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Estaba ya harta de la ciudad, de la contaminación y de vidas estrechas y penosas. Cuando llegué a casa me puse unos vaqueros, llené un maletín, y me fui con la perra a pasar el fin de semana en Michigan. Pese a estar el agua demasiado fría y encrespada para nadar, pasamos dos días vigorizantes en la playa, corriendo, persiguiendo palos o leyendo, conforme a nuestras particulares preferencias. Cuando volví a Chicago a última hora del domingo tenía la sensación de haberme ventilado a fondo la cabeza. Entregué la perra al receloso Sr. Contreras, y me dirigí escaleras arriba a meterme en la cama.
Le había dicho al tipo de personal de Xerxes que le llamaría por la mañana, pero cuando desperté decidí personarme allí. Sí tenía las direcciones de Pankowski y Ferraro podría ir a verles y acaso aclarar aquel embrollo en una mañana. Y si se le había olvidado parar en el almacén de Stickney, una visita personal le haría reaccionar mejor que una llamada telefónica.
Había llovido por la noche, convirtiendo el patio de grava de Xerxes en un charco fangoso y grasiento. Aparqué tan cerca de la entrada lateral como me fue posible y avancé cuidadosamente por el barrizal. Dentro, el cavernoso corredor estaba frío; cuando llegué a la granulada entrada de vidrio del departamento administrativo tiritaba ligeramente.
Joiner no estaba en la oficina, pero su poco curiosa secretaria me dirigió jovialmente hacia un ancón de carga donde vigilaba un embarque. Seguí el corredor hasta el extremo del río del alargado edificio. Unas pesadas puertas de acero, difíciles de abrir, daban acceso al embarcadero. Al otro lado se hallaba un mundo de barro y algarabía.
Las puertas correderas de acero que cerraban el compartimento de carga estaban abiertas por dos de sus lados. Al fondo, frente a mí, el Calumet lamía suavemente las paredes, sus salobres aguas verdes y turbias a causa del chaparrón. Una barcaza de cemento yacía inmóvil en el agua turbulenta. Una cuadrilla de estibadores descargaba de ella grandes barriles, haciéndolos rodar por el suelo de hormigón con un traqueteo que retumbaba, intensificándose, en las paredes de acero.
La otra puerta daba paso a un cargadero de camiones. Allí había una falange de camiones-cisterna plateados colocados en fila, con aspecto de vacas amenazantes conectadas a una máquina ordeñadora de tecnología avanzada, mientras recibían disolventes desde un enrejado de tubos altos. Sus motores diesel vibraban, llenando el aire de un alboroto insistente y haciendo imposible entender los gritos de los hombres que se movían entre ellos.
Observé un grupo que deliberaba en torno a un hombre con una tablilla de notas. La luz era débil en exceso para distinguir las caras pero supuse que el hombre sería Joiner y me dirigí hacia él. Una persona salió disparada de detrás de una caldera y me cogió del hombro.
– ¡Zona de casco! -me vociferó en el oído-. ¿Qué hace aquí?
– ¡Gary Joiner! -vociferé yo-. Tengo que hablar con él.
Me acompañó de vuelta a la entrada y me pidió que esperara. Le vi acercarse al grupo confabulante y dar un golpecito en el brazo a una de las figuras. Sacudió la cabeza en dirección al lugar donde me encontraba. Joiner dejó la tablilla en un barril y vino hacia mí con paso vivo.
– Ah -dijo-. Es usted.
– Sí -asentí-. Estaba en el barrio y he creído mejor pasarme por aquí en lugar de llamar. Comprendo que es un mal momento para hablar con usted. ¿Quiere que le espere en su oficina?
– No, no. Esto… no he encontrado nada sobre esos hombres. No creo siquiera que trabajaran aquí.
Aun en aquella penumbra me di cuenta de que su piel a manchas se enrojecía.
– Seguro que el almacén es un caos -dije comprensiva-. Nadie tiene tiempo para ocuparse de archivos cuando tiene entre manos una fábrica.
– Sí -asintió con vehemencia-. Sí, eso desde luego.
