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Cansado ya de las visitas matutinas, Bernal salió de la clínica La Concepción y cayó en la cuenta de que había terminado con su parte de la lista de otorrinolaringólogos. Desde una cabina de la plaza de Cristo Rey telefoneó a Navarro para saber si algún otro miembro de su equipo había tenido más suerte que él en lo tocante a la identificación del cadáver carbonizado de La Granja.
– Hasta ahora no -dijo Navarro-, pero Elena nos ha transmitido un informe; Ángel acaba de llamarme. Como ha conseguido la amistad de la chica que recoge los anuncios, lo primero que ha hecho esta mañana ha sido echar un vistazo a los archivos de anuncios por palabras. No ha encontrado nada a nombre de Magos, si bien no ha podido consultar el registro de facturas. Dice que cuando tenga una oportunidad, mirará los registros de los días anteriores a la publicación de los anuncios crípticos y sabrá así quién pagó la inserción.
– Estupendo. Esperemos que dé pronto con algo. Por cierto, ¿por qué no me pusiste en la lista la Clínica Angloamericana? Precisamente la tengo a la vuelta de la esquina.
– Porque no figuraba en ella ningún otorrino, jefe. Supuse que llamarían a los especialistas cuando les hicieran falta.
– Mira, ya que estoy aquí en Vallehermoso, voy a meter la nariz a ver qué pasa. Nos veremos dentro de una hora.
Una vez en el pequeño edificio de ladrillo rojo, discretamente apartado en medio de una arboleda, Bernal preguntó a la recepcionista de uniforme blanco si podía ver al administrador de la clínica, y le alargó una de sus tarjetas oficiales.
– Voy a ver si está ocupado, comisario -respondió la mujer, con cierto deje de pronunciación norteamericana o inglesa, no sabía bien. Volvió en seguida y le hizo pasar a un despacho de aspecto agradable.
– Le agradezco mucho que me haya recibido sin concertar una cita previa, doctor…
– Gregory. Yo soy quien dirige el hospital, comisario -dijo el hombre alto y rubio con un acento extranjero que sin duda era inglés, pensó Bernal, a juzgar por la aspiración de las oclusivas y las oes diptongadas en aquel castellano suyo, fluido por lo demás.
– Mire usted, se trata de saber si cuentan con algún otorrinolaringólogo en la plantilla. Es que andamos tras la identificación de la víctima de un accidente.
– Pues sí, tenemos uno, lo que ocurre es que también es dermatólogo. Es el doctor Galiano, un hombre muy eficaz, y compatriota de usted.
– ¿Tiene la consulta aquí?
– Desde luego, durante casi toda la semana. En este instante está con uno de nuestros pacientes. Haré que venga.
– Por favor, deje que termine. No quisiera interrumpir sus visitas diarias.
– De ningún modo. Estoy seguro de que estará encantado de ayudarle.
El doctor Galiano estrechó la mano de Bernal, quien fue al grano inmediatamente y le enseñó la radiografía de seno obtenido por el patólogo de la policía.
– ¿No le recuerda a ningún paciente, doctor? ¿A cualquiera de los tratados en el curso de los dos últimos años?
– En realidad, no me es del todo desconocido. ¿Le importa que consulte en los ficheros?
El doctor Galiano volvió minutos más tarde con un sobre pardo muy grande, del que sacó unas cuantas radiografías. Tras ponerlas en una pantalla iluminada, colocó junto a ellas la hecha por el doctor Peláez.
– ¿Lo ve? Ya decía yo que no me era desconocida. Esta de aquí la hice antes de intervenir el seno maxilar izquierdo. Se advierte con claridad la zona oscura del tumor. Ésta otra la hice después.
Bernal vio que la última radiografía aludida se correspondía bastante bien con la del doctor Peláez y que el perfil del cráneo parecía muy semejante, pero no estaba seguro de cuáles eran las diferencias naturales que solía haber.
– ¿Está usted totalmente seguro, doctor?
– Totalmente. Siempre reconocería mi propia obra, sea manual o fotográfica.
– ¿Y quién era el paciente en cuestión?
– Un joven muy agradable, de buena familia; quiero decir que su padre goza de una posición desahogada y pertenece a la nobleza. El pago fue a toca teja, lo que no siempre ocurre, dicho sea de paso. Aquí tengo la ficha: José Antonio Lebrija Russell de Villafranca; tenía treinta y tres años cuando le operé. Había tenido serios problemas respiratorios durante un tiempo y, con la formación del tumor, el dolor se le agudizó, como es lógico. Pero después ya no tuvo molestias. Uno de mis pocos éxitos -dijo riendo-. Pero dígame: ¿le ha ocurrido algo? ¿Cómo es que la policía le ha hecho esta radiografía?
– Pues verá usted, para nosotros se trataba de identificar a la víctima de un accidente que, me temo, resultó con quemaduras de carácter muy grave. Aquí puede ver la reconstrucción facial que ha hecho nuestro patólogo.
