173349.fb2 Golpe de Reyes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Domingo Segundo de Adviento y Festividad de San Nicolás

(6 diciembre)

El agudo timbrazo del teléfono despertó a Bernal pasadas las siete de la mañana y el comisario, aún medio dormido, buscó las zapatillas en las heladas baldosas del dormitorio. Eugenia se había levantado ya del gran lecho matrimonial de latón y por lo menos no estaba en ninguna parte desde donde se la pudiera oír. Descolgó el auricular del anticuado aparato de pared y murmuró:

– Diga.

– ¿Jefe? Soy Elena. Lamento llamarle tan temprano, pero no tuve oportunidad de hacerlo anoche. Hemos recibido otro mensaje Magos para que aparezca en la sección de anuncios del martes ocho de diciembre, o sea, pasado mañana. Llegó demasiado tarde para la edición dominical de hoy, y como La Corneta no sale los lunes…

– Has hecho bien en llamarme. ¿Conoces el contenido del mensaje?

– Sí, jefe. ¿Tiene papel y lápiz a mano?

– Un momento -Bernal se encontró con el eterno problema de que aquella casa no tenía otra cosa que el paragüero para apoyar el cuaderno de notas mientras se esforzaba por sujetar el auricular bajo la papada-. Adelante.

– Dice: «Magos (en mayúsculas), Morado. A.3. Aranjuez.»

– «A.3.»… ¿estás segura? Los otros tres mensajes decían «A.1.».

– Estoy más que segura, jefe. En el escritorio de la chica encargada de los anuncios vi el texto con la siguiente nota: «Próximo número», a lo que había añadido ella misma: «8 de diciembre».

– ¿Viste quién había pagado para que lo publicasen?

– Ése ha sido el mejor golpe de suerte. Decía:. «Cárguese en la cuenta personal del director.»

– Pero que muy interesante. ¿Trabajas mañana?

– Sí, jefe, pero ya empiezo a sentir la inutilidad de no hacer más que recortar y recortar artículos y crónicas en que se menciona a este o aquel capitoste.

– ¿Tienes libre acceso a los ficheros?

– A los archivos sí, pero no a los ficheros actualizados que tiene el director en el despacho de arriba.

– Mira entonces en los archivos, a ver si sacas algo. Se trata del marqués de la Estrella y su familia, así como de sus actividades sociales e intereses financieros. El nombre familiar es Lebrija Russell. Son, o eran, cuatro hijos y dos hijas.

– Haré lo que pueda, jefe. Si hay algo, mandaré una fotocopia a través de Ángel.

Iba ya a volver al dormitorio cuando Bernal cayó en la cuenta de que su mujer había ido a la primera misa de la mañana y de que aún tardaría en volver con el pan. No obstante, y aunque era domingo, estaba ya demasiado despejado para volver a la cama y optó por mantener el altercado de costumbre con el viejo calentador de gas de la cocina, con la esperanza de que aumentase algo el hilito de agua caliente que a veces se abría paso por las cañerías casi obturadas y llegase hasta la ducha del desvencijado cuarto de baño. Por lo que parecía, nunca iba a convencer a Eugenia de que debían mudarse a un piso moderno, ni siquiera de que podía modernizarse aquél en que estaban, como habían hecho casi todos sus vecinos de posición desahogada.

Terminaba ya de vestirse cuando volvió a sonar el teléfono.

– Soy Navarro, jefe. He querido venir por aquí para terminar de archivar los informes que recibimos ayer. El secretario del Rey acaba de llamar para decirnos que el delegado del Patrimonio Nacional ha dado parte del hallazgo de un cadáver en los jardines del palacio de Aranjuez a primera hora de la mañana.

– ¿Aranjuez? Pues hay que ir allí lo antes posible. Ponte al habla con el intendente de palacio y dile que el caso es nuestro. ¿Sabes si ha informado a la Guardia Civil?

– Aún no. El secretario del Rey le dijo que no hiciera nada hasta que hablásemos nosotros con él.

– Está bien. Avisa a Peláez y a Varga. Y hazte con Miranda y con Lista. Estaré ahí dentro de diez minutos.

Mientras el taxi le paseaba junto al arco de triunfo edificado por Sabatini para Carlos III y que aún ostentaba las señales de los cañonazos franceses de 1808, Bernal vio con sorpresa que había ya mucha gente levantada y en la calle en aquella fría aunque despejada mañana dominguera, y comentó el hecho con el taxista.

– ¡Claro! Como que hoy es el Día de la Constitución. ¡Nada, oiga, que ya tenemos otra fiestecita nacional!

Recordó entonces que los diversos portavoces del gobierno Calvo Sotelo habían pedido a todos los ayuntamientos que organizasen celebraciones y actos culturales para conmemorar la Constitución de 1978, proclamada en aquella fecha. Los informativos de radio y televisión habían transmitido parte del discurso que el Rey había pronunciado con motivo de su investidura del 22 de noviembre de 1975, y Bernal lo había interpretado todo como una medida para eliminar las secuelas propagandísticas de la gran manifestación fascista del 20 de noviembre, aniversario de la muerte de Franco, en la plaza de Oriente.

Mientras el taxi recorría la calle de Alcalá, Bernal pensó a fondo en los mensajes crípticos y su sentido serial. El primero, aparecido el 14 de noviembre, hacía mención de San Ildefonso, y hete aquí que el 30 de noviembre se localizaba el cadáver carbonizado del capitán Lebrija en los terrenos del real sitio; ¿por qué aquella diferencia de quince días? El segundo y tercer mensajes, aparecidos en 20 y 27 de noviembre, mencionaban El Pardo y Segovia, respectivamente, aunque, por lo que él sabía, nada anormal había ocurrido en ninguno de aquellos puntos. Sin embargo, Elena acababa de descubrir el contenido del cuarto mensaje dos días antes de su publicación, y éste se refería a Aranjuez; por una singularísima coincidencia, se descubría otro cadáver en los terrenos del palacio real de esta última población sin que hubiera habido tiempo para que los hipotéticos destinatarios del mensaje se enterasen de su contenido. En pocas palabras, no había en todo aquello la menor estructura lógica. ¿Tenía algún significado el cambio de «A.l», mencionado en los tres primeros mensajes, por el «A.3» del cuarto, que no tardaría en publicarse? De ser así, no tenía ni remota idea de lo que podía conllevar. En cualquier caso, el palacio de Aranjuez carecía absolutamente de relevancia estratégica. Nadie lo había habitado, salvo el personal de servicio, desde la época de Alfonso XIII. Lo mismo podía decirse de La Granja, excepción hecha de las fiestas al aire libre que Franco organizaba allí todos los años para el 18 de julio, pero la conexión que había allí no radicaba sin duda en el palacio, sino en la facilidad relativa con que se podía acceder a los cables de conducción eléctrica que alimentaban el palacio de la Zarzuela, la última residencia real y más próxima a la capital.

