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13.- La Laguna del Palo Muerto

La Laguna del Palo Muerto estaba en lo hondo de una maraña de pantanos, terrenos de relleno y fábricas. Sólo había estado allí en una ocasión, formando parte de una expedición de Girls Scout para observar las aves, y no estaba segura de poder encontrarla. A la altura de la Calle Ciento Tres tomé la dirección oeste hacia Stony Island, la calle que serpentea entre este laberinto. Al norte de la Ciento Tres es una gran carretera, pero por esta parte se torna en una vía de grava de anchura indeterminada, y llena de baches a causa de los enormes semirremolques que reptan de ida y vuelta a las fábricas.

La fuerte lluvia había convertido esta trocha en una superficie vidriosa y enfangada. El Chevy saltaba y resbalaba con dificultad por los surcos entre las altas hierbas del pantano. Los camiones con que me crucé me llenaron el parabrisas de salpicaduras de barro. Cuando hice un viraje para procurar evitarlos el Chevy rebotó peligrosamente y se fue hacia las zanjas de drenaje que flanqueaban la carretera.

Tenía los brazos doloridos de forcejear con el volante cuando finalmente vi la laguna a mi izquierda. Aparqué el coche en una porción de terreno alto contiguo a la carretera y me calcé los deportivos para la expedición. Seguí la carretera hasta un camino señalizado a la orilla izquierda de la laguna, después me abrí paso con cautela a través de terrenos pantanosos y hierbas muertas. El cieno se aplastaba bajo mis pies y se filtraba por mis zapatos deportivos.

La laguna formaba parte de un rebose del Río Calumet. No era muy profunda, pero sus aguas turbias cubrían una inmensa extensión del pantano. Al aproximarme, pude leer señales contradictorias clavadas en los árboles, una de las cuales designaba la zona como parte del plan federal de aguas limpias, la otra advertía a los intrusos contra vertidos peligrosos. Alguna institución de vigilancia había realizado un intento chapucero de cercar la laguna, pero la baja alambrada se había caído en una serie de puntos facilitando el paso clandestino. Recogiéndome la falda con una mano, crucé por una de estas secciones abatidas hacia la orilla del agua.

La Laguna del Palo Muerto había sido una gran zona de alimentación de aves migratorias. Ahora el agua tenía un negro opaco, atravesada por los dedos surrealistas de troncos de árbol pelados. Los peces han empezado a regresar al Río Calumet y sus afluentes desde la aprobación de la Ley de Limpieza de Aguas, pero los que llegan hasta esta laguna aparecen con enormes tumores y aletas podridas. Aun así, pasé junto a una pareja de pescadores intentando agenciarse la cena en aquellas aguas sucias. Ambos eran de forma, edad y sexo indefinido bajo sus múltiples capas de prendas raídas. Sentí su mirada fija en mí hasta que desaparecí en una curva entre las hierbas del fangal.

Seguí un sendero hasta el extremo sur de la laguna, donde decían los periódicos que había muerto Nancy. Encontré el lugar sin dificultad: conservaba el acordonamiento de cinta amarilla de la policía y los grandes letreros amarillos que declaraban prohibido el paso por estar en curso una investigación policial. No se habían molestado en dejar una vigilancia: ¿quién habría accedido a permanecer en semejante sitio? Y además, la lluvia habría arrastrado probablemente todo indicio que no hubieran descubierto los técnicos en pruebas la noche anterior. Me metí bajo el acordonamiento amarillo.

Los asesinos habían aparcado donde yo había dejado el coche. O cerca de allí. Después la habían arrastrado por el sendero que acababa yo de recorrer. A la luz del día. Habían pasado junto a la pareja pescadora, o el lugar donde éstos se encontraban. ¿Se debía sólo a la suerte el que nadie les hubiera visto? ¿O contaban con que las furtivas vidas de los que frecuentaban las ciénagas les ofrecieran protección contra su ociosa curiosidad?