– Dios mío, sin duda pereció en un accidente de tráfico. El retrato es muy bueno, del doctor Peláez si no me equivoco -Bernal asintió-. ¿Sabe usted que el padre del joven Lebrija es grande de España? El marqués de la Estrella. Es una familia angloespañola y José Antonio era el menor de los hijos, según creo.
– ¿Sabe usted en qué se ocupaba? -preguntó Bernal.
– Era instructor de artillería y pasaba mucho tiempo al aire libre. Esto agravaba los problemas de la sinusitis, sobre todo en invierno. Qué golpe para la familia.
– Le agradecería que no hablara usted con nadie de este asunto por el momento -dijo Bernal-. Si es tan amable de dejarme estas radiografías, nuestro patólogo podrá comprobarlas.
– Naturalmente, puede usted llevárselas. Y, favor por favor, dele a Peláez un cordial saludo de mi parte; fuimos compañeros de estudios, ¿sabe? Y puede usted confiar en mi total discreción respecto de este asunto, comisario.
Bernal tomó un taxi para volver a Gobernación, donde dijo a Navarro que llamase a Peláez por teléfono.
– Di a Lista y a Miranda que regresen; creo que ya tenemos la identificación. Averigua luego lo que puedas del marqués de la Estrella y su familia, pero con discreción.
Al enterarse de que se había efectuado una probable identificación, el doctor Peláez prefirió trasladarse al principal laboratorio fotográfico de la policía.
– Su equipo es mejor que el mío -dijo a Bernal- y probablemente nos harán falta ampliadoras especiales. Tú, por tu parte, procura hacerte con una buena foto de frente de la cara del sujeto que piensas que es.
Antes de que llegase Peláez, Navarro había enviado ya a Lista a la sección del Documento Nacional de Identidad para que le facilitasen una foto oficial del carnet de José Antonio Lebrija Russell. Bernal optó por mirar cómo trabajaban Peláez y el fotógrafo jefe.
– Me temo, Bernal, que esta foto oficial del supuesto difunto no es lo bastante buena para preparar una superposición -dijo Peláez-. Tendrás que conseguir otras fotos mejores, un retrato a ser posible, o, en su defecto, una serie de instantáneas para que podamos elegir.
En cambio, se pudo efectuar la superposición de la radiografía post mortem de la cabeza sobre la radiografía que el doctor Galiano había hecho en vida del paciente, y se vio que se correspondían a la perfección.
– Tenía razón Galiano -dijo Peláez-. No hay duda de que se trata del mismo cráneo.
A mediodía, Bernal y Miranda partieron en el coche oficial hacia el sector elegante del distrito de Chamberí, en cuya calle Zurbano se encontraba la residencia urbana del marqués. La fachada, con todas las contraventanas cerradas, tenía un aspecto normal, pero cuando pulsó el timbre bajo el arco de la puerta cochera, Bernal advirtió que le enfocaba desde arriba una pequeña cámara de televisión. Una voz masculina le preguntó quién era por medio del interfono.
– Soy el comisario Bernal, de la DSE. Desearía ver al mayordomo o al ama de llaves.
– Si no es molestia, comisario, enseñe su identificación al objetivo de la cámara que hay sobre usted -dijo la voz incorpórea. Bernal lo hizo.
Al cabo de un rato, se abrió un postigo enmarcado en el gran portal de dos batientes y un viejo criado con mandil verde le invitó a entrar. Un callejón empedrado y descubierto se abría desde el portal entre una serie de grandes edificios, en su mayor parte de elegante estilo isabelino, y los dos policías se quedaron boquiabiertos al ver árboles de gran altura en la parte más lejana de los jardines, ya que por fuera no había el menor indicio de que la casa tuviera aquel tamaño y complejidad.
El criado les condujo hasta una puerta doble de cristal que estaba a la izquierda del patio.
– Si los señores quieren esperar en la biblioteca, el mayordomo les atenderá inmediatamente.
Miranda silbó por lo bajo cuando se quedaron solos.
– Jefe, esto es una catedral. Mire, mire esas pilastras de mármol.
La biblioteca era de techo alto y muy alargada, de estilo clásico francés, con una escalera dorada que conducía a una galería superior. Junto a la puerta brillaba una hermosa colección de lujosas encuadernaciones, y entre las largas hileras de libros cubiertos de tafilete veíanse, a intervalos aleatorios, preciosos objetos artísticos de estilo barroco: conchas de nácar engastadas en oro, urnas de mármol coloreado, lámparas complejas de cristal de La Granja. A lo largo de las paredes, ordenados a intervalos, había una porción de cómodos sillones y escritorios con sillas Luis XVI, todo ello como flotando en la luz verdosa que entraba del jardín por el extremo más alejado.
No tardó en aparecer el mayordomo, que les invitó a tomar asiento.
– Estamos aquí en una misión delicada -explicó Bernal- y nos gustaría saber si el señor marqués se encuentra en Madrid.