Era verdad que Aranjuez estaba cerca de Ocaña y de la academia militar en que el capitán Lebrija había trabajado de instructor, y que el consejero espiritual de éste, mira por dónde, pertenecía a una casa religiosa ubicada en esa villa real. ¿Cómo se llamaba, por cierto? Sí, lo recordaba: Gaspar, padre Gaspar. Bernal dio un bote y estuvo a punto de ponerse en pie dentro del taxi. Gaspar, el segundo de los tres Reyes de Oriente: la forma de encajar todo aquello, la verdad sea dicha, le parecía casi de risa: puro absurdo o pura coincidencia. Primero la clave Magos, que aludía a los tres reyes de la historia sagrada, luego el teniente general Baltasar, que tomaba el mando de la división central, y ahora el padre Gaspar. Se preguntó cuándo entraría Melchor en escena.

Ya en el despacho, Navarro quiso saber si su jefe había desayunado.

– No, aún no. Pero podrías decirle al subinspector de servicio que nos pida unos cafés y croasanes.

– Ya he hablado con el doctor Peláez y dice que le recojamos en su chalet de Perales. Nos viene casi de camino. Su ayudante se trasladará directamente a Aranjuez con la furgoneta mortuoria. ¿Damos parte al juez municipal de la localidad?

– No, si hay medio de evitarlo. Vamos a servirnos de la autorización real para saltarnos los pasos rutinarios. A fin de cuentas, el cadáver se ha encontrado en terrenos que pertenecen al Patrimonio Nacional y es más que probable que el Rey tenga primacía sobre la jurisdicción local.

– Varga prepara ya a su equipo de investigación in situ. Va a llevarse la furgoneta con los materiales. ¿A quién vas a llevar contigo, jefe?

– Yo creo que lo mejor sería que Miranda y Lista vinieran conmigo.

Una vez que les hubieron llevado el desayuno, Navarro preguntó a Bernal sobre la visita de la víspera al Instituto Anatómico Forense.

– Hombre, perdona que no te lo haya dicho antes. Estuve observando muy atentamente al hermano mayor del capitán Lebrija cuando vio los restos carbonizados. Aunque es un hombre impasible, se comportó de forma extraña, en mi opinión. Cualquiera habría comprendido que la identificación era imposible, y sin embargo afirmó, casi en el acto, que aquel cadáver podía ser perfectamente el de su hermano. Sólo después se le ocurrió preguntar a Peláez cómo nos las apañamos para suponer que el cadáver podía ser el de José Antonio Lebrija, así que tuvimos que explicarle el método de la tomografía comparada. Y, de veras te lo digo, me dio la impresión de que el heredero al marquesado de la Estrella conocía de antemano la muerte de su hermano menor. Pese a todo, no manifestó la menor señal de duelo.

– Tal vez se trate de una muestra de la típica contención aristocrática. ¿Y si el cómplice que estuvo en La Granja con el capitán Lebrija hubiera comunicado lo ocurrido a la familia, o a alguno de sus miembros, durante el domingo pasado, luego de desaparecer del escenario?

– Estoy seguro de que es lo que ocurrió. Es posible que la marquesa no lo supiera al principio; la emoción que sufrió me pareció auténtica. Pero el cómplice se puso en contacto probablemente con el marqués y el primogénito en la finca familiar.

– Lo que les puede implicar en el asunto de Magos, jefe.

– Desde luego. Pero ¿se limitan a estar al margen sólo a causa de la implicación del capitán Lebrija? Esto es lo que hay que averiguar. ¿Has sabido algo más de los intereses generales del marqués?

– Un poco. Para empezar, toda la familia es acérrima partidaria del mantenimiento de la misa en latín.

– Bueno, eso explica lo que Miranda y yo vimos el viernes, y la presencia de aquel obispo «preconciliar» en la casa.

– El difunto padre del marqués era un monárquico destacado, miembro del séquito de Alfonso XIII y uno de los pilares de la dictadura de Primo de Rivera. Huyó a París cuando la Segunda República y murió en el extranjero. El marqués actual volvió para unirse a los rebeldes en cuanto Franco se sublevó en el norte de África. Obtuvo el grado de coronel de artillería en 1939 y luego se ocupó de administrar sus grandes propiedades andaluzas.

– ¿Se ampliaron desde entonces sus intereses financieros?

– Notablemente, sobre todo a partir de los años sesenta con la nueva industrialización. Es consejero de tres bancos, accionista de unas cuantas compañías españolas de servicios públicos y armamento, y también de varias multinacionales. Él y sus hijos son miembros, además, de una organización o fundación católico-apostólica que hasta el momento no ha obtenido la sanción papal.

– Averigua lo que puedas de esa fundación religiosa, Paco.

– Lo haré, jefe. Por cierto, el inspector Ibáñez, de Archivos Generales, te ha invitado a comer hoy, si tienes un momento. Dice que ahora le toca pagar a él.

– Gracias, Paco. Ya le haré saber que por lo menos hoy tenemos demasiado trabajo por delante.

