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Mientras con poquísima gana se desayunaba la triste combinación de pan frito con sucedáneo de café que Eugenia le había traído, Bernal temblaba de frío en la helada salita de su casa y maldecía al calefactor por no alimentar como era debido la vieja caldera del patio de vecinos de la planta baja. El ruido de sus paletadas solía despertarles en las mañanas de invierno, pero, con todo, a las tuberías y radiadores del piso octavo en que Bernal vivía no les llegaba ni gota de agua caliente hasta un par de horas más tarde; y en aquel ocho de diciembre en que, de pronto, hacía más frío, el calefactor no se había tomado la molestia de aparecer por allí.
Por la reja de la ventana que daba a la terraza -donde algún valiente pero malherido geranio se estremecía a instancias del viento helado- Bernal podía ver a Eugenia inclinada sobre el brasero, soplando las astillas de leña que había dispuesto para encender el cisco. En cuanto ardiera y hubiese dejado de humear, Eugenia lo entraría en la sala y lo colocaría en la parte inferior de la mesa circular. «La nuestra tiene que ser la única casa de todo Madrid que se vale de una mesa camilla con brasero», se dijo mientras contemplaba con la acostumbrada mezcla de rabia y culpabilidad los esfuerzos de su mujer. Todo el mundo utilizaba algún sistema moderno de calefacción, pero ella se negaba a servirse de aquellos derrochadores aparatos de última hora y él casi había renunciado ya a discutir con ella sobre el tema.
– Ahora, Luisito, mete las piernas bajo el paño y verás qué pronto entras en calor.
Alzó Bernal la cubierta de grueso paño rojo para que su mujer colocara el brasero y luego apoyó los pies, no sin cautela, en el travesaño, esperando que aquel chisme no produjese un tufo que le asfixiara.
– Geñita, voy a tener que irme ya.
– Pues ayúdame antes a doblar unas cuantas vestimentas sagradas. Hoy es la Purísima y el padre Anselmo especialmente quiere la casulla azul.
La mujer se metió materialmente en el armario metamorfoseado en capilla y reapareció tambaleándose bajo el peso de un fardo de ropas eclesiásticas azul celeste, ornadas de bordados exquisitos.
– Tienen que valer una fortuna -exclamó Bernal-. No es posible que se utilicen con tanta frecuencia.
– No, Luis, no se utilizan con frecuencia. Y según el Concilio Vaticano II, ya no es obligatorio usarlas.
Esos cardenales confirmaron la reducción de los colores litúrgicos a cinco. Pero el padre Anselmo es muy apegado a las tradiciones -dijo Eugenia con aprobación que saltaba a la vista-. «Si se ha venido haciendo durante mil años, ¿para qué cambiar ahora la costumbre?», dice él. Así que como hoy es la Purísima, se pondrá los ornamentos azules en vez de los blancos. Como sea, representará un cambio después del morado de Adviento.
En la imaginación de Bernal comenzaban a formarse ciertas conexiones.
– ¿Cuáles son esos cinco colores, Geñita? ¿Y en qué días se utilizan?
– ¡Pero Luis! Tienes que haberte fijado en que hay varios colores según los días, a pesar de que te criaran como a un ateo -al parecer había resuelto complacer al marido por una vez, ya que consideraba muy valiosa la información que se le pedía. Quizás hubiera aún esperanza para él-. Empecemos por el principio del año litúrgico: en Adviento, desde el domingo más cercano a la fiesta de San Andrés, que es el 30 de noviembre, hasta Nochebuena, los ornamentos son morados, color que simboliza la penitencia. En Navidad se cambia al color blanco, que es símbolo de alegría por el nacimiento de Jesús, y se mantiene hasta la infraoctava de Epifanía el 14 de enero. A partir del Domingo Segundo después de Epifanía, el color es verde, que simboliza la esperanza, y se emplea hasta el Domingo Sexto. Luego comienza el tiempo de la Cuaresma, con el Domingo de Septuagésimo, cuando el color es otra vez el morado, que se mantiene hasta el Jueves Santo. El blanco de la alegría vuelve a emplearse otra vez entre la Pascua de Resurrección y la Vigilia de Pentecostés, en que cambia a rojo, que simboliza el fuego del amor de Dios, y se usa hasta la fiesta de la Santísima Trinidad, en que se vuelve al blanco. Luego vuelve el verde, que se mantiene hasta que llega otra vez Adviento. En fin, espero haberte enseñado algo útil.
Bernal había quedado un poco aturdido tras aquellas explicaciones, pero preguntó:
– Cuando te vi el otro día limpiando los ornamentos no advertí ninguno de color verde. ¿Por qué?
– Porque el blanco, en caso de necesidad, puede sustituir al verde o a cualquier otro color. Hay iglesias demasiado pobres para tener ornamentos de todos los colores.
– Has dicho que los colores litúrgicos que se emplean normalmente son cinco, pero tú sólo has mencionado cuatro: morado, blanco, verde y rojo.
– El quinto es el negro, pero éste sólo se emplea en Viernes Santo, en el Día de los Fieles Difuntos, o sea, el 2 de noviembre, y, naturalmente, en las misas de réquiem y funerales. No tienes que olvidarte de que el color propio del día suele dominar sobre el color del período anual en que nos encontremos. Si, por ejemplo, es la festividad de algún mártir, los ornamentos serán rojos, mientras que si es la festividad de una virgen que no sea mártir, el color tendrá que ser blanco.
– Entonces, ¿por qué esos ornamentos de ahí son azules?
– Por tradición, para las fiestas de la Virgen que son dobles de primera clase, como hoy.
– ¿Y rosa? ¿Hay ornamentos de color rosa?
– Sí -dijo Eugenia con tono de tolerancia-. Son de color rosa el Domingo Tercero de Adviento.
– ¿Y cuándo es eso?
– Pues el domingo que viene. ¿Me dejas ya que vaya a lavar los platos del desayuno, y luego llevamos los ornamentos a la iglesia, antes de que comience la misa?
– Sí, naturalmente. Por cierto, ¿dónde podría encontrar una lista de los colores de cada día?
– En casi todos los misales romanos, al comienzo, donde viene el calendario litúrgico. Espera, te puedo dar uno antiguo que era de mi madre -se acercó a la parte superior del desvencijado aparador-. Toma. Es anterior al concilio, con el texto en latín y castellano, publicado por Acción Católica en 1945. Los nuevos son más sencillos y sólo viene la parte en castellano. El padre Anselmo no suele usarlos.
– No esperaba menos -murmuró Luis, absorto en la lectura de los cuadros litúrgicos que venían al principio del misal.
– ¿Puedo irme ya a la cocina? -preguntó Eugenia con gran desconcierto y observando al marido con la cabeza ladeada y los brazos en jarras; pero Luis se había sumergido totalmente en la lectura.
Al cabo de un rato fue a buscar su fotocopia de los mensajes Magos y se puso a cotejar éstos con el calendario litúrgico del misal.
El primer mensaje contenía la expresión «Morado A.l», y el cuarto, que La Corneta habría publicado aquel mismo día, la expresión «Morado A.3»; recordaba la extrañeza que le produjo el «A.3» cuando Elena se lo leyó por teléfono. Haciendo caso omiso de los días feriados, que no tenían ningún color específico en la lista que tenía delante, consultó la cantidad de días de Adviento en que se consignaba el empleo de los ornamentos morados. En primer lugar estaba el Domingo Primero de Adviento, que aquel año había caído en el 29 de noviembre. ¿Se referiría a él el «Morado A.l» del primer mensaje Magos, aparecido el 14 de noviembre? De ser así, el «Morado A.3» del cuarto mensaje podía aludir al tercer día de Adviento en que estuviese indicado el empleo de ornamentos morados. Fue mirando los días: había muchos en que se celebraba la festividad de un santo y en que el color indicado era el rojo o el blanco; pero entonces llegó al 20 de diciembre, segundo día «morado». No había otro hasta el 24, en que terminaba el tiempo de Adviento, de modo que éste podía ser perfectamente el «Morado A.3» del mensaje que había aparecido aquel preciso 8 de diciembre.