– Me temo que no, comisario. Su Excelencia está de caza en su finca cerca de Jerez. La señora marquesa se encuentra aquí, pero sus deberes religiosos la retienen en la capilla en este momento. Para la casa es hoy un día especial, ya que es Santa Bárbara, nuestra patrona. Se va a oficiar una misa especial.
– ¿No podría decirnos dónde están los hijos del marqués? -preguntó Bernal.
– Sólo sus dos hijas están en casa en este momento. El hijo mayor, don Miguel, está con su padre en el sur. Los otros dos que le siguen en edad viven en el extranjero.
– ¿Y el menor? -inquirió Bernal-. ¿No se llama José Antonio?
– Exacto. Está en la escuela de cadetes del regimiento de su padre -el mayordomo pareció momentáneamente contristado-. Por lo menos pensamos que está allí. Y a decir verdad, comisario, nos ha extrañado no verle esta mañana entre nosotros, para la celebración de nuestra festividad. Nunca ha faltado en años anteriores. Se trata de una ocasión muy especial, con una comida con que se agasaja después a los invitados -de pronto se alarmó-. No le habrá ocurrido nada, ¿verdad?
– No sabría decírselo con seguridad -replicó Bernal prudentemente-. Pero nos sería muy útil que usted nos permitiera ver alguna foto suya reciente.
– ¿Quiere usted decir que han detenido a alguien que puede ser él? -preguntó el mayordomo con incredulidad.
– Me temo que sea algo peor. Un accidente con una víctima sin identificar que sufrió gravísimas quemaduras.
La cara del mayordomo se puso repentinamente pálida.
– Le traeré el álbum de fotos.
Mientras aguardaban, Bernal y Miranda se quedaron de piedra al ver que por el paseo interior se acercaba una procesión pequeña, pero lujosamente engalanada. A la izquierda iba un obispo con casulla roja y áureas orlas en la dalmática y la tunicela de idéntico color; portaba mitra blanca y báculo pastoral, y le precedían un capellán y un diácono asimismo con ornamentos rojos. Al ver el agua bendita que llevaban para el asperges y el humeante incensario de plata, Miranda comentó:
– Van a la capilla privada de enfrente, jefe. Tiene que tratarse de una misa solemne.
Cuando el mayordomo volvió con el álbum, dijo Bernal:
– Veo que ha venido el obispo para decir misa.
– Sí, es un antiguo amigo del marqués y viene todos los años especialmente para esta conmemoración, en realidad por complacer a la señora marquesa.
Una vez que hubieron elegido las fotos del capitán Lebrija que Bernal creyó útiles para los fines del doctor Peláez, se despidieron del mayordomo en el portal de la entrada. Desde la puerta abierta de la capilla surgieron las palabras iniciales del introito, que alcanzaron a oír: «Loquebar de testimoniis tuis in conspectu regum, et non confundebar» («Di testimonio de vuestra ley delante de los reyes sin ruborizarme»).
Cuando estuvieron de vuelta en el vehículo oficial, dijo Miranda:
– ¿Vio usted los cinco coches estacionados en el patio interior, jefe? Tres de ellos tenían el distintivo SP del servicio público y matrícula del Ejército.
– Era de esperar que algunos de los invitados de la marquesa fueran del arma de artillería. Soy el primero en admirar tu retentiva, Miranda, pero por si acaso será mejor que apuntes los números que has visto y cuando regresemos, compruébalos, para saber quiénes iban en los vehículos oficiales.
– ¿Y por qué de artillería, jefe? Ni las matrículas ni los números lo dicen.
– Ay, Miranda, y yo que creía que te habían educado como a un buen católico -exclamó Bernal, mientras el desconcierto de su inspector aumentaba-. Lo digo por santa Bárbara, hombre, la patrona del arma de artillería -en realidad, Bernal había hecho una pequeña trampa, ya que poco antes de partir del despacho le había comunicado Navarro que el marqués de la Estrella era coronel honorario de un regimiento de artillería y que las dos mayores pasiones de Su Excelencia eran disparar cañones y abatir a tiros la fauna de su cortijo andaluz.
Una vez en Gobernación, Bernal telefoneó al inspector Ibáñez, de Archivos Generales, para invitarle a comer en el Lhardy a las dos. Nada más colgar llegó Ángel Gallardo vestido con mono azul y gorra de trabajador.
– Acabo de entregar en los quioscos de Sol la última edición del periódico -dijo- y pensé que podía traerle esto de parte de Elena -y sacó un abultado sobre de color castaño claro.
– Ten más cuidado, Ángel, no sea que se malogre tu nueva identidad -le recriminó Bernal.
– Ya saben que solía trabajar aquí y a veces incluso entro en la cafetería para saludar a los antiguos compañeros. No me extrañaría que comenzasen a considerarme una especie de membrillo en potencia de la DSE, en caso de que lo necesitasen.
– Es igual, tú no te descuides. ¿Qué es lo que nos manda Elena?
– Fotocopias de la lista de suscriptores. Nuestra amiga hace ya lo que quiere en ese sitio. Dentro de poco, el director la invitará a sentarse en sus rodillas. Y acaso le ofrezca un enchufe mejor.
