lugar del accidente.
– ¿Cuándo lo han descubierto? -preguntó Bernal.
– Ayer por la tarde, pero no pudieron avisar a nadie porque su jeep, al bajar desde la montaña, se atascó en la nieve y tuvieron que pasar la noche en un refugio de pastores.
– ¿Sabes si esta mañana han avisado a la Guardia Civil? -preguntó Bernal.
– Creo que aún no. Yo sigo en el despacho del gerente y puedo preguntarle.
– Dile que se ponga si es posible. Es conveniente que llevemos este asunto sin que haya interferencias ajenas desde el comienzo.
Tras una breve conversación con el gerente de la compañía, Bernal le aseguró que él se responsabilizaba de todo y le pidió llamara por radio a los celadores de línea y les dijera que le esperasen en San Ildefonso.
– Las cosas van más rápidas de lo que pensaba, Paco -comentó Bernal-. Di a Varga que prepare a su personal técnico para que venga conmigo.
– ¿Llamo al doctor Peláez, jefe? Seguramente te será más útil que los médicos del lugar.
– Tienes toda la razón. Bien, convócalos a todos: al patólogo, al fotógrafo, los que hagan falta. Además, supongo que habrá nieve allí arriba. Han dicho que el punto exacto está por encima del palacio de La Granja, cerca de ese embalse que los lugareños llaman el Mar. Búscanos ropa adecuada y cadenas para los vehículos.
Poco después de mediodía, la pequeña expedición compuesta por el imponente Seat 134 negro que llevaba a Bernal, al doctor Peláez y a Miranda, y el Range Rover último modelo que transportaba a Varga y su personal técnico, salió de la ciudad por la autopista A-6. Al cabo de media hora dejaban atrás el novísimo Casino de Madrid, que se había inaugurado en octubre con gran aparato publicitario. Bernal no dejaba de asombrarse de aquel frenesí de sus compatriotas por el juego, que treinta y seis años de franquismo habían querido refrenar. Creía saber que solamente en Madrid había más de trescientas salas de bingo y había leído en El País que Hacienda, en el último ejercicio financiero, había tenido más ingresos, por vez primera en la historia de España, con sus impuestos del veinte por ciento sobre los bingos que con la lotería nacional.
– Esto parece ya Las Vegas -comentó sombríamente al tiempo que dirigía un gesto de desaprobación hacia el vistoso edificio, desprovisto de ventanas.
– Qué más quisiéramos, jefe -replicó su colega, echándose a reír-. Mi mujer me obligó a traerla aquí para celebrar su cumpleaños, según ella sólo para ver qué aspecto tenía. Le di cinco mil pesetas para que apostara, y al cabo de una hora en la ruleta americana me volvió con más de cien mil mientras yo perdía sin parar en el blackjack. Y quiere que con las ganancias compremos un coche más grande.
A medida que los vehículos se adentraban en la sierra, el cielo se oscurecía a consecuencia de la nevada y pasaron con gran dificultad los últimos diez kilómetros que les faltaban hasta San Ildefonso, que presentaba una imagen alpina gracias, en particular, al grueso cedro del Líbano -cuyas ramas comenzaban a resentirse bajo la espesa capa blanca- que se alzaba de manera imponente ante el palacio real, sito al extremo de la calle principal del pueblo.
Encontraron a los celadores de línea de la compañía eléctrica cómodamente instalados en el único restaurante que permanecía abierto en el lugar durante los meses de invierno y dispuestos a engullir una enorme fabada preparada con las grandes judías blancas por las que La Granja era célebre. Bernal instó a sus hombres a que comieran antes de emprender el difícil ascenso hasta «el Mar», si bien les rogó no se demorasen demasiado porque el tiempo empeoraba y el crepúsculo se les echaba encima. Tras pedir para sí nada más que una tortilla francesa, pues estimaba que cualquier otra cosa perjudicaría su inestable duodeno, olisqueó con envidia el aroma del recio plato que devoraban con fruición el capataz y el encargado de zona.
Bebió un poco de cerveza Mahou y les preguntó acerca de la ruptura del cable eléctrico.
– ¿Creen ustedes que fue accidental o que se hizo adrede?