– Soy investigadora de profesión. Si me diera algún tipo de autorización podría echar un vistazo por allí. Ya sabe, para comprobar si los documentos están fuera de sitio o algo así.
Pestañeó nerviosamente paseando la mirada por la habitación.
– No, no. El desorden no ha llegado a ese punto. Esos tipos no trabajaron nunca aquí. Ahora tengo que irme.
Se fue apresuradamente antes de que pudiera decir nada más. Empecé a seguirle, pero incluso si el capataz me dejara pasar, no sabía cómo arreglármelas para que Joiner me dijera la verdad. No le conocía, no conocía la fábrica, no tenía la menor idea de por qué me mentía.
Volví lentamente por el corredor hasta mi coche, pisando distraídamente un charco rezumante que me dejó el zapato derecho cubierto de una densa adherencia de fango. Blasfemé en voz alta; eran unos zapatos de vestir que me habían costado más de cien dólares. Al sentarme en el coche e intentar limpiar el barro, me manché la falda de cieno oleaginoso. Sintiéndome indignada con el mundo entero, arrojé el zapato petulantemente al asiento trasero y me calcé otra vez los deportivos. Aun cuando Caroline no me hubiera enviado a la fábrica, la hacía responsable de mi infortunio.
Mientras atravesaba Torrence en el coche, dejando atrás fábricas herrumbrosas de aspecto más cochambroso que nunca a causa de la lluvia, me pregunté si Louisa habría llamado a Joiner, pidiéndole que no me ayudara si aparecía por allí. Sin embargo, no me parecía que su cabeza funcionara de aquel modo: me había dicho que me ocupara de mis asuntos, y por lo que a ella atañía, eso era exactamente lo que yo estaba haciendo. Acaso los Djiak hubieran acudido a Xerxes llenos de santa indignación, pero pensé que eran miopes en exceso para intuir cómo podría yo conducir una investigación. Lo único que veían era el daño que Louisa les había hecho.
Por otra parte, si Joiner no quería hablarme de los dos hombres debido a que la compañía tenía algún conflicto con ellos -un pleito, por ejemplo- él lo habría sabido cuando estuve allí el viernes. Pero la primera vez que hablé con él era evidente que no sabía nada de ellos.
No lograba entenderlo, pero la idea de un pleito legal me sugirió otro sitio donde buscar a los dos hombres. Ni Pankowski ni Ferraro estaban en la guía telefónica, pero era posible que todavía existieran las antiguas listas de votantes de los distritos electorales. Giré a la derecha en la Calle Noventa y Cinco y me dirigí hacia el Sector Este.
Las oficinas del distrito electoral seguían en el aseado edificio de ladrillo de dos plantas de la Avenida M. Hay toda una serie de cuestiones que pueden llevarte a las dependencias del jefe local de tu partido, desde buscar solución para unas multas de tráfico hasta el modo de entrar en la plantilla municipal. Los policías del barrio salen y entran continuamente por esto o aquello, y aunque la zona de mi padre había sido la Avenida Milwaukee Norte, había venido con él aquí más de una vez. El cartel que cubría toda la parte visible de la fachada norte del edificio, en el que se afirmaba que Art Jurshak era concejal y Freddy Parma jefe de partido del distrito, no había cambiado. Y el local comercial contiguo seguía albergando la agencia de seguros que había proporcionado a Art Jurshak su primer asidero en la comunidad.
Sacudí gran parte del cieno de mi zapato derecho y volví a calzarme los tacones. Después de limpiarme la falda con un «Kleenex» lo mejor que pude, entré en el edificio. No reconocía a ninguno de los hombres que holgazaneaban en la oficina de la planta baja, pero a juzgar por sus edades y su aire de confundirse con el mobiliario, pensé que probablemente se remontaban hasta mi infancia.