– Debería andarse con ojo, no vaya a ser que la descubran -dijo Bernal-. Tratamos con gente sin escrúpulos.
– Ella sabe lo que se hace, no se preocupe, jefe. ¿Tiene algo especial que comunicarle?
– Dile que averigüe lo que pueda del marqués de la Estrella y su familia, y que vea si de algún modo están relacionados con La Corneta. En particular, si el hijo menor tenía vínculos con el periódico. Es… bueno, era el capitán José Antonio Lebrija Russell de Villafranca, y esto no es más que la fórmula abreviada del nombre nobiliario. Está prácticamente comprobado que era el cadáver carbonizado que encontramos en La Granja, pero por ahora hay que mantenerlo en el secreto más estricto.
– De acuerdo, jefe. ¿Algo más?
– Averiguad los dos lo que podáis sobre la división central de artillería. Es posible que haya allí un puñado de oficiales que esté tramando algo. Y no vuelvas por aquí. Atente a las normas acordadas, ¿entendido?
Cuando Ángel se fue con su habitual aire desenvuelto, Navarro tendió a Bernal un sobre azul alargado, con un cierre de lacra rosa que llevaba impresos los distintivos reales.
– El secretario del Rey nos lo ha enviado mediante un recadero especial.
Bernal abrió el sobre y leyó el contenido con interés:
secreto
DIVISIÓN DE INFORMACIÓN DEL EJÉRCITO:
SECCIÓN DE CONTRAINFORMACIÓN
Primera Región Militar: Estado Mayor
Período de observación: de 19 de noviembre a 2 de diciembre
Fecha del informe: 4 de diciembre
Codificación: Grupo 2
N.° 53. Clasificación-. A-l
1. Opiniones y actitudes de oficiales, suboficiales y tropa
1.1 Oficiales
En términos generales, dominan obediencia y disciplina absolutas ante las órdenes del Estado Mayor. Hay preocupación constante, sin embargo, por la aparente incapacidad del Gobierno a la hora de tomar medidas más eficaces o una política más enérgica en relación con los temas siguientes:
Trasferencia de poderes a las regiones; actitudes separatistas.
Ofensas a la bandera nacional.
Terrorismo y apología de éste.
Ataques a las fuerzas armadas en conjunto y a sus miembros en los medios de información social. Elevado índice de delincuencia y empeoramiento de las costumbres sociales.
Agudización de la crisis económica, ayudada por las huelgas.
Injurias a la dignidad de la familia.
Pérdida del prestigio nacional en el extranjero.
Es sabido que algunos de estos males son fenómenos que sufre nuestra época a escala internacional, pero los mandos están seriamente preocupados por la falta de firmeza en las soluciones del brazo civil. Pese a todo, no es deseo del Ejército emprender ningún tipo de acción que rebase la estricta actividad castrense ni ponga en entredicho la competencia de la autoridad civil; antes bien, se observa y seguirá observándose obediencia y respeto absolutos en este apartado.
1.2 Suboficiales
Sus opiniones son idénticas a las de los oficiales.
1.3 Tropa
Los soldados han mantenido disciplina y obediencia absolutas a las órdenes. Los que gozan de permiso para pernoctar en su domicilio civil manifiestan en contados casos la influencia izquierdista de la familia o los medios de información social, aunque los mandos se esfuerzan al máximo por combatir estas tendencias.
Bernal vio que el resto era más o menos igual que lo precedente, y que el meollo del mensaje era que todo estaba tranquilo en los ámbitos castrenses, de la primera región militar por lo menos, y que no había indicios de ninguna conspiración anticonstitucional o contra el Gobierno.
Entregó el parte a Navarro.
– Échale una ojeada, Paco, y fíjate en lo pacífico que está todo.
El doctor Peláez entró en aquel momento radiante de satisfacción.
– Con las fotos que me has conseguido -dijo a Bernal- he vuelto a probar el método de las superposiciones y la verdad es que el retrato ampliado de la víctima y las radiografías del cráneo coinciden hasta el último detalle.
– ¿Se sostendría ante un tribunal una identificación de esta especie?
– Es posible. Podría citar casos parecidos de países en que se ha admitido este tipo de prueba, si es que al juez le pica la curiosidad.
– Tal vez no lleguemos a tanto. Tendré que pedir consejo a nuestra autoridad suprema.
– Entiendo. Pero supongo que querrás un parte médico forense como siempre se hace, ¿no?
– Sí, desde luego, pero no creo que vaya a parar al juez de instrucción, al menos por ahora.
Una vez que Peláez se hubo ido, Bernal pidió a Navarro que llamase a Miranda y a Lista para que entre todos evaluasen la situación.
– Tenemos que averiguar el último paradero conocido del capitán Lebrija -les dijo Bernal-, pero evitando a todo trance poner en guardia a los conspiradores Magos. Tienen que estar al tanto de su muerte y de las circunstancias en que murió; lo sabrán todo por el cómplice que estuvo con él en La Granja el domingo y que huyó tras la explosión, aunque no hay indicios de que nadie haya informado a la familia ni a la academia en que Lebrija era instructor. No nos entrometamos sin ser invitados.