Una vez que hubieron salido de la ciudad por los arrabales pobres del sureste y entrado en la Autopista A-3, que no tardaba en terminarse para ser otra vez la antigua N-III Madrid-Valencia, Bernal volvió a encontrarse con el monótono y desnudo paisaje que le traía recuerdos de la guerra civil. En aquellos cuarenta y cinco años parecía que la carretera apenas hubiese cambiado. Había sido por aquella amarga carretera de huida y exilio ulterior por donde, en noviembre de 1936, el único obrero que había presidido el Consejo de Ministros en toda la historia de España, el «incorruptible» Francisco Largo Caballero, había partido con su Gobierno socialista hacia Valencia, desde donde había gobernado la España republicana hasta que sus colegas de Gobierno le habían obligado a dimitir en mayo de 1937. Algunos de aquellos colegas le habían negado con desprecio incluso el lujoso derroche de un vehículo en 1939 y a la edad de sesenta y ocho años se había visto en el brete de tener que ir andando a Francia, donde tiempo después fue entregado a los nazis, que lo encerraron en el campo de concentración de Oranienburg. El «Lenin español», como Moscú antes le había apodado, no sólo había sobrevivido a esta experiencia, sino que además había vuelto a París, donde había escrito sus memorias poco antes de morir, en 1946. Cuando Bernal, instado por Consuelo Lozano, había ido a presenciar la fase final del traslado de los restos de Largo desde el Père Lachaise hasta el madrileño cementerio civil del Este el catorce de abril de 1978, se había quedado impresionado, no tanto por el millón de personas que se había congregado en las calles en respetuoso silencio, con algún que otro grito, rápidamente acallado, de «¡Viva la República!», ni por el interminable desfile de banderas con los colores rojo, amarillo y morado, cuanto por la totalmente inesperada reaparición de los acerados rasgos faciales de Largo, embalsamado en el ataúd de tapa de cristal. Nadie se habría sorprendido si en aquel momento hubiera levantado la tapa y hubiera saludado con el puño cerrado antes de llegar a su último lugar de descanso, ya que en vida había hablado de manera casi ininterrumpida de la «voluntad de acero» que hacía falta para llevar a cabo la revolución, y había demostrado de manera inigualable la posesión de aquella voluntad durante la vejez.

El día se había aclarado cuando llegaron a Perales, en la orilla norte del Tajuña. Bernal encontró al doctor Peláez en la puerta del chalé, oteando la carretera con dificultad tras los gruesos cristales de sus gafas. Cuando el coche se detuvo, Peláez hizo un tardío gesto de saludo, y volvió a la galería para coger el maletín negro.

– Así que me has conseguido otro, ¿eh, Bernal?

– Un ahogado, al parecer, en los terrenos del palacio de Aranjuez.

– ¿Cuándo se descubrió?

– A primera hora de la mañana.

– Supongo que lo sacarían del agua.

– Parece que sí, pero con mucho esfuerzo -dijo Bernal-. El intendente de palacio dijo que la corriente del Tajo es muy fuerte en ese tramo, sobre todo después de las últimas lluvias.

– ¿Quién lo descubrió?

– Alguien del personal de palacio.

– El cadáver, ¿es de varón o de hembra?

– Varón, de mediana edad, calvo. Todavía no identificado.

Una vez que hubieron cruzado el puente que llevaba a Aranjuez y llegaron a la avenida principal, la calle de la Reina, el coche y la camioneta de los técnicos torcieron a la derecha para seguir a lo largo del Jardín del Parterre, donde les aguardaba la furgoneta mortuoria que el ayudante de Peláez había conducido directamente desde Madrid. El coche de Bernal se puso en cabeza y se dirigió a la elegante fachada oriental del palacio. Se encontraron allí con el intendente, que les esperaba bajo el imponente pórtico de entrada con dos lacayos ataviados con la librea real de oro y azul marino.

A pesar de los esfuerzos del sol por filtrar algo de calor por entre las ramas de los altos olmos y los plátanos, desprovistos casi totalmente de sus hojas otoñales, el aire se notaba crispado y limpio y helaba la cara. La escarcha que había caído durante la noche no se había derretido aún en los paseos adonde no llegaba la luz solar.

Bernal se presentó al intendente y se dieron la mano.

– Le agradezco que haya venido tan pronto, comisario. Nos comunicaron que no debíamos emprender nada mientras usted no llegase.

– Pero alguien ha movido el cuerpo de la víctima, ¿no? -dijo Bernal.

– Me pareció conveniente que los jardineros lo sacasen del agua, por si lo arrastraba la corriente. Está en la orilla del río, cubierto por una lona.

– ¿Dónde se le encontró exactamente?

– En el Jardín de la Isleta, al noroeste de palacio.

– ¿Quién lo descubrió?

– Uno de los peones jardineros, a eso de las ocho menos veinte, poco después de amanecer.

– Hablaré con él antes que nada para que me describa la posición exacta del cuerpo cuando lo vio. ¿Qué hacía en los jardines a esa hora y con este frío? -inquirió Bernal.

– Es un entusiasta del footing -dijo el intendente, más bien como quien se excusa-. Para mi gusto se trata de una costumbre estrafalaria, pero el chaval se levanta todos los días a esa hora, se pone el chándal y se da una vuelta por todo el Jardín de la Isla.

– Bueno -dijo Bernal-, cuando se tiene el cuerpo en forma, dicen que el deporte es muy estimulante -y sonrió, pensando que el único deporte que él hacía lo reservaba a los momentos que pasaba en su apartamento clandestino-. Bueno, podría usted llevarnos al lugar del hallazgo -sugirió al intendente-. ¿Podemos entrar con los coches?

– Por supuesto, las veredas son transitables si se lleva cuidado.

– ¿Sería usted tan amable de venir conmigo y el doctor Peláez, para indicarnos el camino?

Los tres vehículos cruzaron las estrechas puertas de hierro forjado que daban al Jardín de la Isla, giraron a la izquierda al llegar a la fuente de Hércules y tomaron el primer sendero que partía para el noroeste, hacia el jardín de la isleta. A Bernal le sorprendió que los abundantes rosales ostentaran todavía sus flores rojas tardías, ribeteadas de una escarcha cuyo rigor no había llegado a dañar los pétalos, vistiéndolos en cambio de blancos adornos brillantes bajo los rayos del sol que lograban filtrarse.

– Le he conseguido un plano de los jardines para usted, comisario -dijo el intendente-, para que pueda ver la distribución.

– Muy oportuno. Cuando lleguemos al lugar exacto en que se encontró el cadáver, hágame usted el favor de señalármelo en el plano.