La lluvia había barrido todo rastro del cuerpo de Nancy, pero la policía había marcado el contorno con piedras. Me puse en cuclillas junto a ellas. La habían tirado con la manta y había caído sobre el lado derecho, con parte de la cabeza dentro del agua. Y allí había quedado, tendida en el agua grasienta hasta que se había ahogado.

Me estremecí en el aire húmedo y finalmente me puse en pie. No había nada que ver allí, ninguna huella de vida o de muerte. Volví lentamente por el sendero, deteniéndome cada pocos pasos para inspeccionar los matorrales y las hierbas altas. Era un gesto fútil. Sin duda Sherlock Holmes habría detectado alguna colilla delatora, las piedrecillas de otro país que no pertenecían al lugar, el fragmento de un sobre. Lo único que yo vi fue una interminable serie de botellas, bolsas de patatas fritas, zapatos viejos, abrigos, todo lo cual demostraba que Nancy no había sido más que uno de los muchos bultos abandonados en los pantanos.

La pareja de pescadores seguía exactamente en el mismo sitio donde había estado anteriormente. Siguiendo un impulso empecé a avanzar hacia ellos para saber si habían estado allí ayer, o si habían advertido algo. Pero cuando salí del sendero se levantó un enjuto pastor alemán, que me miró con ojos dementes inyectados en sangre. Preparó las patas delanteras y me enseñó los dientes. «Buen perro», susurré, y regresé a la senda. Que la policía interrogara a aquella pareja; a ellos les pagaban por hacerlo y a mí no.

De vuelta en la carretera escudriñé el terreno en busca del punto donde los asesinos habían pasado el cuerpo por la alambrada. Finalmente encontré unos cuantos hilos verdes prendidos en el alambre a unos veinte pasos de donde había dejado el coche. Era visible por dónde se había quebrado la hierba seca bajo el pie del agresor de Nancy. Sin embargo, era una parte relativamente poco pisoteada, por lo que pensé que la policía no se había molestado en investigar aquel punto.

Avancé con cuidado entre el matorral, inspeccionando toda porción de basura. Me corté las manos abriendo las hierbas secas. La falda de mi vestido negro estaba tiesa de barro y tenía pies y manos helados cuando al fin decidí que nada iba a conseguir allí. Di media vuelta con el Chevy y me dirigí hacia el norte para intentar entrevistarme con el hombre de Nancy en la oficina del fiscal del Estado de Illinois.

Con el vestido embadurnado y las piernas sucias de barro no estaba precisamente vestida para el éxito, o siquiera para causar una impresión favorable en los funcionarios. Pero eran casi las tres; si iba a casa a cambiarme, no podría volver a la esquina de la Veintiséis y California antes de que terminara la jornada laboral.

Había pasado muchos años en la plantilla regional como defensora de oficio. Aquello no sólo me situaba en el lado opuesto del banquillo respecto al fiscal del estado, sino que me hacía objeto de sus eternos recelos. Todos trabajábamos en la Junta del Condado de Cook, pero ellos ganaban un cincuenta por ciento más que nosotros. Y si algún caso sensacional llegaba a la prensa, siempre se daba el nombre de la acusación. A nosotros nunca nos nombraban, incluso si nuestra brillante defensa les dejaba hechos picadillo. Es verdad que yo me había trabajado a algunos fiscales cuando convenía un entendimiento procesal u otra clase de acuerdos, pero no había nadie entre el personal de Richie Daley que estuviera dispuesto a proporcionarme información por los viejos tiempos. Tendría que hacer mi imitación de Dick Butkus y embestir a la cabeza.

La alguacila que me registró en la entrada se acordaba de mí. Mostró cierta tendencia a mofarse de mi aspecto desaliñado, pero al menos no intentó prohibirme el paso por ser una peligrosa incitadora de delincuentes. Hice una parada en el servicio de señoras para lavarme el barro de las piernas. Con el vestido ya no se podía hacer nada, aparte de quemarlo, pero con un poco de maquillaje y el cabello peinado, al menos no parecía un evadido de la comisaría.