– Pero, jefe -objetó Lista-, sin duda esperan que más pronto o más tarde se abra una investigación sobre él. La familia denunciará su desaparición.
– No estoy tan seguro de que se trate de esa clase de familia -replicó Bernal-. Sus miembros viven repartidos en tres puntos residenciales de la geografía española, aparte de un chalé en París y un piso neoyorquino. Pasará algún tiempo antes de que se advierta la desaparición del hijo soltero.
– Pero ahora que les hemos visitado -dijo Miranda- y preguntado al mayordomo por su paradero y hablado de la víctima de un accidente, lo más probable es que se pongan todos a hacer averiguaciones por su cuenta.
– Exactamente -dijo Bernal-. Que hagan ellos los primeros movimientos. Yo le he dado ya nuestro número al mayordomo. Una vez que éste haya hablado con la marquesa y se hagan las preguntas de rigor en la academia, recurrirán a nosotros, estoy seguro. Entonces, por solicitud de la familia, nos pondremos a investigar, fórmula que para nuestros intereses resulta mucho menos sospechosa.
– ¿Y si preguntan si el examen médico forense ha identificado el cadáver?
– Por el momento, responderemos que no -dijo Bernal-. Si es preciso, que vean por sus propios ojos los restos, de ese modo observaremos sus reacciones, pues sabemos que una identificación directa es imposible, evidentemente.
– Pero ¿no es ése un procedimiento un poco cruel, jefe? -sugirió Navarro.
– Quizá, pero me parece importante observar la forma en que reaccionan. En el caso, presumo que muy improbable, de que afirmen haber reconocido el cuerpo carbonizado, sabremos que están complicados en el asunto. Si no lo reconocen, no se ha perjudicado a nadie. Les daremos de tiempo hasta las seis de la tarde; entonces comenzaremos a preguntar en la academia.
Mientras comía con el inspector Ibáñez, Bernal le preguntó si había averiguado algo en los archivos oficiales sobre los mensajes con la clave Magos.
– Cero, Luis, aunque no un cero absoluto. Quiero decir que en la pantalla de mi terminal no aparece nada, salvo un número de código que significa: «Sin información. Reservada a las autoridades competentes». Lo que por lo general quiere decir que hay datos, pero que sólo los mandamases tienen acceso a ellos.
– Muy interesante -dijo Bernal-. Porque los mandamases con quienes he estado en contacto aseguran que no hay ninguna información en absoluto.
– Si pudieras hacerte con el código de computadora concreto -dijo Ibáñez-, te enterarías de esa información. Yo ya he probado también con el nombre de los tres sitios reales, pero no he obtenido nada que pueda serte de interés. En cuanto a los colores, también cero absoluto.
– ¿Te importaría meter la nariz en una familia importante, Esteban? Son grandes de España. Me harías un gran favor.
Ibáñez se enderezó.
– Será un placer. ¿De quién se trata? Ya sabes que Franco tenía detallados ficheros sobre las grandes familias, lo mismo que sobre la pequeña nobleza. Creo que le preocupaba que pudieran intentar la restauración de la dinastía anteriormente reinante o poner en el trono a uno de los pretendientes carlistas.
– Se trata del marqués de la Estrella, la familia Lebrija Russell.
– Son ricos y poderosos, Luis. Ten cuidado. Están fuera de tu alcance, si es un delito común lo que investigas.
– Es que no es un delito común, Esteban, por lo menos no lo será si las cosas salen según su plan.
– Si son asuntos de Estado, puede peligrar tu vida, Luis. ¿Por qué no te jubilas, gozas de tu envidiable pensión y te vas a vivir a Estoril?
– Todavía no, Esteban, todavía no. Estoy demasiado cogido en esto. Además, me aburriría de jugar todas las noches a la ruleta en portugués, aunque a Eugenia probablemente le encantaría irse a rezar cada dos por tres a Fátima.
– ¿Cómo está Eugenia, por cierto? Hace infinidad de tiempo que no la veo.
– Como siempre. No le advertirías el menor cambio, salvo algún par de canas más.
Y se pusieron a charlar de los viejos tiempos bajo el gran farol chino del comedor del piso de arriba del Lhardy, estancia generalmente conocida (desde que entrase en funciones en la década de 1850) con el nombre de Salón Japonés, y al final se enzarzaron en la típica discusión de quién pagaba la cuenta, ya que los dos se arrogaban el derecho de tener aquel honor.
Tras separarse de Ibáñez, Bernal se dirigió al piso clandestino que mantenía en la calle Barceló. Consuelo, misteriosamente, no estaba, como venía ocurriendo en los últimos días, pero cuando estaba ya preocupándose por ella, apareció la muchacha cargada de paquetes.