Bernal se centró entonces en los otros mensajes. El segundo por orden de publicación, aparecido en 20 de noviembre, decía «Azul A.l». No había ningún día en que se estableciese el uso del azul, pero Eugenia estaba segura de que aquel 8 de diciembre, festividad de la Purísima Concepción, era «azul» por tradición. Consultó la última parte del misal, correspondiente a las misas propias de santos, y vio que ponía: «8 de diciembre. Blanco o azul.» Sin lugar a dudas era el primer día «azul» de Adviento y, al parecer, el único del ciclo en cuestión.
Probó fortuna entonces con el tercer mensaje, publicado el 27 de noviembre: «Rosa A.l». El cuadro litúrgico no mencionaba ningún color rosa. Pero ¿qué le había dicho Eugenia? Que se podía emplear en el Domingo Tercero de Adviento, es decir, el domingo próximo. Consultó en la primera parte, la de las misas propias de los tiempos litúrgicos y leyó: «Domingo Tercero de Adviento. Morado o rosa.» Pasó el resto de las finas páginas de papel biblia mirando lo que quedaba de Adviento: el rosa sólo se mencionaba para aquel domingo. De modo que el tercer mensaje podía aludir a aquel primero (y único) día «rosa» del ciclo.
Hizo entonces el siguiente esquema en una hoja de papel:
Publicación AnunciosTextoFecha probable
14 noviembre MAGOS Morado A.l San Ildefonso 29 noviembre
20 noviembre MAGOS Azul A.l El Pardo 8 diciembre (hoy)
27 noviembre MAGOS Rosa A.l Segovia 13 diciembre
8 diciembre MAGOS Morado A.3 Aranjuez 24 diciembre
Lo observó con espíritu crítico: había invariablemente un espacio de dieciséis o dieciocho días entre la publicación del mensaje y la fecha al parecer propuesta para una acción cuya naturaleza ignoraba aún. Se preguntó por qué; ¿acaso para dar a los destinatarios tiempo para prepararse? Era plausible.
En lo que afectaba al primer mensaje, algo había ocurrido ciertamente en San Ildefonso en la madrugada del día 30 de noviembre que coincidía bastante bien con lo básico de aquél, y en todo caso el capitán Lebrija y su cómplice tenían que haber salido de Ocaña, para detenerse luego en el convento de Aranjuez, en la noche del 29 de noviembre. De ese modo sí que encajaba aquello. Además, el primer mensaje, aparecido en la sección de anuncios de La Corneta del 14 de noviembre, estaba rodeado de un círculo rojo en el ejemplar de Lebrija. Era éste el único testimonio concreto que vinculaba a Magos con San Ildefonso y el capitán Lebrija, pero era concluyente y más allá de toda coincidencia casual.
Lo que desconcertaba sobremanera a Bernal era el hallazgo de un ahogado en Aranjuez el seis de diciembre. Según su parcial descodificación de los mensajes, nada tenía que ocurrir en Aranjuez hasta Nochebuena, y sin embargo el cadáver se había encontrado hacía dos días, mucho antes de lo que le «correspondía», cuando, a juzgar por las fechas litúrgicamente codificadas, no tenía que efectuarse al parecer ninguna acción… a no ser que sus cálculos fuesen erróneos. Con todo, había ya una ocasión para comprobar su hipótesis. Algo podía haber ocurrido aquel mismo día en El Pardo. ¿Debía avisar al secretario del Rey y ponerle alerta? Bernal se daba cuenta de que podía dar un tremendo patinazo si no ocurría nada. De cualquier modo llamaría a la Zarzuela para saber si el CESID u otro cuerpo de seguridad había dado algún toque de alarma; estos organismos contaban con muchos más recursos que él.
Eugenia interrumpió bruscamente sus especulaciones.
– Sería conveniente que nos fuéramos ya con estas vestimentas, Luis. Ayúdame a llevar la canasta.
Bernal aceptó de mejor grado que de costumbre, ya que quería cotejar aquel calendario litúrgico del misal de su suegra con el conocimiento más experto y práctico del padre Anselmo sobre la materia.
Bajaron ellos a pie los ocho pisos, para no forzar la resistencia hidráulica del antiquísimo ascensor, y cuando llegaron al zaguán sacaron a rastras del cacharro la sobrecargada cesta de mimbre. La portera salió de sus dependencias, ostentosamente ataviada con un vestido negro de alepín y con un gran medallón dorado de la Virgen de los Dolores de Murillo en medio relieve.
– Buenos días, don Luis. Magnífico día para la festividad que hoy se celebra, doña Eugenia, a Dios gracias. ¡Ah!, esos son los vestidos azules, ¿verdad? Ahora que los hemos limpiado tendrán un aspecto imponente. Yo ya me he dado una vuelta por la iglesia, para poner las azucenas blancas ante el altar.
Cuando llegaron a la sacristía, los tres estaban sin aliento. Bernal se las apañó entonces para consultar con el padre Anselmo la cuestión de los colores propios de cada día, mientras las dos beatas la emprendían con la casulla, el manípulo, la estola y el cíngulo. Tras obtener una corroboración un tanto prolija y en extremo pía de lo que había sabido ya por Eugenia y el misal diario, Bernal se sintió obligado a quedarse por lo menos al comienzo de la misa solemne que iba a cantarse en latín. Y como ya le ocurriera en otra ocasión, advirtió lo oportuno de las palabras del introito propio del día: «… quia induit me vestimentis salutis: et indumento justitiae circumdedit me…» («pues me cubrió con vestiduras de santidad y me rodeó con el manto de la justicia»).
No tardó Bernal en escaparse por la puerta lateral forrada de bayeta, saliendo a Alcalá donde se detuvo para comprar La Corneta. El quiosquero le miró con extrañeza, pero esto era algo a lo que Bernal comenzaba ya a acostumbrarse. Una vez acodado en la barra del establecimiento de Félix Pérez, pidió un café con leche y un croasán, rebuscó con la mirada entre los anuncios del periódico y localizó el cuarto mensaje Magos en un lugar destacado: «Magos Morado A.3. Aranjuez», impreso exactamente como Elena Fernández lo había visto preparado para la redacción dos días antes. No había duda de que el secretario del Rey lo leería también; ¿debía informarle de sus hallazgos de última hora? La idea de que sus especulaciones fueran equivocadas le paralizaba aún, pero si eran correctas ello quería decir que aquel cuarto mensaje anunciaba para el 24 de diciembre la comisión de un hecho todavía ignorado, mientras que si no lo eran, aquel momento tampoco era el más oportuno para jugar a las adivinanzas. Lo más seguro era esperar a ver qué deparaba el presente día, pues la descodificación le sugería que el segundo mensaje anunciaba que algo iba a ocurrir aquel preciso 8 de diciembre.
Cuando llegó al despacho de Gobernación, encontró a Lista y a Miranda ayudando a Navarro con un montón de informes y fichas.
– Hola, jefe, estamos separando las investigaciones que corresponden a cada uno de los dos homicidios -dijo Navarro-. He puesto allí todo lo relativo al capitán Lebrija y he despejado las mesas de Elena y Ángel para poner en ellas los informes vinculados con el cadáver sin identificar de Aranjuez.
– Estupendo, Paco. ¿Qué hacéis con los informes sobre La Corneta y los mensajes Magos?
– Por ahora, y puesto que abultan poco, los he puesto en la otra mesa de tu despacho.
