173349.fb2 Golpe de Reyes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Festividad de Santa Bibiana

(2 diciembre)

Sin aliento, Bernal se sacudía el agua del impermeable tipo comando en la sacristía de su iglesia parroquial minutos después de que su mujer le obligase a trasladar otra canasta llena de indumentos religiosos.

– Pero Luis, si es que había que traer las vestimentas blancas, que el padre Anselmo va a necesitar para mañana jueves, que es San Francisco Javier. Menos mal que la portera me ayudó a limpiarlas ayer por la tarde, antes de que se pusiera a llover. No es que no nos haga falta esta dichosa lluvia; no voy a decirte ahora que la mitad del ganado se muere por falta de agua. Y hemos rezado tanto para que lloviera durante el otoño. En fin, ya ves que se nos ha atendido.

Quizá con demasiado entusiasmo, pensó Luis, ocupado en planear una rápida retirada. En cuanto comenzó la misa y el sacerdote llegó al Gradual -«Fluminis impetus laetificat civitatem Dei» («Un río caudaloso regocija la ciudad de Dios»)-, Bernal se deslizó hasta la calle, cuyo clima no era para regocijarse de nada. A toda prisa buscó cobijo en el bar de Félix Pérez, donde pidió un café con leche y un croasán, para desayunarse, y, apretujado con otros fugitivos de la tormenta en medio de aquel olor particular y malsano a polvo húmedo e impermeables que chorreaban, contempló el agua que corría sobre el asfalto de la calle de Alcalá.

Bajó los ojos para mirar un poco a la chita callando su ejemplar medio empapado de La Corneta. El quiosquero venía dedicándole ya extrañas miradas desde que en los últimos días comenzara a pedirle aquel periódico de extrema derecha en vez del superliberal El País, que leían ya hasta los policías de uniforme. Qué ironía, pensó, que apenas cuatro años antes se pudiese recibir una paliza callejera sólo por llevar en la mano un número de El País o de Diario 16 en aquel distrito mayoritariamente derechista y que ahora se le mirase con recelo por leer publicaciones de signo contrario.

Consultó la sección de anuncios por palabras, pero no encontró ningún mensaje críptico. Reparó, sin embargo, en el viperino editorial sobre las continuadas detenciones de militares supuestamente implicados en el reciente y fallido golpe de Estado, y en los sentimientos antimonárquicos, un poco velados, latentes en la sugerencia de que una Tercera República española no necesitaba ser marxista. El rey se había arriesgado bastante al defender la nueva constitución democrática y estaba claro que la vieja guardia iba a tardar en perdonárselo.

Cuando Bernal llegó al despacho, Paco Navarro le enseñó el minucioso informe forense del doctor Peláez a propósito de los restos carbonizados hallados en La Granja. La causa de la muerte había sido la electrocución, a la que había seguido inmediatamente una explosión que había dañado el cráneo de forma muy grave. El cadáver era de un varón de raza blanca caucásica, de edad comprendida entre los 35 y los 40 años, de 1,68 a 1,70 metros de estatura, y de unos 63 a 65 kilogramos de peso. Dada la gravedad de la carbonización post mortem, no se le podía atribuir con seguridad ninguna señal distintiva. La identificación iba a ser prácticamente imposible: los miembros estaban en tan mal estado que no se podía obtener ni siquiera huellas dactilares dérmicas. No presentaba rastros de intervención quirúrgica alguna ni tampoco de enfermedad orgánica. El pelo había sido probablemente de color castaño oscuro, o negro, y los ojos de color castaño.

– Mala cosa, Paco -suspiró Bernal-. Con esto no tenemos base para la identificación.

– Me temo que no, jefe, pero el doctor Peláez me ha dicho por teléfono que va a intentar, a modo de prueba, una tomografía comparada de los senos faciales.

– ¿Una tomografía comparada? No estoy muy enterado de eso. ¿En qué ha dicho que consiste?

– Creo que en hacer radiografías de los planos horizontales de los senos maxilares.

– Bueno, ya nos iniciará en el secreto cuando corresponda. ¿Ha hecho Varga su informe?

– Sí, y tampoco dice gran cosa. Las huellas de los neumáticos de jeep sólo nos servirán si encontramos el vehículo en cuestión y las comparamos. Se trata de neumáticos Michelin X, y, en fin, ya puedes figurarte los millones que estarán en uso en todo el país.

– ¿Y la explosión? -inquirió Bernal-. ¿La causó un rayo o fue provocada?