– Pues mire usted, comisario, al principio pensamos que lo había originado la ventisca -replicó el encargado de zona-, o un rayo, porque estas cosas son normales en estas condiciones.
– ¿Había señales de que hubiera sido un rayo? -preguntó Bernal al capataz.
– Sí señor, las había. Los travesaños metálicos de la torre de conducción parecen haberse fundido un poco por efecto de una alta temperatura; también están las típicas gotas del metal, aunque yo las he visto provocadas por un cable de alta tensión cuando cae y conecta con tierra por mediación del poste metálico. Comprenderá usted que es casi imposible distinguir entre estas dos clases de quemadura.
– Pero ¿no advirtió usted nada que sugiriese que la ruptura del cable había tenido una causa intencionada? -insistió Bernal-. A fin de cuentas, los restos de la persona que se encontró allí ya indican que ésta no subió al lugar para nada inocente. ¿Para qué otra cosa estaría en aquel sitio y en tales condiciones?
– Yo no vi nada, aunque lo más probable es que el cortocircuito haya borrado todo rastro.
– ¿No vio ninguna huella de vehículo en la nieve? -prosiguió Bernal-. Resulta muy poco normal que el individuo subiera andando, en medio de una ventisca, por voluntad propia. Siempre cabe la posibilidad de que hubiera un cómplice que, al ver que las cosas salían mal, se marchase con el vehículo.
– Nadie vio ninguna huella de vehículo, comisario; además, caía mucha nieve cuando llegamos y, de haberlas, ya las habría cubierto.
– ¿Está usted seguro de que no le falta ningún celador de línea? -preguntó Bernal al encargado de zona-. ¿No podría ser de uno de sus trabajadores el cadáver carbonizado?
– Ya hemos hecho una comprobación en ese sentido, comisario, y no falta nadie. El personal del helicóptero no localizó el punto de ruptura hasta casi las cinco de la tarde de ayer, y el de hoy es el único equipo que he enviado por tierra.
– Tendremos que hacer entonces una comprobación entre los lugareños -dijo Bernal-; es posible que algún jardinero de palacio, o un pastor, fuera allí por algún motivo.
A las dos de la tarde, Bernal, el doctor Peláez y Miranda subían al Range Rover con el personal técnico de Varga mientras el jeep de los celadores de línea abría la marcha por el espectral paisaje a través del cual se llegaba a las puertas de palacio. Se detuvieron un momento para que Bernal cambiase unas palabras con el administrador de palacio, al que enseñó la autorización del Rey. A continuación, avanzaron por el parque hasta la parte trasera de aquella mole arquitectónica del siglo dieciocho y tomaron un camino lateral para ascender la empinada cuesta. La nieve había cesado de caer y los débiles rayos del sol invernal iluminaron el extraordinario panorama de los geométricos jardines versallescos, adornados con estatuas clásicas y muchas fuentes complejas cuyos plomizos centros, pintados, se hallaban blanqueados por la ventisca. Bernal recordaba haber leído la cáustica observación de Felipe V cuando, al volver a su palacio favorito, tras una larga ausencia, y después de haber inspeccionado los prodigiosos juegos de agua, de los más hermosos de Europa, instalados allí por orden de su segunda mujer, Isabel Farnesio, para darle una sorpresa, dijo el monarca: «Me han costado treinta millones y me han entretenido tres minutos.»
Una vez rebasada la cima de la primera montaña, los vehículos, provistos de cadenas, llegaron a la orilla del helado embalse y a la hilera de pequeños postes eléctricos que se erguían más allá, invisibles desde palacio. El jeep se detuvo junto a las manchas oscuras que había más abajo del lugar en que se había reparado el cable y todos se cerraron las cremalleras de la indumentaria protectora contra el frío antes de pisar la nieve.
– Éste es el sitio, comisario -exclamó el más joven de los celadores de línea, Julio Prat-. Aquí es donde vi el cadáver.
– Varga, adelántate con el doctor Peláez antes de que lo pongamos todo perdido -dijo Bernal-, aunque me temo que la nieve va a dificultar las cosas.
– He traído escobas y azadas para despejar el terreno, jefe.
– A ver si hay huellas de neumáticos debajo, Varga. Sería interesante que pudiéramos reproducirlas.