El coche se detuvo junto a tres jardineros que montaban guardia ante el extremo de la isleta, punto occidental de los jardines frente al río y al puente pintado de verde que soportaba el ferrocarril y la carretera.

– El patólogo y el técnico se encargarán del examen inicial -comentó Bernal al intendente-. ¿Vio usted el cadáver personalmente?

– Sí, para ver si lo conocía. Naturalmente, estaba preocupado por la seguridad de nuestro personal. Pero ni yo ni nuestros hombres lo conocemos. No iba vestido más que con la ropa interior, lo que se me antoja muy singular, comisario. Parece más bien un suicidio, ya que no me parece normal que venga nadie a bañarse a primera hora de una mañana de invierno.

– ¿Ha habido en el pasado otros suicidas que escogieran este sitio para ahogarse? -preguntó Bernal.

– No, que yo sepa. Y no, con toda seguridad, en los jardines de palacio.

– ¿Pudo haber entrado un forastero en los jardines por la noche?

– Ya he considerado esa posibilidad. Es muy difícil. Todas las puertas estaban cerradas, y este detalle lo he comprobado ya con los jardineros. El foso que cruza el jardín por un costado tiene cinco metros de profundidad y barandillas de hierro a cada lado, y por lo que afecta al límite norte, el Tajo es allí muy ancho y hondo. Tal vez se cayera de una barca.

– Según el plano, el río traza dos grandes meandros, como si se tratase de una V escrita a la antigua, en cuyo trazo inferior está el puente de la ciudad. Ahora bien, el caudal de la Ría de los Molinos, que tiene una cascada cuando pasa junto a palacio, ¿procede del río?

– Exacto, comisario. El agua viene del Tajo gracias a una esclusa que hay junto al puente en que está el embarcadero, y forma más tarde una cascada ancha y poco profunda que se llama de las Castañuelas a causa de su forma y del rumor que produce. El agua de la ría se une al cauce principal en aquel punto -y señaló un lugar que estaba al otro lado del saliente de la isleta-, un poco más allá del sitio en que se descubrió el cadáver.

– La corriente del río sí que parece más fuerte aquí -comentó Bernal.

– Es poderosa, pero varía según la forma de las curvas. A veces se forman remolinos de poca fuerza donde incluso se puede pescar con caña.

– Lo más probable es que el cadáver entrase en el río aquí, o acaso algo más arriba -dijo Bernal-. ¿Hay muchas posibilidades de que bajase por la ría, desde palacio, y que hubiese retrocedido un poco con el remolino originado por la confluencia?

– Me parece que no, comisario. Salvo la cascada, que repito es poco profunda, la acequia tiene un caudal mucho más lento que el del río a causa de la esclusa que regula la cantidad de agua.

– Bueno, eso es interesante. Ya no es necesario que le retengamos aquí más tiempo, aunque antes de que se vaya me gustaría me presentara al peón que descubrió el cadáver. Mi chófer lo devolverá a usted a palacio.

– Muy amable -dijo el intendente, que, a diferencia del miembro más joven del personal, no era ningún entusiasta del footing.

El aludido miembro más joven, vestido aún con el chándal azul, era un individuo bajo y simpático, cuya exuberancia natural menguaban sólo un poco las circunstancias. Quizá se estuviera preparando para responder a la atención que se le iba a prestar, pensó Bernal. Siempre le interesaba de manera especial el descubridor de un cadáver, en primer lugar porque era la única persona que había visto el escenario del delito tal como el culpable lo había dejado, y en segundo lugar porque existía la posibilidad o probabilidad de que quien denunciaba un crimen fuera su autor. Sin embargo, quizá aquel caso no fuera más que un suicidio como tantos otros.

– ¿Cómo te llamas? -comenzó Bernal mientras Miranda tomaba notas taquigráficas.

– Hernán Álvarez Oliveras.

– ¿Cuánto hace que trabajas en palacio?

– Dos años, desde que dejé los estudios.

– ¿Naciste en Aranjuez?

– Sí, y aquí he vivido siempre. También mi padre trabaja para el Patrimonio Nacional.

– ¿O sea que conoces bien los jardines?

– Como la palma de mi mano -dijo el joven con confianza.

– ¿Sigues siempre el mismo camino cuando te pones a correr?

– Sí, casi todos los días. En realidad voy a paso gimnástico, para mantenerme en forma, en particular durante el invierno.

– Por favor, indícame en este plano la ruta que sueles seguir.

– Nosotros vivimos en las dependencias del personal, aquí, detrás de las cuadras de la Reina. Yo paso ante la fachada trasera u occidental de palacio, por el puente que hay allí y por el que se accede al Jardín de la Isla; luego voy por el camino que pasa junto a la ría y que gira en el punto exacto en que nos encontramos, y tomo el camino de sirga del río, en dirección noreste, paralelo al meandro que hace hacia el sur. Este camino me devuelve al puente que hay junto a palacio. Por lo general corro antes de desayunar, en cuanto sale el sol; a veces un poco antes, al clarear. Esta mañana hacía un frío tremendo, pero no tardé en entrar en calor -sonrió al decir esto y Bernal sintió una repentina envidia de la estupenda forma física del joven, que él, Luis, tenía la impresión de no haber poseído jamás.

– ¿Y viste el cadáver al llegar a este punto?

– Así es. El sol acababa de salir y cuando yo doblaba el extremo de la isleta, allí mismo, la luz del sol dio en algo blanco que había en el río, más cerca de esta orilla que de la otra; a mí me pareció que era algo que había quedado atrapado por las ramas de los árboles que rozan la superficie del agua.

– Y tú fuiste al borde de la orilla para ver mejor de qué se trataba, ¿no? -Bernal había examinado las huellas de pies de la orilla y advertido las marcas en forma de espiga que dejan las zapatillas de deporte.

– Sí, y así supe que se trataba de un muerto; flotaba boca abajo, y llevaba camiseta blanca y calzoncillos largos. Como en seguida me percaté de que no podía alcanzarlo sin un gancho largo o un rastrillo, pensé que si lo soltaba con una rama, la corriente lo llevaría más abajo.