– Definitivamente provocada, jefe. Ha encontrado rastros de esa goma-2 que suelen utilizar los terroristas. El problema es que como se roba con mucha frecuencia de las minas y canteras, las probabilidades de dar con sus ilegítimos propietarios son casi nulas.

– ¿Sabes si al final se encontró algún rastro de mecha o conductor eléctrico?

– Varga dice que no encontró ninguno. Y sugiere que quizá no se tuviera tiempo de colocar nada en este sentido, ya que el explosivo estalló prematuramente.

– Bueno, por lo menos podré comunicar al secretario del Rey que el fluido eléctrico fue cortado adrede, sin que sepamos en qué momento exacto quería hacerse el corte.

– Lista trajo ayer de la compañía eléctrica este mapa del tendido, jefe; sería conveniente que le echases una ojeada antes de llamar al secretario del Rey. Aquí se ven todos los puntos que alimenta la red y entre ellos están El Pardo y el palacio de la Zarzuela.

– Me pregunto si habrán instalado ya una vía de alimentación secundaria que proceda de otra parte del tendido. Porque es posible que haya más atentados.

Bernal utilizó el teléfono rojo con selector por vez primera y no tardó en responder el secretario real, a quien comunicó las últimas noticias.

– Me alegra poder decirle, Bernal, que la compañía ha comenzado ya la instalación de un segundo conducto alimentador al que se podrá recurrir en caso de emergencia. He hecho además que revisaran nuestro propio generador.

– ¿Qué me dice de los cables telefónicos? -preguntó Bernal-. ¿No sería prudente pedir a Telefónica que hiciese lo mismo?

– Excelente idea, comisario, sobre todo en vista de lo ocurrido esta mañana en el palacio de Oriente.

Un timbrazo de alarma resonó en el cerebro de Bernal.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Pues que quedó interrumpida la comunicación a eso de las ocho y media por haberse inundado el terreno por donde pasa el cable subterráneo. Sin duda fue a causa de la densa lluvia que caía.

– Será mejor que vaya ahí ahora mismo -dijo Bernal-. Sólo para estar seguro.

– Se lo agradezco de veras, pero creo que ha sido una coincidencia.

– Yo no creo en coincidencias en los casos como éste -replicó Bernal.

Cuando hubo colgado el teléfono rojo, se volvió a Navarro.

– ¿Está libre Lista?

– Sí, se encuentra ahora con Varga en el laboratorio.

– Dile que pida un coche. Vamos al palacio de Oriente.

La lluvia seguía azotando la Puerta del Sol cuando salieron y los escasos viandantes que pasaban por la calle del Arenal se metían rápidamente en vestíbulos de tiendas para evitar las salpicaduras de los vehículos.

– Llévanos a la Puerta del Príncipe, en Bailén -ordenó Bernal al chófer.

Los guardias reales vistosamente uniformados saludaron desde las garitas de centinela cuando el Seat 134 cruzó el arco de la entrada y accedió al patio empedrado por la derecha de la suntuosa fachada de granito de Sepúlveda, que había sido objeto de reciente limpieza con motivo de la restauración de la monarquía. Advirtió Bernal que adquiría un tinte rosado en las partes mojadas por la lluvia, contrastando así más con los entrepaños de piedra blanca de Colmenar. El conserje de palacio comprobó la autorización real del comisario, le saludó cortésmente y le indicó dónde estaba la centralita. El coche negro cruzó el patio interior, de elegantes proporciones, y condujo a Bernal y Lista bajo la columnata. Tuvieron suerte porque encontraron todavía allí a los dos mecánicos de la Telefónica, que en aquel momento charlaban con la operadora.

– Policía -dijo Bernal, al tiempo que enseñaba la chapa de la DSE-. ¿Tendrían la amabilidad de explicarnos cómo ha sido esa interrupción de las comunicaciones?

– Bueno, pues mire -dijo el mecánico de más edad-, a eso de las ocho se puso a llover a cántaros, ¿y qué pasó?, pues que donde los albañales no se tragaron el agua se changaron los teléfonos. La plaza de Oriente y Bailén eran un embalse cuando llegamos. ¿Y qué pasó? Pues que la caja de empalme estaba inundada.

– ¿No viene el cable a lo largo de Bailén, por la acera del lado de palacio? -preguntó Bernal.

– No, qué va; viene por San Quintín, por el lado norte de la plaza, pasa por debajo de Bailén, y va a parar a la caja a la que se llega desde la rampa que conduce a los Jardines de Sabatini, bajo la fachada norte del palacio.