Bernal pidió al capataz que le explicase cómo habían hecho la reparación y le indicase el punto en que habían estacionado su vehículo.
– ¿Sería éste el lugar idóneo para romper el cable, si alguien quisiera hacerlo intencionadamente? -preguntó.
– Desde luego es el punto más cercano al camino desde donde se está oculto a las miradas del pueblo y del palacio.
– Desde lo alto del poste -intervino Julio Prat- apenas si podía ver yo las luces del pueblo cuando subí esta mañana, aunque es poco probable que nadie advirtiera nada desde tan lejos.
– ¿Cómo rompería usted el cable en el caso de que quisiera sabotear el fluido eléctrico? -pregunto Bernal al capataz.
– Eso no sería fácil de hacer sin conocer un poco la materia y disponer de cierta cantidad de explosivo; lo más apropiado sería goma-2 o cualquier otro plástico.
– ¿Y en qué punto de la torre de conducción lo colocaría usted?
– En primer lugar, y dando por sentado que no se quiere volar todo, haría falta una escalera y ropas aislantes. Luego pondría la carga exactamente debajo del aislador más pequeño, tendería una mecha hasta el suelo y desde aquí hasta el punto que deseara. Lo mejor sería utilizar un mecanismo de relojería, para permitir alejarse.
– ¿Y si quisiera usted producir el corte del suministro en un momento concreto posterior?
– Ya veo adónde quiere ir a parar. En efecto, el cable de enlace no se vería y el mecanismo disparador se podría esconder entre las rocas, en cualquier parte. Si quiere, podemos echar una ojeada.
– Sería de lo más útil -Bernal vio que Varga y el patólogo se acercaban con cuidado al trozo más oscuro y en forma de cruz transversal, parecida a la cruz de San Andrés, que se encontraba en la cuesta descendiente desde el pie de la torre de conducción-. Varga -exclamó-, buscad un conductor eléctrico. Es posible que se haya utilizado uno para provocar la explosión.
Los celadores de línea más jóvenes miraban ya en la zona rocosa, mientras el capataz se dirigió a Bernal:
– No es asunto mío, comisario, pero ¿para qué iba a querer nadie cortar el suministro? ¿Se trata quizá de terroristas vascos?
– Estamos aquí para averiguarlo. ¿Conoce usted los lugares que tienen suministro de luz mediante este cable?
– Es una ramificación menor del tendido de Segovia, baja hasta El Pardo y da luz a unos cuantos pueblos del noroeste de la capital.
– Ahí tiene usted por qué me encuentro aquí -replicó Bernal enigmáticamente.
Varga había puesto ya al descubierto el cadáver calcinado y el fotógrafo de la policía se adelantaba para tomar las fotos de rigor. El doctor Peláez quiso moverlo, pero inmediatamente dejó que volviera a la extraña posición pugilística, con los antebrazos alzados y una rodilla levantada.
– Es muy arriesgado examinarlo aquí, Bernal -dijo a gritos-. Está en un estado de carbonización muy avanzado. Tendremos que meterlo en una cámara de fibra vítrea y trasladarlo al laboratorio.
Cuando Varga y su ayudante lo hubieron hecho así, el jefe del equipo técnico analizó con atención el sitio en que había estado el cadáver.
– Hay aquí una especie de armazón de madera, jefe, pero está también casi carbonizada. No sabría decir qué es.
Bernal bajó por la pendiente con dificultad para mirar desde más cerca.
– Son como dos palos de cruz -dijo Varga, cuyo aliento se transformaba en vapor denso en aquel aire helado- y los dos miden más de cuatro metros. Parece como si se hubieran juntado con clavos -el técnico movió con mucho cuidado uno de los maderos sirviéndose de una tienta-. Veo restos de clavijas a intervalos de medio metro.
– ¿Podría haberse empleado como escalera rudimentaria? -preguntó Bernal-. Una armazón de madera habría sido más segura que una moderna escalera de metal si se utilizó para subir a la torre de conducción -echó una ojeada a la situación relativa de la armazón y el poste eléctrico-. Tal vez la arrojase aquí la explosión.
– Es casi seguro, jefe. Aquí, en esta parte, veo unas gotas de metal fundido.
– ¿Podréis llevaros todo esto al laboratorio? Habríamos tenido que traer la furgoneta, pero quería llamar la atención lo menos posible.