– Es que comienza la temporada de compras de Navidad y Año Nuevo, Luchi. Y mejor es hacerlas ahora que mezclarse con el gentío de los días más próximos a Reyes, sobre todo cuando se tiene, como yo, una familia dispersa y numerosa a la que hay que hacer regalos convenientes.
Cuando la besó se dio cuenta de que la joven estaba muy contenta, como si hubieran disminuido los treinta y tres años que tenía y se sintiera más joven. Una vez que hubieron tomado café y se hubieron acomodado en el lujoso diván, Bernal le contó algunos detalles del caso en que trabajaba, puesto que había podido comprobar que ella contribuía frecuentemente a cristalizar sus pensamientos y a veces incluso a intuir soluciones con sólo exponerle su particular punto de vista.
– Como comprenderás, Chelo, todo lo que te cuento es altamente confidencial. Se trata de un asunto muy delicado.
– Desde luego que lo es. ¡Además, es emocionante! Ese grande, el Estrella que dices, yo creo que está relacionado con el Banco Ibérico en que trabajo. Es posible que sea uno de los consejeros. Mañana lo comprobaré. La mayoría de esas familias latifundistas de rancio abolengo fueron fundadas en realidad por salteadores y bandoleros. ¡Menuda jauría! Se hicieron ricos durante siglos como grandes señores absentistas del centro y sur del país y han dejado que los campesinos se murieran de hambre mientras ellos se daban la gran vida en la villa y corte, cuando no en Biarritz, Montecarlo y París. Ahora, sus últimos descendientes sacan buenas tajadas de la reciente industrialización y algunos cuentan incluso con inversiones fabulosas en bancos y en empresas comerciales.
– Por favor, Consuelo, procura calmar tus fervores revolucionarios durante un par de días y limítate a averiguar lo que puedas sobre los negocios de la familia Lebrija, ¿quieres?
– Claro que quiero. Como adjunta del director, tengo acceso a todos los expedientes. Además, ha estado hoy muy afable conmigo y de lo más solícito a propósito de una petición particular que le he hecho.
– ¿Y cuál ha sido?
– Te lo diré cuando sea confirmada. Pero no antes, ¿de acuerdo? ¡Es una gran sorpresa navideña que te reservo!
Cuando volvió al despacho, un poco más tarde de lo que se había propuesto, Bernal supo que la marquesa de la Estrella había telefoneado, dejando este recado: ¿tendría el comisario Bernal la amabilidad de volver por su casa a fin de hablar con ella?
– Le dije que irías en cuanto pudieras -dijo Navarro.
– Di a Miranda que pida el coche oficial, ¿quieres? Creo que ya les hemos hecho sufrir bastante.
Veinte minutos más tarde recibía la marquesa a Bernal y Miranda en su salón particular, decorado en oro y amarillo claro, y amueblado al estilo Segundo Imperio, con piezas probablemente originales, calculó Bernal, incómodamente empotrado con Miranda en una exquisita chaise-longue.
– Siento mucho no haber podido recibirle esta mañana, comisario. Ha sido un día muy especial para la familia.
– Sin embargo, ha sido usted muy amable al hacerlo ahora, señora marquesa -dijo Bernal con su tono más cortés-. Comprendo que deben de estar muy preocupados por su hijo.
La marquesa dio un leve tirón al mantón de manila que le cubría los hombros, con una mano ligeramente temblorosa y adornada de anillos antiguos, si bien mantuvo la espalda tiesa como una vara.
– Sí, desde luego, comisario. Ya hemos llamado a la academia militar de Ocaña y parece que no se ha visto a José Antonio por allí desde el sábado por la tarde; tampoco en esta casa se le ha visto. Tengo entendido, no obstante, que piensa usted que pueda estar relacionado con no sé qué accidente… -en este punto, se detuvo con desconcierto.
– Señora, no estamos seguros. La cuestión es que está todavía sin identificar la víctima de un accidente ocurrido en San Ildefonso y en el que probablemente tuvo algo que ver un vehículo militar.
– ¿Podría acompañarles para ver si le identifico?
– la marquesa volvió a titubear, aunque sólo lo necesario para dominar sus profundas emociones.
– Señora, mucho me temo que no sería conveniente. Pero si el señor marqués o alguno de sus hijos tiene un momento libre…
– Mi hijo mayor vendrá esta noche de Jerez en el último vuelo de Aviaco.
– Entonces creo que podrá acompañarnos mañana. Deseo de todo corazón estar equivocado, pero hay que prepararse para lo peor.
– Rezaré por mi hijo, comisario. Estamos en manos del Señor.
Cuando salieron a la calle Zurbano, Bernal sugirió a Miranda una comprobación en la academia militar aquella misma tarde y dijo al chófer que les llevase a Ocaña.