– ¿Tendrían la bondad de enseñarnos el sitio?

Lista y Bernal examinaron la caja de empalme con detenimiento.

– Está muy mal protegida, ¿no? -dijo Bernal a los mecánicos-. El cierre es antiguo y cualquiera podría forzar la portezuela metálica y cortar los cables.

– Ya, claro, pero habría que saber que la caja está aquí. Y los guardias verían a cualquiera que bajase por la rampa.

– ¿Había alguna señal de forzamiento? -preguntó Bernal.

– No, qué va. Aunque, según nuestro capataz, esta caja no se había inundado nunca de esta manera. El agua que cayó fue más de diluvio que de chaparrón.

A Bernal no le satisfizo aquello.

– Lista -dijo-, habrá que hablar con el administrador de obras de palacio para que nos explique la distribución de los cables.

El funcionario en cuestión resultó ser de lo más complaciente y hasta les enseñó copias de los planos que Filippo Juvara diseñase en 1735, con los cambios que había hecho el arquitecto y constructor Sachetti, además de otros planos que ponían de manifiesto los añadidos y reformas del siglo diecinueve.

– Aquí lo tiene, comisario: la red de los cables telefónicos y el tendido eléctrico que se instaló en el siglo pasado. Por supuesto, el material se renovó en los años treinta y otra vez en fecha más reciente.

– ¿No tendría usted un plano de los desagües de la plaza de Oriente y de la calle Bailén? -preguntó Bernal.

– Eso es más difícil, comisario, ya que corre a cargo del Ayuntamiento, pero es posible que tengamos en los archivos alguna reproducción del plano municipal de alcantarillado. Enviaré a mi ayudante para que lo busque.

Cuando volvió el funcionario, Bernal le preguntó si la línea telefónica era el único medio de telecomunicación entre el palacio y el mundo de fuera.

– El único por lo que afecta a la administración civil de la casa, pero la centralita dispone de seis líneas.

– Y por desgracia todas dependen del mismo cable -comentó Bernal.

– La casa militar de Su Majestad cuenta también con una emisora de radio, cuya antena está en el tejado, de manera que el aislamiento no sería total -dijo el funcionario con una sonrisa.

– Con todo, el cable deja bastante que desear en cuanto a seguridad -señaló Bernal.

El joven ayudante volvió en aquel momento con un cilindro de cartón del que el administrador de obras sacó un plano amarillento.

– Ahora lo sabremos. Sí, aquí puede ver los albañales de superficie de la plaza. Hay que tener en cuenta que la tierra de los jardines absorbe lo suyo, pero hacía tanto tiempo que no llovía como hoy que la tierra debía de estar endurecida e impermeabilizada. Mire, aquí se ve que los albañales de superficie desembocan en un sumidero que corre bajo Bailén, por el centro, y que a su vez desagua bajo la rampa que lleva adonde estuvieron antaño las caballerizas reales; de allí, por debajo del Campo del Moro, llega a un conducto que desemboca en el Manzanares. Antes de hoy nunca habíamos tenido el menor problema.

– Entonces, ¿a qué atribuye usted la inundación de hoy? -inquirió Bernal.

– Es posible que los albañales de superficie estuvieran obstruidos por la suciedad o por las hojas caídas -dijo el funcionario sin mucha firmeza.

– Comprobaremos esa posibilidad -dijo Bernal-. Preguntaremos a los de la Guardia Real si observaron algo de particular en los momentos de lluvia más intensa.

El oficial de servicio hizo llamar a los dos números que habían estado de guardia de madrugada para que Bernal los interrogase. Los dos recordaban haber visto un gran caudal de agua desbordada que cruzaba la calle desde la plaza, y habían advertido que los vehículos provocaban oleadas en dirección al patio delantero de palacio, si bien el agua se desviaba por la rampa que llevaba a los jardines antes de alcanzar las garitas.

– Bueno, vamos a examinar los albañales de superficie -dijo Bernal al administrador de obras-. Ya no llueve tanto.