– Lo envolveremos en politeno y lo ataremos a la baca. En la camioneta de la compañía eléctrica habrá sitio para el cadáver.
– Varga, búscame huellas de pisadas y de neumático y saca todas las impresiones que puedas. Tiene que haber más que las correspondientes a un solo hombre.
Bernal se apartó para dialogar con el patólogo.
– ¿Crees que podrás hacer la identificación, Peláez?
– Hubo una explosión tremenda, Bernal, muy cerca de la cabeza de la víctima y casi toda la parte superior del cráneo se ha desintegrado. Parece que se dio junto con una fuerte descarga eléctrica que carbonizó todo el cuerpo. Tuvo que recibir muchos miles de voltios. Hasta la dentadura postiza se le ha derretido.
– ¿Entonces sus dientes no eran naturales?
– Pues no, no. Y las manos están carbonizadas del todo. Creo que no se le podrá tomar ninguna clase de huellas, ni siquiera dérmicas, aunque ya lo intentaré en el laboratorio. La ropa se le ha quemado por completo, salvo la suela de caucho de las botas, que presenta síntomas de fusión. Si el sujeto estaba cogido a la armazón de madera y ésta estaba apoyada en la torre de conducción cuando recibió la descarga, su cuerpo hizo de conductor de la corriente, que pasaría a la estructura metálica de la torre.
– ¿Y la postura de boxeador que presenta el cadáver? -preguntó Bernal.
– Es muy frecuente encontrarla en los cadáveres carbonizados en los incendios normales. Llama la atención a quienes no la han visto antes y hace pensar que en el momento del suceso hubo una agresión criminal por parte de otra persona, pero a lo largo de los años he tenido ocasión de ver bastantes casos así. En realidad, la postura la provocan los reflejos musculares de las extremidades.
Varga llamó a Bernal en aquel momento.
– Jefe, hemos tenido suerte. Hay huellas bajo esta capa de nieve que la helada de anoche ha endurecido y nos ha conservado. El vehículo a que pertenecen parece que es un jeep o un Land Rover, a juzgar por el dibujo de los neumáticos. Llevaba cadenas en las ruedas de atrás. Haré lo posible por sacar un molde plástico de las huellas de las ruedas de delante.
– ¿Hay rastros de algún conductor eléctrico?
– Ninguno, jefe, pero a lo mejor es que no se utilizó.
Bernal miró con inquietud su reloj y la luz que iba disminuyendo.
– Varga, habrá que irse antes de que se haga completamente de noche.
A las 5.30, mientras sus hombres entraban en calor tomando sendos carajillos en un bar de San Ildefonso, Bernal agradeció a los empleados de la compañía eléctrica la cooperación prestada y les rogó guardasen el más absoluto silencio sobre aquellas operaciones.
Tras saber por el cordial propietario del bar que el alcalde del pueblo vivía a pocos pasos de allí, pero que a aquella hora estaría probablemente en misa, que se celebraba por la tarde en la colegiata, Bernal volvió a salir al gélido exterior con Miranda.
– Será mejor que Peláez, Varga y sus hombres regresen directamente a Madrid. Si ellos se apañan con el jeep, tú y yo nos quedaremos con el coche.
El doctor Peláez, por cierto, prefirió no separarse de su última presa macabra, y los vivos se apretujaron junto al muerto en el pequeño vehículo.
Cuando Bernal y su inspector entraron en la fría iglesia se quedaron asombrados ante la barroca elegancia de los frescos y esculturas a la italiana. Del otro lado del presbiterio divisaron la roja indumentaria del sacerdote que celebraba la misa en el altar mayor, si bien no pudieron ver al principio a ninguno de los fieles en los imponentes bancos, hasta que el celebrante llegó a la paz, momento en el cual tres personas, arrodilladas antes, se incorporaron y permanecieron en pie mientras aquél comenzaba la lectura de la comunión propia del día: «Venite post me: faciam vos fieri piscatores hominum»… (Sin reformar todavía por las disposiciones del Concilio Vaticano II, según advirtió Bernal; Eugenia, su mujer, se habría sentido como en casa allí): «Seguidme y yo haré que seáis pescadores de hombres.» No otra cosa había sido él durante cuarenta años, reflexionó Bernal, un pescador de hombres, que echaba la red y analizaba imparcialmente lo que había cogido, procurando que no le vencieran las náuseas; en realidad, nunca había tenido buen estómago para el trabajo que hacía.