Había tres. Uno de ellos, un hombre canoso que fumaba el puro corto y abultado que solía ser el distintivo de cargo de los políticos curtidos del Partido Demócrata, estaba enfrascado en las páginas deportivas. Los otros dos -el uno calvo, el otro con una mata de pelo blanca estilo Tip O'Neil- hablaban gravemente. Pese a sus diferentes peinados, tenían un extraordinario parecido, con los rostros rasurados rojizos y mofletudos y sus cuarenta libras de sobra colgando cómodamente sobre los cinturones de sus pantalones lustrosos.
Me miraron de reojo cuando entré pero no dijeron nada: era mujer y desconocida. Si venía de la alcaldía, no me vendría mal bajarme los humos. Si era cualquier otra persona, no podía prestarles ningún servicio.
Los dos que hablaban estaban repasando las virtudes de sus respectivas camionetas, Chevy frente a Ford. Por estos lares nadie compra marcas extranjeras; es de mal gusto estando en paro tres cuartas partes de la industria siderúrgica.
– Buenas -dije en voz alta.
Levantaron la vista con desgana. El lector del periódico no se movió, pero le vi enderezar las páginas expectante.
Cogí una silla con ruedas.
– Soy abogada -dije, sacando una tarjeta del bolso-. Busco a dos hombres que vivían por aquí, hará unos veinte años.
– Pues ve a la policía, hija; ésta no es la oficina de objetos perdidos -dijo el calvo.
El periódico vibró con aprecio.
Me golpeé la frente.
– ¡Maldita sea! Cuánta razón lleva. Cuando yo vivía aquí a Art le gustaba ayudar a la comunidad. Digo yo que eso demuestra cuánto han cambiado las cosas.
– Pues sí, nada es como antes -el Calvete parecía ser el portavoz designado.
– ¡Menos el dinero que cuesta una campaña electoral -dije lúgubremente-. Eso sigue costando mucho, según dicen.
El Calvete y el Canoso intercambiaron una mirada precavida: ¿iba yo a hacer algo honorable largándoles un poco de dinero, o formaba parte de la última camada de artistas federales de la trampa buscando sorprender a Jurshak en el acto de apretarle las clavijas al ciudadano? El Canoso habló.
– ¿Por qué buscas a esos tipos?
Me encogí de hombros.
– Lo de siempre. Un antiguo accidente de coche en que estuvieron implicados en el 80. Por fin se ha dirimido. No es mucho dinero, dos mil quinientos cada uno. No merece grandes esfuerzos para rastrearlos, y si están jubilados tendrán sus retiros en cualquier caso.
Me puse en pie, pero percibí sus pequeñas calculadoras resonándoles en el cerebro; el lector del periódico había dejado caer sobre las rodillas las hazañas de Michael Jordan para unirse al ejercicio telepático. Si gestionaban un encuentro, ¿de cuánto sería el pellizco razonable? Digamos unos seiscientos, serían doscientos por cabeza.
Los otros dos cabecearon y el Calvete volvió a hablar.
– ¿Cómo dijiste que se llamaban?
– No lo he dicho. Y probablemente tenga razón; tendría que haber acudido a la policía para empezar -me dirigí lentamente hacia la puerta.
– Eh, hermana, espera un momento. ¿No ves que era una broma?
Me volví con aspecto vacilante.
– Bueno, si creen ustedes… Son Joey Pankowski y Steve Ferraro
El Canoso se levantó y deambuló hacia una fila de archivadores metálicos. Me pidió que le deletreara los nombres, laboriosamente, letra a letra. Iba moviendo los labios mientras leía los nombres de los antiguos registros de votantes; finalmente se animó.
– Aquí está: 1985 fue el último año en que se inscribió Pankowski, y el 83 Ferraro ¿Por qué no nos traes la orden de pago? Podemos cobrarlo por medio de la gestoría de Art y ocuparnos de que estos señores reciban el dinero. Les pedimos que vuelvan a inscribirse y así te ahorras otro viaje aquí.
– Ah, muy agradecida -dije con seriedad-. El problema es que me tienen que firmar un finiquito personalmente -pensé unos instantes y sonreí-. Lo mejor será que me den sus direcciones y me paso a verlos esta tarde, para comprobar que efectivamente siguen viviendo aquí. El mes que viene, cuando entreguen la libranza simplemente se la envío por correo a ustedes.