– Yo creo que tengo algo más -dijo Bernal-, sólo que por el momento no pasa de ser una conjetura. ¿Se ha recibido el parte completo del Instituto Anatómico Forense sobre el ahogado de Aranjuez?
– Ha llegado esta mañana, lo tienes en tu mesa. Los análisis del Instituto de Toxicología no han llegado aún, pero no creo que tarden.
Bernal se puso a leer el largo informe de Peláez, escrito en su acostumbrado estilo de telegrama:
Cadáver: recogido en el Tajo, a la altura de Aranjuez. Varón de raza blanca caucásica, estatura 1,77 metros, peso 82 kilogramos, edad aproximada 45-50, constitución robusta, espaldas anchas y algo caídas, cabello tirando a negro con canas en las sienes, ojos castaño oscuro; enfermedad física evidente que sugiere alcoholismo crónico de carácter leve: púrpura maxilar, úlcera de duodeno, cirrosis hepática incipiente. Profesión difícil determinar: manos y pies sin callosidades, ninguna deformación de piernas, ligera cargazón de espalda que sugiere ocupación intelectual o administrativa, círculo desprovisto de pelo en la coronilla no debido a alopecia pero rasurado unos quince días antes de la muerte (¿por motivos religiosos? Tiene aspecto de tonsura).
Pensó Bernal que el detalle de la tonsura revelaba la pericia del facultativo, ya que éste se había marchado del lugar de los hechos antes de que Lista descubriera el hábito abandonado cuya existencia, por otra parte, tampoco se le había comunicado.
Dentadura natural en buen estado, dos premolares y un canino con empastes de oro, y completa salvo extracción de los cuatro terceros molares (se adjunta radiografía para ulterior comprobación en ficheros odontológicos). Anillo ancho de oro liso en anular derecho (fabricado en Sevilla, según marca del joyero); cadena del cuello de oro con cruz de oro liso (objetos estos enviados a laboratorio técnico). Restos estomacales revelan comida consistente en tortilla de patata, filete, patatas fritas, ensalada y más de un litro de vino tinto, todo ello consumido entre una hora y hora y media antes de la muerte. Restos junto con demás órganos y muestras de sangre enviados a Instituto de Toxicología, y más muestras de sangre enviadas al hematólogo oficial para comprobaciones de rutina.
Causa de la muerte: sin hemorragias de asfixia en cara, cuello ni cuero cabelludo, sin agua en conductos bronquiales ni pulmones, ni típicos «puntitos» en superficies pulmonares; no hubo ahogamiento. Muchas de las rozaduras en partes descubiertas son posteriores a la muerte, producidas sin duda por contacto con objetos naturales del río; unas cuantas han sangrado, y por tanto se han producido antes de la defunción. Siete fuertes contusiones producidas en partes posterior y superior del cráneo. Las tres primeras causadas por persona diestra situada detrás y a la izquierda de la víctima, con objeto muy ancho, liso y contundente. Estos tres primeros golpes produjeron daños superficiales en gran parte del cerebro, suficientes para aturdir momentáneamente a la víctima, aunque no para dejarla totalmente sin sentido. Otros cuatro golpes violentos se produjeron por arriba, mientras la víctima estaba sentada o en posición semicaída, con objeto también contundente pero más estrecho que el primero. El segundo de esta segunda serie de golpes fue la causa de la muerte, por fractura de cráneo, algunos de cuyos fragmentos se incrustaron en el cerebro y provocaron abundante hemorragia. Los dos últimos golpes se dieron después de la muerte.
Bernal silbó suavemente: no se trataba, pues, de un ahogamiento, sino del asesinato de un hombre a palos o a porrazos; el cuerpo había sido luego despojado de la ropa exterior y arrojado al río. Peláez había añadido una nota escrita a mano al final del informe oficial escrito a máquina: «Sugiero busques fusil con manchas de sangre. Primeros golpes tal vez con parte ancha de la culata, pero los últimos y decisivos con contera de la misma arma.»
Bernal advirtió que no se hablaba para nada de heridas o magulladuras en manos y antebrazos que solían presentarse cuando había movimiento de autodefensa. Esta ausencia sugería que el asesino había esperado a la víctima escondido en la oscuridad, probablemente entre las 10.30 y la medianoche a juzgar por el testimonio temporal aportado por los restos estomacales de alimentos, y que, llegado el momento, había saltado y atacado a aquélla por detrás; que primero la había derribado a golpes y que luego, ya la víctima en posición semipostrada, había acabado con ella. Bernal se fijó en que no se habían encontrado los zapatos. Habría que dragar el río para buscarlos y también para buscar el arma homicida, aunque si Peláez tenía razón en lo que a ésta respectaba y se trataba de un fusil, ¿era lógico que el culpable se hubiera deshecho de un objeto de tanto valor de aquella manera? No, lo más seguro es que lo hubiera limpiado a conciencia, en cuyo caso probablemente tendría aún diminutos rastros de la sangre de la víctima y quizá también fragmentos de cabellos que el asesino habría pasado por alto. Con los ojos de la memoria volvió Bernal a ver el armero repleto de fusiles de la academia de artillería de Ocaña y se preguntó si tendría ocasión alguna vez de hacerse con aquellas armas para que Varga las analizase. Resolvió convocar a sus inspectores para conferenciar a propósito del informe del patólogo.
Cuando comenzaban a reunirse llegó Varga.
– Jefe, te traigo el informe técnico. He podido hacer unas buenas fotos del pedazo de papel que la víctima de Aranjuez sujetaba en la mano derecha. La luz negra no me sirvió de mucho, pero las fotos con rayos infrarrojos han quedado muy claras. Es la esquina superior izquierda de una hoja de cuaderno, de papel muy corriente, y en la que se escribió un texto a mano.
Bernal observó detenidamente la ampliación, en que se leía:
Sr. direc…
Ministe…
Pue…
Ma…
parte claramente alusiva al destinatario. El dentado fragmento de papel contenía también parte del texto:
Exce…
La comu…
urgen…
la Op…
Bernal se lo pasó a Navarro mientras comentaba:
– Parece parte de una carta dirigida a un director general de un ministerio. Posiblemente el nuestro, ¿no te parece?
– ¿De dónde sacas eso, jefe? -dijo Navarro.
– Bueno, el segundo renglón de la dirección alude a la palabra «Ministerio», y aunque estoy de acuerdo en que no sabemos de cuál se trata, la tercera línea tiene que referirse a la calle y la cuarta a «Madrid». Ahora bien: no creo que muchos nombres de calle comiencen con Pue sin que se refieran a «Puente», «Puerta», «Puebla» o «Puerto», y hay unas cuantas de cada, pero el único ministerio situado en una dirección que comience de ese modo creo que es, sin mirar el callejero, precisamente la Puerta del Sol en que estamos.
– Aquí tenemos el callejero, jefe. Vamos a consultarlo, aunque creo que tienes razón -Navarro se puso a contar aprisa-. Hay veintiséis direcciones que comienzan por «Puente», pero, que yo sepa, sin ningún ministerio en ellas -siguió consultando la nómina-. Cuarenta y una «Puertas» y… -hizo aquí una cuenta más larga- y setenta y un «Puertos». Las restantes posibilidades son dos «Puebla», un «Pueblo» y por último un «Pueblos».
– Bueno, me había olvidado de éstas -dijo Bernal-. Consulta las direcciones ministeriales.
– Tienes toda la razón, jefe; el nuestro es el único situado en un lugar cuyo nombre comienza por Pue.