– Muy inteligente -dijo Bernal en un tono de elogio que despertó un rubor complacido en el interlocutor-. Y entonces pensaste en pedir ayuda.

– Exacto, señor. Fui a la casa del jefe de jardineros y me lo encontré desayunando. Vino con mi padre y llevamos un garfio y un gancho largo. Ellos se decidieron a recoger el cadáver por si se soltaba de la rama que colgaba. Lo tapamos con una lona mientras el jefe de jardineros iba donde el intendente, para informarle.

– ¿Reconociste al muerto?

– No, señor, nunca lo había visto antes, ni yo ni los que hemos tenido ocasión de echarle un vistazo -se estremeció de repente-. Nunca había visto a un ahogado.

– No dejes que te obsesione. Algunos de nosotros tenemos que verlos todos los días. Gracias por contármelo todo de una manera tan clara. El inspector Miranda redactará la declaración para que la firmes.

El doctor Peláez, con sus termómetros y otros instrumentos, se ocupaba aún en analizar el cadáver, mientras Varga y su ayudante hacían un rastreo minucioso de la orilla, de manera que Bernal resolvió encender otro Káiser e interrogar al jefe de jardineros y al padre del peón, aunque éstos no aportaron prácticamente nada a la declaración de Hernán Álvarez.

Lista, mientras tanto, con conocimiento de Bernal, se había puesto a recorrer el camino de sirga del río, en dirección noreste, hacia la población, y mientras lo hacía escrutaba cuidadosamente el matorral. Una vez que se hubo obtenido la última de las fotos oficiales, Peláez cerró el maletín y se aproximó al lugar en que Bernal esperaba.

– Hablaremos en el coche -dijo éste-. Aquí hay humedad y hace mucho frío. La temperatura del agua apenas rebasa los cero grados y la del aire es de dos.

– ¿Y el cadáver? -preguntó Bernal.

– Tiene todavía un poco de calor en los órganos. Casi seis grados.

– ¿Cuánto hace entonces que murió?

– Eso depende de si ha estado en el agua desde el momento mismo en que murió. Tiene la carne de gallina, como es lógico, pero lo que llamamos «pellejo de lavandera», es decir, las arrugas producidas por la permanencia continua en el agua, sólo es perceptible en los dedos, sin que se haya extendido a toda la mano. Yo diría que ha fallecido hace unas diez o doce horas, a modo de aproximación. Entre las once de la noche y la una de la madrugada. Más tarde veré qué tiene en el estómago y sabré cuánto hace que comió por última vez.

– Pero ¿por qué estás tan inseguro acerca de si murió o no en el agua?

– Al principio pensé que se trataba de un caso de ahogamiento sin más, pero hay heridas serias y un corte ancho en la parte trasera de la cabeza que presentan señales de hematoma. Ahora bien, es muy corriente que los ahogados tengan heridas: el cadáver puede chocar con rocas, ramas sumergidas y otros objetos, incluso golpearse contra alguna embarcación o su hélice, pero en estos casos no hay hemorragia externa ni interna, ya que se trata de heridas producidas después de la muerte.

– ¿No podría haberse caído o arrojado junto al embarcadero de la población y haber sido arrastrado por la esclusa? -preguntó Bernal-. Sería viable suponer entonces que fue arrastrado hasta la cascada y desembocado desde la ría en el cauce del río un poco más abajo; el remolino del recodo hubiera podido empujarlo río arriba hasta esa rama que cuelga. Podríamos reconstruir su itinerario sirviéndonos de un maniquí de peso y tamaño parecidos.

– Haz lo que creas oportuno, Bernal, pero a mí lo que me preocupa es estas heridas. Tendrás que esperar a que las analice en el laboratorio, para ver si se infligieron en vida de la víctima, cosa que sospecho. A menos que estuviese drogado o muy borracho es improbable que se fuese dando todos esos topetazos que sugieres, por muchas ganas de suicidarse que tuviera, ya que el instinto natural de salvarse se habría apoderado de él durante un paseo acuático tan largo e incómodo.

– Pero ¿murió o no murió ahogado?

– No lo sé, recontra. Tendrás que esperar a que haga la autopsia y vea si hay síntomas de asfixia: si se han producido los reveladores puntitos rojos en los pulmones, lo sabremos. Le haré también el viejo test de Gettler para comprobar la cantidad de cloruro sódico de los ventrículos derecho e izquierdo del corazón. Por lo general, las autoridades judiciales lo admiten como prueba de que hubo ahogamiento. Haré que en el Instituto de Toxicología analicen los órganos y busquen rastro de drogas, pero no esperes ningún informe definitivo hasta pasado mañana. Mañana te contaré por teléfono algunos detalles generales.

– Gracias, Peláez. ¿No te choca que se quitara la ropa exterior para arrojarse al agua?

– Sí que es extraño, aunque no es insólito entre los suicidas de esta clase. Lo que está claro es que nadie en su sano juicio se pondría a nadar en un río en pleno diciembre, por no decir ya que entre las diez y las doce de la noche, pero es curiosa la forma en que una mente perturbada asocia las ideas. El tipo objeto de nuestro estudio se tira al agua con ganas de matarse, pero se desviste en parte para no hundirse, como si sólo fuera a darse un baño. Estas cosas suelen pasar, sobre todo cuando la resolución de quitarse la vida no es auténtica, sino en realidad un grito de socorro. También es verdad que tales hechos ocurren a veces en sitios más bien públicos, donde suele haber un oportuno espectador que acaba impidiendo el falso suicidio. Admito que, sin embargo, es muy fácil que se pueda fracasar. Por eso encontramos a veces cadáveres parcialmente desnudos en casos de ahogamiento voluntario. Pero mientras no llevemos el cadáver al instituto, lo cortemos y le echemos un vistazo, no haremos sino especular tontamente. ¿Esperamos al juez?

– No, me han otorgado plenos poderes. ¿Me informarás entonces mañana?

– Lo procuraré. En cualquier caso, recibirás el primer informe el martes. Los análisis pueden durar un poco más. Depende del trabajo que tengan en el Instituto de Toxicología.