Fui al tercer piso y miré gravemente a la recepcionista.

– Me llamo Warshawski; soy detective -dije con aspereza-. Quiero hablar con Hugh McInerney sobre el caso Cleghorn.

En los tribunales criminales los policías y los agentes de orden hacen orilla. Supuse que no exhibían su placa cada vez que querían ver a alguien, por tanto tampoco yo tenía por qué hacerlo. La recepcionista respondió a mi tono bravucón apretando números rápidamente en el teléfono interior. Pese a que debía su empleo al enchufe, al igual que los restantes trabajadores del edificio, no era recomendable malquistarse con un detective.

Los fiscales estatales son hombres y mujeres jóvenes en ascenso hacia los grandes bufetes o un buen nombramiento político. Nunca se ve a un viejo a la izquierda del banquillo; ignoro dónde van a parar los que no se promocionan de modo natural. Hugh Mclnerney parecía estar cerca de los treinta. Era alto, con cabello espeso y rubio y la clase de musculatura compacta que producen muchas horas de raqueta y pelota.

– ¿En qué puedo servirte, Detective? -su voz profunda, a tono con su constitución, se adaptaba a la perfección a las salas de tribunal.

– Nancy Cleghorn -dije resuelta-. ¿Podemos hablar en privado?

Me condujo a través de una puerta interior a una sala de juntas, con las paredes desnudas y el mobiliario arañado que yo recordaba de mis días en el distrito. Me dejó sola un minuto para buscar la ficha de Nancy.

– Ya sabéis que ha muerto -le dije cuando regresó.

– Lo he leído en la prensa de la mañana. He estado medio esperando a que os personarais alguno de vosotros.

– ¿Y no se te ocurrió tomar la iniciativa de llamarnos? -arqueé las cejas desdeñosa.

Encogió un hombro.

– No tenía nada concreto que contaros. Vino a verme el martes porque creía que alguien la estaba siguiendo.

– ¿Tenías alguna idea de quién era?

Movió la cabeza negativamente.

– Créeme, Detective, si hubiera tenido un nombre aquí dentro, me habría colgado del teléfono desde primera hora de la mañana.

– ¿No has pensado en Steve Dresberg?

Se removió incómodo.

– Pues… esto, hablé con el abogado de Dresberg, Leon Haas. Él… esto, él creía que Dresberg estaba satisfecho con el estado de las cosas actualmente.

– Ya, no me extraña -dije con malevolencia-. Os dejó a todos a la altura del betún en los tribunales, verdad, con aquel asunto del incinerador. ¿Le preguntaste a Hass lo que pensaba Dresberg sobre la planta de reciclaje que quería montar Cleghorn? Si lanzó amenazas de muerte por un incinerador, no estoy segura de que diera saltos de alegría con un centro de reciclaje. ¿O es que decidió usted que Cleghorn veía visiones, Sr. McInerney?

– Oye, Detective, no me atosigues. Estamos del mismo lado en esto. Tú encuentras al que mató a Cleghorn y yo le acuso hasta en foto. Te lo prometo. No creo que fuera Steve Dresberg, pero mira, llamo a Haas y le doy unos toques.

Sonreí ferozmente y me levanté.

– Eso será mejor que se lo dejes a la policía, Sr. McInerney. Que investiguen ellos y encuentren a alguien que puedas acusar hasta en foto.

Salí de la oficina con ademán arrogante, pero en cuanto estuve en el ascensor se me cayeron los hombros. No quería líos con Steve Dresberg. Si eran ciertas la mitad de las cosas que decían de él, podía echarte al Río Chicago antes de que tuvieras tiempo de estornudar. Pero no había hecho ningún daño a Nancy y Caroline con la cuestión del incinerador. O quizá su estrategia fuera: primera vez una advertencia, segunda una muerte repentina.

Con circunspección, uní el Chevy al atasco de hora punta de la Kennedy y me dirigí a casa.