– Lástima que no dispongamos de una parte mayor del texto -dijo Bernal con un suspiro-. Pero está claro que la carta comienza diciendo: «Excelentísimo Señor», para continuar con alguna información de carácter apremiante: «Comunico a S. E… con urgencia…» ¿No pensáis lo mismo? Lo malo viene después. ¿Qué es «la Op»? Cierto que es un comienzo que podría completarse de muchas maneras, pero fijaos en la o mayúscula. No es probable se refiera a «la ópera», ya que a duras penas resulta verosímil que nadie se dirija al Ministerio del Interior para hablarle urgentemente de la ópera o de la plaza de la ópera. Podría tratarse de «la oposición», pero aquí no se justifican ni la urgencia ni la o mayúscula. Es mucho más plausible que se trate de «la Operación» -sentenció. Luego se volvió a Varga y le preguntó: -¿Había algo escrito al dorso?
– Muy poco, jefe, sólo unas cuantas letras. Aquí tienes la otra foto con rayos infrarrojos.
Bernal observó con atención la foto ampliada:
…ención.
…nción.
…isos.
…ta.
…ón.
…ción.
…n.
– Aunque esto no aclara gran cosa, se ve que es una especie de lista en que cada uno de los elementos catalogados ocupa la mayor parte de la línea y termina en punto, pero el final de las palabras es tan corriente que no hay forma de saber cuáles son. ¿Qué me dices de la caligrafía, Varga? A mí me parece letra bastardilla.
– No es exactamente así, jefe. Es de esa florida letra inglesa que ya no suele verse mucho, pero de lo que no hay duda es de que se ha escrito con estilográfica y tinta azul marino permanente.
– Cosa notable, ¿no?, en estos días en que casi todo el mundo escribe con bolígrafo, con grave detrimento de la legibilidad, por cierto.
– El experto en caligrafía dice que el autor debe de tener unos cincuenta años o más, que ha escrito este texto mientras temblaba y bajo la presión de impulsos muy desiguales, lo cual indica que se hallaba sometido a una fuerte tensión emocional y quizá también que sufría algún desarreglo del sistema nervioso.
– ¡Pues vaya imaginación la de esos expertos! -exclamó Bernal-. Con razón miran siempre los magistrados sus testimonios con cierto recelo.
– A mí, jefe -comentó Miranda-, me parece caligrafía de cura. Cuando yo era un chaval, había en mi escuela un cura que escribía en la pizarra de una manera muy parecida, con muchos ringorrangos y gavilanes.
– Tienes razón, Carlos, también a mí me recuerda a eso -dijo Bernal-. Es una antigua caligrafía eclesiástica.
– ¿Y qué hacemos ahora, jefe? -preguntó Lista.
– Sugiero un plan de acción con dos direcciones -dijo Bernal-. Primera, hay que dragar el Tajo desde el embarcadero hasta donde se encontró el cadáver e incluso hasta un punto posterior si es posible. El objeto principal será buscar el arma homicida, posiblemente un fusil, así como los zapatos del muerto y demás prendas de vestir, por ejemplo el cinturón. Segunda, hay que identificar al difunto. Habrá que investigar en las casas religiosas e iglesias de Aranjuez para ver si se ha echado en falta a algún clérigo; habrá que enseñar a los dentistas locales la radiografía de la dentadura del muerto y sería conveniente preguntar a los lenceros y vendedores de prendas religiosas por la ropa interior anticuada y el hábito que parece una sotana.
– Yo organizaré el dragado, jefe -dijo Varga.
– Juan y yo -añadió Miranda- podríamos encargarnos de las restantes pesquisas.
– Yo iré con vosotros -dijo Bernal-, pero tú, Paco, será mejor que te quedes aquí para coordinar nuestros pasos. Me preocupa el móvil de este asesinato. No puede haber sido el robo, porque el anillo, la cadena y la cruz, todos de oro, seguían en el cuerpo cuando lo arrojaron al agua. Por lo demás, es improbable que un sacerdote llevase encima una gran cantidad de dinero, en particular a la hora de la noche en que ocurrió el crimen. Creo que habría que preguntar en los bares de la localidad si venden sellos de correos; suele hacerse en bastantes pueblos.
– ¿Qué te hace creer que el muerto iba a comprar un sello? -preguntó Navarro.
– Paco, eso es que no has leído el informe de Varga sobre el contenido de los bolsillos. La víctima llevaba encima unos cuantos terrones de azúcar envueltos, un rosario y doce pesetas: el importe exacto de un sello de carta interurbana, probablemente la que le arrebataron de las manos antes de quitarle de en medio. También es posible que fuera a buscar un sobre, puesto que parece que llevaba en la mano la carta sola, sin sobre.
– Vosotros tres -dijo Navarro a Miranda, Lista y Varga- partid inmediatamente hacia Aranjuez. El jefe tiene que hacer antes otra cosa.
Cuando los aludidos se hubieron marchado, Bernal preguntó a Navarro a qué otra cosa se refería.
– El secretario del Rey quiere verte en seguida. Telefoneó poco antes de que llegara Varga. Le dije que estarías aquí dentro de media hora. Dice que ha habido un pequeño problema.
– Iré en taxi, pero para dentro de una hora más o menos tenme un coche oficial preparado para llevarme a Aranjuez.
Tras detener, no el primero, ni el segundo, sino el tercer taxi que pasó ante la puerta de Gobernación, Bernal lo ocupó, con la mala suerte de que el vehículo resultó ser uno de esos que, con frecuencia cada vez mayor, ostentaban junto al cenicero el rótulo de: «En beneficio de todos, se ruega no fumar»; de modo que devolvió la cajetilla de Káiser al bolsillo con cierto mal humor. ¿Por qué le entrarían unas ganas espantosas de fumar precisamente cuando no podía hacerlo?
Mientras el taxista se saltaba las normas de tráfico y giraba en la misma Puerta del Sol para enfilar por Arenal, Luis advirtió que en los macizos de alrededor de la fuente de la plaza se había instalado una alta escalera para colocar ristras de bombillas de colores y otros adornos en el árbol de Navidad. Era curioso ver de qué modo aquella tradición alemana y escandinava se había introducido en España e injertado en el repertorio de la ornamentación navideña nacional, por no hablar ya de la introducción comercial de Papá Noel en los grandes almacenes, a modo de preludio o acompañamiento de la tradición ibérica, mucho más antigua, de los Reyes Magos cargados de juguetes para los niños y regalos para todos en general.
Bernal se había percatado de que el taxista le había dirigido la típica mirada inquisitiva al pedirle que le llevara al palacio de la Zarzuela, pero por aquella vez decidió no añadir ni una palabra más. Una vez que se hubo identificado ante la Guardia Real, reforzada, según advirtió, con cuatro policías nacionales armados de subfusil ametrallador, le salió al encuentro el secretario del Rey y le condujo al pequeño Fiat blanco.
Mientras llevaba a Bernal por el largo paseo empedrado que conducía a palacio, el funcionario le explicó en pocas palabras en qué había consistido el problema mencionado por Paco Navarro.
– Desde primera hora de la mañana hemos venido enterándonos de que se ha ordenado el acuartelamiento de determinados contingentes en cuatro de las nueve capitanías peninsulares, sin que el jefe de la JUJEM haya dado ninguna orden en ese sentido. El Rey en persona ha solicitado se abra una rápida investigación.
– ¿De dónde procedían los primeros informes? -preguntó Bernal.
– De El Pardo, y luego de Segovia y Valladolid. Más tarde recibimos informes parecidos de Sevilla y Valencia.
– Conque El Pardo fue la primera, ¿eh? -apuntó Bernal con su poquito de ufanía; es posible que, pese a todo, se decidiera a revelar al secretario del Rey su interpretación provisional del código cromático de los mensajes Magos.
– En efecto. El presidente del Gobierno ha estado en contacto con Su Majestad y ha nombrado una nueva comisión ministerial encargada de supervisar todos los cuerpos de seguridad. Su primer objetivo es averiguar quién ha dado esas órdenes, ya que no estamos bajo ningún tipo de emergencia, ni externa ni interna, que las justifique.