Lo consideraron con parsimonia. Finalmente coincidieron, nuevamente sin una palabra, en que nada había de mal en la idea. El Canoso apuntó las direcciones con letra grande y redonda. Le di las gracias amablemente y volví otra vez hacia la salida.
En el momento que abría la puerta entró un joven con ademán vacilante, como si no estuviera seguro de ser bien acogido. Tenía el cabello rizado y cobrizo y llevaba un traje azul marino de lana que acrecentaba la asombrosa belleza de su rostro. No recordaba haber visto nunca a un hombre de facciones tan perfectas; podría haber servido de modelo para el David de Miguel Ángel. Cuando sonrió tímidamente su aspecto me resultó vagamente familiar.
– ¿Qué hay, Art? -dijo el Calvete-. Tu padre está en el centro.
El joven Art Jurshak. Art el viejo no había sido nunca tan atractivo, pero al sonreír el muchacho debió recordarme los carteles propagandísticos de su padre.
Se sonrojó.
– No importa. Sólo quería mirar algunos archivos del distrito. ¿No os importa, verdad?
El Calvete encogió un hombro con impaciencia.
– Eres socio de la compañía del viejo. Puedes hacer lo que quieras, Art. De todos modos creo que me voy a tomar algo. ¿Vienes, Fred?
El hombre canoso y el lector de periódicos se levantaron. Lo de comer me pareció una idea excelente. Hasta un detective con un mísero estipendio a la vista tiene que comer alguna vez. Los cuatro salimos, dejando al joven Art solo en medio de la habitación.
El Restaurante de Fratesi seguía donde yo lo recordaba, en la esquina de la Noventa y Siete y Ewing. A Gabriella le eran antipáticos porque servían cocina de Italia meridional en lugar de los platos del Piamonte a que estaba acostumbrada, pero la comida era buena y solía ser un lugar donde ir en ocasiones especiales.
Hoy no había lo que se dice un gentío para la comida. Los adornos que rodeaban la fuente en el centro del salón, que solían encantarme de pequeña, habían caído en el abandono. Reconocí a la envejecida Sra. Fratesi tras el mostrador, pero sentí que el lugar se había vuelto triste para mí y no quise identificarme. Comí una ensalada compuesta de lechuga tierna y un tomate rancio y una frittata que era sorprendentemente ligera y estaba delicadamente sazonada.
En el pequeño servicio de señoras del fondo quité de la falda los pedazos de barro más visibles. No tenía un aspecto fabuloso, pero acaso ello encajara mejor con la barriada. Pagué la cuenta, unos humiles cuatro dólares, y me fui. No sabía que todavía te dieran pan y mantequilla en Chicago por menos de cuatro dólares.
Mientras duró la comida consideré mentalmente varias formas de aproximación a Pankowski y Ferraro. Si estuvieran casados, las mujeres en casa, niños, no querrían saber nada de Louisa Djiak. O quizá sí. Quizá les devolviera a los felices días de antaño. Finalmente decidí que tendría que guiarme por el olfato.
La casa de Steve Ferraro era la más cercana al restaurante, de modo que me dirigí allí en primer lugar. Era una más de las interminables formaciones de casitas individuales del Sector Este, pero algo más destartalada que la mayoría de sus vecinos. Mi ojo crítico de ama de casa advirtió que el porche no se había barrido recientemente, y a la contrapuerta de cristal no le habría venido mal un fregado.
Pasó un intervalo de tiempo largo después que hube llamado al timbre. Volví a apretarlo y estaba a punto de marcharme cuando oí la cerradura de la puerta interior. En ella apareció una mujer mayor, de poca estatura, de cabello ralo y aspecto amenazador.
– Sí -dijo con una sola sílaba brusca y con fuerte acento.
– Scusi -dije yo-. Cerco il signor Ferraro.
Su rostro se iluminó marginalmente y me contestó en italiano. ¿Para qué lo quería? ¿Un pleito antiguo por el que al fin iban a pagarle? ¿A él o a sus herederos?