Cuando salieron los feligreses, Bernal y Miranda se acercaron al alcalde del pueblo para entrevistarle. Serrano él de pura cepa, quiso invitarles a tomar algo en su propia casa. Sin revelarle el espeluznante hallazgo que habían hecho en la montaña, Bernal le explicó que estaban haciendo una comprobación de seguridad en los reales sitios.
– ¿Ha notado usted, don Venancio, la presencia de algún extraño en el pueblo?
– No señor. Casi nadie viene por aquí en invierno.
– Su casa de usted está a tiro de piedra de la puerta de palacio; ¿ha observado si entraba o salía algún vehículo extraño, un Land Rover, quizás un jeep?
– Esta mañana vino la camioneta de la compañía eléctrica. El intendente de palacio me dijo que habían estado reparando no sé qué cable en lo alto de la montaña. Hace diez años se organizó un buen jaleo para conseguir que alejaran del pueblo las torres de conducción. La verdad es que hubieran afeado el paisaje.
Los tres estaban incómodamente sentados en sillas castellanas de respaldo recto y asiento de tirante cuero desnudo, mientras paladeaban el vinillo que, amablemente, les había servido el huésped de una pequeña barrica; instalados ante el hogar encendido, el fuego les caldeaba los miembros entumecidos por el frío.
– ¿Suben pastores a la parte de la sierra que da a palacio? -preguntó Bernal.
– Ya no. Hace años subían nuestras ovejas en verano, pero en los últimos tiempos han decaído los pastos. El clima se opone y los jóvenes se han ido a la ciudad.
– Hablemos, si no es molestia, de las puertas de palacio. ¿Suelen cerrarse al anochecer?
– Sí, así es. El intendente de palacio se lo confirmará. Vuelven a abrirse a las nueve de la mañana.
– ¿Y no hay ninguna otra vía de acceso al parque?
– Sólo la puerta de servicio, detrás de la iglesia. El callejón que conduce a ella parte de la fachada trasera de mi casa. Esta puerta no suele cerrarse hasta las once de la noche. Y ahora que caigo… ayer por la mañana, al levantarme, me pareció oír que pasaba un coche con cadenas por el callejón. Sería al poco de amanecer, aunque no tuve oportunidad de echar un vistazo.
– Preguntaremos al servicio de palacio -dijo Bernal con afabilidad-. ¿Recuerda alguna otra cosa?
– Bueno, ayer me despertó un ruido, una especie de vibración sorda que se sentía en la casa. Pensé que era un trueno; luego hubo tormenta, cuando la nieve comenzó a caer. Se lo comenté a mi mujer, aunque es imposible que ella oyera nada. De un tiempo a esta parte se ha vuelto sorda como una tapia.
Mientras volvían al bar con cuidado de no resbalar en la crujiente nieve, Bernal mencionó a Miranda una hipótesis sobre cálculos cronométricos.
– Parece que un vehículo con cadenas subió ayer a el Mar antes de que amaneciera para colocar la carga explosiva. Pero es posible que las cosas salieran mal y un hombre resultase muerto, fulminado por una descarga eléctrica. El cómplice o cómplices habían huido a continuación, antes de que comenzara la actividad del pueblo.
– ¿Tal vez porque el vehículo habría sido reconocido a esa hora?
– Es posible. Miranda, me gustaría que pasaras aquí la noche. Estoy seguro de que encontrarás habitación en la fonda. Mézclate con los lugareños y averigua lo que puedas. Tantea y capta el ambiente del pueblo, sus ideas políticas, cualquier resentimiento particular, todo eso. Puedes hacerte pasar por inspector de edificios del Estado que ha venido por ciertas reformas solicitadas en palacio.
– De acuerdo, jefe. ¿Cree usted que el alcalde o el intendente de palacio hablarán de nuestra visita?
– Creo que no; parecen personas discretas. Infórmanos mañana antes de comer. Nuestro chófer me llevará ahora a la ciudad para ver qué ha descubierto Varga.