Una vez que tomaron asiento en el despacho del secretario, desde cuyas ventanas seguía gozándose de una vista panorámica de los picachos de la sierra de Guadarrama, de un blanco deslumbrante en aquel momento bajo la intensa luz solar, Bernal puso al corriente a su interlocutor de sus investigaciones sobre la muerte del capitán Lebrija y los contactos de éste con la Casa Apostólica de Aranjuez. Le hizo también un resumen del hallazgo del cadáver sin identificar en el Tajo y le entregó un duplicado del informe del patólogo.
– ¿Tiene usted alguna pista, comisario, en cuanto a la naturaleza y alcance de esta organización escondida tras la clave Magos? -preguntó el secretario.
– Empiezo a percatarme de su magnitud. Me parece que el padre Gaspar, quizá sin darse cuenta, me dio una versión indirecta de sus objetivos, según podrá comprobar usted mismo por el informe de nuestra entrevista. Yo creo que su poder e influencia pueden ser de largo alcance y extenderse hasta muchos y elevados peldaños del poder, pero que el número de sus miembros puede ser muy reducido. Lo que todavía no veo claro es si Magos es una alianza entre la facción ultra de la Iglesia y unos cuantos elementos, tal vez sinceros, pero totalmente exaltados, de las fuerzas armadas, o si la organización cuenta con afiliados en otras órbitas. Tampoco podemos estar seguros acerca del nombre de la organización: ¿se refiere nada más que a una acción propuesta para el seis de enero o tiene un carácter más permanente?
– Mucho nos complacería que perseverase usted en ello, comisario. Tenemos que averiguar qué se proponen.
Bernal recordó entonces lo que el inspector Ibáñez de archivos generales le había dicho acerca de la información confidencial que constaba en los ficheros electrónicos generales, y explicó la circunstancia al secretario.
– ¿No podría usted proporcionarme los códigos secretos tocantes a la información confidencial o bien procurarme dicha información?
– ¿Cuál? ¿Ésa que aparece en la pantalla del ordenador con el rótulo «Reservada a las autoridades competentes»? Tenemos aquí una terminal y, a pesar de nuestros intentos no hemos conseguido ningún dato sobre Magos. Si deja usted en mis manos este pequeño capítulo, me ocuparé de él.
– De acuerdo. Mientras tanto, creo que debería reforzarse la protección de la familia real. ¿Cuáles van a ser sus movimientos hasta el 6 de enero?
– Ya hemos reforzado la seguridad del palacio con hombres de confianza de la Policía Nacional. Tras el mensaje anual del Rey en Nochebuena, toda la familia real irá a pasar unas breves vacaciones en los Pirineos, en Baqueira-Beret, durante las que se dedicará a esquiar. Volarán de vuelta a Madrid en la mañana del cinco de enero, a tiempo para la Pascua Militar, que se celebrará, como es costumbre, en el palacio de Oriente el día seis por la mañana. La Reina Sofía irá con el príncipe y las infantas a la plaza Mayor el día cinco por la tarde, por invitación del alcalde, para presenciar la cabalgata de Reyes desde los balcones de la Casa de la Panadería.
– ¡Menudo quebradero de cabeza para los colegas de Seguridad! -dijo Bernal con preocupación-. Con toda la plaza llena de gente, tanto la Reina como el príncipe y las infantas estarán expuestos a una posible agresión durante toda una hora, si no más.
– Los balcones en que se instalarán se encuentran a buena altura y las casas de los alrededores se registrarán convenientemente a última hora de la tarde. En cierto modo, la multitud servirá de protección complementaria y pondrá difíciles las cosas a cualquier francotirador que quiera intentar algo desde la plaza; estoy seguro de que ningún asaltante podría emplear un objeto tan llamativo como un fusil. La altura de los balcones impedirá el empleo de una bomba, o una pistola, a causa del espacio vacío que se producirá debajo del mismo y que será por donde pase la cabalgata.
– Espero que todo salga como se ha previsto -dijo Bernal-. ¿Podría usted explicarme cómo funciona el sistema de alerta nacional, en caso de amenaza interna o externa de la seguridad del Estado? Me refiero a cómo reaccionarían las distintas secciones de las fuerzas armadas.
– La Marina y la Aviación, por supuesto, son los principales puntales defensivos en caso de agresión exterior. En lo que afecta a los tumultos internos y a las sediciones, su ministerio de usted tiene ya previstas las contramedidas oportunas. Las capitanías generales, tanto peninsulares como insulares y del Norte de África, cuentan también con un plan de emergencia a seguir una vez que la JUJEM emite la orden. Es lo que se conoce con el nombre de Operación Mercurio. Si lo desea, haré que le envíen con el sello real un duplicado del manual de instrucciones.
– Me sería muy útil, señor secretario.
Cuando Bernal volvió al despacho, vio que Navarro tenía un aviso urgente que comunicarle.
– Ha telefoneado el padre Gaspar. Dice que ha desaparecido uno de sus monjes, un tal fray Nicolás, que se marchó el sábado por la noche a fin de pasar el domingo en Toledo, con su hermana. Se le esperaba ayer por la mañana, pero no ha regresado todavía y los monjes comienzan a preocuparse. El padre Gaspar dice que telefoneó a la hermana y descubrió que fray Nicolás ni siquiera había aparecido por su casa. La hermana no le dio mucha importancia a esa incomparecencia porque se trata de un hombre propenso a las distracciones.
– Dame una de las fotos del cadáver recogido en el Tajo, Paco. Se la enseñaré al padre Gaspar. Apostaría el sueldo de un mes a que es el monje desaparecido. Ya tuve el domingo la corazonada de que nos ocultaba algo y que incluso mintió en cierto momento de la entrevista en que se puso colorado hasta las orejas.
– El coche lo tienes ante la puerta lateral, jefe. Ya he avisado a Miranda y Lista para que se reúnan contigo en el hotel Pastor de Aranjuez entre la una y media y las dos. Aquí tienes los papeles y la foto que me has pedido. Hasta luego.
Cuando Bernal llegó a Aranjuez dijo al chófer que se detuviera antes en el embarcadero, donde vio dos barcas que avanzaban despacio río arriba, en dirección a la presa. En una de ellas estaba Varga de pie en la proa, dirigiendo la operación de dragado. Mientras aguardaba en el muelle, Bernal encendió un Kaiser y se subió el cuello del abrigo de piel de camello para protegerse de la fría brisa.
Una vez amarradas las barcas, Varga subió la escalera y enseñó a Bernal un curioso montón de desechos urbanos y rurales, entre ellos cierta cantidad de zapatos sueltos.
– Es increíble cómo se las apaña la gente para tirar o perder un solo zapato, ¿verdad, Varga?
– Un detective de espíritu lógico concluiría que hay por aquí muchos cojos -bromeó Vargas-. Sólo hay un par completo -añadió mientras le enseñaba dos zapatos negros y gastados- y no ha estado mucho tiempo en el agua.
– Es probable que sean de nuestro hombre -dijo Bernal-. Mándaselos a Peláez, ¿quieres? Él comprobará si le vienen bien al muerto.
– Antes de marcharnos de este sitio, jefe, tal vez te guste contemplar un experimento. He confeccionado un muñeco de peso y tamaño parecidos a los del cadáver; podemos echarlo por la esclusa y ver hasta dónde llega por la ría que discurre junto a palacio.
– Adelante, Varga. ¿No se ha encontrado ningún rastro del arma homicida?
– Ninguno en absoluto, y eso que hemos dragado el río a conciencia.
Varga y su ayudante se dirigieron a la furgoneta para coger el muñeco, al que habían vestido con ropa interior blanca y calcetines parecidos a los encontrados en el cadáver. Una vez que lo arrojaron del otro lado de la esclusa, los tres siguieron avanzando por la vereda que corría a lo largo de la ribera septentrional de aquella acequia artificial que llevaba a la Cascada de las Castañuelas. No tardaron en ver que el muñeco era demasiado grande para rebasar el primer salto de la cascada, de modo que lo recogieron.