Los árboles de la plaza, podados con elegancia, parecían haberse recuperado del acostumbrado vapuleo anual del 20 de noviembre, en que miles de franquistas se reunían para agitar banderas nacionales y oír los discursos de sus dirigentes. Entre las cuarenta y cuatro estatuas de antiguos monarcas hispanos se alzaba la muy impresionante y broncínea escultura ecuestre de Felipe IV, fundida por Pietro Tacca según un dibujo de Velázquez; el equilibrio de sus casi nueve mil kilogramos de peso se había resuelto gracias a Galileo, y el corcel de tan augusto pedigrí no podía por menos de sorprender al visitante, ya que se sostenía sólo con una de las patas traseras. Salvo en dos de ellos, en los treinta y seis albañales de superficie sitos junto al bordillo de las aceras, Bernal y el funcionario descubrieron sendas acumulaciones de ladrillos viejos que habían impedido el paso de las aguas pluviales.

– Como ve, mis sospechas eran acertadas -manifestó Bernal-. Esos ladrillos no los ha arrastrado la lluvia. Los han puesto ahí adrede.

– Pero ¿cómo podían saber los autores del hecho los resultados? -objetó el funcionario-. Ni siquiera yo habría estado seguro.

– ¿No corre el tendido eléctrico más o menos por el mismo sitio?

– Sí, pero al parecer no resultó dañado.

– Yo estoy de acuerdo en que los albañales los embozaron aposta, jefe -intervino Lista-, pero ¿cómo pudo saber nadie cuándo iba a llover? Con la sequía que hemos tenido, a duras penas se habría esperado.

– Me parece que aquí hay algo que ustedes pasan por alto -exclamó Bernal-. Imaginémonos que se quiere cortar los cables telefónicos y eléctricos que comunican con palacio, pero que no se tiene acceso a los planos del tendido correspondiente y que por tanto no hay forma de saber por dónde entran los hilos subterráneos desde la calle. Bueno, la solución está en provocar una inundación y ver si aquéllos resultan afectados. Las lluvias de invierno se retrasan más de un mes, de modo que se impone la paciencia. El riego diario de las calles no basta para provocar lo que se desea. Todas las noches se escucha el parte meteorológico, y en cuanto se anuncie la proximidad de un área de bajas presiones con un frente lluvioso, entonces se entra en acción -la mirada de Bernal recorrió indiferente los tejados de las casas que bordeaban la plaza-. Sin duda, los que han perpetrado todo esto vieron llegar a los mecánicos de Telefónica, y los vieron dirigirse a la caja de empalme de la rampa; incluso es probable que en este preciso momento nos estén observando a nosotros.

El funcionario miró a su alrededor con súbita intranquilidad.

– Será mejor que telefonee al Ayuntamiento para que envíe a alguien que limpie los albañales, comisario.

– Buena idea. Es hora de irse. Lista, tú y yo nos iremos en el coche, y cuando ya no se vea ni el palacio ni la plaza, te bajarás junto al Teatro Real, más o menos; luego volverás andando y preguntarás a todos los porteros de las casas desde las que se pueda vigilar. Averigua si han advertido algo extraño: nuevos inquilinos o trabajadores que hayan subido al tejado.

Poco después de mediodía Bernal utilizaba por segunda vez el teléfono rojo para informar al secretario del Rey e instarle a que mejorase el servicio de telecomunicaciones del palacio de Oriente, a ser posible mediante la instalación de otro cable debajo de los jardines de palacio, a partir del paseo de la Virgen del Puerto.

Luego preguntó a Navarro por los resultados de la investigación encargada a la inspectora Fernández.

– Elena se las Ha apañado para informar a través de Ángel. Me lo ha dicho él. La chica le mintió descaradamente al padre y probó a colocarle el cuento. El viejo parece que se tragó el anzuelo, el sedal y la caña entera e incluso telefoneó al propietario de La Corneta, que es compinche suyo, y le ha conseguido un empleo en los archivos. Esta misma mañana ha empezado a trabajar. Elena dice que está prácticamente confinada en esa sección y que ello le impide el acceso a las zonas más importantes.

– Por lo menos está dentro -dijo Bernal-. Hemos comenzado muy bien. Esa joven tiene una capacidad de iniciativa tremenda, ¿no te parece?

– Y también mucha sangre fría, jefe; es puro hielo en medio del infierno.

– ¿Qué hay de Ángel? ¿Qué ha hecho?

– Se gana amistades entre los militares que frecuentan los bares próximos a los principales cuarteles más relevantes; dice que está con el oído alerta. Además, hace de enlace con Elena.

– Esperemos que sea sólo su oído el que esté alerta y que no rebase en un doscientos por cien el límite de gastos que se nos ha impuesto, como ya hizo el mes pasado.