Salvaron el tráfico habitual de la hora punta, saliendo de la urbe por el sur un cuarto de hora antes de que se formara el gran atasco, y el experimentado chófer puso el Seat 134 a ciento veinte por hora, de manera constante, por la autopista A-4; así que pudieron cruzar el Jarama en Seseña poco más de media hora después, y al cabo de otros diez minutos llegaron al Tajo junto a Aranjuez, oasis de verdor en medio de un paisaje árido y algo al este de la confluencia de los dos ríos. Bernal pensaba que para la gente joven de hoy Aranjuez era sólo ese sitio desde donde se les abastecía de buenos espárragos y fresones tempranos, pero él recordaba con claridad el doloroso y singular aspecto que presentaba en febrero de 1937, en que era un cuartel republicano durante la dura campaña del Jarama, y punto clave también para evitar que las fuerzas franquistas cortaran la única vía de comunicación entre Madrid y la costa de Levante.
Recorrieron las calles, ya oscuras y tranquilas, y remontaron la carretera que llevaba, unos kilómetros más allá, a la villa de Ocaña, sede por otro lado de un penal de notoriedad nada grata. Pararon en la plaza de la localidad para tomar un café, y también para preguntar y recibir las indicaciones necesarias al objeto de llegar a la academia militar. Allí enseñó Bernal el distintivo de la DSE en la puerta principal, y el director, que ostentaba el grado de coronel, les recibió inmediatamente.
Bernal le explicó que la marquesa de la Estrella les había pedido averiguaran el paradero de su hijo.
– Pues hace usted bien en decírmelo, comisario, porque precisamente le esperábamos el lunes para que comenzara las prácticas artilleras con el último reemplazo de cadetes y un teniente tuvo que hacerse cargo de la clase. Cuando se fue, el sábado por la tarde, me dijo que iba de caza a la sierra con unos amigos.
– ¿Eran esos amigos colegas del Ejército? ¿No ha echado en falta a ninguno? -preguntó Bernal.
– Aquí todos están en sus puestos, comisario y, sinceramente, no sabría decirle quiénes le acompañaron.
– ¿Podríamos ver las habitaciones del capitán Lebrija? -preguntó Bernal-. Es posible que su asistente recuerde la ropa que se puso.
Puede usted hacerlo. Ojalá no le haya ocurrido nada al capitán. Es uno de nuestros instructores más valiosos.
Cuando cruzaron el comedor de oficiales, Bernal advirtió que la mesa estaba puesta con cubiertos de plata y adornada con candelabros todavía no encendidos, como si se tratara de un banquete. El coronel se percató de la dirección que tomaban las miradas de Bernal y se apresuró a darle una explicación.
– Es que hoy es Santa Bárbara, comisario, nuestra patrona. Lamentaríamos mucho que el capitán Lebrija faltase a su fiesta este año.
Bernal y Miranda hicieron como que examinaban por pura formula la habitación de Lebrija y preguntaron a su asistente por la ropa que se había llevado.
– Se fue con la ropa que suele ponerse para ir de caza, señor, y se llevó además la escopeta. Los uniformes siguen aquí y por lo que toca al resto de sus ropas civiles, las tiene en su residencia particular de Madrid.
Bernal se fijó con curiosidad en la estantería y rápidamente se percató de su contenido: libros sobre táctica militar y prácticas de tiro, una biografía de José Antonio Primo de Rivera, unos cuantos libros recientes sobre el general Franco y su familia, novelillas derechistas de resonancia comercial en el país, números atrasados de El Toque y un montón de ejemplares antiguos de La Corneta. No cabía la menor duda respecto de las inclinaciones ideológicas del fallecido capitán.
– ¿Solía guardar aquí el capitán Lebrija la correspondencia privada? -pregunto Bernal al asistente.
– Sólo las cartas que de cuando en cuando le llegaban a la academia. Tenía una cartera de piel de cerdo con recado de escribir.
– ¿Está aquí ahora?
– No la veo, señor. Miraré en el dormitorio.
Bernal se daba cuenta de que iba a ser imposible hacer un registro a fondo sin despertar sospechas, así que se dejó llevar de un impulso repentino, cogió el ejemplar de La Corneta del 14 de noviembre, lo dobló rápidamente en cuatro y se lo metió en el bolsillo del abrigo un segundo antes de que el ordenanza volviera.
– No señor, no está. He mirado en todas partes.
– No importa. Muchas gracias. No volveremos a causar ninguna molestia.
Al pie de la escalera principal, junto a un impresionante armero lleno de fusiles con la cadena echada, el director de la academia les aguardaba con impaciencia.
– ¿Cree usted, coronel, que los amigos o compañeros del capitán nos podrían decir algo de interés? -preguntó Bernal.
– Creo que no, comisario. Ya les pregunté cuando telefoneó la marquesa y me dijeron que no sabían nada.
– ¿Hay alguno que fuera amigo íntimo suyo?
– No, me temo que no. Lebrija, sin perder nunca la corrección, era un poco retraído -a Bernal le llamó mucho la atención que el coronel usara el pretérito imperfecto para aludir al capitán desaparecido. Estaba claro que sabía mucho más de lo que daba a entender.
El coronel titubeó y dio la impresión de que, advertido de las circunstancias, éstas le pedían fuese un poco más concreto.