– ¿No aumenta el peso a medida que se empapa de agua? -preguntó Bernal a Varga.
– He hecho lo posible por compensar ese efecto con cargas de plomo sustitutivas.
– Vamos a arrojarlo desde el embarcadero -dijo Bernal- y veamos hasta dónde lo lleva la corriente por el río.
Una vez más se pusieron a seguir al muñeco (que por cierto se bamboleaba con más de la mitad del cuerpo sumergido) por el camino de sirga que discurría por la ribera meridional del Tajo. Cuando el muñeco alcanzó el tramo de mayor corriente se vieron en la necesidad de acelerar el paso y observaron que aquél se acercaba a la ribera norte al alcanzar el primero de los meandros, si bien no tardó en arrastrarlo la resaca hacia el tramo recto. Al llegar al segundo meandro, el muñeco estuvo a punto de detenerse y los tres hombres pensaron que probablemente encallaría en la orilla meridional; pero volvió a ganar velocidad y se precipitó por el último tramo recto que había antes del puente verde. Bernal gritó a Varga que el muñeco iba a rebasar el punto en que se había encontrado el cadáver y le instó a que tuviera el bichero preparado.
– Dejémoslo que siga un poco más, jefe; ya lo recogeré desde el puente.
Cuando ya se temía que iba a írsele de las manos, el maniquí, que había llegado a la confluencia de los dos cursos de agua, se detuvo y, al cabo de un rato, un remolino comenzó a empujarlo contra corriente, en dirección a la rama colgante, en que acabó por engancharse.
– ¡Esto es lo que se llama suerte! -exclamó Bernal-. ¡Muy bueno, Varga, muy bueno! Tomad unas cuantas fotografías.
Una vez hechas éstas y recuperado el muñeco, Bernal dijo al técnico que iba a entrevistarse con el padre Gaspar y que se reuniría con él para comer en el hotel Pastor, si quería esperarle.
– Mejor me vuelvo al laboratorio, jefe, en cuanto haya devuelto las barcas al cobertizo de palacio.
Cuando el coche oficial llegó a las puertas de la Casa Apostólica, el mismo monje entrado en años acudió a la llamada.
– Bienvenido, comisario; el padre Gaspar acaba de dar comienzo a la misa de difuntos por el alma del capitán Lebrija.
– Caramba, había olvidado que era hoy. Me gustaría asistir, si no es inconveniencia. Quizá después quiera concederme el prior unos minutos.
– Desde luego que sí. Nos preocupa mucho lo que pueda haberle ocurrido al hermano Nicolás.
– ¿Le vio usted salir el sábado por la noche? Lo pregunto porque me parece que es usted el portero.
– Ésa es una de mis obligaciones, comisario. No, yo no le vi marchar, lo que ya es extraño, porque se había dispuesto que dos hermanos le acompañarían a la parada del autobús. Yo fui con él a comprar el billete el mismo sábado -el viejo monje se mostraba mucho más cordial que durante su visita anterior, percibió Bernal, y en aquel momento le hizo partícipe de una importante confidencia-. Tal vez le sea útil saber, comisario, que el hermano Nicolás había sido confinado en su celda durante diez días por orden del padre Gaspar -la voz disminuyó de volumen hasta convertirse casi en susurro, aunque audible-. Es que fray Nicolás bebía, ¿sabe usted? El padre Gaspar nos hacía registrar su celda todos los días para asegurarse de que no tenía alcohol escondido, ni dinero para comprarlo.
– Pero ¿seguía comiendo con los demás en el refectorio?
– Sí, sí, el padre Gaspar le dejaba tomar vino con la comida, pero nada de licores fuertes.
– ¿Se creó algún tipo de situación anómala -preguntó Bernal- con el hermano Nicolás encerrado en su celda?
– Encerrado, no, por Dios, comisario -dijo el fraile con leve tono de reproche-, simplemente se le vigilaba con discreción. Aunque después de su enfrentamiento con el padre Gaspar, se nos ordenó que no le perdiéramos de vista. El sábado por la noche se aprovechó de que habíamos ido a completas. ¡Hacernos una cosa así! -el viejo monje cabeceó-. Pero era un hombre muy piadoso, de lo más piadoso. Me pidió incluso que le echase al correo un misal que quería mandar a su hermana, para que le ayudara en sus oraciones, pero yo no se lo mencioné al padre Gaspar.
Bernal recordaba de casos anteriores que las casas religiosas solían ser incubadoras de frecuentes comadreos, de modo que estimuló al anciano monje a que le contara más cosas.
– ¿Sabe usted en qué consistió ese enfrentamiento?
– Bueno, yo no lo sé con exactitud -dijo el monje, que echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no había nadie-. Creo que fue a propósito de no sé qué documentos que faltaron temporalmente del aposento del prior. Hace una quincena vinieron seis oficiales de artillería de la academia, después de terminado el oficio nocturno, hora por cierto anormalmente tardía para hacer una visita, y se encerraron con el padre Gaspar durante más de dos horas. Bueno, pues el caso es que yo vi que el hermano Nicolás rondaba la puerta de las habitaciones del padre prior, que da al claustro; es un hombre muy curioso, en el buen sentido, pero ignoro si oyó algo -el viejo monje contuvo los humores nasales con una brusca aspiración-. Por lo menos no me dijo nada después. Pero al día siguiente, después de tercia, el padre Gaspar lo llamó y tuvieron un serio altercado. Yo no pude oír mucho, pero el prior daba gritos sobre no sé qué papeles que habían desaparecido, y el hermano Nicolás pareció calmarle al final alegando que estarían perdidos en alguna parte de la mesa del padre.
– ¿Y fue tras este incidente cuando el hermano Nicolás quedó confinado en su celda?
– En efecto, pero fue por su propio bien, en esto todos estuvimos de acuerdo. Había cogido la costumbre de escaparse al bar del pueblo después de vísperas y allí empinaba el codo y volvía en un estado lamentable; el padre Gaspar lo descubrió y le prohibió la tenencia de dinero. El hermano Nicolás se puso entonces a pedírnoslo a nosotros. Era muy doloroso verle esclavo del vicio -se santiguó en este punto y dijo que deberían ir ya a la iglesia si no querían perderse la misa de difuntos.
Aprovechando que el monje no le oía, Bernal dijo a su chófer que estacionara el vehículo en la parte trasera de la casa, si podía, y que tomara nota de las matrículas de los coches aparcados allí.
La iglesia del convento parecía más poblada que en la ocasión precedente y Bernal advirtió que el coronel que dirigía la academia de Ocaña, junto con buen número de oficiales y cadetes, estaba situado a la izquierda del crucero, tanto él como sus acompañantes ataviados con uniforme de gala, mientras que a la derecha se encontraban los miembros de la familia Lebrija, la mayor parte de luto. Supuso que las tres damas cubiertas con velo eran la marquesa de la Estrella y sus dos hijas, en tanto que el hombre alto y bastante corpulento que había junto a ellas debía de ser el marqués. La orden tenía en mucho sin duda a la familia Lebrija, ya que permitía a las señoras el acceso a la iglesia, pensó.