– Sólo a él -dije firmemente en italiano, pero se me cayó el alma a los pies. Sus siguientes palabras confirmaron mis temores: il signor Ferraro era su hijo, su único hijo, y había muerto en 1984. No, no se había casado. En una ocasión habló de una chica compañera de trabajo, pero madre de dio, la muchacha tenía un hijo; fue un alivio que aquello no prosperara.
Le entregué mi tarjeta, con el ruego de llamarme si se le ocurría alguna otra cosa, y me puse en camino hacia la Avenida Green Bay sin grandes esperanzas.
Otra vez abrió la puerta una mujer, esta vez más joven, quizá incluso de mi edad, pero excesivamente gruesa y estropeada para poder estar segura. Me dirigió la mirada fría de pez reservada para los representantes de seguros y los Testigos de Jehová y se dispuso a cerrarme la puerta en las narices.
– Soy abogada -dije rápidamente-. Busco a Joey Pankowski.
– Vaya una abogada -dijo con desdén-. Pues pregunte por él en el Cementerio Reina de los Ángeles. Allí es donde ha pasado los dos últimos años. Por lo menos eso ha contado. Conociendo a ese sinvergüenza, probablemente hizo que se moría para irse por ahí con su última querindanga.
Parpadeé levemente ante aquella andanada.
– Lo siento, Sra. Pankowski. Es un antiguo caso que ha tardado bastante en resolverse. Cuestión de unos dos mil quinientos dólares, no vale la pena que se moleste.
Los ojos azules se le hundieron casi en las mejillas.
– No tan deprisa, señora. Esos dos mil quinientos que tiene es un dinero que me merezco yo. Dios sabe que he sufrido mucho con ese sinvergüenza. Y cuando se murió ni siquiera tenía seguro de vida.
– No sé -dije puntillosa-. Su hijo mayor…
– El pequeño Joey -dijo con presteza-. Nacido en agosto de 1963. Está en el servicio militar. Podría guardárselo hasta que vuelva a casa el próximo enero.
– Me dijeron que había otro hijo. Una niña nacida en 1962. ¿Sabe algo de ella?
– ¡El muy cerdo! -chilló-. ¡El muy cerdo embustero y tramposo. Me jodia cuando estaba vivo y ahora que se ha muerto sigue jodiéndome!
– ¿O sea que sabe lo de la niña? -pregunté, sorprendida ante la idea de que mi pesquisa pudiera haber concluido tan fácilmente.
Movió la cabeza negativamente.
– Pero conozco a Joey. Pudo haber tenido una docena de hijos antes de preñarme a mí con el pequeño Joey. Si esa joven se cree que es la primera, lo único que puedo decirle es que mejor haría en poner antes un anuncio en el Heraldo del Pequeño Calumet.
Saqué un billete de veinte dólares del bolso y lo sostuve en la mano con indiferencia.
– Probablemente podríamos adelantarle algo del pago. ¿Sabe de alguien que pudiera decirme con certeza si tuvo otros hijos antes del pequeño Joey? ¿Un hermano, quizá? ¿El cura?
– ¿Cura? -rió cascadamente-. Tuve que pagar extra simplemente para que me dejaran llevar sus huesos al Reina de los Ángeles.
Pero estaba devanándose el cerebro, intentando no mirar directamente al dinero. Al fin dijo:
– ¿Sabe quién podría saberlo? El médico de la fábrica. Tenía charlas con ellos todas las primaveras, les sacaba sangre, les hacía el historial. Joey dijo una vez que sabía de todos ellos más que Dios.
No pudo decirme su nombre; si Joey lo había mencionado en alguna ocasión no sería normal que lo recordara después de tanto tiempo, ¿verdad? Pero tomó el dinero con dignidad y me pidió que volviera si pasaba por allí.
– No espero ver el resto -añadió con inesperada jovialidad-. Sabiendo lo que sé de ese sinvergüenza. Si mi padre no le hubiera obligado, no se habría casado conmigo. Y entre usted y yo, mejor me habría ido.