– Creo que sólo intimaba con su consejero espiritual -añadió.
Otra vez el pretérito, se dijo Bernal.
– ¿Quiere usted decir con el capellán castrense?
– No, su consejero era el padre Gaspar, de la Casa Apostólica de Aranjuez. Viene por aquí regularmente para enseñar a los cadetes el lado espiritual de la vida castrense.
Bernal consideró que sería imprudente y probablemente inútil seguir preguntando al coronel, de modo que se despidieron.
Ya en la plaza de armas, Miranda fijó su mirada, casi nostálgica, en la hilera de jeeps militares estacionados delante de la entrada.
– Jefe, ¿no podríamos hacernos con las huellas de los neumáticos delanteros de esos vehículos y ver si coinciden con las que encontramos en La Granja?
– Ya me tienta, ya, pero es peligroso. Además, no sé cómo nos las arreglaríamos para tomarlas sin conocimiento de las autoridades de la academia.
– Yo mismo podría volver por la noche, cuando todos estén en el banquete del regimiento.
– Estos centinelas te lo impedirían. Apostaría a que tienen a esos chicos arriba y abajo, de guardia toda la noche, como parte de la instrucción. No vale la pena.
Ya en el coche, de regreso a Madrid, Bernal encendió la luz del asiento trasero y sacó del bolsillo el ejemplar de La Corneta.
– Mira lo que he chorizado, Miranda. Vamos a ver qué nos dice la sección de anuncios -los dos vieron inmediatamente que el primer mensaje de Magos, es decir, «Morado A.l. San Ildefonso», estaba rodeado con un círculo rojo-. Esto ya está claro. El capitán Lebrija estaba indiscutiblemente envuelto en este asunto de Magos. Y me tranquiliza que por fin hayamos dado con una especie de confirmación de cara al secretario del Rey, aunque no sepamos todavía a qué conduce.
Cuando el coche oficial dejó al comisario en la esquina de su calle, Bernal optó por tomarse un gintónic de Larios en el bar de Félix Pérez antes de afrontar una vez más una de las cenas improvisadas que Eugenia solía ofrecerle.
Se tomó además dos canapés de pescado del mostrador por si el condumio doméstico subsiguiente amenazase con resultarle demasiado indigesto.
Nada más abrir la puerta del piso, oyó que Eugenia hablaba por teléfono en el frío pasillo embaldosado.
– De acuerdo, pero lo que yo te digo es que vayas a misa mañana por la mañana; sí, sin falta, en cualquier momento que tengas libre. Bueno, Diego, ahora se pone tu padre, que acaba de llegar.
Bernal cogió el auricular y saludó a su hijo.
– ¿Dónde estás?
– Nos han traído a Sevilla esta noche. La lluvia nos empapó las tiendas, cosa que no me disgusta en absoluto, así que mañana o cuando escampe lo pondremos todo a secar.
– Pues menos mal que por fin ha llovido. No caía ni una gota desde hacía dos años. ¿Cómo va el cursillo?
– Me interesa bastante. Ayudamos a unos geólogos a hacer perforaciones para averiguar cuánto gas natural hay en las marismas. Está todo lleno de fango, y abundan las culebras y los escorpiones. Menos mal que me prestaste tus botas altas.
– ¿Ya se te ha acabado el dinero? -preguntó Bernal, casi seguro de que Diego habría dilapidado las veinte mil pesetas que le había dado para sus gastos, aunque tan sólo hacía una semana que había salido.
– De ningún modo. No ha habido oportunidad de gastarlo hasta esta noche.
– Pues a ver si no se te agujerean los bolsillos y no haces el loco por Triana con esos bestias que tienes por amigos.
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Dónde está ese sitio? -dijo Diego, adoptando un tono de pícara inocencia-. Por cierto, papi -apelativo que sorprendió a Bernal y por el que dedujo que iba a oír algo serio-, están haciendo cantidad de maniobras militares en las marismas lindantes con el Guadalquivir.
– ¿Maniobras militares? -inquirió Bernal con repentino interés.
– Sí, pero la cosa es que van con uniformes que nunca he visto. Azules, con boina y una especie de insignia roja en el hombro. A lo mejor son un destacamento de los GEO o de algún comando especial.
– Ya me enteraré. Pero no metas las narices en nada que huela a militar, ¿estamos? ¿Dónde y cuándo los viste?
– Ha sido durante estos tres últimos días, al oeste de Trebujena, a medio kilómetro más o menos del río, en las salinas. Es una zona totalmente despoblada.
– Está bien. Y acuérdate de lo que te he dicho.
Momentos más tarde, mientras masticaba con resignación la amazacotada y fría tortilla de sobras, quemada para más inri por debajo, Bernal se puso a pensar en lo que su hijo había visto. Al cabo de un rato se levantó, sacó de un cajón un mapa plegable de carreteras Almax, lo abrió por el centro de la parte inferior, que comprendía las provincias de Sevilla y Cádiz y sus alrededores, y se puso a estudiarlo con la máxima atención.