Bernal observó que el altar estaba ornado de negro y que el padre Gaspar, el diácono y el subdiácono vestían asimismo indumentos negros. No se quemó incienso para el introito y, como era costumbre en las misas de difuntos, no había monaguillos portadores de cirios. El celebrante había llegado ya al Gradual: «Requiem aeternam dona ei», y Bernal escuchó con interés las últimas palabras del mismo: «In memoria aeterna erit justus; ab auditione mala non timebit» («Eterna será la memoria del justo y no temerá oír malas nuevas»), que le recordaron lo desconcertantes que le habían parecido aquellas mismas palabras, oídas en funerales y misas de aniversario por el alma de su madre, de varios parientes y de algunos colegas: pues, ¿qué nuevas, buenas o malas, podía oír una persona muerta? Se le había metido entre ceja y ceja que era aquel un problema exclusivo de los vivos, hasta que la tentación de saber le llevó un día a consultar con el padre Anselmo, el confesor de su mujer; y según las explicaciones de éste, dichas palabras procedían del Salmo 111, versículo 7, y que en el contexto original se referían a la persona viva: «Por malas noticias no habrá de temer; / firme corazón tiene, en Yaveh confiado.»
Pronunciados el responso y la oración final prevista para cuando el cuerpo del difunto no está presente, Bernal se vio trasladado con cierta precipitación al mismo locutorio que la otra vez. El viejo monje parecía deseoso de evitar que Bernal se acercase a los demás asistentes al funeral, que abandonaban ya la iglesia.
El padre Gaspar no tardó en aparecer y dio la sensación de que estaba más dispuesto a colaborar que durante el primer encuentro.
– Le agradezco que haya venido, comisario. Le llamé a su despacho para decirle que ha desaparecido uno de los hermanos. Nicolás se fue el sábado después de cenar para coger el último autobús a Toledo, tras darnos a entender que volvería el lunes por la mañana. Esta mañana estaba yo ya tan preocupado que telefoneé a su hermana y me sorprendió cuando me dijo que desde luego a su casa no había llegado, por lo cual ella dedujo que al final Nicolás había resuelto no ir a Toledo.
Bernal abrió la carpeta que llevaba.
– Padre, ¿le importaría mirar esta foto y ver si reconoce a la persona que aparece aquí?
– Dios mío, es él -dijo el prior mientras se persignaba-. Parece… parece que está muerto.
– Me temo que sí. ¿Podría venir usted a hacer una identificación formal o llamamos a la hermana?… -dijo Bernal con vacilación.
– No, no. Es mi obligación. En cualquier caso, iré a Madrid con el marqués y su familia. ¡Qué espanto! ¿Cómo ocurrió?
– Le encontraron el domingo por la mañana en el río -explicó Bernal mientras el padre Gaspar volvía a santiguarse-, aunque entonces no pudimos identificarle. Recordará usted que me dijo que no le faltaba ningún monje.
– Pero es que entonces no sabíamos, ¡no sabíamos nada en absoluto! -estalló el prior, de un modo que a Bernal le pareció más vehemente de lo que cabía esperar-. Era un hombre muy piadoso y de una naturaleza muy sencilla e inocente, casi infantil. Todos los hermanos lo querían mucho. Era sevillano, ¿sabe usted?, y los votos los hizo en nuestra casa de Sevilla -adoptó de súbito una expresión preocupada-. ¿Supongo que será absurdo preguntar si fue un… -la voz del prior se redujo a un murmullo-, un suicidio? Su única debilidad era el vino, pero esto no constituye más que pecado venial.
– Pues no, no creemos que ese sea el caso.
– ¿Fue un accidente entonces? En ese caso podremos enterrarlo en lugar sagrado -en unos instantes, la actitud del prior pasó otra vez de la tranquilidad a la inquietud-. Pero moriría sin confesión y sin recibir los últimos sacramentos. ¡Qué desgracia!
– ¿Podría ver sus enseres? -preguntó Bernal.
– ¿Sus enseres? -repitió el prior con extrañeza-. Debe usted tener en cuenta que cuando hacemos voto de pobreza carecemos de propiedades. Claro que, si lo desea, puede inspeccionar su celda.
El padre Gaspar le condujo por la escalera de los dormitorios hasta las filas de celdas desnudas y enjalbegadas. La del difunto hermano contenía una cama baja y ligera, bien hecha, un crucifijo grande de madera en la pared en que se apoyaba la cabecera, una mesita de noche con un devocionario encuadernado en tafilete gastado, y un armarito, que Bernal abrió y que contenía dos sotanas, una capa y un sombrero negros, más dos cajones llenos de camisas blancas y ropa interior.
– Padre, ¿no es raro que se fuese sin la capa y el sombrero? -preguntó Bernal.
– Un poco, si tenemos en cuenta las noches frías que hemos tenido. Pero era muy distraído y a veces ni siquiera notaba los cambios de temperatura. No sabíamos que se hubiese ido sin ellos porque nadie le vio salir.
– ¿Iba mucho al pueblo? -preguntó Bernal.
– Casi nunca. Sólo para coger el autobús a Toledo o a echar una carta. Para las dos o tres visitas al año que hacía a su hermana venía a mí para que le diese dinero para el viaje.
– ¿Y le pidió dinero en esta ocasión?
– Sí, lo hizo, el viernes, cuando fue a comprar el billete del autobús.
– Es raro que no encontráramos el billete en el cadáver -dijo Bernal-. Por cierto, ¿tomaba el café con azúcar?
Al prior le cogió claramente de improviso la presunta inoperancia de aquella pregunta.
– Pues mire, ahora que lo pienso, no. Solía quedarse con los terrones que veía para dárselos a los pobres.
– ¡Ah, ya! -dijo Bernal-. ¿Podía usted decirme qué tomaron para cenar el sábado por la noche?
– Un filete de carne, me parece, pero me encargaré de que le entreguen una lista de los menús del refectorio antes de que se vaya -el prior parecía haberse desconcertado otra vez ante la nueva pregunta.
Bernal abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el contenido. Un cuaderno barato, una estilográfica anticuada, un tintero de Quink azul marino y un secante limpio. No había sobres.
– ¿Puedo llevarme estos útiles para que los analicen? -preguntó al prior-. Se los devolveremos después.
– Llévese lo que estime oportuno, comisario.
Una vez que se hubo despedido del padre Gaspar, volvió donde el coche y el chófer le entregó la lista que había hecho de las matrículas de todos los vehículos aparcados en la parte trasera del convento.
– Tres eran coches largos, jefe, con matrícula de Sevilla.
– De la familia, me imagino -dijo Bernal-. Después de comer me llevarás a Toledo. Quiero hacer unas preguntas a la hermana del difunto.
Ya sentado en el cómodo salón del hotel Pastor, con un gintónic de Larios delante y un Káiser entre los dedos, Bernal se preguntó cuánto tardarían Miranda y Lista en llegar. Repasó las reacciones del padre Gaspar durante su charla. A diferencia del primer encuentro, había parecido manifiestamente preocupado, pero tranquilo por dentro; se habría dicho un hombre que no temiese peligro alguno ni para sí ni para su círculo. Había habido tiempo de sobra para hacer desaparecer cualquier cosa comprometedora de la celda del finado fray Nicolás, aunque el cuaderno, la pluma estilográfica y el tintero se habían dejado como si se hubieran considerado sin importancia. Varga, desde luego, los cotejaría con los pedazos de papel encontrados en la mano del difunto y Bernal pediría a la hermana del mismo una muestra de su caligrafía.
Bernal cogió el devocionario, que era en realidad un libro de horas. Supuso que el padre Gaspar lo habría revisado concienzudamente antes de volver a dejarlo allí, si es que verdaderamente había sido de fray Nicolás; pues no había nombre ni firma alguna en el interior del libro. Pasó las páginas. No se había doblado ninguna, no había señales de ninguna especie ni se había introducido ningún papel en ninguna parte. Tomó la lista de comidas que se habían servido en el refectorio durante la semana anterior: la cena del sábado correspondía exactamente con lo que Peláez había detectado en el estómago del muerto, aunque aquel menú, pulcramente mecanografiado, no mencionaba el vino para nada. Sin embargo, el padre Gaspar había admitido que a fray Nicolás le gustaba su Valdepeñas; aunque, consideró Bernal, más que admitirlo se había ofrecido a dar un informe tajante acerca de su alcoholismo, sin duda para favorecer la imagen de un sujeto medio borracho que por accidente se había caído al río en la oscuridad de la noche.