Una vez que el doctor Peláez hubo supervisado el traslado del cadáver a la furgoneta mortuoria y se hubo marchado a Madrid con su ayudante, Bernal cambió unas palabras con el técnico Varga.

– Es muy poco lo que puedo decirte, jefe. Estoy casi seguro de que el difunto no se introdujo en el agua desde esta sección de la orilla. Las huellas de pisadas confirman plenamente la versión del joven y la de los dos jardineros. Lo único que he conseguido es este pedazo de papel que el muerto apretaba en la mano derecha.

– Caramba, Peláez no me ha dicho nada. ¿Hay algo escrito? -preguntó Bernal con impaciencia.

– Es sólo un pedazo mojado o la esquina de una hoja mayor en que se escribió con tinta de estilográfica algo que el agua ha borrado. Lo pondré bajo la lámpara ultravioleta y procuraré sacarle una fotografía con infrarrojos.

– ¿No hay nada más?

– Nada. He tomado muestras del agua del río, del suelo y de la vegetación por si necesitamos hacer comparaciones posteriores.

– Entonces será mejor que veamos lo que ha sacado Lista en claro del camino de sirga. ¿Dónde está Miranda?

– Cruzó el puente para ver lo que hay por el camino norte.

– Lástima que no hayamos traído todo nuestro equipo -dijo Bernal con un suspiro-; pero lo importante es llevar la investigación de manera discreta, sin despertar la alarma entre los vecinos. No nos interesa que se descuelguen por aquí los chicos de la prensa.

– Jefe, si quiere voy con Lista y mando a mi ayudante que vaya donde Miranda.

– No. Lista se ha encargado del trecho más largo de la orilla. Ve con tu ayudante y reuníos los dos con él; yo mientras trabajaré con Miranda. Nos reuniremos aquí, junto al coche, a las once en punto. Encargare a uno de los jardineros que nos traiga un poco de café para entonces.

Mientras el sol fue ascendiendo por el claro cielo turquesa, el día se tornó casi agradable, si bien flotaba todavía algo de humedad en el aire próximo al río. Poco antes de las once, tras una infructuosa búsqueda por la orilla norte, Bernal y Miranda oyeron que Lista les llamaba desde el Jardín de la Isla.

– He encontrado algo, jefe -dijo con expresión triunfal, alzando una prenda negra. Bernal y Miranda se apresuraron a reunirse con el-. La he encontrado en unos matorrales que hay junto al puente de la población, un poco por debajo de donde la esclusa vierte el agua del río en la acequia que cruza el palacio. El tejido es de lana y presenta algunos enganches y desgarraduras.

– ¡Pero si es una sotana! -exclamó Bernal-. Vaya hallazgo. ¿Es de la misma talla del muerto?

– Eso parece, jefe -dijo Lista mientras estiraba la prenda por la parte de la cintura-. La escarcha la ha humedecido, pero no está empapada, lo que indica que no ha estado sumergida en el agua ni ha permanecido mucho tiempo en medio de toda esta vegetación, menos aún expuesta a las lluvias de la semana pasada.

– ¿Encontraste algo en los bolsillos? -preguntó Bernal.

– Tan sólo doce pesetas, un rosario y seis terrones de azúcar con un envoltorio en que dice: «Envase especial para esta casa.»

– Como es lógico, no venía el nombre del establecimiento.

– No, jefe. Hay cientos de miles de bares y cafeterías corrientes con esa clase de azúcar.

– Pero en Aranjuez no puede haber muchos. Quizá valga la pena investigar al respecto más tarde, si tienes ocasión.

– He tocado lo menos posible, con pinzas, el contenido de los bolsillos, para que Varga pudiera analizar las huellas. Está probando suerte ahora en la furgoneta, pero las superficies de los objetos son muy pequeñas.

– Esperaré a que analice la sotana en el laboratorio con su nuevo sistema de autografía electrónica; tócala pues lo menos posible. Aunque observo que es de un tejido muy basto; es difícil que Varga pueda sacar algo en limpio. Ah, ya viene el café. Lista, dale la sotana a Varga y no menciones el hallazgo a los jardineros.

Éstos aparecieron en aquel punto con dos bandejas con termos, tazas de loza y un plato de croasanes, cuya contemplación despertó en Bernal un súbito apetito como no había sentido hacía muchos meses. Será el aire del campo, pensó.

Mientras se tomaba el café, charló con aparente despreocupación con padre e hijo a propósito de Aranjuez, de su población y de sus comercios; luego les preguntó por las instituciones religiosas.

– ¿Y las hermanas franciscanas? ¿Siguen en el convento de San Pascual?

– Sí, comisario -dijo el padre.

– ¿Y la iglesia de San Antonio? ¿Siguen diciendo misa todos los días?

– Pues claro. Allí es donde yo voy.

– No hay otros conventos, ¿verdad?

– Bueno, se ha abierto una nueva casa, al otro lado del río, mirando desde el embarcadero. Los hermanos ocuparon una mansión antigua y la han transformado.

– ¿Qué son? ¿Cistercienses? -preguntó Bernal.

– No, se trata de una orden nueva. Ellos la llaman Casa Apostólica.

– ¿Son muchos hermanos?

– Unos treinta, nos parece, aunque la mayor parte vive en clausura y no va al pueblo. A los únicos que vemos nosotros son al padre Gaspar, el prior, que es quien se encarga de la administración, y al padre Dámaso, que se ocupa de las compras en las tiendas y todo eso.

– Es interesante -dijo Bernal, sin poner de manifiesto que en realidad estaba sumamente interesado-. Nunca había oído hablar de esa orden. ¿Qué hábito visten?

– Uno negro, parecido a una sotana, con cordón rojo trenzado en la cintura y una cruz al extremo del cordón.

– Lo que pasa es que no es una cruz normal -interrumpió el hijo del jardinero-. Yo he visto de cerca la cruz del padre Dámaso y se parece a esas cruces que llevan los alemanes en las películas viejas, a la Cruz de Hierro, pero sólo por la parte de arriba; por abajo termina como una especie de puñalito. Casi parece un abrecartas.

Terminado el café, Bernal envió a Varga junto con Lista para que fotografiasen y buscasen en la parte de la orilla próxima al lugar en que se había encontrado aquel hábito religioso, mientras por su parte decidía hacer con Miranda una visita al padre Gaspar.