– Dice que fue a parar a sus «membrillos», que cada vez cobran más por sus informes, a causa de la subida galopante de la inflación, que ya ronda el catorce por ciento.

– Afortunadamente es la Casa Real la que paga esta investigación -dijo Bernal-. No tienen ni idea de lo baratos que somos en comparación con los servicios de seguridad.

Después de comer frugalmente con Navarro en el restaurante Los Motivos de la calle Echegaray, Bernal subió a un taxi que le llevó al barrio de Justicia, donde tenía un piso de cuya existencia nada sabían su familia y amigos. Le sorprendió que su amiga Consuelo no estuviese ya allí, porque trabajaba en un banco cercano y lo normal era que terminase la jornada a las tres de la tarde. Conectó el equipo Hitachi y puso una cassette que había comprado hacía poco: el Andrea Chénier de Giordano, con Plácido Domingo. Cuando entró en la cocina para hacerse café, vio una nota escrita con la caligrafía de Consuelo, en tinta verde y con trazo grueso: «Luchi, he ido al médico. No te preocupes. No es nada. Chelo.»

«Luchi». Sólo Consuelo le llamaba así; según ella, sonaba varonil y le hacía ilusión. Su mujer solía llamarle Luisito cuando estaba de buen humor, lo mismo que su madre, o bien Luis a secas cuando el humor era malo. Su hijo menor, Diego, el rebelde, que por el momento asistía a un curso de especialización en el estuario del Guadalquivir, no le llamaba de ninguna manera, mientras que el hijo mayor, Santiago, casado ya, el favorito de su madre, tan formal él y siempre bien educado, nunca le llamaba otra cosa que papá. Bernal sabía que sus hombres, a espaldas suyas, se referían a él con el apodo de El Caudillo por su ligero parecido con el finado Generalísimo, aunque delante de él no se atrevían a ir más allá de «jefe». Siete formas de llamarle y sólo una le llegaba al corazón.

Tomando sorbos de su café, se arrellanó en el lujoso diván tapizado en seda (¡si por lo menos tuviera Eugenia el instinto de Consuelo para la decoración!) y dejó que su atención auditiva vagase entre agudo y agudo del famoso tenor español, el cual de todos los intérpretes modernos que Bernal había oído, era el que más se acercaba, en calidez humana y riqueza de textura, a Caruso, con la posible excepción de Mario Lanza o Bruno Prevedi. Mientras se iba sumergiendo en la modorra de la siesta, intentó preguntarse por qué no se habría limitado Consuelo a ir a una farmacia si tenía un comienzo de gripe; los antibióticos se despachaban tan tranquilamente como si fueran caramelos.

Antes de regresar al despacho aquella misma tarde, Bernal telefoneó a su amigo de la infancia el inspector Ibáñez, que trabajaba en la sección de archivos generales, y le invitó a merendar a las 5.30 en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana.

– Luis, o se trata de un asunto político o no me habrías hecho venir aquí.

– Es que aquí por lo menos no se nos oye. Esteban, amigo mío, quiero utilizarte, como de costumbre.

– Claro. Yo siempre me digo: «Por eso Luisito está donde está; por eso es un superpolicía; ¡siempre utilizando a los demás!» Tu madre, que en paz descanse, decía siempre que tú llegarías lejos. ¿Recuerdas cómo se las componía para echar a las prostitutas de aquel bar que compró con la indemnización que le dieron cuando a tu padre lo mataron en los jaleos del treinta y seis? «¡Fuera, fuera de aquí, pelanduscas!», les gritaba. «¡Cacatúas pal gato!» No tenía pelos en la lengua.

– Todo lo aprendió allí. El bar la endureció.

Bernal sacó una copia de los mensajes cifrados de La Corneta y se la tendió a Ibáñez por encima del mármol de la mesa, mientras apuraban a sorbos sendas cervezas de barril en altas jarras blancas. Los ojos del inspector relumbraron como candelillas y devoraron la pequeña fotocopia con entusiasmo.

– Conque Magos, ¿eh? Parecen las siglas de algo… ¿verdad? No recuerdo haberlo visto en los archivos. Probablemente iniciales de palabras como Movimiento, Autonomista… ¿tal vez Autoritario? No sé, pero tiene que ser algo así. Ha habido tantos, Luis, no puedes imaginártelo.

– Es interesante lo que dices, Esteban. Los expertos descifradores del ejército pensaban que era sólo el reclamo. A mí me pareció que podía señalar la fecha de alguna operación planeada: el seis de enero, es decir, el Día de Reyes.