Los inspectores Miranda y Lista interrumpieron sus meditaciones en aquel instante.
– Nada, jefe -dijo Miranda-, o prácticamente nada, aunque el propietario de un pequeño bar reconoció la foto y dijo que era de fray Nicolás, uno de los monjes de la Casa Apostólica, que a veces se escapaba para echarse un trago después de Completas, si bien hace semanas que no le ha visto. El camarero se había fijado en su costumbre de coger terrones de azúcar del mostrador y metérselos en el bolsillo del hábito. No hemos localizado ningún otro bar donde se le conociera.
– ¿Y venden sellos en el establecimiento en que se le ha reconocido? -preguntó Bernal.
– Tienen unos cuantos, para los clientes, lo mismo que tienen también unos cuantos décimos de lotería y tabaco. Estamos en un pueblo y los estancos cierran pronto.
– No le conocían los sacerdotes de las demás iglesias y conventos -dijo Lista-. Ya he estado consultando.
– Entonces os alegraréis de saber que el padre Gaspar lo identificó por la foto sin el menor titubeo -dijo Bernal-. Si quieres, puedes venir conmigo a Toledo cuando terminemos de comer -añadió dirigiéndose a Carlos Miranda-, para interrogar a la hermana de fray Nicolás. Que Juan se lleve tu coche a Madrid y ayude a Paco a clasificar los partes.
Después de comer, Bernal y Miranda partieron de Aranjuez en el Seat 134 oficial por la N-400, que seguía la orilla meridional del Tajo hasta la antigua capital goda de España. Ya en los altozanos orientales de la ciudad, después de pasado el viejo castillo de San Servando, en que el Cid había estado de vigilia antes de asistir con Alfonso VI a una importante reunión de la corte, Bernal se esforzó por sacudirse la modorra que se había apoderado de él a causa del copazo de Carlos III con que se había regalado y también a causa de no haber podido descabezar una siestecilla como tenía por costumbre. Los dos policías contemplaron el mismo panorama que había inmortalizado El Greco, y Bernal comentó:
– Carlos, ahora sólo nos falta la tormenta.
El chófer aparcó el coche, no sin problemas, en Zocodover, que antaño había sido mercado moro y que, según recordaba Bernal, se había denominado Plaza de Carlos Marx durante la Segunda República. Cuando salieron del estrecho callejón que subía a la plazuela existente junto a la catedral, Bernal y Miranda se detuvieron ante el llamativo escaparate de una confitería de cuño antiguo, lleno de cajas redondas de diversos tamaños, abiertas para dejar ver anguilas de Navidad: la pasta de almendras en largos lazos o cordones, con guindas o trocitos de angélica a modo de ojos y frutas escarchadas entre los lazos de mazapán.
– Estas cosas se ven poco en Madrid y además aquí son mejores, Carlos -comentó Bernal-. Voy a comprar un par para la familia y que el chófer las meta en el portabultos.
– Yo también voy a comprar una, jefe.
Tras pagar las compras y como les venía de camino, pasaron ante los numerosos y pequeños talleres en que se fabricaban objetos de acero toledano damasquinado con destino al mercado turístico, hasta que por fin llegaron a la catedral. Les había sorprendido saber que la hermana de fray Nicolás vivía dentro de las dependencias arzobispales, en el primer piso del viejo claustro. En la galería superior, donde descubrieron que la señorita Abad tenía un aposento espacioso, tropezaron con el doméstico espectáculo de la ropa tendida para que se secara. Qué feliz sería Eugenia si se trasladase a este sitio, pensó Bernal. No había como vivir en el piso de encima de la tienda.
Se les recibió amablemente al antiguo estilo castellano y se les sirvió un poco de vino blanco. Bernal, mientras tanto, se preparaba para la difícil misión de comunicar la noticia de la muerte del hermano de aquella dama.
– ¿Cuándo estuvo aquí su hermano por última vez, señora?
– Hace más de cinco semanas, para el Día de Todos los Santos. Es muy descuidado, comisario, aunque no es propio de él marcharse sin decir nada a nadie.
Bernal dirigió una mirada a Miranda, que tomaba notas del interrogatorio.
– Las noticias que tenemos no son buenas, por desgracia -con lo que le enseñó la foto, que la mujer miró detenidamente.
– Es él, comisario. Pero ¿qué le ha ocurrido? -cuando se dio cuenta de que estaba ante la foto de un cadáver se llevó la mano a la boca.
– Lamento mucho comunicarle que recuperamos el cadáver del río que pasa junto al convento de Aranjuez.
La señorita Abad se santiguó.
– ¡Dios mío! Bebería más de la cuenta y se cayó -sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas-. Era como un crío, ¡como un crío! Siempre le pasaban cosas malas por su distracción. ¿Cuándo lo encontraron?
– El domingo por la mañana, pero no hemos podido identificarlo hasta hoy.
– ¡Es imposible, comisario! -exclamó la mujer-. Tenía que estar aquí el sábado por la noche para pasar conmigo el día de su santo, que era el domingo. Todos los años me llevaba a ese bonito restaurante que hay en la esquina de Zocodover. No me preocupé gran cosa cuando no apareció hasta que me telefoneó hoy el padre Gaspar para preguntarme por qué no había vuelto al convento, cuando la verdad es que aún no había llegado aquí. Y sin embargo, es imposible que muriera cuando usted dice -afirmó-. Mire esto, comisario. Hace una hora que me lo trajo el cartero.
La mujer se levantó para coger un paquete con envoltorio de papel de estraza, que Bernal examinó con cuidado.
– ¿Lo ve, comisario? ¡Tiene que estar vivo!
Saltaba a la vista que el paquete se había abierto y vuelto a envolver con alguna impericia. Estaba dirigido a la señorita Abad, a la catedral, y el matasellos estaba muy borrado por la parte donde la estampilla de Correos llegaba a la esquina del basto papel pardo. Bernal sacó una lupa de relojero y vio que el matasellos era un poco más legible en los dos sellos satinados que ostentaban la cabeza de Juan Carlos I. Descifró parte de la palabra «Aranjuez» en la curvatura superior, «11.00» en el centro, y la parte inferior del día y el mes, «06 Dic.», en tanto que el año resaltaba con claridad debajo.
– Me temo que el paquete fue remitido el sábado por la mañana, señora, bastante antes de que muriera. ¿Puedo ver qué contiene?
– Naturalmente. Y eso es lo más extraño. No es más que su misal diario. Sin ninguna nota ni nada.
– Pero la dirección está escrita de su puño y letra, ¿verdad?
– Sí, claro. Si quiere comprobarlo, le traeré una de sus cartas -se puso a trastear en un cajón-. ¿Por qué me enviaría su misal por correo? A lo mejor quería mandarme otra cosa. ¡Si tenía que venir ese mismo día!
Miranda examinó el papel de envolver y comparó lo allí escrito con la letra de fray Nicolás, mientras Bernal hojeaba el misal. Como medio de señalar páginas contenía cierta cantidad de estampas religiosas semejantes a las que solían ofrecer a la puerta de algunos templos después de misa, pero no pudo percibir en ellas ninguna señal a lápiz ni a tinta.
– ¿Podría usted dejarnos temporalmente el misal y el papel, y también la carta de su hermano?
– Desde luego que sí, comisario.
– Por favor, señora, no alimente falsas esperanzas. Si lo desea, podemos llevarla a Madrid para proceder a la identificación formal, pero como el padre Gaspar va a hacerlo también, si usted prefiere no venir…
– Tengo que ir, comisario, aunque sólo sea para convencerme de que es él. Hay que ser fuerte para afrontar las pruebas que Dios dispone.