Mientras avanzaban por el paseo (que había inspirado a Joaquín Rodrigo el Concierto de Aranjuez cuando el compositor ciego pasaba su luna de miel en aquel pueblo delicioso, antes de que el lugar sufriera temporalmente los estragos de la guerra civil), Bernal señaló a Miranda unas ranuras que había en el empedrado, cerca de los muros de palacio.

– ¿Sabes qué era eso, Miranda?

– Pues unos surcos que se hicieron y que después se taparon. Bueno, son como líneas paralelas con una distancia de metro y medio entre sí; y van derechas a la puerta principal de palacio.

– ¿Y no te imaginas para qué servían?

– No, a menos que hubiese aquí una especie de tranvía que se utilizase durante la construcción o reforma del palacio.

– Caliente, caliente -bromeó Bernal-. Son los restos de la segunda línea férrea que se instaló en España; se terminó en 1851, el tren enlazaba Atocha con Aranjuez y la gente le llamaba el Fresa. Construyeron un ramal de una sola vía hasta palacio, e incluso entraba en el vestíbulo principal, donde se instalaron raíles plateados. Lo inauguró Isabel II y lo financió el banquero don José de Salamanca.

– Pues la locomotora tenía que poner perdido de humo el palacio.

– No creo. El vagón real se ponía en la cola y el tren reculaba desde la estación. Era una maniobra habitual.

– ¿Y la reina no podía venir en un coche de caballos desde la estación?

– Ya lo hacía antes; pero detestaba las carreteras, que estaban en mal estado, y el ir en coche le resultaba molesto a causa de una cistitis crónica que padecía; según los rumores, sus frecuentes líos amorosos con los guardias reales habían acabado por producirle esa inflamación. Muchos de los coches reales y tronos de su época tenían un orinal debajo del asiento.

– Ya entiendo. Y como llevaba tantas telas y miriñaque, nadie se daba cuenta de cuándo hacía sus necesidades.

– Tenía un temperamento autoritario, pero el pueblo la adoraba por reunir en su sola persona todos los viejos vicios nacionales.

Aunque la Casa Apostólica estaba a menos de medio kilómetro, Bernal consideró que debían ir en el vehículo oficial para que no se notase que habían estado investigando en un lugar próximo.

No escapó a Bernal que aquella nueva orden religiosa tenía que contar con un buen respaldo financiero, cuando se detuvieron ante las grandes puertas de hierro labrado de una restaurada mansión del siglo dieciocho, rodeada de amplios jardines. Transcurrió un rato antes de que respondiera a la llamada un monje o fraile, no estaban seguros, entrado en años y ataviado con un hábito negro, que preguntó al chófer de la policía por el motivo que les había llevado allí.

– La misa acaba de empezar -explicó en tono malhumorado-, pero pasen y esperen.

Bernal convino en ello, se abrió la puerta y el coche entró en el patio.

– Puede usted esperar en el locutorio al padre Gaspar si lo desea, comisario -dijo el monje.

– ¿Podemos ir a la iglesia o no se permite la entrada a los seglares?

– A los hombres sí, pero no a las mujeres. Si ése es su deseo, síganme, por favor -dijo, al parecer apaciguado por el interés que demostraban en asistir al sagrado oficio; y acto seguido les condujo a la iglesia, de construcción reciente, que estaba a la derecha de la estructura original de la mansión.

En el momento de entrar con Miranda, y tras decir al monje que se contentaban con quedarse en la última fila de bancos, Bernal oyó parte del introito del día, que también allí se decía en latín: «Ecce Dominus veniet ad salvandas gentes…» («He aquí que el Señor vendrá a salvar las naciones…»). Vestía el celebrante de blanco y le ayudaban un diácono y un subdiácono, asimismo ornamentados con el blanco propio del día.

Estaba ocupado Bernal en contar el número de monjes sentados en el coro cuando Miranda le dio un leve codazo y le señaló disimuladamente un pequeño grupo de fieles uniformados, instalado en la parte derecha del crucero. Mientras se arrodillaban para rezar, Bernal susurró a Miranda:

– Sal sin llamar la atención y mira a ver si localizas los vehículos en que han venido. Di a nuestro chófer que se ponga a charlar con sus colegas y que averigüe quién es esta gente de uniforme.

Volvió Miranda luego de la poscomunión, pero antes del último evangelio, y se deslizó en el banco hasta situarse junto a Bernal.

– Han venido en un Seat grande y en un jeep, que están estacionados en la parte trasera -murmuró-. Nuestro chófer ha ido a fumar un cigarrillo con sus compañeros.

– Estupendo. Ojalá les pregunte por ese uniforme tan raro que llevan.

Cuando se dijeron las últimas oraciones el monje entrado en años volvió a acercárseles para rogarles le siguieran al locutorio.

– No tardará en venir el padre Gaspar, comisario. Ahora se está quitando la vestimenta de celebrante.

Mientras esperaban, Bernal contempló las descoloridas imágenes decimonónicas que representaban escenas de la vida de Jesucristo, y se preguntó si no sería excesivamente atrevido fumar allí.

– Hay cenicero, jefe -dijo Miranda, que había visto que su superior manoseaba nerviosamente una cajetilla de Káiser.

– Será mejor esperar a que venga el prior.

Cuando apareció por fin el padre Gaspar, Bernal se puso en pie para estrecharle la mano y para observar de cerca, mientras lo hacía, el grueso cordón rojo que le ceñía la cintura y del que pendía una cruz de oro de extraña forma de puñal y con remate cuadrado en el extremo de los tres brazos superiores.

– Siéntese, comisario -dijo el eclesiástico cortésmente-. Y este caballero es el inspector…

– Miranda, mi ayudante.

– ¿Les apetece tomar algo? -cogió de un aparador una jarra y tres vasos y sirvió un poco de vino-. No es más que un sencillo Moriles.

– Que nos vendrá de perlas, padre.

– Fume si lo desea, por favor.

El prior era un hombre alto, de pelo cano, faz alargada y nariz puntiaguda, e irradiaba cierta sensación de fuerza y resuelto fanatismo.