– También, pero eso implicaría que la organización existe para esa sola operación. El que se haya impreso en mayúsculas sugiere unas siglas de algo. Pero no puedo adivinar lo que representan las letras -GOS; dependerá del contexto. ¿De qué periódico proceden estos anuncios?

– De La Corneta.

– ¡Hombre! ¡Los de siempre! Mucho movimiento clandestino hay ahí. En Archivos tenemos sólo para ella toda una sección especial que dirigen los colegas de contraespionaje. Ya veré lo que me dice mi terminal de la computadora. ¿Sabes que ahora trabajamos con ordenadores electrónicos? No puedes figurarte las cosas que yo veo en mi pantallita cuando no tengo a nadie alrededor.

– ¿Qué me dices de los lugares mencionados?

– San Ildefonso, El Pardo, Segovia: reales sitios, ¿no? Pero ninguno se utiliza ya como residencia de la familia real -Ibáñez meditó a propósito de aquellos nombres-. El Pardo sirve de acuartelamiento a nuestra principal división acorazada, claro, pero Segovia no tiene más que una guarnición normal, y, que yo sepa, La Granja tampoco se sale de lo corriente. Tendré que pensar sobre esto con más detenimiento.

– ¿Y los colores que se citan tras «A.1» en cada mensaje: morado, azul y rosa?

– Es posible que se refieran a distintos grupos de fulanos que estén tramando algo. Porque se trata de otra conspiración, ¿verdad? ¿No han averiguado nada el CESID ni nuestra Brigada de Información?

– Nada en absoluto, Esteban. Esto es lo que más me preocupa.

– Bueno, hombre, ten en cuenta que, como suele suceder, casi todo el mundo tenía o tiene algo entre manos y no lo va a dejar. Por mi parte, si encuentro alguna pista en los archivos generales te daré un telefonazo.

– Pero procura que el encuentro sea con el pretexto de tomar un trago, como hoy, como por casualidad, ¿estamos?

– De acuerdo: todo en el más estricto secreto. ¿Otra jarra, Luis, para conmemorar los viejos tiempos?

– No, gracias. Me conviene tener la cabeza despejada.

De vuelta en el despacho, Bernal vio que le esperaba un doctor Peláez algo excitado.

– Bernal, te he hecho una reconstrucción. No es más que una conjetura sobre el aspecto que habría tenido en vida el sujeto carbonizado, pero he seguido el método de reconstrucción que iniciaron Glaister y Brash, consistente en obtener diversas radiografías del cráneo. Ahora bien: si pudieras conseguir fotos normales de cualquier hombre de quien sospechases es nuestro difunto, entre el fotógrafo y yo nos esforzaríamos por ver hasta qué punto coinciden unas y otras. Mientras tanto, es posible que mi reconstrucción sea de alguna ayuda.

Bernal analizó el dibujo con ojo crítico.

– No está mal: es tan bueno como los antiguos retratos-robot.

– Mejor aún: probé a hacer una tomografía y el resultado es positivo.

– Será mejor que me lo expliques con más detalle.

– Es muy sencillo. Hice radiografías de los senos faciales y desde varios ángulos para ver si había alguna particularidad anómala. Averigüé así que el difunto, en algún momento de su vida, había estado en tratamiento a causa de una sinusitis aguda, si no a causa de la extirpación de un tumor benigno -adosó en aquel punto unas cuantas radiografías al panel de cristal que hacía de tabique divisorio del despacho de Bernal y, tras pasar al antedespacho, las iluminó por detrás girando el foco de un flexo-. Mira: ¿ves la deformación del seno maxilar izquierdo? En vez de presentar una curva estrecha, es casi cuadrado.

– Pero ¿de qué sirve esa información? -preguntó Bernal.

– Hombre, puedes ir a los otorrinolaringólogos y ver si casan nuestras radiografías con las de alguno de sus pacientes, en particular con las de los que hayan estado en tratamiento en los dos últimos años.

El interés de Bernal aumentaba.

– ¿Quieres decir que podrían identificar al muerto a partir de las radiografías, sin más?

– ¡Por supuesto! Lo mismo que los dentistas pueden reconocer a sus pacientes por una fotografía de la dentadura. Y si es un otorrino digno de tal nombre, lo identificará sin titubear.

Poco después de que se hubiera marchado el doctor Peláez, llegó Miranda de La Granja con su informe.