– Bien, ¿podrían decirme en qué puedo contribuir al trabajo de la Brigada Criminal de la Policía Judicial?

– Pues verá usted: nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas tocantes a la trágica muerte del capitán Lebrija Russell. En particular, querríamos saber en qué estado de ánimo se encontraba la última vez que habló usted con él. Tengo entendido que era usted su consejero espiritual -a Bernal le dio la impresión de que aquella pregunta tranquilizaba al prior, un poco como si hubiera temido éste otra más comprometedora.

– Ha sido, ciertamente, un acontecimiento muy penoso -Bernal advirtió que ni aquel ni los demás testigos relacionados con Lebrija manifestaban la menor curiosidad acerca de los detalles del presunto accidente-. ¿Verdad, comisario, que su muerte no fue otra cosa que el resultado de un accidente? Sería increíble cualquier otra hipótesis. Era un hombre totalmente seguro de sí, y jamás estaba preocupado ni deprimido. Se encontraba además en estado de gracia -dijo de forma terminante.

– Ah, entonces le vio usted poco antes de que abandonara la academia de Ocaña, ¿no?

– No exactamente. Nos visitó al pasar camino de Madrid, se confesó conmigo y nos acompañó durante las vísperas. Dijo que procuraría oír misa en San Ildefonso al día siguiente, Domingo Primero de Adviento.

– No creo que viviera lo suficiente para hacerlo -dijo Bernal-. Al parecer murió el domingo a primera hora.

El prior se santiguó.

– Descanse en paz y que Dios nos guarde a todos de una muerte violenta.

– ¿Venía a menudo por aquí el capitán Lebrija? -prosiguió Bernal.

– Con mucha frecuencia. A veces se hospedaba durante una semana, para seguir los Ejercicios Espirituales. Todos los hermanos lo querían mucho.

– ¿Cuántos hay en esta casa? -preguntó Bernal-. Me temo que no conozco muy bien esta orden de ustedes.

– No tengo inconveniente en darle pormenores. La orden se fundó en Colonia hace relativamente poco, en 1932, y aún no ha obtenido la sanción papal. En España no tenemos más que dos establecimientos; en esta casa, incluyéndome a mí, somos treinta y dos hermanos; en la otra, que está en Sevilla, es menor el contingente.

– ¿Están hoy aquí todos los hermanos? -preguntó Bernal, que advirtió un asomo de inquietud en el semblante del prior.

– Eso creo, comisario, aunque no todos han asistido a misa. Algunos tenían que partir leña, ir por agua, en fin… -dijo, para terminar con una risa breve, que sonó nerviosa e insincera.

– Lamento pecar de curiosidad, padre prior -dijo Bernal-, pero ¿cuál es el papel de la Casa Apostólica?

– Los primitivos padres apostólicos fueron, naturalmente, los autores cristianos del siglo primero que habían estado en contacto directo con los apóstoles de Nuestro Señor Jesucristo. Al imitarles, entendemos nuestra misión como un rearme de la sociedad para contraatacar la relajación y perversidad que hoy dominan en todas las esferas de la vida. Buscamos el contacto con los seglares influyentes, neófitos, si lo prefiere, capaces de sembrar la semilla de la reforma moral en todas partes: en el comercio, en la industria, en las fuerzas armadas, en la radio y la televisión, en el periodismo, etcétera. Estos seglares tienen vínculos muy estrechos con nosotros.

– Entiendo. ¿Por eso se hizo usted consejero espiritual del capitán Lebrija en la academia de artillería?

– Sí, y también de otros oficiales del mismo centro. Seguramente habrá visto a algunos en misa, hace un rato. Tenemos que reforzar la fe de nuestros dirigentes y darles una firme base moral en su conducta frente a la rápida secularización de nuestras estructuras sociales -los ojos del prior se iluminaban como los de un santo pintado por El Greco.

– Gracias por sus explicaciones, padre. Y me alegra haberle oído decir que el capitán Lebrija no estaba en modo alguno deprimido. Su muerte sigue rodeada de cierto misterio y su madre, la señora marquesa, está muy interesada en que lo aclaremos cuanto antes.

– Sea como fuere, comisario, estoy seguro de que no fue un suicidio. Su muerte es una gran tragedia para nosotros; jugaba un papel importante en nuestro proyecto de fortalecer la resolución de nuestros dirigentes militares. Pasado mañana celebraremos una misa de difuntos en memoria suya.

Una vez en el coche y mientras regresaban a Madrid, Miranda preguntó al chófer si les había podido sonsacar algo a los conductores de los vehículos militares estacionados en la parte trasera del convento.

– Pues mire usted, inspector, ellos dicen que saben muy poco. Cuando les pregunté por los uniformes azules con insignia roja en las hombreras dijeron que a veces se los ponían en vez del uniforme normal de artillería para determinadas ocasiones, y que eran propios de un cuerpo secreto parecido a los GEO.

– Pues no se parece en nada al uniforme de los GEO -comentó Bernal.

– Yo nunca he visto nada parecido ni en el ejército ni en la policía. Y la insignia roja es muy llamativa.

– ¿Qué es exactamente? ¿La viste de cerca?

– Sí, señor. Tiene punta, como un puñal, por la parte de fuera, y con una cabeza triple, como una cruz de brazos gruesos.

– ¿Cómo la Cruz de Hierro de los alemanes?

– Eso es, comisario. Es como esa insignia que en actos oficiales llevan algunos de los generales que estuvieron en la División Azul.

Cuando avistaron la periferia meridional de Madrid, Miranda preguntó a Bernal si tenía que hacer alguna otra cosa.

– Nada más por hoy, salvo entregar a Paco Navarro, para que los archive, tus informes y las declaraciones. No creo que Lista y Varga terminen antes del anochecer. Mañana estudiaremos lo obtenido en los dos casos.

Al avanzar por la calle Mayor pasando por entre los viandantes que daban su habitual paseo del domingo por la tarde, vieron que en plena Puerta del Sol y ante la sede de su propio ministerio el Ayuntamiento había alzado un alto abeto noruego.

– Ya falta poco para las Navidades, Miranda. No nos queda mucho tiempo para llegar al fondo de este condenado asunto.