– Jefe, la población lugareña es principalmente anciana y muchos de sus hijos están en la ciudad trabajando o estudiando. Los trabajos agrícolas que todavía hacen les dan suficiente para vivir sin apuros, aunque también les ayuda el turismo que acude en los meses estivales. No he detectado rastros de ideas políticas extremistas, aunque no revelan así como así sus opiniones a quien piensan es un funcionario del Patrimonio Nacional. He pasado mucho tiempo jugando a las cartas en el bar y no hay quien les gane al mus, esto sí que puedo asegurarlo. ¡He perdido hasta la camiseta!

– Miranda, difícilmente se podrá calificar eso de gastos de trabajo -dijo Bernal-. ¿Han advertido la presencia de extraños en los alrededores?

– Me han dicho que unos tipos han sido vistos en un jeep militar, a primera hora del domingo. Un granjero, al acabar de ordeñar, vio que el vehículo subía la montaña con dirección a palacio. No pudo ver la insignia del regimiento porque a esa hora aún había poca luz. De modo que fui a palacio e interrogué al personal de servicio. A uno de ellos le pareció oír que un coche entraba por la puerta lateral antes del amanecer, pero ninguno de ellos lo oyó ni vio salir.

– ¿Qué pasa con esa puerta lateral? ¿No se cierra por la noche?

– Sí, pero a las siete se abre porque es hora de prima en la colegiata, o sea, casi una hora antes del amanecer. Casi todo el servicio va a misa a esa hora, de modo que lo más probable es que el jeep se marchara mientras todos estaban ocupados en rezar.

– ¿Recuerda alguno haber visto vehículos militares en la zona en otra ocasión? -preguntó Bernal.

– También les interrogué sobre eso, pero me han contestado que lo único que ven casi todos los días es la Guardia Civil y que conocen al sargento y al cabo de la patrulla.

– Tal vez tengamos que concluir que el de allí fue un incidente aislado, pero sigue preocupándome la seguridad de aquel cable. Los responsables del siniestro pueden muy bien intentar otro sabotaje en un punto distinto. Mañana, el palacio de la Zarzuela ya contará con el recurso adicional de un cable alternativo de alimentación, aunque si dispusiéramos de personal suficiente valdría la pena vigilar esa rama del tendido de Segovia -dijo Bernal con un suspiro-. Claro que entonces llamaríamos demasiado la atención sobre este asunto.

Navarro intervino en aquel momento.

– ¿No crees que convendría profundizar en la pista radiográfica del doctor Peláez? He echado una ojeada al listín telefónico y, la verdad, no son tantos los otorrinolaringólogos.

– Tienes razón, Paco. Ésa parece la vía más prometedora. Puede llevarnos directamente hasta quienes buscamos. Cuando llegue Lista, haremos varios grupos con los nombres y domicilios de los otorrinos y nos repartiremos la faena. ¿Cuántas copias nos ha traído Peláez?

– Tres de la reconstrucción y cinco radiografías, aunque no todas se han tomado desde el mismo ángulo de enfoque.

– No importa. Si los rasgos del seno deformado son tan característicamente individuales como él dice, tienen que servir todas. ¿Ha llamado Ángel? Podría hacer parte del trabajo rutinario.

– Sí ha llamado, jefe, y dice que espera le contraten en La Cometa de chófer. Es lo máximo que ha conseguido, pero puede sernos beneficioso porque le permitirá mediar más fácilmente entre Elena y nosotros.

– Tienes razón. Que siga adelante y acepte el empleo. Dile que haga lo posible por conseguir una copia de las listas de reparto. Lo que en realidad nos sería útil es la lista de los suscriptores y es Elena quien podría encargarse de esto.

A las siete de la tarde dio Lista su informe.

– He preguntado a todos los porteros de todas las casas de San Quintín y Pavía que dan al palacio de Oriente. Por desgracia, en algunas hay ahora portero automático, así que tuve que estar de palique un buen rato con algunas amas de casa; me centre en las que viven en el ático.

– ¿Han subido extraños esta mañana al tejado o a alguna terraza que dé a la plaza? -preguntó Bernal.

– Ninguna podría asegurarlo, pero como sospeché que una portera me mentía, fui a ver a la inquilina del último piso de la casa de enfrente y ésta me dijo que había visto desde la ventana de la cocina a dos hombres con mono azul en el tejado de enfrente. Supuso que eran de alguna casa de televisores que iban a comprobar la antena, pero luego se le antojó extraño que uno de ellos escrutase la plaza con unos prismáticos.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Bernal.

– La primera vez que los vio serían poco más de las ocho y media, que es cuando se refugiaron bajo los aleros a causa del chaparrón. Y seguían allí a las nueve y media, que es cuando mi informadora salió a comprar el pan.

– Precisamente cuando tú y yo estuvimos allí con el administrador de obras -exclamó Bernal-. O sea que mi hipótesis del principio era correcta: observaban los efectos de la obstrucción de los albañales y sin duda vieron llegar la camioneta de Telefónica, así como nuestra ulterior inspección de la plaza. Probablemente se marcharon poco después, antes de que llegaras tú a aquella casa.

– Yo volví donde la portera y la interrogué otra vez. Negó de plano haber visto a aquellos individuos, alegando que se había ido al mercado a aquella hora, a pesar de la lluvia que caía. Estoy seguro de que le pagaron una pasta para que cerrase el pico.

– Podríamos traerla aquí para abrírselo -dijo Navarro.

– Si ha resuelto cooperar o si simpatiza con la causa, sea cual fuere, que los hombres de mono azul representan -dijo Bernal-, no se avendrá nunca a identificarlos.

Había caído ya la noche y mientras se subía el cuello del abrigo en la esquina de la Puerta del Sol y echaba a andar por la Carrera de San Jerónimo, Bernal se dio cuenta de lo poco que había avanzado. Antes de salir del despacho había hablado con el secretario del Rey por el teléfono rojo acerca del incidente de los misteriosos observadores de la plaza de Oriente, y le había convencido de que pidiese la instalación de otro cable telefónico en palacio, con un itinerario distinto. El secretario le prometió además enviarle los últimos partes del CESID sobre asuntos tocantes a la seguridad del Estado.

Tras detenerse a comprar un par de cajetillas de Káiser, la mirada de Bernal se posó en los dos grandes y antiguos faroles que había ante Lhardy, el célebre y viejo restaurante, que era también pastelería, y entró en aquella acogedora calidez en busca de un tranquilo tentempié. Se sirvió una copa de oporto blanco de una garrafa de cristal y plata y eligió un volován de gambas del imponente mostrador de alpaca y cristal, dotado de puertecitas que se alzaban para ofrecer pinchos calientes y tapas de diversas clases. Qué sentido tan civilizado del autoservicio había tenido monsieur Lhardy, se dijo Bernal, y cuánto habría detestado sus versiones modernas: las cafeterías automatizadas y plastificadas que inundaban el moderno Madrid. Cuando pagó al empleado de la puerta, pensó que acaso fuese aquél el último lugar de la tierra en que se fiaban de uno al declarar cuál había sido su consumición.

Cuando llegó a casa, encontró el piso a oscuras, excepción hecha del suave resplandor procedente del armario del comedor, que su mujer había transformado en capillita casera consagrada a Nuestra Señora de los Dolores. Guardándose de molestarla, encendió el televisor a tiempo de ver el telediario, dedicado en su mayor parte a los sucesos de Polonia. No tardó Eugenia en aparecer.

– Te calentaré el estofado de verduras -dijo con brusquedad-. ¿Quieres la pescadilla que sobró de la comida?

– No, me basta con el estofado -dijo él.

– Como quieras; el vino está en el aparador, sírvete tú mismo; y no te olvides de poner los cubiertos.

Cuando Eugenia volvió con el estofado apenas recalentado y se enfrascó en una larga bendición de la mesa, Bernal fue murmurando las respuestas de rigor medio de carrerilla, sin quitar el ojo de las noticias del televisor. Una de ellas, cuyas imágenes mostraban a un teniente general que bajaba de un helicóptero del Ejército para pasar revista a una formación, tuvo la virtud de sobresaltarle:

«El nuevo jefe de la División Central de Artillería, teniente general don Emilio Baltasar, ha tomado hoy posesión de su mando con unas palabras en que ha puesto de relieve los deberes esenciales de lealtad y obediencia de todo soldado, al tiempo que ha recordado con elogio la incondicional adhesión de la división a los designios del fallecido general Franco, a lo largo de cuarenta años gloriosos…»

¡Baltasar! Aquel apellido resonó con fuerza en el cerebro de Bernal. ¿Cómo es que no se le había ocurrido antes? El tercer rey mago, el rey negro de Oriente que llevaba mirra al Niño Jesús destinada a su entierro… Al día siguiente haría que se le investigase; con la máxima discreción, por supuesto.